de vuelta en el río
Esta vez no esperó entre los árboles, sino que atravesó el corredor de eucaliptos y de pronto salió a la luz del otro lado con calma.
La zanja seguía allí, recortada y clara, pero había más terreno excavado, tanto curso arriba como curso abajo del Amohnu, para conseguir más espacio en el cauce del río. Los desechos que quedaban —la broza y el barro, las ramas y las piedras— se habían retirado y nivelado. En cierto lugar pasó una mano por encima de la tierra alisada. A su derecha vio rodadas de neumáticos.
Llegado al lecho del río se detuvo otra vez y se acuclilló entre todos sus colores. Antes no se había dado cuenta de la multitud que poseía; una lección de historia de las rocas. Sonrió.
—Hola, río —dijo.
En cuanto a nuestro padre, estaba en la casa, durmiendo en el sofá con una taza de café a medias. Clay lo miró un momento y dejó la bolsa en el dormitorio. Sacó los libros y la vieja caja de madera, pero dejó El cantero dentro, bien escondido.
Después se sentaron juntos en los escalones. A pesar de que el tiempo había refrescado, aquello estaba plagado de unos mosquitos atroces. Se posaban en sus brazos con patas ligeras.
—Madre mía, son monstruosos, ¿a que sí?
Las montañas se elevaban negras a lo lejos.
Y un panel de rojo tras ellas.
De nuevo, el Asesino habló, o lo intentó:
—¿Qué tal…?
Clay lo interrumpió.
—Has alquilado maquinaria.
Un suspiro cordial. ¿Lo había pillado haciendo trampa? ¿Había quebrantado la filosofía del río?
—Ya lo sé, no es muy… Pont du Gard, ¿verdad?
—No —dijo Clay, pero le dio un respiro—. Aunque ese lo construyeron más de dos personas.
—O el diablo, según…
—Ya lo sé —repuso asintiendo.
No podía confesarle el alivio que había sentido al ver que el trabajo ya estaba hecho.
Michael lo intentó otra vez entonces.
Terminó la pregunta interrumpida.
—¿… por casa?
—No ha estado mal.
Clay sintió que lo miraba, que veía las heridas casi curadas.
Se acabó su café.
Nuestro padre mordió la taza, aunque con suavidad.
Cuando paró, miró hacia los escalones, a ningún sitio cerca del chico.
—¿Matthew?
Clay asintió.
—Pero todo está bien. —Lo pensó un momento—. Rory acabó llevándome a cuestas.
Y se le escapó la más leve de las sonrisas delante de él.
—¿Les ha parecido bien que volvieras…, aquí, quiero decir?
—Por supuesto —dijo Clay—. Tenía que hacerlo.
Se levantó despacio aunque había muchas, muchísimas cosas más que decir, cosas que se le quedaron dentro; estaban Henry y Schwartz y Starkey (y no nos olvidemos de la chica de Starkey), y Henry y Peter Pan. Estaba Claudia Kirkby, y yo. Estábamos todos nosotros en la estación, sin movernos de allí mientras el tren se iba.
Y, por supuesto…
Por supuesto, estaba Carey.
Estaban Carey y Royal Hennessey, y cómo se abrió paso entre los demás caballos… y perdió contra Pump Up the Jam.
Pero, de nuevo, el silencio.
Lo no dicho.
Para romperlo, Clay anunció:
—Voy dentro, mientras todavía me quede algo de energía…
Pero entonces… ¿qué era aquello que sentía?
Menuda sorpresa.
Cuando ya casi estaba dentro, volvió a salir; de repente se encontraba comunicativo y hablador, lo cual para Clay eran siete palabras de más.
—Me gusta esto, me gusta estar aquí —dijo con la taza de café en la mano.
Y se preguntó por qué lo había hecho. Tal vez para reconocer una nueva existencia, tanto de Archer Street como del río, o incluso una especie de aceptación:
Su lugar estaba en ambos sitios por igual.
La distancia entre nosotros era él.