Capítulo 57

Rob habría llorado si se hubiera enterado que habían desperdiciado su preciosa entrada besuqueándose durante todo el partido. Por suerte para él, sólo se besaron una vez.

Pero, como pensó Katherine, ¡qué beso!

Tenía los ojos cerrados y las manos en la cara de Joe, donde un rastrojo de barba alargaba el descenso de sus dedos. Percibió un fresco aroma a limpio, penetrante como el limón y, desde algún lugar remoto, se fijó en que sus labios eran firmes y secos. Joe puso una mano en su sedosa nuca para acercarla un poco más y el beso se volvió más firme y profundo. El calor de sus bocas febriles contrastaba con el frío de las caras, haciendo más íntima y deliciosa la experiencia.

Pero todo terminó demasiado pronto. Abrieron los ojos y se separaron a regañadientes, asustados por la intensidad del deseo. Volvieron a la realidad.

—Lo siento, no debería... Éste no es el lugar más indicado —murmuró Joe con la mirada opaca y confundida.

—Tienes razón —asintió ella, aturdida. Sorprendida de descubrir que no eran las dos únicas personas en el mundo.

Vieron el resto del partido sumidos en una sombría y angustiosa espera. Por lo visto, el Arsenal ganó.

Después cogieron un taxi para ir a casa de Katherine.

En cuanto llegaron allí, el pánico se apoderó de ella. Eran las cinco y media de la tarde, demasiado temprano para hacer travesuras. Había sido un error llevarlo allí.

La presencia de Joe llenaba el piso y ella quería que se marchara. Se enfadó consigo misma por haberse metido en una situación comprometida.

—Ése es el salón —dijo moviéndose de aquí para allí, trastornada por los nervios—. Siéntate y pondré a calentar agua...

Se interrumpió bruscamente cuando Joe le puso los dedos en las presillas del cinturón.

—Ven aquí —dijo en voz baja atrayéndola hacia él.

Ella notó el tirón, notó que sus pies se movían hacia él, notó que su cuerpo topaba con el de Joe. En silencio, contempló su mirada íntima y cómplice. El calor de su dulce aliento le calentó la piel y de inmediato los labios de Joe se posaron sobre los suyos.

Katherine cerró los ojos y sintió que su cuerpo se abría como una flor.

Es demasiado pronto, se dijo, tratando de convencerse de que debía parar. Es demasiado pronto y lo detendré en un instante.

Pero fue Joe quien se apartó. Mientras trataba de recuperar el ritmo cardíaco normal, sonrió con expresión contrita.

—Quiero que sepas que nunca me acuesto con alguien en la primera cita.

—Yo tampoco —respondió ella con orgullo.

—Es una suerte que esta noche tengamos la segunda, ¿no? —Joe sonrió.

—Ni se te ocurra pensar que...

—No —dijo él rápidamente, avergonzado—. Me creas o no, sólo bromeaba.

—Ah. Así que te acuestas con las chicas en la primera cita.

—No... Ah, ya veo, otra broma.

Los dos sonrieron.

—¿Cuál es esa segunda cita? —preguntó ella.

—Bueno, te prometí que te llevaría a cenar.

—¿Y?

—Bueno, he pensado que podíamos ir a un restaurante. ¿Te apetece?

—¿A cuál?

—Eh... A The Ivy —respondió él, avergonzado de su osadía.

Pero ella se limitó a decir:

—De acuerdo. ¿Te parece bien que nos encontremos allí?

Todavía no tenían suficiente confianza para que él la esperara mientras se cambiaba.

Joe pareció decepcionado, pero dijo:

—La mesa está reservada para las ocho. Nos veremos allí.

La besó en la mejilla, y en cuanto la puerta se cerró tras él, Katherine se puso a saltar de alegría en el pasillo, un arrebato insólito en ella. Sabía que era dificilísimo conseguir mesa en The Ivy.

Después corrió a su habitación, sacó otra bolsa de debajo de la cama y desplegó un vestido negro y entallado con mangas ceñidas. No podría haberse calificado de escandaloso, pero era corto para ella. Al fin y al cabo, Joe iba a llevarla a The Ivy. Era justo que lo complaciera.

Temblando de impaciencia, se enganchó una uña en el primer par de medias negras de 7 denier que sacó. Por suerte, era la clase de mujer que siempre tenía unos cuantos pares en el armario. Luego, en un ataque de indecisión, pasó varios segundos debatiéndose entre botines de satén de tacón alto y unas sandalias de charol, hasta que se decidió por los botines porque las sandalias la hacían sentirse demasiado vulnerable. Finalmente se puso el elegante abrigo de Jill Sander que había comprado en las rebajas de enero.

No pudo resistirse a la tentación de llamar a Tara. Sabía que estaría ansiosa por saber cómo iba todo. Pero cuando atendieron el teléfono, Katherine pensó que se había equivocado de número. No reconoció la voz ronca e incoherente que murmuró:

—¿Diga?

—¿Tara? —titubeó.

—Ah, Katherine —La voz se quebró. Entonces ella se dio cuenta de que era Tara y que estaba llorando tanto que apenas podía hablar.

—¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo a Fintan?

—No, no pasa nada.

—Algo te pasa.

—Es Thomas. Es un cabrón.

—¿Qué te ha hecho? —Katherine estaba espantada. No le habría extrañado que Thomas hubiera tenido una aventura.

—Es un cerdo cabrón.

—Sí, pero... —No sabía qué decir. Claro que Thomas era un cabrón, pero eso no era una novedad. Debía de haber pasado algo—. No te estará engañando con otra, ¿no?

—¿Qué? ¿Crees que hay otra mujer en el mundo tan imbécil como yo? Ay, acabo de acordarme de que ya has ido a tu cita —dijo Tara, llorosa—. Por favor, dime que ésta es una llamada alegre. ¿Va todo bien?

—Eso no importa ahora. Dime qué ha pasado.

—Mañana. Por favor, Katherine, quiero saber si todo va bien.

—Me ha besado dos veces y esta noche me llevará a cenar a The Ivy.

—¡A The Ivy! Me alegro mucho, es obvio que va en serio. —Tara hizo un esfuerzo sobrehumano para parecer contenta—. Mientras comas la mousse de dos chocolates, piensa en mí.

—¿No quieres que vaya a verte? —Katherine cruzó los dedos, los brazos y las piernas; lo intentó también con los dedos de los pies y cerró los ojos mientras rezaba con desesperación para que contestara que no.

A pesar de su estado, Tara rió.

—Como si fueras a hacerlo.

—Pero ¿estarás bien?

—Claro que sí. Lamento haberte preocupado. Esta noche pasa una velada estupenda y disfruta de los derechos conyugales.

—Si estás segura de que no quieres que vaya...

—Lo juro por la vida de mi abuela. Estoy segura.

Cuando el taxi dejó a Katherine delante de The Ivy ya eran las ocho pasadas, pero ella se obligó a dar un paseo. No le importaba esperar sola en un restaurante a amigas como Tara, pero ahora la situación era diferente. Empleando toda su fuerza de voluntad, consiguió llegar diez minutos tarde. No podía tomarse como la displicencia de una supermodelo, pero en su caso era toda una novedad.

—Estoy citada con el señor Roth —le dijo al maitre.

El hombre examinó la lista de reservas dos veces.

—Lo siento, señora, no hay ninguna mesa reservada a nombre de Roth.

El estómago de Katherine se encogió de miedo. Asustada, miró alrededor. Con profundo alivio vio a Joe sentado detrás de una planta grande. Él acababa de verla a ella y se había levantado en el acto.

—Ah, allí está, gracias. —Sonrió señalando a Joe.

—Ése es el señor Stallone —dijo el maitre con gesto inmutable.

—¿De veras?

Joe ya estaba junto a ellos.

—Ha llegado su invitada, señor Stallone —dijo el maitre con cortesía.

—Eh... gracias. Por aquí, Katherine.

—¿Señor Stallone? —murmuró Katherine mientras Joe le sujetaba la silla.

—Era la única manera de conseguir una mesa con tanta precipitación —respondió Joe, también en murmullos.

Por una fracción de segundo Katherine lo miró con asombro y luego le entró la risa.

—Señor Stallone. —Cuando empezó a reír, no pudo parar. Doblada sobre la mesa, rió hasta que se le cayeron las lágrimas. Él la miró paciente, indulgentemente —Dios mío —dijo mientras se enjugaba las lágrimas—. Hacía muchos años que no reía tanto.

—Esperaba que no lo descubrieras. Estaba pendiente de la puerta, pero esa maldita planta me tapaba la vista.

—Me alegro mucho de haberlo descubierto. —Se inclinó sobre la mesa con un gesto radiante y sincero—. Lo juro por Dios.

Les llevaron las cartas y pidieron el vino y la comida.

Aunque había muchas cosas que no sabían el uno del otro, hablaron principalmente de comida. Él describió elbrie frito que estaba comiendo y ella dijo cuantopudo sobre la ensalada tibia de beicon que había pedido. Es casiuna conversación como la que mantendría con Fintan o Tara, pensóKatherine, sorprendida. En especial con Tara.

No parecía un mal augurio.

Cuando llegó el plato principal, Katherine preguntó con sincero interés:

—¿Está bueno el lenguado?

—Sí —respondió Joe-—. ¿Quieres probarlo? —Le ofreció un trozo con su tenedor.

—Eh... no —Sintió el calor del rubor en las mejillas.

—Pruébalo —insistió él con voz ronca—. Es una delicia.

—Ésa es una de las expresiones más cursis que he oído en mucho tiempo —dijo ella, tan turbada que quería bajarle los humos. Pero no lo consiguió.

—Pruébalo —repitió Joe.

Excitada por su voz y por la intimidad del gesto, Katherine se inclinó y dejó que Joe le pusiera el tenedor en la boca.

—¿Está bueno? —preguntó él con vehemencia.

—Muy bueno —respondió ella con timidez.

Él la miró comer, sin apartar la vista de su boca ni un segundo. Katherine sentía el calor de su mirada en los labios mientras masticaba. Estaba tan turbada y excitada que en cuanto hubo terminado el primer plato fue al lavabo para escapar de la tensión sexual que se respiraba en la mesa.

Cuando llegó el momento de escoger el postre, Katherine pidió la mousse de dos chocolates en honor a Tara. Mientras se metía una cucharada de chocolate blanco y negro en la boca, alzó la vista y vio que Joe la miraba fijamente. La combinación del chocolate en la lengua y la promesa de esa mirada la hizo temblar como si acabara de tener un miniorgasmo.

Su cuerpo hormigueaba con tanta expectación que sintió miedo. Es probable que pase esta noche. Muy probable.