Capítulo 74
Nunca había podido resistírsele y no iba a empezar ahora.
La primera vez que Lorcan la había visto, Katherine tenía dieciocho años y estaba en un bar de Limerick, conversando seriamente con una mujer del trabajo. Aquel día él estaba aburrido e irritable, como un gato sin un pájaro a quien perseguir, pero súbitamente se sintió mejor.
—Mira esa monada —dijo dando un codazo a su amigo Jack.
—No parece tu tipo —respondió Jack, sorprendido.
—Es una chica —señaló Lorcan—. Eso la convierte en mi tipo. Cúbreme, voy a atacar.
Cuando Delores, la mujer que conversaba con Katherine, fue a buscar cigarrillos, Katherine oyó una voz melosa a su espalda preguntando con complicidad:
—¿Te dolió?
Sorprendida, se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el hombre más apuesto que había visto en su —ciertamente protegida— vida. Con un codo apoyado en la barra, la miraba sonriente, quemándole la cara con su ostensible admiración.
—¿Te dolió? —Hizo una pausa y la traspasó con sus ojos color jerez—. Me refiero a cuando caíste del cielo.
Katherine se ruborizó y se preguntó si estarían tirándole los tejos. En tal caso, sería la primera vez.
—No vengo del cielo, sino de Knockavoy.
Aunque siempre había sabido que no era particularmente ingeniosa, su respuesta la decepcionó profundamente.
Pero Lorcan rió.
—Me encanta. «No vengo del cielo, sino de Knockavoy.» Muy bueno. —Un sentimiento indescriptible pero agradable comenzó a ablandar a Katherine—. ¿Cómo te llamas? —preguntó Lorcan en voz baja.
—Katherine. Katherine con K —añadió con una solemnidad que fascinó a Lorcan.
—Yo soy Lorcan. Lorcan con L.
Katherine rió.
—Sería difícil que te llamaras Lorcan con K. A menos —dijo con aire pensativo—, que la k fuera muda.
Volvió a reír y Lorcan se fijó en los pequeños dientes blancos, la cara lavada y lozana, el cabello liso y brillante y el recato infantil de Katherine y sintió un arrebato familiar.
Sabía que tendría que abordarla con delicadeza, porque la chica tenía un aire puro y limpio. No sólo en su aspecto, sino también en su conducta: no entornaba los ojos, no transmitía mensajes contradictorios, no hacía mohines de coquetería.
Su aire virtuoso encandiló a Lorcan, que se proponía corromperla.
—Dime, Katherine con K, ¿qué te trae a Limerick?
—Estoy estudiando contabilidad —respondió ella con orgullo.
Lorcan puso cara de profundo interés, le pidió que le contara su vida y lo consiguió en el acto. Katherine le dijo que había regresado del instituto con excelentes notas, que llevaba nueve meses viviendo en Limerick, que había tenido la suerte de conseguir un puesto en Good and Eider, que vivía en una bonita pensión donde tenía su propio hervidor eléctrico, que echaba mucho de menos a sus amigos de Knockavoy, Tara y Fintan, pero que los llamaba de vez en cuando desde la oficina y que iba al pueblo en fines de semana alternos.
—¿Por qué no vienen a trabajar a Limerick? —preguntó Lorcan, muy atento.
—Trabajan en un hotel del pueblo. Están ahorrando para irse al extranjero.
—Bueno, espero que al menos vengan a visitarte.
—No —explicó ella con tristeza—. Verás, ellos trabajan la mayoría de las noches de sábado y yo trabajo durante la semana y estudio por las noches.
—¿Y tus compañeros de trabajo son simpáticos?
—Bueno, sí. —Katherine miró alrededor, bajó la voz y dijo con tono cómplice—: Lo que pasa es que bastante mayores que yo.
—¿Así que no tienes muchos amigos aquí?
—No muchos.
Eso no impidió que Katherine presentara a Lorcan al grupo de carrozas con los que trabajaba, y él se vio obligado a conversar con ellos durante largo rato. Cuando no aguantó más, dijo al oído de Katherine:
—¿Por qué no nos escapamos tú y yo y vamos a un sitio donde podamos charlar tranquilamente? —Una vez en la calle, Lorcan sugirió con naturalidad—: Vamos a tu pensión.
Katherine no respondió de inmediato. ¿La tomaba por una pueblerina inocente?
—No —dijo por fin con firmeza—. Vamos a otro bar.
Lorcan soltó una carcajada.
—No tienes un pelo de tonta, Katherine con K. Haces bien en ser prudente, pero puedes confiar en mí.
—¿Qué otra cosa ibas a decir tú?
—¿Tengo pinta de violador? —preguntó con cara de inocencia ofendida y abrió los brazos en actitud suplicante.
—¿Cómo quieres que sepa qué pinta tiene un violador?
Lorcan se detuvo, puso sus grandes manos sobre los hombros pequeños de ella y la atrajo hacia sí:
—Jamás te haría daño —prometió con voz grave y melodiosa—. Lo digo en serio.
Katherine estaba tan conmovida por su sinceridad que se quedó muda. Le creía. Tuvo la impresión de que no había nada más natural que estar junto a su poderosa masculinidad, como si siempre hubiera debido estar allí. La última pieza del rompecabezas de su vida pareció encajar en su sitio.
—De acuerdo —murmuró—. Puedes venir a mi habitación a tomar una taza de té, pero nada más, ¿entendido? —Con gesto severo sacudió un dedo, que Lorcan hizo ademán de morder dando dentelladas en el aire y gruñendo.
Katherine estalló en carcajadas.
—Vamos.
Lorcan le rodeó la cintura con el brazo y la obligó a apretar el paso, prácticamente arrastrándola por la acera.
—Lo digo en serio. —Lo miró a los ojos mientras caminaban a toda prisa—. Nada de travesuras.
—Desde luego —convino Lorcan con simpatía.
Pero hubo travesuras.
En el cuarto de la pensión, él dejó su taza de té sobre una pila de libros de contabilidad en cuanto ella se la hubo dado. Luego se acercó a Katherine, le quitó su taza y también la dejó en la mesa.
—¿Qué haces? —preguntó ella con voz ronca.
—No quiero que derrames el té.
—Pero no lo haré.
—Podrías. Es difícil beber té mientras te besan.
Katherine estaba aterrorizada. ¡Era un violador! Abrió la boca para protestar, pero Lorcan la rodeó con sus brazos grandes y fuertes, bajó su hermosa cara, puso su maravillosa boca sobre la de ella y la besó.
Durante una fracción de segundo Katherine sintió repulsión, pero antes de que pudiera apartarlo, la magia se apoderó de ella. La habían besado antes, pero nunca de ese modo, y cuando Lorcan se detuvo, ella hubiera preferido que no lo hiciera. Cuando abrió de mala gana los ojos, su cuerpo estaba inclinado hacia adelante, buscando el de Lorcan.
—Quedemos para vernos mañana, Katherine con K.
—De acuerdo —respondió ella sin aliento.
Cuando las monjas le habían dicho que nunca llevara zapatos de charol con falda porque los hombres podrían ver sus bragas reflejadas en ellos, hasta Katherine había reído. Pero a pesar de todo, algunas enseñanzas de la Iglesia católica habían calado hondo. Le daba igual lo que hicieran Fintan y Tara, pero ella se proponía llegar virgen al matrimonio.
Estaba decidida a no acostarse con Lorcan; nunca había estado más segura de algo. Pero le gustaba que la besara. Y él no dejaba de hacerlo.
Se encontraban todas las noches, a veces en el piso de él, pero casi siempre en la pensión de ella. Allí se acostaban en la cama individual de Katherine y mientras los libros de contabilidad juntaban polvo sobre el pequeño escritorio, ellos se besaban durante horas.
Eran besos largos y profundos; el cuerpo a un tiempo aterrador y delicioso de Lorcan prácticamente encima del de Katherine, con una pierna sobre las de ella mientras acariciaba la curva de su cintura.
El varonil olor a humo de la chaqueta de Lorcan, su pelo sedoso bajo las manos de Katherine, la manera en que gemía cuando ella le acariciaba la nuca, la ardiente y suave presión de sus labios.
Pero cuando él trató de desabrocharle el sujetador, Katherine se escandalizó. Ante la audacia de él y ante sus propios sentimientos, porque en el fondo deseaba que lo hiciera. Lo apartó, se sentó y le dijo que no era de esa clase de chicas y que no volviera a intentarlo.
Lorcan se deshizo en disculpas. Pero cuando volvieron a verse volvió a la carga y Katherine se puso como un basilisco.
—Vete —ordenó.
Lorcan estaba tan desolado que hasta derramó unas lagrimitas y le juró que nunca volvería a hacerlo. Pero ella se limitó a repetir:
—Quiero que te vayas.
Él se marchó y Katherine se quedó llorando, convencida de que todo había terminado. Aunque sólo hacía dos semanas que salía con él, nunca se había sentido tan sola y abandonada.
Pero a las siete de la mañana del día siguiente oyó unos golpes en la puerta. Se levantó a abrir, pálida y mareada después de una noche en vela, y vio a Lorcan, que era la viva imagen del arrepentimiento. Sin decir una palabra, se abrazaron apasionadamente y él la guió hasta la cama. Después, cuando le desabotonó el camisón, le tocó los pechos y usó los dientes para convertir sus rosados pezones en ardientes y duros montículos, ella no protestó.
Aunque sabía que estaba mal, le encantaba. La turbación se mezclaba con un deseo sucio y ardiente, y cada vez que estaba con Lorcan quería, pero no podía, decirle que dejara de tocarla. Con el tiempo llegó a un acuerdo consigo misma y con su escrupulosa conciencia y decidió que por encima de la cintura todo era aceptable. Al fin y al cabo, todo el mundo lo hacía. Tara permitía que los chicos le tocaran las tetas desde los catorce años.
Y siempre que no hicieran nada «ahí abajo», no habría problema.
Además, él estaba loco por ella. No podía ser más amable. Besaba el suelo que Katherine pisaba.
Durante una de sus conversaciones íntimas, en una pausa entre apasionados besos, Lorcan le aseguró que lo que ocurría entre ellos era especial. La miró con los ojos entornados y dijo:
—Apuesto a que has tenido un montón de novios.
—No. —Ella era demasiado inexperta para mentir—. Sólo dos.
—Me estás poniendo celoso —dijo Lorcan de mal humor. Y no mentía.
—No, no, no tienes motivos —exclamó Katherine—. Eran chicos que iban de vacaciones a Knockavoy. Con ninguno de los dos pasó nada como... esto.
—Bueno, ¿ha merecido la pena esperarme? —preguntó él con una risita.
—Sí. —Era exactamente lo que pensaba ella. Lorcan era su recompensa por ser una buena chica. Los que saben esperar cosechan sus frutos—. ¿Y tú? —preguntó con timidez—. ¿Has tenido muchas novias?
Se armó de valor porque sospechaba que sí. Sobre todo habida cuenta de que Lorcan era siete años mayor que ella. Y tan guapo.
—Un par —respondió él con indiferencia—. Ninguna especial.
Por el teléfono de la oficina, Katherine anunció en susurros a Tara y a Fintan que tenía novio. Semanas después les confesó que era «guapísimo», que estaba «loca por él» y que él estaba «loco por ella». ¿Cuándo irían a Limerick para que se los presentara?
Pero ninguno podía ir hasta al menos un mes después porque tenía que trabajar por las noches.
—Vaya —dijo Katherine, decepcionada.
—Lo siento, nos encantaría ir —respondió Tara—. Nos morimos de ganas de conocerlo. ¿De verdad es tan guapo? ¿Tanto como Danny Hartigan?
Katherine soltó una risita desdeñosa. Danny Hartigan había salido quince días con Tara dos veranos antes y era el modelo con que comparaban a todos los demás chicos. Pero a Lorcan no le llegaba ni a la suela del zapato.
—Mucho más guapo. Es como una estrella de cine. De hecho, es actor, ¿sabes?
—¡Caray! —Tara fue incapaz de disimular su envidia—. ¡Un actor! Cuenta, cuenta. —Katherine oyó que Tara murmuraba a Fintan: «Es actor.» Luego su voz sonó más clara—: ¿Lo conocemos? —preguntó, emocionada—. ¿Lo hemos visto en alguna película?
—Es posible. —Katherine no cabía en sí de orgullo—. ¿Recuerdas ese anuncio de suavizante en que están jugando al fútbol...?
—¡No me digas! —exclamó Tara—. ¿No será el arbitro que les dice a los jugadores que se quiten las camisetas para mandarlas a lavar? Está de muerte.
—¡De muerte! —oyó Katherine que repetía Fintan.
—No, no es el árbitro —reconoció Katherine—. Es uno de los jugadores que está a la derecha, al fondo del campo.
—Un momento. —Tara se apartó del auricular para hablar con Fintan—: No es el árbitro.
—Seguro que lo has visto —prosiguió Katherine—; está corriendo, así que se le ve de espaldas... ¿sabes cuál es?
—Puede —dijo Tara sin convicción.
—Es pelirrojo y muy alto.
—¿Pelirrojo? No me lo habías dicho. ¿Y muy alto? ¿Estás segura de que es guapo? Me hace pensar en Beaker, el del Show de los teleñecos.
—Pues no se le parece en nada —protestó Katherine, ofendida.
—Lo siento, no quería pincharte el globo. Dime, ¿va en serio?
—Sí, creo que sí —respondió con confianza.
—¡Ostras! Bueno, pídele una foto y ven a vernos al hotel en cuanto bajes del autocar el viernes por la noche.
—No puedo —explicó Katherine—. Este fin de semana había pensado quedarme. Para estar con él, ¿entiendes?
—¿Otra vez?
No podía resistirse a Lorcan. Cuando la besaba, se sentía excitada y eufórica; cuando le mordisqueaba los pezones, creía que iba a estallar. A veces, cuando estaba sola, se tocaba por encima de las bragas y se preguntaba por qué sentía ese cálido hormigueo. Hacía tiempo que no se confesaba y temía no poder volver a hacerlo.
Un día, mientras se besaban apasionadamente en la cama, Katherine oyó el sonido de una cremallera al abrirse y notó que Lorcan movía la mano en su entrepierna. Enseguida oyó el rumor de la tela tejana y comprendió que Lorcan se estaba quitando los pantalones.
—¿Qué haces? —preguntó con alarma.
—Tú no tienes que hacer nada —respondió él con voz ronca mientras se acariciaba—. Sólo tócala. Una vez.
—¡No!
—Por favor. Te gustará.
—Está mal.
—¿Por qué iba a estar mal? Nos queremos.
Era la primera vez que se lo oía decir, pero le gustó. Pero eso no iba a hacerle cambiar de opinión.
—No deberíamos...
—Claro que deberíamos. Nos queremos.
Katherine permitió que cogiera su mano temblorosa y la guiara hacia el pene erecto. Cerró los ojos con fuerza y se sobresaltó al rozar la piel sorprendentemente sedosa, negándose a percibir el tamaño o la dureza del órgano.
—Ya está —dijo retirando la mano—. Espero que estés satisfecho, porque no pienso volver a hacerlo.
Lo decía en serio, pero en el siguiente encuentro él volvió a abrirse la bragueta. No contento con que le rozara el pene, la obligó a cerrar la mano sobre él y a moverla lentamente arriba y abajo, arriba y abajo.
—No —suplicó Katherine.
—Más fuerte —gimió Lorcan—. Más deprisa. Te quiero. Más deprisa.
La cama crujía. El aliento de Lorcan abrasaba la oreja de Katherine, y su cara roja de deseo parecía la de un extraño. Katherine se sintió sucia, ultrajada y decididamente asqueada cuando una sustancia caliente le mojó la mano.
Sin embargo, cuando se quedó sola, recordó involuntariamente la escena y la boca del estómago —amén de algo más abajo— ardió de excitación. Pensar que ella podía hacerle sentir de esa manera. Se sintió poderosa, sensual, peligrosa y adulta y deseó hacerlo otra vez.
Con súbito horror se preguntó si habría cometido un pecado mortal. Si moría en ese momento, ¿sería condenada a pasar la eternidad abrasándose en el infierno? Aunque la razón le decía que el fuego del infierno no era más que una superstición, su reacción emocional fue de ansiedad y miedo. Nunca se sabía. ¿Y si era verdad?
Podría haber ido a confesarse para obtener la absolución y estar libre de pecado por si moría repentinamente. Pero sabía que el cura le diría que no volviera a hacerlo, o incluso que dejara de ver a Lorcan.
Habría sido incapaz de obedecerle. Ya era una auténtica adicta a lo que hacían en la cama y la idea de no volver a ver a Lorcan era inconcebible. Por lo tanto, tratando de no pensar en lo bajo que había caído, decidió que el amor que sentían el uno por el otro los redimía.
Siempre se había prometido que, hiciera lo que hiciera, no llegaría hasta el final. ¡Ni siquiera Tara lo había hecho! Pero, semana a semana, Lorcan fue erosionando su resistencia, y a partir de cierto momento cada vez que se tendían en la cama él se bajaba los tejanos hasta las rodillas, ella las bragas hasta la mitad de los muslos y Lorcan tenía permiso para rozar la abertura de la vulva con la punta del pene.
—Nunca pasaremos de aquí —murmuró ella.
—Nunca —respondió él.
Pero a veces él se restregaba y los dos sentían tanto placer, que se restregaba un poco más.
—Pero no la meterás —murmuró ella.
—No la meteré —respondió él—. Sólo la moveré un poco, así. ¿Te gusta?
Katherine asintió. Era la sensación más agradable que había experimentado en su vida. Y siempre que no llegaran más lejos, todo iría bien.
—¿Puedo moverme un poco más? —preguntó Lorcan.
—Vale, pero no la metas.
—No la meteré.
Minutos después, Katherine dijo con alarma:
—Creo que la estás metiendo.
—No —respondió él con voz grave, haciendo pequeños y violentos movimientos con las caderas—. Está afuera. Sólo me muevo un poco...
Pero los movimientos de caderas se hicieron más violentos y rápidos, y en el preciso momento en que la aterrorizada Katherine sentía que algo duro y grande la penetraba, Lorcan exclamó con tono triunfal:
—¡Ahora sí que está adentro!
Más tarde, Katherine lloró y Lorcan la estrechó en sus brazos, acariciándole el pelo y diciendo una y otra vez:
—Tranquila, pequeña, no pasa nada. Tranquila, no pasa nada.
Ella lo miró con la cara bañada en lágrimas.
—No lo haremos nunca más. No creas que vas a convencerme, porque no podrás. Es lo peor que he hecho en mi vida. Si muero ahora, iré al infierno.
Pero lo hicieron otra vez. Y otra. Aunque cuando Lorcan hablaba de que ella debía tomar precauciones, Katherine le respondía que no sería necesario porque no volverían a hacerlo.
Naturalmente, repitieron. No porque Lorcan la amenazara con dejarla si no accedía. No tuvo necesidad. El cuerpo traidor de Katherine era el factor más persuasivo: era incapaz de resistirse a Lorcan.
Lo único que la consolaba en los momentos de angustia y vergüenza era la idea de que él la quería. Cuando se casaran, todo estaría bien; por decirlo de alguna manera, todo se legitimaría retrospectivamente.
Aunque nunca habían hablado de matrimonio, se sobrentendía que se casarían. Era evidente en la forma en que él la miraba, en la ternura de su voz cuando le decía que la quería.