la movedora de culos y el minotauro
—Venga, despierta.
Mientras Penny va llegando, Clay empieza el proceso de retirarse, vadeando poco a poco.
Ese primer día, después de mi ultimátum en el porche delantero, se dirigió hacia las bolsas de bollos y el café que quedaba. Después se secó la cara en el baño y me oyó mientras me iba a trabajar. Me planté junto a Rory:
Yo, con mi ropa vieja y sucia del trabajo.
Rory todavía medio dormido, medio muerto después de la noche anterior.
—Eh, Rory. —Lo zarandeé—. ¡Rory!
Intentó moverse, pero no podía.
—¡Mierda, Matthew, ¿qué pasa?!
—Ya sabes qué pasa. Hay otro maldito buzón ahí fuera.
—¿Y ya está? ¿Cómo sabes que he sido yo?
—No pienso contestarte a eso. Lo que te estoy diciendo es que saques ese trasto de ahí y lo devuelvas a su sitio.
—Si ni siquiera sé de dónde lo saqué.
—Lleva un número escrito, ¿o no?
—Sí, pero no sé de qué calle.
Y entonces, el momento que Clay estaba esperando:
—Mecagüen… ¡todo!
Clay notaba mi furia desde el otro lado de la pared, pero enseguida llegaron los aspectos prácticos:
—Muy bien, no me importa lo que hagas con él, pero cuando llegue a casa luego espero que ya no esté. ¿Entendido?
Luego, cuando Clay entró, descubrió que habíamos mantenido toda la conversación con Héctor liado como un luchador de lucha libre alrededor del cuello de Rory. El gato estaba mudando el pelo y ronroneando, las dos cosas a la vez, y sus ronroneos empezaban a alcanzar una tesitura de tórtola.
Al percibir una nueva presencia en el umbral, Rory habló con un tono apagado.
—¿Clay? ¿Eres tú? ¿Puedes hacerme un favor y quitarme a este maldito gato de encima? —Tras lo cual esperó a librarse de las dos últimas garras tercas, y entonces—: ¡Ahhhhhh! —Soltó un gran suspiro de alivio.
Un poco de pelo de gato salió flotando hacia arriba, luego le cayó encima. La alarma del teléfono de Rory empezó a protestar; había estado tumbado encima, atrapado por Héctor.
—Supongo que has oído a Matthew, ese pedazo de quejica. —A pesar del atroz dolor de cabeza, le ofreció un cansado esbozo de sonrisa—. No te importaría tirar ese buzón en Los Aledaños por mí, ¿verdad?
Clay asintió con la cabeza.
—Gracias, chaval. Venga, ayúdame a levantarme, que más vale que me vaya a trabajar. —Pero primero lo primero: se alejó unos pasos para darle a Tommy un buen tortazo en toda la cabeza—. Y tú: te dije que mantuvieras a ese gato tuyo… —reunió fuerzas—: ¡FUERA DE MI PUTA CAMA!
Era jueves, y Clay se fue al instituto.
El viernes lo dejó para siempre.
Esa segunda mañana fue al aula de una profesora que tenía pósteres colgados de la pared y cosas escritas por toda la pizarra. Los dos pósteres eran bastante cómicos: Jane Austen con un vestido de volantes, sosteniendo una barra de pesas por encima de la cabeza. La leyenda rezaba: LOS LIBROS SON DUROS DE PELAR. El otro era más bien una pancarta que decía: MINERVA MCGONAGALL ES DIOS.
Tenía entonces veintitrés años, esa profesora.
Se llamaba Claudia Kirkby.
A Clay le caía bien porque, en aquella época, cuando iba a verla, la profesora hacía a un lado la cortesía y corrección apropiadas. Entonces sonaba la campana y ella se lo quedaba mirando.
—Venga, chaval, no te pases… Mueve el culo y a tu clase. —A Claudia Kirkby se le daba bien la poesía.
Tenía una melena castaño oscuro y los ojos castaño claro, y una mancha de sol en mitad de la mejilla. Tenía una sonrisa hecha para aguantar cualquier cosa, y pantorrillas, unas pantorrillas preciosas, y tacones, y era bastante alta y siempre iba bien vestida. Por algún motivo, le caímos bien desde el principio; incluso Rory, que había sido una pesadilla.
Cuando Clay entró antes de clase ese viernes, ella estaba de pie junto a su mesa.
—¿Cómo va eso, señor Clay?
Estaba repasando unas redacciones.
—Lo dejo.
Ella se quedó inmóvil, abruptamente, y levantó la mirada.
Nada de «Mueve el culo y a tu clase» ese día.
Se sentó y lo miró con preocupación.
—Hummm… —dijo.
A eso de las tres yo estaba en el instituto, sentado en el despacho de la señora Holland, la directora. Ya había ido allí unas cuantas veces antes: en el preámbulo de la expulsión de Rory (pero eso será en aguas que están aún por llegar). Era una de esas mujeres de pelo corto y estilosas, con mechones grises y blancos, y ojos pintados con raya por debajo.
—¿Qué tal le va a Rory? —preguntó.
—Tiene un buen trabajo, pero no ha cambiado mucho.
—Bueno, mmm, salúdalo de nuestra parte.
—Lo haré. Le gustará.
Pues claro que le gustaría, al muy cabrón.
Claudia Kirkby también estaba allí, con sus majestuosos tacones, falda negra y blusa color crema. Me sonrió, como siempre, y supe que debería haberlo dicho —«Me alegro de verla»—, pero no fui capaz. Al fin y al cabo, aquello era una tragedia. Clay iba a dejar los estudios.
—Bueno, mmm, como le he dicho, mmm, por teléfono… —La señora Holland era una de las peores adictas al «mmm» que he visto jamás. Conocía a albañiles que lo decían menos que ella—. Tenemos, mmm, aquí al joven Clay que quiere, eeeh, dejarnos. —Maldita sea, acababa de soltarnos también un «eeeh»; la cosa no pintaba nada bien.
Miré a Clay, que estaba sentado a mi lado.
Levantó la mirada pero no dijo nada.
—Es un buen estudiante —añadió la directora.
—Ya lo sé.
—Como lo fue usted.
No reaccioné.
—Pero tiene dieciséis años —continuó diciendo la mujer—. Por, mmm, ley, la verdad es que no podemos impedírselo.
—Quiere dejarlo e irse a vivir con nuestro padre —dije.
Me habría gustado añadir «una temporada», pero no me salió, no sé por qué.
—Comprendo, bien, mmm, podríamos buscar el instituto más cercano a donde viva su padre.
Llegó de repente:
Una tristeza terrible y abrumadora me golpeó en ese despacho, en su luz medio oscura, medio fluorescente. No habría ningún otro instituto, ningún otro nada. Hasta ahí habíamos llegado y todos lo sabíamos.
Me volví hasta más allá de Claudia Kirkby y vi que también ella parecía triste, y diligente y decididamente dulce.
Algo después, cuando Clay y yo íbamos ya hacia el coche, nos llamó y vino tras nosotros, y allí estaban sus pies raudos y silenciosos. Había abandonado los tacones cerca del despacho.
—Toma —dijo, tendiéndole una pequeña pila de libros—. Puedes marcharte, pero tienes que leerte esto.
Clay asintió y le habló con gratitud.
—Gracias, señorita Kirkby.
Nos dimos la mano y nos despedimos.
—Buena suerte, Clay.
Y también sus manos eran bonitas, pálidas pero cálidas, y había un brillo en sus ojos de sonrisa triste.
En el coche, Clay se puso a mirar por la ventanilla y habló como de pasada pero con rotundidad.
—¿Sabes? —dijo—, le gustas.
Lo dijo mientras salíamos del recinto.
Resulta extraño pensarlo, pero un día me casaría con esa mujer.
Luego fue a la biblioteca.
Llegó allí a las cuatro y media, y a las cinco estaba sentado entre dos pilones enormes de libros. Todo lo que pudo encontrar sobre puentes. Miles de páginas, cientos de técnicas. Cada modalidad, cada medida. Todas las jergas. Los leía por encima y no entendía nada, pero le gustaba mirar los puentes: los de arco, los colgantes y los voladizos.
—¿Hijo?
Alzó la mirada.
—¿Te gustaría sacar alguno de estos en préstamo? Ya son las nueve. Es hora de cerrar.
En casa le costó cruzar la puerta, no encendió la luz. Su bolsa azul de deporte desbordaba de libros. Le había dicho a la bibliotecaria que tenía que marcharse una temporada larga y había conseguido que le alargaran el plazo de préstamo.
Quiso la suerte que, cuando entró, yo fuera el primero al que vio, merodeando por el pasillo como el Minotauro.
Nos quedamos quietos, ambos bajamos la mirada.
Una bolsa así de pesada se anunciaba a sí misma.
En la penumbra, mi cuerpo solo se vislumbraba pero mis ojos estaban encendidos. Esa noche me encontraba cansado, me sentía mucho mayor de los veinte años que tenía; era un anciano, afligido y canoso.
—Venga, entra.
Al pasar, Clay vio que tenía una llave inglesa en la mano; estaba arreglando el grifo del baño. No era ningún minotauro, era el maldito servicio de mantenimiento. Los dos seguimos mirando esa bolsa de libros, y el pasillo pareció encogerse a nuestro alrededor.
Y entonces llegó el sábado, y a esperar a Carey.
Por la mañana, Clay acompañó a Henry en el coche para cargar libros y discos de mercadillos de garaje, y estuvo viendo cómo conseguía bajarles el precio con su labia. En el camino de entrada de una casa encontraron una recopilación de relatos titulada El corredor de obstáculos, una bonita edición de bolsillo con un atleta saltando una valla grabado en relieve en la cubierta. Pagó un dólar y le entregó el libro a Henry, que lo sostuvo, lo abrió y sonrió.
—Chaval —dijo—, eres un caballero.
Después de eso, las horas fueron cayendo.
Pero también había que ganárselas.
Por la tarde fue a Bernborough para dar varias vueltas a la pista. Se puso a leer sus libros en lo alto de la gradería y comenzó a entenderlos. Términos como «compresión», «puntal» y «contrafuerte» empezaron a cobrar sentido poco a poco.
En cierto punto, bajó esprintando el canal de escalones entre las hileras de bancos astillados. Recordó haber visto allí a la chica de Starkey, y sus labios le hicieron sonreír.
Ya no faltaba mucho.
Pronto iría a Los Aledaños.