Capítulo 35

Fintan recibiría los resultados de la biopsia de médula, la radiografía de tórax y la tomografía computerizada el viernes por la tarde. Hasta entonces, Tara, Ka-therine, Liv y los O'Grady estaban condenados a vivir en un limbo, incapaces de concebir un futuro más allá de esa fecha. Para ellos, el mundo se detendría el viernes por la tarde. Nada importante sucedería después.

De algún modo habían conseguido convencerse de que el cáncer en los ganglios linfáticos era poco preocupante. Que si la enfermedad no aparecía en el tórax, la médula ósea o los órganos internos, Fintan podría curarse.

Invirtieron toda su energía en soportar la espera hasta el momento en que descubrirían cuál era la gravedad de su estado. Mientras se debatían entre la angustia y la esperanza, la ansiedad hizo estragos en los hábitos de sueño, el apetito, la concentración, el nivel de paciencia y la capacidad para decidir entre un bocadillo de queso y uno de pollo. Entretanto, leyeron todo lo que encontraron sobre la enfermedad de Hodgkin y compraron todos los libros de terapias alternativas que vieron en las librerías.

Fintan recibió un aluvión de visitas, tarjetas deseándole que se mejorara y flores de amigos y colegas. Fue tanta gente a verlo, que en un momento de amargura Fintan comentó:

—Sólo vienen a averiguar si tengo sida.

Pero incluso después de que quedara claro que Fintan no tenía el sida, siguió recibiendo una multitud de visitas todas las tardes. Y los más allegados —Tara, Katherine, Liv, la familia y Sandro— montaban guardia junto a su cama durante prácticamente todo el día. JaneAnn y Sandro se turnaban para cogerle la mano.

El miércoles, la primera mañana de los O'Grady en Londres, Tara y Katherine los acompañaron al hospital, donde se encontraron con Sandro y Liv.

—Buenos días —saludó Tara a Fintan con forzada alegría.

—¿Quétienen de buenos? —preguntó Fintan, malhumorado y resentido, desdela cama.

El ánimo colectivo cayó en picado y todos caminaron en puntillas alrededor de la cama, haciendo a Fintan las preguntas de rigor.

—¿Hasdormido bien? —preguntó Katherine.

—¿Tehan dado un buen desayuno? —quiso saber Tara.

—¿Teapetece una uva? —ofreció Sandro.

—¿Quéle pasa al tipo de la cama de al lado? —preguntó Milo.

Fintan respondió avinagrado:

—He dormido fatal, el desayuno casi me hizo vomitar, tú puedes meterte las uvas en el culo y tú, si quieres saber qué le pasa a ese tipo, ve y pregúntaselo.

Sonrisas temblorosas y forzadas alrededor y una serie de preguntas entrecortadas entre ellos: ¿qué tal estaba Sandro?, ¿había dormido bien JaneAnn en una cama extraña?, ¿Katherine y Tara no tendrían problemas por faltar al trabajo?, ¿a qué hora se levantaban Milo y Timothy cuando estaban en casa?, ¿tenían vacas en Suecia?

—Joder, otra vez —protestó Fintan en voz alta al ver que una enfermera se acercaba para sacarle la muestra de sangre diaria—. Parezco una puta almohadilla para alfileres. Cada cinco minutos viene alguien a clavarme una aguja.

Extendió el brazo para la jeringa y todos los presentes se sobrecogieron al ver las manchas negras, violáceas, verdes y amarillas en la parte interior del codo. Un hematoma sobre otro, y pronto tendría uno nuevo. A Tara se le encogió el corazón. Habría querido soportar el dolor en lugar de Fintan, pero al mismo tiempo dio gracias a Dios con vehemencia y enorme alivio porque no era ella la que estaba tendida en la cama, convertida en una almohadilla humana para alfileres. Prácticamente antes de que esta idea acabara de formarse en su mente, la embargó una vergüenza nauseabunda. ¿Qué demonios le pasaba?

—Veamos si conseguimos encontrar la vena en los diez primeros intentos —dijo Fintan con sarcasmo a la enfermera.

—¡Tenun poco de educación! —susurró JaneAnn.

Podía perdonarle que fuera grosero con ella, su pobre y anciana madre, que había soportado dieciocho horas de dolores de parto para traerlo al mundo en los tiempos en que la ciencia ni siquiera había vislumbrado la existencia de la epidural, pero esa enfermera era una desconocida. Peor aún, una desconocida inglesa.

—Hoy tenemos un día estupendo —dijo la enfermera.

—Será usted.

—¿Lacadera le hace sufrir?

—No. Pero el diagnóstico de la muestra que tomaron de ella, sí.

Tara se inclinó y le cogió la mano. Era lógico que estuviera mordaz.

El humor de Fintan era imprevisible y cambiaba con frecuencia en el transcurso del día. Menos de una hora después de su hosco y desagradable recibimiento, su estado de ánimo mejoró notablemente, y con él el de todos los presentes. Hasta tal punto que su cama parecía el centro de una fiesta. En cierto momento la conversación era tan animada y las risas tan altas, que la enfermera les rogó que bajaran la voz porque estaban alegrando a los demás pacientes.

De vez en cuando y por separado, los visitantes reparaban en lo impropio de su algarabía. Entonces se sentían culpables por no estar tristes. Hasta que, de manera injustificada y repentina, la juerga comenzaba otra vez.

Pero aunque individualmente tuvieran fugaces momentos de evasión, el miedo no abandonaba nunca al grupo. Katherine observó cómo el horror circulaba entre ellos como una ola. Mientras los demás conversaban animadamente, uno de ellos se quedaba inmóvil con cara de perplejidad. ¿Por qué estoy aquí? ¿Porque Fintan está enfermo? ¿Porque podría morir? ¡Qué ridiculez!

Entonces lo envolvía el bálsamo de la esperanza —todo irá bien— y el terror avanzaba suavemente hacia la persona siguiente.

A las once Fintan se volvió hacia el pequeño televisor que había junto a su cama.

—Es casi la hora de Supermarketsweep. ¿Os importasi lo veo?

—Claro que no —murmuraron para complacerlo.

Pero pocos minutos después, con la curiosa manera en que la realidad se empeñaba en seguir mutándose, fue como si estuvieran sentados en el salón de la casa de alguno de ellos viendo la televisión. JaneAnn, en particular, consiguió evadirse por completo.

—Está ahí, está ahí —gritó con los puños apretados de frustración la tercera vez que el concursante pasó junto al suavizante Lenor sin verlo—. ¿Estás ciego? ¡Míralo, está ahí! —Se puso en pie y empezó a tocar con un dedo la pantalla del televisor hasta que cayó en la cuenta de dónde estaba y se sentó avergonzada.

—En mi pueblo no ponen este concurso —murmuró a la enfermera que la miraba atónita.

A la hora de comer todos se habían ido a trabajar. Milo y Timothy salieron a fumar un cigarrillo y JaneAnn se quedó a solas con Fintan, que dormía. Miró a su hijo menor, a su pequeño, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas suaves como el papel de seda. Rezó en silencio, pasando las cuentas del rosario entre las manos, y se preguntó por qué Dios querría llevarse a un joven en la flor de la vida.

Cuando regresaron Milo y Timothy, trataron de comer un bocadillo de jamón de los que JaneAnn había preparado a las seis de la mañana, pero ninguno de los dos tenía apetito.

—Salgamos a tomar un poco de aire fresco —sugirió Milo—. Puede que encontremos un poco de verde en algún sitio.

Pero hacía frío y no pudieron encontrar un parque, así que caminaron por Fulham Road, horrorizando a los dependientes de las tiendas pijas en las que entraron.

—Mirad —exclamó JaneAnn mostrando una cajita esmaltada con un intrincado dibujo—. Quince libras por una pequeñez como ésta.

—De hecho, son mil quinientas libras —dijo la dependienta con desprecio quitándole la caja de las manos.

Pero su desprecio no surtió el efecto previsto, porque JaneAnn, Milo y Timothy prorrumpieron en carcajadas.

—¡Milquinientas libras por un chisme como ése! Con ese dinero se puedecomprar media hectárea de tierra.

—Me alegro de haber entrado —dijo JaneAnn cuando salieron a la calle—. Ahora me siento más animada.

Pero en la siguiente tienda de antigüedades la puerta estaba cerrada, y aunque llamaron al timbre y sonrieron amablemente a través del cristal, permaneció cerrada.

—Puede que esté cerrada —sugirió Timothy.

—No, hay alguien dentro —dijo JaneAnn. Golpeó el cristal e hizo una seña a la elegante joven que estaba sentada detrás de una dorada mesa rococó—. Hola, queremos entrar.

Yasmin Al-Shari miró con horror a los dos hombres altísimos de pelo alborotado y a la menuda anciana de cabello gris, que trataban de entrar en su preciosa tienda.

—¡Jesús! —gritó sacudiendo un brazo paraahuyentarlos.

—Bendito sea —respondieron Milo, Timothy y JaneAnn automáticamente.

Yasmin los miró con disgusto, y de repente Milo se vio a sí mismo, a su hermano y a su madre a través de los ojos de la dependienta. No quería dejarlos entrar. Un instante de depresión, de vergüenza. Londres no era sitio para ellos, pero necesitaban seguir allí.

—Creo que piensa que somos unos indeseables —dijo Milo con forzada jovialidad.

—¿Nosotros? —JaneAnn estaba atónita. ¡Ella era una de laspersonas más respetables que conocía!

Milo formó una bocina con las manos alrededor de la boca y gritó a través del cristal:

—¡Somos unos millonarios excéntricos! Pero nos haofendido, así que nos llevaremos a nuestra cliente a otra parte.—Se volvió hacia los otros con una sonrisa forzada—. Vamos —dijo—.Vayamos a ver las flores a aquel quiosco e imaginemos que estamosen el pueblo.

Yasmin Al-Shari los miró alejarse con nerviosismo. La anciana se parecía mucho a la abuela de Los locos deBeverly Hill. ¿Acabaría de perder una venta de las que hacíanhistoria?

—¿Podríamos llevarnos a Fintan a casa? —preguntó JaneAnn,expresando en voz alta los pensamientos de todos—. ¿Podríamosllevarlo a Clare?

A última hora de la tarde, cuando Tara y Katherine reaparecieron en el hospital, Fintan volvía a estar de mal humor. Desesperada por animarlo, Tara empezó a contar la reconciliación de Amy con su guapísimo novio en la recepción de la empresa.

—Fue maravilloso —exclamó con un ojo fijo en Fintan para saber si disfrutaba con la anécdota—. Como una escena de película.

Katherine y Liv contribuyeron con sus propias historias divertidas. Se habían preparado con antelación para contar cualquier cosa mínimamente interesante que les hubiera pasado durante el día por si Fintan estaba enfadado o deprimido.

Pero Fintan no se animó hasta que entró Sandro con una pila de folletos de agencias de viajes.

—Acaban de salir —anunció Sandro—. Hay catorce destinos nuevos en Asia y el Caribe.

Esa noche, cuando les llegó la hora de marcharse del hospital para dejar sitio a la nueva ronda de visitas, no tenían ganas de separarse. Así que fueron a casa de Katherine, pidieron pizzas y se tranquilizaron unos a otros diciendo que todo iría bien.

—¿Cómolo habéis visto hoy? —preguntó JaneAnn con nerviosismo—. Veréis, sisólo tiene cáncer en los ganglios linfáticos, estaremos de suerte.He leído que es fácil de tratar y que mucha gente se recupera. Asíque ¿cómo lo habéis visto?

—Algo cansado —respondió Sandro.

—¿Cansado? Sí, a mí también me lo pareció, pero todos nos cansamos. Eso no es tan terrible. De hecho, es una suerte que duerma tanto. El sueño ayuda a reponerse.

—Y se terminó el almuerzo —dijo Timothy con alegría.

—Eso significa que estamos ganando la batalla —señaló Katherine.

—Qué más da que no haya querido cenar —dijo Milo.

—Todos tenemos días en que no nos apetece cenar —convino JaneAnn.

—Además, se comió un confite a eso de las seis —colaboró valientemente Liv.

—Dos —dijo Sandro con tono triunfal—. Uno azul y otro anaranjado.

—Y estuvo de buen humor casi todo el día —añadió Tara.

—Aparte de la vez que se enfadó y nos dijo que nos fuéramos a la «m» —observó JaneAnn con tristeza.

—También se molestó con la asistente social —recordó Timothy—. Pero era lo más lógico. Le hizo un montón de preguntas personales, aunque acababa de conocerlo. Que cómo se sentía, que si estaba enfadado, que si estaba asustado. Si él no le hubiera dicho que se largara, lo habría hecho yo.

Era la parrafada más larga que Timothy había soltado en toda su vida.

—Es bueno que Fintan esté de mal humor —los tranquilizó Milo—. ¿No os preocuparía que estuviera dulce como la miel todo el tiempo? No sería normal, desde luego.

—Es probable que las demás visitas le levanten el ánimo. —JaneAnn se había conmovido hasta las lágrimas cuando Frederick, Geraint, Butch, Harry, Didier, Neville y Geoff habían llegado a eso de las siete con dos kilos de uvas, tres libros, doce revistas, dos chupa-chups, dos bolsas de caramelos, cuatro tartaletas de albaricoque, cinco litros de agua mineral, una botella de zumo de naranja con champán de Marks and Spencer y un Kinder Sorpresa.

—Es maravilloso que tenga tantas visitas. No hay muchos enfermos tan afortunados como para tener ocho hombres sentados junto a su cama —dijo JaneAnne con orgullo—. Y todos tan elegantes.

—Muy elegantes —convino Milo.

—Pero también muy ruidosos —añadió JaneAnn con un suspiro—. Me daba vueltas la cabeza. ¿No os pareció que el bulto estaba más pequeño?

—Ahora que lo dice, sí —mintió Tara.

—Ciertamente no parece un moribundo, ¿no? —preguntó JaneAnn con jovialidad.

—¿Unmoribundo? ¡No! —respondieron con sarcasmo—. ¿Qué moribundo tendríatan mal humor?

Continuaron transformando en positivo todo lo referente a Fintan —bueno, malo o regular— para apuntalar su versión del plan cósmico, un plan en el que Fintan se recuperaba.

Pero JanneAnn no pudo seguir con el juego. En medio de tanto pensamiento positivo, rompió a llorar y dijo:

—Ojalá pudiera ocupar su lugar. No soporto verlo en la cama, tan débil y enfermo. Es demasiado joven, mientras que yo tengo un pie en la tumba y el otro en una piel de plátano. ¿Sabéis? —dijo con furia—, es culpa mía. No debería haberle dejado venir a Inglaterra. Los otros cuatro se quedaron en casa y ninguno tiene cáncer.

Mientras todos corrían a consolarla llegaron las pizzas. Pero cuando JaneAnn se enteró de que tendría que comérsela tal cual, sin patatas ni verduras, se disgustó aún más.

—¿Habláis en serio? —preguntó—. Pero esto no es una cena.No me extraña que Fintan enfermara si cenaba estas cosas. La comidacasera de una madre habría evitado que se pusiera malo.

Más tarde, JaneAnn se puso seria.

—Mirad, chicas —dijo a Katherine y Tara—. Sé que las dos tenéis buenos empleos y me sentiría culpable si los perdierais por atendernos a nosotros. No tenéis por qué llevarnos a todas partes en coche. Podemos coger el metro.

Tara y Katherine protestaron con vehemencia, pero nunca con tanta energía como cuando Timothy dijo:

—Los ascensores del hospital son fantásticos, ¿no?

—Mm, sí —dijo Katherine con un titubeo.

—Nunca me había subido a uno hasta ayer —explicó Timothy.

—Ni yo —dijo JaneAnn—. Es divertido, ¿verdad?

—Podría pasarme el día subiendo y bajando —convino Milo—. Es como la noria de Kilkee.

—No podemos dejarlos sueltos en el metro de Londres —murmuró Katherine al oído de Tara—. No sin instruirlos antes. Subirán por las escaleras mecánicas de bajada, romperán las máquinas de billetes, se caerán por el hueco que hay entre el tren y el andén, se quedarán atascados en las puertas y a saber qué más. ¡Me lo imagino! ¡Hasta es probable que salgan en las noticias de la tele!