Capítulo 2

—¿Así que estaremos los cuatro solos? —Fintan parecía sorprendido.

Tara asintió con un gesto.

—Me siento demasiado insegura para celebrarlo a lo grande. En este día tan triste, necesito el consuelo de un pequeño grupo de amigos.

—Lo que en realidad quería decir es dónde está Thomas. —Fintan tenía un brillo malicioso en los ojos.

—Ah, tenía ganas de pasar una noche tranquila en casa —respondió Tara ligeramente avergonzada.

Hubo un coro de protestas:

—¡Pero es tu cumpleaños! ¡Es tu pareja!

—Nunca sale con nosotros —protestó Fintan—. Ese cerdo cascarrabias debería haber hecho un esfuerzo el día de tu cumpleaños.

—Pero si a mí no me importa —insistió Tara con vehemencia—. Mañana por la noche me llevará al cine. Dejadlo en paz. Reconozco que no es el tipo más complaciente del mundo, pero no es mala persona. Ha sufrido mucho y...

—Sí, sí, sí —interrumpió Fintan—. Ya lo sabemos. Su madre lo abandonó cuando tenía doce años, así que no tiene la culpa de ser un cerdo cascarrabias. Pero debería tratarte mejor. Tú te mereces lo mejor.

—¡Soy feliz tal como estoy! —exclamó Tara—. Lo digo en serio. La imagen que tienes de mí es demasiado... demasiado... —buscó la palabra adecuada— demasiado ambiciosa. Eres como esos padres que pretenden que su hijo sea neurocirujano aunque sólo sirva para basurero. Yo quiero a Thomas.

Fintan guardó silencio, rabioso. El amor es ciego, no le cabía duda al respecto. Pero en el caso de Tara también era sordo, mudo, disléxico, tenía achaques en la cadera y los primeros síntomas del Alzheimer.

—Y Thomas me quiere a mí —dijo Tara con firmeza—. Y antes de que empieces a decirme que podría conseguir a alguien mucho mejor, te recuerdo que estoy en la mesa de saldos. Con treinta y un años y en mi decrépito estado es difícil que consiga otro hombre.

Liv entregó a Tara un regalo y una tarjeta de felicitación. La tarjeta estaba decorada con seda pintada a mano y el regalo era un florero de cristal azul cobalto, estrecho y de líneas elegantes.

—¡Es precioso! ¡Eres tan fina! —exclamó Tara, disimulando su decepción. Liv no había captado las numerosas indirectas que le había lanzado para que le comprara el gel anticelulítico de Clarins—. ¡Gracias!

—¿Están listos para pedir? —Allí estaba Darius, bolígrafo en mano.

—Supongo —balbucearon al unísono—. Que empiece otro.

—De acuerdo. —Tara alzó la vista de la carta—. Yo comeré la chocolatina dorada a la sartén con coulisde cereales y el capuccinode perejil.

Darius la miró sin sonreír. Ya había hecho lo mismo la última vez.

—Lo siento —dijo Tara con una risita—. Es que estas combinaciones estrafalarias son graciosas.

Darius siguió mirándola con expresión inmutable.

—Por favor —murmuró Katherine a Tara—. Pide de una vez.

—Lo siento. —Tara se aclaró la garganta—. Vale, tomaré el bueybrüté con pesto al cilantro, remolacha al aroma de curry y elacompañamiento de salsa de chocolate.

—¡Tara! —protestó Katherine.

—¡Tranquila! —se apresuró a decir Fintan—. ¡Eso sí que está en la carta!

Katherine bajó la vista.

—Vaya, es verdad. Lo siento. De hecho, que sean dos.

Cuando llegó la comida —un plato más sofisticado que otro—, la conversación tomó los derroteros de la edad. Al fin y al cabo celebraban un cumpleaños.

—Digan lo que digan los demás —declaró Katherine—. a mí no me deprimen las arrugas, sino el hecho de que en los últimos diez años mi cara se ha...

—¿Desmoronado? —corearon Tara y Liv. Habían jugado a aquel juego muchas veces.

—Sé exactamente lo que quieres decir. —Como si estuvieran en una carrera de relevos, Tara tomó la palabra—. En la foto de mi pasaporte, que tiene nueve años, mi boca estaba donde ahora está mi frente, pero ahora mis ojos han caído hasta la barbilla... qué barbilla, os preguntaréis... y las mejillas me llegan casi a la cintura.

—¡Es una suerte que hayamos nacido en la época de apogeo de la cirugía estética! —dijo Liv con vehemencia.

—No sé —replicó Fintan—. Yo creo que es maravilloso envejecer con dignidad, dejar que la naturaleza siga su curso. Las caras maduras tienen mucho carácter.

Las tres mujeres lo miraron con cara de pocos amigos. Era obvio que Fintan aún no sabía lo que era que las facciones se le vinieran literalmente abajo. Pero ¿qué podían esperar? Aunque fuera homosexual, Fintan seguía siendo un hombre, un hombre bendecido con unos niveles tan altos de colágeno que creía ser Dorian Grey. Pero había que darle diez años más y ver si entonces seguía con esas pamplinas de «envejecer con dignidad». Pedirá a gritos el bisturí del cirujano, pensaron las chicas con perversa satisfacción.

—Las caras maduras tienen mucho carácter —se burló Tara, imitándolo—. Eso suena bien de boca de un hombre que estuvo a punto de mudarse a un piso más grande para hacer sitio a su colección de productos Clinique. Tu cuarto de baño necesita un guía. Hasta podrías abrirlo al público.

—¡Guaaau! —exclamó Fintan riendo. Algunas frases habían sobrevivido a su rereinvención.

Luego la conversación se centró, inevitablemente, en el tema del tictac de sus relojes biológicos.

—Me encantaría tener un hijo —dijo Liv con añoranza—. Detesto que mi útero esté permanentemente en compás de espera.

—¡No digas eso! —la riñó Katherine—. Lo que buscas es sentirte realizada, pero lo único que conseguirás es complicarte la vida.

—No te preocupes. No caerá esa breva —dijo Liv con tono lastimero—. No mientras mi novio esté casado con otra y viva en Suecia.

—¡Por lo menos tienes novio! —dijo Fintan con buen humor—. No como Katherine, aquí presente. ¿Cuándo fue la última vez que echaste un polvo, Katherine? —La susodicha se limitó a sonreír con aire misterioso y Fintan suspiró—. ¿Qué vamos a hacer contigo? No será porque no recibas proposiciones de hombres deseables.

Katherine volvió a sonreír, aunque esta vez fue una sonrisa más tensa.

—¿Sabéis?, a mí también me encantaría tener un hijo —reconoció Fintan—. Es la única desventaja de ser homosexual.

—Pero puedes hacerlo perfectamente —lo animó Tara—. Busca una mujer dispuesta a ayudar y alquílale el útero.

—Es verdad. ¿Por qué no una de vosotras? ¿Katherine?

—No —respondió Katherine con firmeza—. Nunca tendré hijos.

Fintan rió ante su cara de disgusto.

—El amor de un hombre bueno te hará cambiar de opinión. ¿Y tú qué dices, Tara? ¿No sientes el proverbial estremecimiento uterino ante la idea de llevar un niño en las entrañas?

—Sí, no... No sé, quizá —titubeó—. Pero afrontémoslo: la verdad es que apenas si soy capaz de cuidar de mí misma. Tener que alimentar, bañar y vestir a otra persona me destrozaría. Soy demasiado inmadura.

—Mirad lo que le pasó a la pobre Emma —convino Katherine. Emma, una vieja amiga, había sido la más alegre de las chicas alegres hasta que tuvo un par de niños en poco tiempo—. En un tiempo tenía un aspecto fantástico. Ahora parece una militante ecologista.

—Una gran pérdida —asintió Tara—. No tiene tiempo para lavarse la cabeza porque está demasiado ocupada limpiando culos. Pero es feliz.

—Pensad en Gerry —recordó Katherine. Gerry era otra juerguista que, después de tener un niño, parecía haber vuelto a la infancia—. Ha perdido la capacidad de hablar como un adulto.

—Pero sabe hacer sus necesidades en el retrete y contar hasta diez —dijo Liv—. Además, ella también es feliz.

—También está Melanie —añadió Katherine con tristeza—. Solía ser tan liberal. Y ahora se ha convertido en una facha que haría palidecer a los del National Front. Los hijos pueden tener ese efecto. Está tan ocupada firmando peticiones para que procesen a presuntos pederastas que ha olvidado quién era.

—Pero piensa en lo maravilloso que ha de ser abrazar a tu propio hijo —dijo Liv en voz baja—. ¡La alegría! ¡La felicidad!

—¡Alerta roja! —exclamó Tara con una risita—. Se está poniendo cursi. ¡Que alguien la detenga!

—¿Qué te ha regalado Thomas para tu cumpleaños, Tara? —preguntó Katherine sin pensar. Sólo quería evitar que Liv se echara a llorar.—¿Un billete de diez chelines? —sugirió Fintan.

—¿Diez chelines? —se burló Tara—. Sé más sensato. Jamás sería tan desprendido —añadió—. Un cuarto de penique sería más propio de él. —De pronto dio un puñetazo en la mesa y dijo con marcado acento de Yorkshire—: ¡No soy tacaño, sólo prudente! —El parecido con Thomas era asombroso.

—¿Una maceta decorada con masilla y conchas hecha por él mismo? ¿Un bolígrafo usado? —se burló Fintan.

—Me regaló un especial Thomas Holmes —dijo Tara con su voz normal—. Una crema de manos con perfume a magnolia y la promesa de una liposucción si le toca la lotería.

—¿No es graciosísimo? —dijo Fintan con sarcasmo.

—¿El bote de crema era nuevo? —preguntó Katherine con voz inexpresiva—. ¿O lo robó del lavabo de señoras en el trabajo?

—¡Por favor! —respondió Tara, furiosa—. Claro que no era nuevo. Es el mismo que me regaló para Navidad. Yo lo había escondido en el fondo del armario, él lo encontró y lo recicló.

—¡Qué mezquino! —exclamó Liv, incapaz de contenerse.

—No es mezquino —protestó Tara.

Liv se sorprendió. Por lo general, Tara era la primera en despotricar contra la tacañería de Thomas, superando las críticas de todos los demás para demostrar lo poco que le importaba.

—Es un roña —concluyó Tara—. Vamos, Liv, dilo.

—Thomas es un roña —repitió Liv como un lorito—. Gracias, Tara.

—Pero deberíais entender su punto de vista —añadió Tara—. Él piensa que la Navidad, el día de los Enamorados, los cumpleaños son todos montajes para sacarle dinero a la gente. Yo lo admiro por negarse a permitir que lo manipulen. Y eso no quiere decir que no me compre regalos. La semana pasada, de improviso, me compró una bolsa de agua caliente forrada en felpa para los dolores de la regla.

—Seguro que lo hizo para ahorrarse los analgésicos todos los meses —se burló Fintan.

—Eh, vamos —protestó Tara riendo—. Vosotros no veis lo que veo yo.

—¿Y qué ves tú?

—Sé que parece un bruto, pero lo cierto es que tiene una gran imaginación. Supongo que la ha adquirido dando clases a niños de siete años. A veces, antes de meternos en la cama, me cuenta cuentos preciosos sobre un oso llamado Earnest.

—¿Es un eufemismo para referirse a su polla? —preguntó Fintan con desconfianza—. ¿Earnest se pasa la vida escondiéndose en cuevas oscuras?

—Veo que estoy perdiendo el tiempo —dijo Tara con una risita—. ¿Tienes algún cotilleo nuevo? Vamos, cuéntanos una anécdota sabrosa de algún famoso.

En su trabajo como mano derecha de Carmela García, una diseñadora española cocainómana que era considerada a la vez un prodigioso genio y una arpía loca, Fintan tenía acceso a toda clase de información sorprendente sobre los ricos y famosos.

—De acuerdo, pero ¿primero tomamos otra copa?

—¿El Papa es católico?

Mucho rato y varios cafés franceses después, Katherine se percató de que Uñas Violetas estaba ansiosa por cuadrar la caja y marcharse a casa. O al menos por cuadrar la caja e irse a tomar drogas a otro sitio.

—Creo que deberíamos pagar —dijo, interrumpiendo las risas estentóreas y ebrias.

—Invito yo —propuso Fintan con la magnanimidad del borracho—. Insisto.

—De ninguna manera —dijo Katherine.

—Me ofendes. —Fintan puso la tarjeta de crédito sobre la mesa—. Me estás insultando.

—¿Cómo piensas reducir tu descubierto a un número de ocho cifras si te la pasas invitando a cenar a la gente? —lo riñó Katherine.

—Es verdad —dijo Tara con vehemencia—. Me dijiste que si volvías a usar la tarjeta te arrestarían. Que llegarían hombres uniformados con cachiporras y esposas...

—¡Genial! —exclamaron Fintan y Liv al unísono, dándose codazos y riendo tontamente.

—... que te llevarían y nunca volveríamos a verte. «No me dejes gastar más dinero», me dijiste. —Tara le lanzó la tarjeta por encima de la mesa.

—Mira quién habla —protestó Fintan.

—Mal de muchos, consuelo de tontos.

—¿Cómo es posible que siempre esté sin blanca? —preguntó Fintan—. Gano un buen sueldo.

—Por eso mismo —lo consoló Tara con la lógica del borracho—. A mí me pasa lo mismo: cuanto más gano, más pobre soy. Si me aumentan el sueldo, mis gastos suben para absorber la subida, pero lo hacen en un porcentaje muy superior. ¿No dicen que hacer dieta engorda? ¡Pues los aumentos de sueldo empobrecen!

—¿Por qué no podemos parecemos a ti, Katherine? —preguntó Fintan.

En una ocasión Katherine había confesado que cada vez que le subían el sueldo daba órdenes al banco de que transfirieran la cantidad exacta del incremento a una cuenta de ahorro. Partía de la premisa de que no echaría de menos lo que nunca había tenido.

Katherine, que estaba dividiendo el importe de la cuenta, alzó la vista.

—Pero necesito rodearme de personas como vosotros para sentirme orgullosa.

Finalmente se marcharon.

Darius, el camarero, miró a Katherine mientras enfilaba hacia la puerta. No era su tipo, pero tenía algo que lo intrigaba. Aunque había bebido más de la cuenta no tropezaba, ni reía a carcajadas ni se apoyaba en los demás como los otros tres. Y le había impresionado su conducta a la llegada. Era un experto en mujeres que fingían despreocupación mientras esperaban a solas, pero estaba seguro de que la indiferencia de Katherine era sincera. Buscó una palabra para calificarla. (Quería ser pinchadiscos y el lenguaje no era su fuerte.) La palabra que buscaba, si la hubiera sabido, era «enigmática».

 

 

—¿Y ahora dónde? —preguntó Tara con impaciencia mientras temblaban de frío en la calle. Aunque estaban a principios de octubre, hacía frío—. ¿Alguien sabe de alguna fiesta?

—No, esta noche no.

—¿No se os ocurre ningún plan? Casi siempre sois capaces de improvisar algo.

—Podríamos ir al Bar Mundo —sugirió Katherine.

Tara negó con la cabeza.

—No. Como vamos los miércoles, lo asocio con el trabajo.

—¿El BlueNote?

—A esta hora debe de estar a tope. No encontraríamos mesa.

—¿Happiness Stans?

—La última vez la música era una mierda.

—¿Subterrania?

—¡Por favor!

—Lo tomaré como un no. —Katherine prácticamente había agotado la lista de los sitios que frecuentaban.

—¿Qué tal The Torture Chamber? —propuso Fintan con alegría—. Un montón de tíos guapos desfilando encadenados.

—¿Olvidas que la última vez no nos dejaron entrar porque somos mujeres? —le recordó Katherine.

—¿De verdad fue por eso? —preguntó Liv—. Pensé que era porque no teníamos la cabeza afeitada.

—¿Sabéis? No tengo muchas ganas de ir a una discoteca —reconoció Tara—. No estoy de humor para aglomeraciones. Me gustaría estar tranquila, sentarme en un asiento cómodo, no tener que pelear para conseguir algo de beber, escuchar lo que decimos... ¡Ay, Dios mío! —Se abrazó a sí misma con expresión de horror—. ¡Ya he empezado! Todavía no hace veinticuatro horas que tengo treinta y un años y ya me estoy comportando como una vieja. Tendré que ir a una discoteca para demostrar que todavía me gusta.

—Yo tampoco tengo ganas de ir a una discoteca —la consoló Liv—. Pero con treinta y un años y medio, ya lo tengo asumido.

—¡No! —Tara estaba consternada—. Ya es bastante malo que no me apetezca ir, pero ¿asumirlo? ¡Detesto envejecer!

—Pronto empezarás a notar que prefieres quedarte en la cama viendo la tele a hacer cualquier otra cosa. —Katherine rebosaba malicia—. Te encontrarás buscando excusas para no salir. Hasta hay un nombre oficial para este fenómeno: el síndrome del aislamiento. Te encariñarás con el mando a distancia. Yo adoro el mío —confesó—. Y dejarás de comprar la revista Vogue paracomprar Living.

—¿Es una revista de decoración?

Katherine asintió con gesto cruel y Tara dio un respingo.

—Aaay.

—Vamos a casa de alguien —propuso Fintan en un intento de recuperar el espíritu festivo—. Podemos fingir que es una discoteca.

—¿Qué tal a la mía? —preguntó Tara pensando en Thomas y deseando que dijeran que no. Estaba borracha, pero no tanto.

—¿Por qué no a la mía? —ofreció Katherine, también pensando en Thomas.

—¿Tienes algo de beber? —preguntó Tara.

—Desde luego —respondió Katherine, ofendida.

—Estamos viejos de verdad —masculló Tara.

Katherine detuvo un taxi, irritando a dos hombres que estaban cincuenta metros más arriba y llevaban más tiempo esperando.

—A Gospel Oak —indicó al taxista.

—Podrían ir andando —protestó el hombre.

—Yo no —dijo Tara, achispada—. ¡Estoy completamente trompa! ¿Os acordáis que el alcohol no duraba nada en casa cuando vivíamos juntos? —preguntó cuando los cuatro hubieron subido al taxi—. Cada vez que íbamos a Irlanda —señaló a Katherine y a Fintan—, o tú a Suecia —señaló a Liv— comprábamos bebidas en el duty-free y nos las tomábamos prácticamente antes de entrar encasa.

—Porque estábamos petados —dijo Liv.

—Pelados —corrigió Tara con aire ausente—. Pero no era sólo eso. Éramos jóvenes, ¡teníamos fuego en las entrañas!

—Ahora somos viejos —dijo Liv con tono compungido.

—¡Basta! —ordenó Katherine—. Es demasiado temprano para que os derrumbéis. Todavía debería quedaros cuerda para una hora.