Capítulo 56

Joe la esperaba en el vestíbulo de la estación de metro de Finsbury Park, tal como habían acordado. Había tanta gente congregada allí, agitando pañuelos del Arsenal, que por un momento Katherine no lo vio. Luego lo localizó, apoyado contra la pared con las manos en los bolsillos de la cazadora. Llevaba unos téjanos desteñidos, botas de montaña y una holgada cazadora de cuero. Un mechón de pelo oscuro caía sobre su frente y sus ojos castaños tenían una expresión distante. Mientras Katherine se aproximaba a él, su cara permaneció imperturbable, casi pétrea. Ella empezaba a arrepentirse de haber ido.

El gesto de Joe no cambió hasta que la tuvo casi pegada a las narices.

—¡Katherine! —Se apartó de la pared y se irguió, quedando mucho más alto que ella—. No te había reconocido. No te había reconocido —repitió mientras recorría descaradamente con la vista el pelo, la chaqueta, los téjanos, las botas de Katherine. Cabeceó con cara de incredulidad y se retiró el mechón de pelo de la cara—. ¡Guau!

Ella se encogió con timidez.

—No estoy tan distinta.

—No, pero... —Su sonrisa se ensanchó. Ni siquiera hizo un esfuerzo por ocultar su admiración.

Ella le dedicó una sonrisa fugaz y desvió la vista, turbada y feliz.

—Lamento llegar tarde —dijo.

Joe miró el reloj y sorbió entre los dientes.

—Tres minutos y medio, Katherine. Me tenías preocupado. —No mentía—. Pero al menos has venido, por ahí. —Le señaló la salida.

Él no la tocó mientras subían a la calle. No le cogió la mano ni la guió agarrándola del codo, pero permaneció cerca, creando un agradable campo de fuerza a su alrededor. Estaba tan simpático como en los mejores tiempos, pero ella ya no se lo tomó como una razón para ser cruel o desdeñosa con él.

El estadio era enorme. Después de entregar las entradas, tomaron un trago rápido en el bar. A continuación tardaron casi diez minutos, abriéndose paso entre centenares de personas por los pasillos y las escaleras, en salir a la fría intemperie y a los cantos cercanos y lejanos.

Las entradas estaban numeradas y los asientos cubiertos por una enorme bóveda que los protegería del mal tiempo. Todo muy civilizado. Nada de empujones en las gradas, bajo la lluvia, para ver por encima de las cabezas de otros, como Katherine había imaginado en un principio.

Y también había mujeres: centenares de mujeres. ¡No era la única!

Bajaron entre filas y filas de butacas de plástico. Cuando encontraron su sitio, se sentaron lado a lado, con los muslos casi rozándose y los brazos juntos; el hombro grande y negro de Joe mucho más alto que el pequeño y azul de Katherine.

Ella estaba sorprendida de la cantidad de gente que había. Miles de personas. Más abajo, filas y filas de cabezas conducían hasta el campo. Se volvió y vio hectáreas de torsos formando un dibujo casi vertical hasta el techo metálico. Luego se inclinó hacia adelante y vio metros y metros de rodillas hacia un costado y el otro.

Las otras tres tribunas también estaban repletas y sus ocupantes tan lejos que cuando se movían parecían masas de algas rojas en la marea. Era impresionante.

Los aplausos y zapateos que retumbaban en el techo metálico del estadio eran ensordecedores y salvajes. Potentes y muy varoniles. El corazón de Katherine latía al ritmo de los golpes. Hasta podía sentirlos en el estómago.

Joe se giró y preguntó:

—¿Todo bien?

—Todo bien —asintió ella alzando la vista y dedicándole un amago de sonrisa.

—¿Estás bien abrigada? —Katherine volvió a asentir—. ¿Ves bien? —Otro gesto de asentimiento—. Claro que todavía no hay nada que ver —añadió Joe. Después de una breve pausa preguntó—: ¿Te apetece una hamburguesa? ¿O quieres mirar el programa?

De repente, Joe sentía miedo de que ella no estuviera tan entusiasmada como él por la cita.

Más tranquila al ver que él también estaba nervioso, Katherine dijo:

—No creí que fuera así...

—¿Así cómo? —preguntó Joe con ansiedad.

—Así de emocionante.

Una oleada de gratitud y alegría inundó a Joe. Su impresión de Katherine era acertada, siempre lo había sido. Había pasión y fuego tras su apariencia fría.

—Si esto te parece emocionante —dijo—, espera a ver lo que vendrá luego. —Ella abrió los ojos como platos ¡Qué presuntuoso!—. Me refiero a cuando empiece el partido —explicó él.

Empezaron los cantos. «Mi viejo era un forofo del Everton, yo le dije que te follen, cabrón...»

Por suerte Joe no cantaba. Katherine no sabía cómo habría reaccionado al oírlo. Pero la energía tribal era poderosa, viril y excitante.

Aunque hacía mucho frío, no parecía importarle.

—¿Hace mucho que eres aficionado al fútbol? —preguntó con timidez.

—Sí. Mucho antes de que Nick Hornby lo convirtiera en una moda aceptable para la burguesía. He sido un forofo del Torquay United desde los cuatro años.

Katherine imaginó a Joe con cuatro años y su corazón se llenó de ternura.

—¿Y el Torquay United es un buen equipo?

—Qué va, no. —Negó con energía y sonrió—. Es... ¿cómo te diría? Un equipo sin éxito. O quizá sin talento. Está en tercera división.

—Entonces ¿por qué lo apoyas? ¿Por solidaridad con los débiles?

Joe volvió a negar con la cabeza.

—No. Todo depende de dónde hayas nacido y te hayas criado. Yo soy de Torquay, así que no tenía más remedio que apoyar a su equipo.

—El destino. —Katherine lo entendió.

—¡Exactamente! —¡Qué mujer!—. El destino. La fatalidad.

Todas las demás mujeres que conocía, cualquiera que fuese su procedencia, apoyaban al Manchester United y pretendían que él también lo hiciera. Joe le sonrió. Cada vez que sus ojos se encontraban, el estómago de Katherine se encogía de placer y ansiedad.

—Entonces ¿por qué hemos venido a ver un partido del Arsenal?—preguntó.

—Porque cuando vine a Londres no podía trasladarme a Devon cada dos fines de semana. Por casualidad me fui a vivir a doscientos metros del campo del Arsenal y ver algo de fútbol es mejor que no ver nada.

—Ya veo —respondió Katherine con seriedad—. ¿Así que no es porque te guste especialmente el Arsenal?

—Ahora sí —se apresuró a decir él—. Pero entonces, me daba igual cualquier equipo. —Entornó los ojos—. Claro que era muy joven, casi un crío. No sabía nada de la lealtad.

—¿Y ahora eres maduro? —repuso ella con una sonrisa.

—Sí, muy maduro.

—Me alegra saberlo —dijo con solemnidad.

—Y aunque fue un proceso lento, terminé enamorándome. —Tragó saliva y añadió rápidamente—: Quiero decir del Arsenal.

El campo se extendía a sus pies, enorme, esmeralda, rayado y, por el momento, vacío.

—Debe de estar a punto de empezar —dijo Joe.

Se giró y con naturalidad le levantó el brazo para consultar el reloj de Katherine. Fue un gesto anodino y espontáneo, pero aun así el contacto más íntimo que Joe había tenido con ella. Contuvo el aliento mientras los dedos fríos de él se cerraban alrededor de su muñeca. Luego le dio las gracias, le soltó la mano y todo terminó, pero Katherine tardó unos instantes antes de volver a respirar con normalidad.

De repente el aire pareció vibrar con una corriente eléctrica.

—Allá vamos —dijo Joe en voz baja mientras la tribuna entera se levantaba como un solo hombre, aplaudiendo, silbando y vitoreando.

En apariencia, el Arsenal acababa de entrar en el campo, aunque lo único que veía Katherine era la nuca y la espalda de las personas que tenía delante. Luego, por los abucheos y los insultos, dedujo que habían llegado los jugadores del Everton.

Volvieron a sentarse, y desde el mismo instante en que comenzó el partido la atmósfera se cargó de nerviosismo y expectación. La agresividad latente de los espectadores se volvió palpable y el hormigueo de emoción que Katherine sintió en su piel, aunque placentero, se asemejaba un poco al miedo.

—Los de rojo y blanco son los nuestros —murmuró Joe.

—¡Ya lo sé! —Tara la había instruido en lo más básico.

—Muy bien —alabó Joe. Las cosas pintaban cada vez mejor.

El tipo que estaba sentado al otro lado de Katherine era un fanático que parecía tener un problema personal con el Everton. Una y otra vez se ponía en pie y gritaba:

—¡Vamos, a ver si tenéis cojones!

Cuando el Everton falló a puerta vacía el hombre prorrumpió en un cántico obsceno y triunfal:

—¡No la meteríais ni en un burdel! ¡No la meteríais ni en un burdel! —Después, asustando a Katherine, le dio un codazo y dijo—: Venga, nena, canta conmigo. Los cabrones del Everton no la meterían ni en un burdel.

—Estoy afónica —murmuró ella—. No puedo.

Joe no cantaba, pero estaba muy concentrado e interesado en el partido. Katherine pensó que quizá debería enfadarse —al fin y al cabo, ¿por qué la había llevado si no pensaba hacerle caso?—, pero no pudo. Los ojos entornados y vivarachos de Joe seguían el balón de un lado a otro. Joe miraba el partido y Katherine miraba a Joe, sus pómulos pronunciados, su piel que pedía a gritos ser tocada, su cabello más despeinado de lo habitual.

De vez en cuando él se aseguraba de que ella estuviera bien. Le preocupaba que pasara frío, pero aunque ella tenía las mejillas rojas, no parecía importarle.

Veinte minutos después de que empezara el partido, Joe se giró hacia ella.

—¿Estás bien? —preguntó por enésima vez.

—Sí. —Ella sonrió enseñándole sus bonitos dientes blancos.

—No te oigo —dijo él inclinando la cara hacia la de ella—. Acércate más.

Pensando que no la oía debido a los cánticos del público, Katherine se acercó y repitió:

—He dicho que sí.

—Todavía no te oigo —repitió él en voz baja con los ojos brillantes—. Acércate más.

Incómoda ante la probabilidad de invadir el espacio personal de Joe, se movió un poquito más hacia él y dijo:

—Sí, estoy bien.

Estaba tan cerca que veía por debajo de su piel, el rastrojo de barba que empezaba a crecer alrededor de su boca y su barbilla.

—Todavía no puedo oírte —repitió Joe. Ahora su voz era casi inaudible, de modo que ella le leyó los labios.

Confundida, Katherine se aproximó un par de centímetros más, hasta que cada uno de ellos respiró el aliento del otro, y dijo:

—Estoy bien.

—No te oigo —articuló él con los labios.

Estaban a unos ocho centímetros de distancia y el dulce aliento a manzana de él calentó la cara fría de Katherine. No podía acercarse más. Sus ojos se encontraron: los de él llenos de vehemencia; los de ella, de confusión.

Entonces Katherine entendió...

En algún lugar, en otra dimensión, Everton falló otro gol a puerta abierta, y mientras los oídos de Katherine registraban las voces de treinta forofos del Arsenal desafinando «sois una mierda y lo sabéis», Joe Roth se aproximó aún un poco más, tapándole la vista. Y la besó.