Capítulo 26

El día de la acusación de acoso sexual, Katherine observó con interés que Joe no había vuelto al trabajo después de comer. Era obvio que había ido al pub, y no pudo evitar sentirse satisfecha de su poder para herirlo.

Al llegar a la oficina al día siguiente, estaba intrigada. Joe habría tenido tiempo de recuperarse de la acusación, de modo que ¿continuaría encantador y amistoso? ¿Continuarían las charlas matutinas? ¿Continuaría sentándose en su escritorio? ¿Continuaría tratando de seducirla?

¿Continuaría ella siendo cruel?

Para su sorpresa, se sentía inclinada a darle un respiro. Sería un justo premio a su perseverancia. Se concentró en un balance, pero a mediodía se dio cuenta de que una parte de ella había estado en vilo toda la mañana.

Finalmente, él llegó a las tres de la tarde. Myles lo seguía con una botella de sal de frutas. Los dos estaban pálidos y contritos.

—¡Caballeros! ¡Cuánto me alegra que hayan decidido honrarnos con su presencia! —exclamó Fred Franklin con sarcasmo.

Joe murmuró que habían estado en el rodaje de un anuncio.

—El rodaje fue en tu habitación, ¿eh? —se burló Fred.

—No —respondió Joe a la defensiva—. De hecho, fue en el cuarto de baño —añadió con una sonrisa de aflicción y vergüenza y echó a andar hacia el fondo de la estancia.

De inmediato, Katherine puso su cara enigmática y serena. ¡Allá vamos!

Joe caminó hacia ella, llegó a su mesa y... siguió rumbo a la máquina de café. Segundos después, en el trayecto de vuelta, Katherine volvió a adoptar la actitud de costumbre. Pero él pasó delante de ella sin detenerse. De hecho, ni siquiera miró en su dirección.

Katherine le dio unos minutos, convencida de que iría a verla en cuanto comprobara las llamadas y el correo electrónico. Pero no lo hizo. Esperó un poco más, suponiendo que estaría ocupado con algún trabajo urgente, pero él no fue a sentarse en su escritorio. Era lógico que tuviera demasiados asuntos pendientes después de una comida de veintiséis horas. Lo miró con disimulo. No parecía estar desbordado de trabajo.

Después de una hora, Katherine tuvo que reconocer que Joe no iría a visitarla. Que se había dado por vencido.

Sintió una mezcla de alivio y desilusión. Es un pelele, pensó. ¿Qué es una acusación de acoso sexual para un hombre de verdad?

Se esforzó por concentrarse en el trabajo, pero se distraía constantemente. Para el mundo exterior era una mujer inmersa en cálculos de amortizaciones, pero su mente estaba llena de signos de exclamación. ¡No puedo creer que se haya dado por vencido! ¡Y con tanta facilidad! ¡Ayer estaba loco por mí! ¡Dijo que era la luz de su vida!

No dejaba de dirigirle miradas furtivas por si cambiaba de actitud. Dio la casualidad de que estaba mirándolo cuando, en la otra punta de la oficina, Joe se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se remangó. Aunque no quería hacerlo, Katherine lo miró fijamente. Observó el vello de sus antebrazos, la piel sedosa, los músculos que se abultaban y extendían cada vez que cogía el teléfono o usaba el ratón del ordenador. Llevaba un pesado reloj de acero en la muñeca. Esos brazos no parecían los de un pelele.

El espectáculo la irritó. Joe se presentaba a sí mismo como el señor Inofensivo, el señor Demasiado-Flacucho-Para-Ser-Un-Machista. Pero a pesar de su delgadez, era fuerte. Esos brazos eran los brazos de un guaperas... ¡Ay, no! Volved a vuestra jaula, ordenó a sus sentimientos obsesivos. Volved detrás de los barrotes.

Cuando terminó la jornada, oyó que Joe y su equipo hablaban de ir al pub. Para curarse la resaca.

—¡Eh! —gritó Joe y Katherine alzó la vista.

Por fin, pensó, y se preparó para hacerse la dura. No pensaba ceder con facilidad. Pero Joe miraba más allá de ella, al fondo de la oficina.

—¡Eh, Angie! —dijo—. ¿Te vienes a tomar una copa?

A Katherine se le contrajo el estómago. Angie era una redactora publicitaria. Una morena elegante, guapa, y tan nueva que el personal masculino no había tenido tiempo de ponerle un mote acorde con sus habilidades sexuales.

—¿Por qué no? —respondió Angie con una sonrisa.

Katherine esperó que Joe la invitara también a ella, pero el aire resonó con su silencio.

Puso un disquete en el ordenador para hacer una copia de seguridad del trabajo del día y deliberadamente, con frío placer, endureció su corazón. Joe Roth era un imbécil. ¡Pensar que le había dado lástima rechazarlo! Era obvio que le gustaban las mujeres muy delgadas y rápidamente había transferido su interés a la nueva delgaducha de la empresa.

No había hecho más que jugar con Katherine, y habría huido en cuanto ella le hubiera demostrado su interés, dejándola con las viejas heridas reabiertas. Sólo la pretendía porque era inalcanzable. Los hombres eran como niños; nunca estaban satisfechos con lo que tenían.

Había tenido suerte de escapar de sus garras.

Terminó de hacer la copia de seguridad y guardó el disquete en el cajón. Cuando llegó junto al ascensor se encontró con los demás. Joe reía alguna gracia de Angie con la cabeza muy cerca de la de la chica. Katherine sintió la tentación de volver sobre sus pasos, pero eso hubiera sido más humillante. Así que puso cara de póquer y bajó con los juerguistas, que no dejaban de decir que serían capaces de matar por una cerveza.

—¿Por qué no vienes con nosotros? —sugirió Myles a Katherine con la esperanza de animar a Joe. Pero se arrepintió de inmediato. ¿Y si lo acusaba de acoso sexual?

—No, no creo —murmuró y esperó que Joe tratara de convencerla. Pero no dijo nada y Katherine se indignó. Cerdo asqueroso. Al bajar del ascensor dijo por encima del hombro—: Que os divirtáis. —Después se preguntó cómo no se había atragantado con las palabras.

Los miércoles por la tarde Katherine iba a clases de claque. Allí se evadía del mundo, zapateando al ritmo de Happy feet con otras seis mujeres con pantalones cortos y fantasíasde una infancia feliz, mientras los asistentes a las clasesnormales de aerobic las miraban con desdén al pasar junto alaula.

Después de clase solía salir con Tara y Liv, y a veces también con Fintan y Sandro. Pero ese día quería ir directamente a casa. Demasiado afligida para sentirse culpable, se mezcló con la masa de oficinistas que caminaba hacia la estación de metro de Oxford Circus. Pero tampoco podía soportarlo, así que paró un taxi y rezó para que el taxista no fuera un charlatán. La suerte no la acompañaba: tuvo que soportar una perorata de cuarenta minutos de un fascista xenófobo llamado Wayne que llevaba la foto de sus cuatro hijos feos y gordos en el tablero de mandos y no dejaba de criticar a los habitantes de todas las demás naciones del planeta:

—Son unos guarros, ¿no, guapa?

En su opinión, los franceses, los bosnios, los jamaicanos, los argelinos, los griegos, los paquistaníes y, naturalmente,los irlandeses eran unos guarros.

Casi no podía oír su propia voz mientras llamaba a los demás con el móvil y dejaba el recado de que esa noche no saldría.

Por fin llegó a casa, pero la sensación de alivio duró poco. Supiso limpio y resplandeciente le parecía triste y vacío. Estabademasiado limpio. Neuróticamente limpio. Se le cruzó fugazmente laidea de comer algo, pero no tenía ganas de molestarse. Encendió latele, pero no encontró nada que le interesara. En su vida, que casisiempre se le antojaba satisfactoria, ahora parecía faltar algo.Todo, desde su trabajo a su piso, era aburrido, inadecuado yanodino. Aplastó algunas burbujas de aire de un papel de embalaje,pero incluso esa actividad había perdido su encanto.

Salvo por la enorme preocupación que pesaba sobre ella —tan grande que a veces ni siquiera la veía—, siempre había estado contenta con su suerte, incluso un par de días antes.

Odiaba a Joe por haberla herido. Había cometido el error de mirarse a través de sus ojos y apreciar la vista. Ahora que él lehabía retirado su admiración, tenía que volver a verse desde unaperspectiva menos halagüeña... la suya. La adaptación siempre eradolorosa.

No podía llamar a Tara, ni a Fintan ni a Liv para desahogarse ybuscar consuelo. Sencillamente, ella no hacía esas cosas. Siemprese las había apañado sola. Y sabía que los demás se preocuparían sise derrumbaba. Todo el mundo la tenía por una mujer competente ynada sentimental.

Finalmente decidió comer algo, pero, como decostumbre, no tenía nada en casa. Caminó con paso cansino hasta elsúper de la esquina y cogió algunas cosas sin prestar atención a loque hacía. Pero cuando iba a pagar se fijó en los productos quehabía en el cesto. Una ración individual de lasaña congelada. Unamanzana. El cartón de leche más pequeño del mercado. ¡Qué patético!Su cesto gritaba a voz en cuello que estaba sola. El cajero secompadecería de ella. Cogió un saco de patatas polvorientas de doskilos y lo arrojó con furia al cesto. Estuvo a punto de dislocarseel hombro y el brazo se le estiró al doble de su longitud. ¡Paraque vieran! ¡Eso les haría pensar que tenía pareja! Ninguna mujersola compraría dos kilos de patatas, y mucho menos si estabancubiertas de tierra. Eran un producto exclusivo para madres que, depie junto al fregadero de la cocina, les quitarían la tierrarascando con un cepillo de uñas y los nudillos desollados antes dehervirlas en una olla gigantesca para alimentar a la exigentefamilia.

Con las mejillas coloradas y gesto desafiante, Katherine sonrióal cajero. ¿Lo ve? Soy una persona de verdad. Pero él ni siquierala miró a los ojos. Luego cargó con las patatas hasta casa,preguntándose qué demonios iba a hacer con ellas.

Se comió la lasaña y la manzana y bebió una taza de té. Pero lanoche era larga y se sentía agitada y vacía.

Se preparó un baño con aceites esenciales porque la etiqueta del producto prometía «seguridad, confianza en uno mismo, sensación de plenitud». Luego se metió en la cama y, por primera vez enmucho tiempo, se sintió sola.

No importa, pensó. Siempre me queda la televisión. Cogió el amado mando a distancia, decidida a buscar algo que la ayudara a dormir. ¿Quién necesita un hombre cuando tiene películas?

Pero empezó a preguntarse cómo sería Joe en la cama. Cómo seríadesnudo. Cómo se sentiría si pudiera estrecharlo entre sus brazos,acariciarle la bonita piel nacarada y los músculos de laespalda.

A pesar de su aspecto juvenil era atractivo, reconoció Katherine. Mientras la perseguía no se había permitido pensar en loatractivo que era. Sólo ahora, que había dejado de desearla, podíahacerlo sin peligro.

A las cuatro de la mañana se despertó sobresaltada y descubrió que estaba abrazada al mando a distancia. Se sintió triste y tardó unos instantes en identificar la causa. Entonces recordó. Joehabía salido. Angie lo había acompañado. De repente se dio cuentade que quizá estuvieran juntos en la cama en ese momento. En esepreciso momento. Era posible que en algún lugar de la ciudad, JoeRoth estuviera en la cama, rodeando con el brazo los hombros de unamujer desnuda. Katherine había caído en la trampa de pensar que esamujer habría podido ser ella. Que sólo la deseaba a ella.

Tendida boca arriba, miró con nerviosismo el techo. Hacía mucho tiempo que no despertaba en mitad de la noche, y no le gustaba lo que eso significaba. Unos sentimientos antiguos, muy antiguos, volvieron a atormentarla.

 

 

De repente tenía diecinueve años otra vez, y el dolor del primer desencanto amoroso era tan intenso como entonces. En aquella época trabajaba como aprendiz de contable en Limerick, pero no había podido quedarse allí porque asociaba el lugar con su amor perdido. Tenía la sensación de que enloquecería si no se largaba. Así que presentó la dimisión en Good & Eider, causando consternación en la empresa porque era una empleada muy competente. Aunque no tan competente en los últimos tiempos, recordó su jefe.

Luego se marchó a Knockavoy, con la esperanza de recuperarse.

Llegó sin avisar una tarde de septiembre. Todo el mundo se sorprendió de verla, porque aquel verano no había pasado mucho tiempo en casa. Se sorprendieron más aún cuando descubrieron que había vuelto para quedarse. Había sido la estudiante más prometedora de la promoción del ochenta y cinco, la que había conseguido marcharse del pueblo. Pero había vuelto y no quería decir por qué.

La alegría inicial de Tara y Fintan pronto se trocó en alarma. Era evidente que el novio que Katherine había tenido en Limerick le había hecho mucho daño. Se notaba en su reacción maliciosa y cínica cada vez que alguien mencionaba que le gustaba un chico.

—¿Para qué? —decía con vehemencia—. Los chicos fingen estar locos por ti, pero en cuanto descubren que te han sorbido el seso, te dejan.

—A mí no me importaría que me sorbieran algo —dijo Fintan con una risita.

Katherine lo fulminó con la mirada.

—Estás mucho mejor solo —insistió con una expresión crispada y afligida.

¡Antes de aquello era tan dulce y alegre! Aunque no demostrara demasiado interés por los chicos, nunca había dicho nada en contra de los coqueteos de sus amigos. ¿Qué había pasado?

—Por favor, cuéntanos qué pasó —le decían una y otra vez con creciente desesperación—. Hablar ayuda. Nosotros lo sabemos por experiencia.

Pero Katherine se negaba a hablar. Era incapaz.

Entretanto, encerrada en su silencio, el dolor la corroía. Y no disminuía.

Había sido criada en una casa de mujeres, sin siquiera un tío o un abuelo, y a pesar de que todavía no había tenido novio, era feliz. Pero ahora que había mantenido una relación íntima con un hombre, todo era diferente. Había descubierto una nueva y profunda necesidad. Deseaba amor y consuelo... de un hombre. Aunque le parecía absurdo, tenía la sensación de que sólo un hombre podría aliviar el dolor que le había infligido otro.

Pero ¿qué iba a hacer? La idea de volver a enamorarse le aterrorizaba. Además, nunca conseguiría curar su corazón roto.

Entonces, durante una noche en vela, dos semanas después de regresar a Knockavoy, pensó en Geoff Melody, su padre. Y todo pareció cobrar sentido.

De repente el deseo de conocerlo era fuerte e imperioso. Hubiera querido levantarse de la cama en ese mismo momento e ir a buscarlo a Inglaterra. No entendía cómo había esperado tanto tiempo. ¿Cómo era posible que no hubiera sentido antes el vacío de su ausencia? ¿Por qué había perdido tanto tiempo?

Una esperanza nueva y dulce dejó a un lado el dolor. De repente tenía una razón para vivir. Justo cuando pensaba que su vida había terminado, que nadie volvería a amarla, que no tendría otra oportunidad.

En un instante su padre se convirtió en depositario de todos sus sueños y esperanzas. Él la entendería... Probablemente era igual a ella. Sería su salvación, estaba convencida de ello. Todo mejoraría cuando lo conociera.

¿Cómo sería? No tenía sentido preguntárselo a su madre, porque Delia lo calumniaría. Pero el hecho de que a su madre no le gustara significaba que a ella, Katherine, seguramente le gustaría.

Los pensamientos de Katherine se desbocaron y vio un futuro brillante y feliz ante ella. Iría a vivir a Londres con su padre. ¿Quién necesitaba un novio teniendo un padre?

Él daría un sentido diferente a su pasado y su futuro, y ella no volvería a equivocarse porque tendría el asesoramiento de un hombre.

Permaneció despierta pensando en él. Apostaba aque tenía un huerto. Todoslos ingleses de cierta edad tenían huertos. Cultivaría ruibarbopara ella. Katherine se sentaría a su lado mientras él removía latierra y le hablaría de su vida. Él no hablaría mucho, pero lo quedijera estaría lleno de sabiduría. De sabiduríamasculina.

O quizá fuera alegre y desvergonzado, con acento cockney yun montón de dichos divertidos. Puede que se ganara la vida conapaños. Eso sí, apaños legales. Nada ilegal. En cualquier pareja depadres tenía que haber al menos un pilar respetable de lasociedad.

O tal vez fuera un tanto pomposo y la llamara «querida», aunque su laconismo no conseguiría ocultar el afecto que sentía por ella. Quizá tuviera otros hijos, pero no se llevara bien con ellos y necesitara que alguien se hiciera cargo de la asesoría contable de la familia. Entonces Katherine llegaría en el momento más oportuno.

En su mente, su padre se convirtió en una combinación de Arthur Fowler, Dick van Dyke y un miembro del Parlamento.

Ni siquiera consideró la posibilidad de que Geoff Melody no tuviera ningún interés en verla. Su necesidad de conocerlo era tan grande que no podía imaginar que no fuera recíproca.

Tardó mucho tiempo en escribir la carta. Había aprendido que a los hombres no lesgustan las exigencias, así que expresó su deseo de verlo entérminos serenos para no ponerlo en un compromiso. Sabía que él lesolucionaría la vida, pero no había necesidad de asustarlodiciéndoselo.

El subtexto era «no te pediré nada».

Diez días después, Katherine recibió una carta con sello inglés. ¡Su padre le había respondido! Por el elegante sobre color crema dedujo que Geoff Melody se acercaba más a un miembro del Parlamento que a Arthur Fowler.

Pero la carta no era de su padre. Era del albacea de su padre, explicándole que éste había muerto de cáncer de pulmón hacía seis meses.

Si antes había sentido el fin de su aventura amorosa como un duelo, ahora sentía el duelo por su padre como el fin de una aventura amorosa.