Capítulo 59

La primera ruptura es la más traumática, y para Katherine fue más traumática que para cualquiera.

La primera vez que le rompieron el corazón tenía diecinueve años; bastante mayor, y quizá eso fuera parte del problema. Menos de un mes después había escrito a su padre, y la noticia de su muerte había cristalizado el dolor.

Así que a la semana siguiente creyó que le lanzaban una cuerda de salvamento cuando Tara le dijo:

—Fintan y yo hemos ahorrado lo suficiente para irnos de Knockavoy. Creo que deberías venir con nosotros.

—¿Adonde vais? —preguntó.

—A una ciudad lejana —respondió Tara para tentarla.

—No será Limerick, ¿no? —preguntó Katherine con voz temblorosa.

—No, claro que no. Más lejana.

—¿Dublín?

—Más lejana aún —fanfarroneó Tara.

—No... no será Nueva York, ¿verdad? —Katherine fue incapaz de disimular su entusiasmo.

—Eh... no. No es Nueva York —respondió Tara ligeramente avergonzada—. ¿Te parece bien Londres?

Katherine habría preferido un sitio aún más apartado. Como Los Ángeles. O Wellington. O la Luna. Pero se conformaba con Londres.

A primera hora de la mañana del 3 de octubre de 1986, los tres llegaron a la estación de Euston, compraron el Evening Standard y alquilaron un piso en Willesden Green.

En el transcurso de la semana siguiente, Tara consiguió un empleo en el ayuntamiento; Fintan, en una tienda cara de ropa para hombres, y Katherine, en una gestoría como aprendiz de contable.Fue el comienzo de una vida nueva para los tres.

En Londres había muchos, muchísimos hombres. Tara y Fintan se remangaron y emprendieron la caza, pero Katherine se mantuvo a distancia. No le resultaba difícil.

Sin embargo, su desinterés por los hombres no era recíproco. Aunque no tenía que quitárselos de encima a escobazos, de vez en cuando la invitaban a salir. Sin el más mínimo esfuerzo, siempre respondía que no con la mayor brusquedad posible. Nadie se lo pedía por segunda vez.

Hasta que un viernes por la noche, catorce meses después de que llegaran a Londres, Katherine fue a un bar con los compañeros de trabajo de Tara. Entre las personas que le presentaron había un hombre llamado Simón Armstrong, el ídolo oficial de la oficina. Seguro de sí, encantador, atlético, apuesto y rubio, tenía un gran éxito con las mujeres. Pero Katherine apenas se fijó en él. Era como si tuviera un punto ciego.

Con sus antenas de experto, Simón captó un auténtico desinterés por él. Esas cosas no pueden fingirse. Podría haber conquistado a cualquiera de las mujeres presentes, pero él quería a Katherine, intrigado y enloquecido por su inaccesibilidad. Su vanidad le decía que él era el hombre capaz de romper las barreras de Katherine... tenía que serlo.

Katherine no era tan elegante y bonita como las mujeres con que acostumbraba salir, pero eso hacía que fuera aún más importante conquistarla. Fue tras ella, se le puso delante y le sonrió como diciendo «no te resistas, es imposible».

Las demás mujeres presentes contemplaron la escena con incredulidad, burlándose de la apariencia anodina y pulcra de Katherine.

—Quizá le recuerde a su madre —fue su conclusión.

Simón consiguió el número de teléfono a través de Tara y llamó a Katherine para invitarla a salir. Ella respondió que no, así que volvió a llamarla. Katherine volvió a decir que no, pero Simón le advirtió que no se resignaría.

Al principio, el interés de Simón alarmó a Katherine, pero más tarde la halagó. Y después la entusiasmó. El bombardeo de atenciones de Simón consiguió derribar sus barreras protectoras y los viejos deseos enterrados salieron a la superficie.

Necesitaba amor, y si conseguía que su relación con Simón funcionara, su vida volvería al buen camino. Todo lo que acaba bien, está bien.

Así que salió con él una vez. Y luego otra. Y otra. Tres semanas después, aceptó acostarse con Simón. Cuando Katherine se levantó de la cama, él le dijo que la llamaría esa noche, pero no lo hizo. Por lo tanto, ella lo llamó temprano —demasiado temprano— a la mañana siguiente. Entonces, tratando de disimular el temblor de su voz, sugirió que salieran esa noche. Cuando Simón respondió con una evasiva, ella suplicó con los ojos cerrados:

—Por favor, no me hagas esto.

Lo que, naturalmente, hizo que Simón huyera despavorido.

Había perdido el interés. Katherine era demasiado joven e inexperta, no lo bastante curtida, y él la había perseguido únicamente para añadir una nueva marca en el pilar de su cama. Lo único que le gustaba de ella era su inaccesibilidad, que había desaparecido en cuanto se había acostado con él. Aunque delgada y bonita, Katherine no era una mujer espectacular, y a Simón Armstrong le gustaban las mujeres espectaculares. Eso por no mencionar que empezaba a notar en ella señales de indefensión que lo turbaban e irritaban.

Sabía reconocer a una obsesiva.

Durante los meses siguientes Katherine parecía una víctima de la neurosis de la guerra. No podía creer que hubieran vuelto a abandonarla. Era obvio que no estaba capacitada para relacionarse con los hombres y se sentía más insegura que nunca.

Se juró a sí misma que era la última vez que saldría con un hombre. Por fin había aprendido la lección.

Durante los dos años siguientes su vida empezó a mejorar. Trabajó mucho y terminó la carrera de contable. Vivía con Fintan y Tara y observaba sus aventuras románticas con una sonrisa escéptica, pero no salía con ningún hombre. Sin embargo, nadie habría dicho que había renunciado al amor: seguía comprándose ropa moderna —aunque no demasiado—, gastaba mucho dinero en cuidar su pelo, hablaba con los hombres con actitud distante pero despreocupada y asistía a las mismas fiestas que sus compañeros de piso. La única diferencia era que siempre volvía a casa sola. Hasta que conoció a Alex Holst. Hacía cuatro años que vivía en Londres. Fintan acababa de empezar a trabajar para Carmela García y Alex era uno de los modelos. Tenía una perilla, dientes perfectos, cabello negro azabache y una sonrisa traviesa y vivaracha. Sin embargo, cuando le presentaron a Katherine, le sorprendió no ver un brillo lascivo en su mirada. Katherine fue amable con él, pero mantuvo una actitud indiferente que sacó a Alex de sus casillas. Su feroz vanidad necesitaba la adoración de esa chica. Alex era muy inseguro, pues había sido gordo en su infancia. Gracias a la doble ayuda de las pesas y la bulimia, ahora era esbelto y guapo, pero sus emociones aún no habían cambiado. En su mente seguía siendo una montaña de grasa, un niño gordo marginado y ridiculizado por los demás. Cuando Katherine lo eludía, él oía en su interior la cantilena de: «No eres más que un gordo asqueroso.»

Alex era más dulce que Simón, pero igual de perseverante. La llamaba constantemente por teléfono, le enviaba flores al trabajo y le escribió un poema diciendo que era la mujer más interesante y enigmática que había conocido.

Katherine resistió mucho más de lo que había resistido con Simón. Cuando Alex le dijo que no solía perseguir a las chicas con tanta insistencia, ella se burló diciendo:

—A todas les dirás lo mismo.

Cuando él le juró que no era un donjuán, ella rió y respondió:

—¿Me tomas por una idiota?

Una tarde, cuando Alex decidió sorprenderla esperándola a la salida del trabajo, Katherine le dijo con frialdad que el acoso sexual era un delito.

Pero él no se dio por vencido y ella empezó a ablandarse. No pudo evitarlo. La atención de Alex era tan seductora que empezó a creer en su devoción. Porque necesitaba desesperadamente creer en ella.

La noche en que él le confesó su vergonzoso pasado de obeso, una ola de compasión arrastró la última barrera de Katherine.

Igual que Simón, Alex se convirtió para Katherine en una oportunidad para enmendar sus errores. Así que al final, haciendo acopio de valor, apretando los dientes y jurando a Dios que no se mostraría desesperada, empezó a salir con Alex.

La aventura duró más que la de Simón, pero más temprano que tarde ella empezó a notar que él comenzaba a perder interés. Cuando lo interrogó al respecto, él negó que fuera menos apasionado que antes, pero Katherine no le creyó. Observó su propia transformación de mujer joven, despreocupada y autónoma en una obsesiva desesperada y paranoica. Y era incapaz de detenerse. Acusó a Alex de mirar a otras mujeres y no preocuparse por ella. Él afirmó, sindemasiada convicción, que Katherine le importaba, pero luego tardótres días en volver a llamarla. Y cuando lo hizo fue para decirleque estaba saliendo con otra.

Las viejas heridas de Katherine se reabrieron. Volvió a experimentar la angustiosa sensación de que no daba la talla y el desgarrador vacío de la pérdida. El dolor era insoportable; se sentía tonta y fracasada.

Con el tiempo se recuperó. Aunque se juró a sí misma que nunca volvería a relacionarse con un hombre, dudaba de sí misma. Ya se había saboteado dos veces. Vivía con un miedo constante a volver a caer.

Entre hombre y hombre, su vida era agradable y ordenada. Obtuvo el título de contable, se compró un coche estupendo y, con el tiempo, también un piso. Adquirió confianza en su competencia profesional y dejó de ser una jovencita lozana e inexperta para convertirse en una mujer elegante y formal.

Pero la necesidad de amor era implacable. Como un bumerán, siempre volvía a ella. Reaparecía de vez en cuando, casi siempre cuando la cortejaba un hombre apuesto.

—Quizá no deberías salir con esos monumentos —sugirió con delicadeza Tara en cierta ocasión—. Por lo general, están tan enamorados de sí mismos que no les queda amor para nadie más.

—No quiero hablar del tema —dijo Katherine.

—Lo sé —respondió Tara con un suspiro.

Katherine era incapaz de salir con un tipo corriente. No podía. Los hombres corrientes no le despertaban el menor interés.

Antes de Joe, se había acostado con seis hombres. La «relación» más larga había durado siete semanas y los seis hombres la habían plantado. Ni una sola vez había conseguido lo que tanto deseaba: tener la sartén por el mango.

A la larga, el miedo de ser abandonada la llevó a anticiparse a los acontecimientos. No podía soportar ver cómo el hombre de turno perdía interés al descubrir que era una mujer normal, en lugar del misterioso enigma que habían imaginado. De modo que precipitaba el fin comportándose como una arpía psicótica. Hacía todo lo posible por adelantar lo inevitable.

Había ido dando bandazos por la vida: largos períodos de celibato intercalados con breves aventuras románticas, seguidas por otro largo período lamiéndose las heridas. Cada vez que un hombre perdía el interés por ella e insinuaba que no estaba a su altura, provocaba una nueva avalancha de dolor.

En sus momentos más lúcidos Katherine reconocía que estaba aferrada al pasado y que no era normal. Sólo cuatro años antes, cuando tenía veintisiete, había empezado a preguntarse si lo que la había trastornado había sido el descubrimiento de la muerte de su padre tan poco después de una ruptura sentimental. Al fin y al cabo, ¿quién no había sufrido un abandono alguna vez? Los únicos que no se recuperaban eran los bichos raros.

Pero la doble conmoción la había convertido en una persona cerrada, estancada en el pasado. Habían pasado doce años, y cuando pensaba en ello, no entendía adonde habían ido a parar.

Entonces, dos meses antes, le habían presentado al nuevo director de campañas publicitarias, Joe Roth, y éste había empezado a prodigarle atenciones de una manera terroríficamente familiar.