Capítulo 19
—Cuéntamelo todo —ordenó Tara.
Pero Katherine decidió que había muy poco que contar. A primera hora de la mañana Joe Roth se había acercado al escritorio de Katherine, como todas las mañanas desde hacía once días. Acaso la camisa verde claro que se había puesto para presentar el anuncio de tampones, o bien la forma en que el traje azul cobalto marcaba las líneas de su esbelta figura, convencieron a Katherine de que ese día estaba particularmente atractivo. En consecuencia, puso una expresión más dura e inescrutable que de costumbre.
—Buenos días, Kate —dijo Joe con una sonrisa que le iluminaba toda la cara.
—Señor Roth —respondió Katherine con frialdad, con la mirada fulminante de grado tres. Consideró que no era necesario usar la de grado cuatro o cinco, porque su tono de voz ya era un arma de por sí—, me llamo Katherine y no respondo a abreviaturas de mi nombre.
Katherine supuso que se marcharía con el rabo entre las patas. Pero cuando se inclinó sobre el escritorio y rió, tuvo el inesperado palpito de que se avecinaba una catástrofe. Le miró los dientes, alineados como banderas blancas en un tendedero y se dijo: ten cuidado. Ten mucho cuidado.
Él paró de reír.
—Señor Roth —se mofó Joe mirándola con algo parecido al afecto en sus ojos castaños.
Sin dejarse conmover, Katherine hizo todo lo posible para demostrar la paciencia de una mujer ocupada y amable, pero harta.
—Señor Roth —repitió él—. Me encanta, ¿sabes, Katherine? Eres maravillosa. Sencillamente maravillosa. —Al ver que ella continuaba mirándolo con frialdad, añadió—: Lamento haberte ofendido con mi abuso de confianza. A partir de ahora, te llamaré Katherine. A menos que prefieras que te llame señorita Casey.
La fracción de segundo transcurrida antes de que ella comenzara a protestar fue demasiado larga. Joe soltó otra carcajada.
—Vaya. Muy bien, te llamaré señorita Casey. Ahora bien, señorita Casey —dijo con tono profesional—, deberíamos tener una reunión sobre el exceso de gastos en la campaña de cerveza Noritaki. Pero los ejecutivos de Geetex llegarán pronto para la presentación, así que ¿por qué no lo discutimos mientras comemos juntos?
—¿Comer juntos? —preguntó con frialdad—. ¿A cuenta de quién?
Katherine no iba a dejarse comprar. Aunque en su trabajo no tenía muchas oportunidades de ir a comer a sitios caros y elegantes —en publicidad los contables son las Cenicientas del oficio— no se regocijaba ante la perspectiva de una ensalada gratuita de queso de cabra. En absoluto. Era más fácil que se alegrara al saber que una campaña publicitaria había costado menos de lo presupuestado.
—Al fin y al cabo —prosiguió—, si debemos discutir el incremento desmedido de los gastos, no es apropiado que lo hagamos comiendo a cuenta de la empresa.
—Yo pagaré la comida —ofreció Joe.
Katherine rió, pero a Joe no le gustó el timbre de su risa.
—Buena jugada, Joe —dijo ella—. Pero todas las facturas pasan por mis manos.
Los coordinadores de cuentas nunca pagaban nada. Guardaban los recibos de todo lo que compraban y después intentaban cobrarlos a la compañía. No se limitaban a pasar factura por los gastos de restaurante u hotel, sino también por cualquier cosa, desde espuma de afeitar («tenía una presentación y era importante que tuviera buen aspecto») hasta corbatas (ídem de ídem), felicitaciones de cumpleaños y la compra semanal en el supermercado. Una vez alguien había tratado de cobrar un traje de Armani; otra, una bañera con jacuzzi. Katherine ya lo había visto todo.
—Te doy mi palabra —insistió él—. Pagaré la comida de mi bolsillo.
—No.
—Venga. Un almuerzo con Joe Roth —bromeó él—. No aceptes imitaciones.
—No.
Él se puso serio.
—No te estoy tirando los tejos. De verdad necesito hablar contigo sobre el presupuesto.
—Lo siento —mintió Katherine—. Estoy ocupadísima con el balance anual. —Con la jornada extra del día anterior prácticamente había terminado el trabajo, pero no tenía intención de confesárselo—. ¿Por qué no hablas con mi ayudante, Breda? Ella te asesorará y estoy segura de que estará encantada de acompañarte a comer.
—De acuerdo —dijo Joe, desolado, y se marchó.
Después de cuatro semanas de continuas negativas, estaba desesperado, de modo que, a pesar de que no solía recurrir a esas tácticas, fue a ver a Fred Franklin para pedirle que usara su influencia. Fred estaba en su pequeño cubículo de cristal con Myles, un joven candidato a redactor publicitario.
—Fred, necesito que me hagas un favor —dijo sin preámbulos.
Fred sabía lo que quería porque lo había visto hablando con Katherine y entendía el lenguaje internacional del rechazo. De hecho, lo dominaba, ya que no había tenido suerte con las mujeres hasta los treinta y cinco años, cuando lo habían ascendido. Y a juzgar por el lenguaje corporal de Joe mientras hablaba con Katherine —los suplicantes brazos extendidos, la expresión seria en la cara— estaba claro que le habían dado calabazas.
—Eres un pervertido —dijo Fred.
—¿De verdad? —preguntó Myles con interés—. ¿Cuánto de pervertido? Aquí tenemos mujeres para todos los gustos, colega. Si te va el sado, te presentaré a Cadena, de impresión.
—¿Candela?
—No. Cadena. Ella te ayudará.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Joe con aire cansino. Desde que había empezado a trabajar en Breen Helmsford, había llamado involuntariamente a varias mujeres por su mote. Aunque a ellas no parecía importarles, a él sí.
—Pauline —dijo Myles—. La llamamos Cadena porque... bueno, si te dijera las palabras «esposas peludas», creo que me entenderías...
—Le gusta la irlandesa frígida —dijo Fred con brusquedad.
—¿Qué? ¿La Reina de Hielo? —preguntó Myles, atónito—. No sabía que fueras masoquista.
—No lo soy.
—Sí que lo eres amigo. Estás dándote con la cabeza contra un muro de ladrillo.
Hasta el momento, a Myles le caía bien Joe Roth. Le parecía un tipo divertido, dispuesto a correrse buenas juergas. Pensó que quizá debería reconsiderar su opinión acerca de él.
—¿Y qué te parece Celia, de la sección de correspondencia? —sugirió, desesperado por salvar a Joe—. Ya la conoces... Podrías colgar el abrigo de sus pezones y aparcar la bici en su trasero. No permitas que el hecho de que está en uno de esos programas de terapia ocupacional te detenga. Siempre digo que no hay nada de malo en un poco de locura. ¡Está de miedo!
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Joe, que empezaba a deprimirse.
—Celia —respondió Myles lacónicamente—. Y es un nombre muy apropiado porque ce lía con todo Dios.
Fred y Myles prorrumpieron en carcajadas estentóreas y Joe empezó a pensar en la posibilidad de cambiar de trabajo. ¿El machismo era peor allí que en sus empleos anteriores o simplemente estaba envejeciendo?
Interrumpió la algarabía diciendo:
—Aparte de cualquier otra cosa, es verdad que necesito hablar con Katherine del presupuesto de Noritaki.
Las risas se apagaron en el acto.
—¿Crees que nací ayer, muchacho? —se burló Fred—. Puedes hablar de ello con Breda la Pesada. Hazlo —insistió al ver que Joe no respondía—. Por lo menos Breda la Pesada tiene tetas.
—Habla con Katherine —rogó Joe—. Si lo haces, estaré en deuda contigo.
Fred reflexionó unos instantes. Joe era un joven apuesto que monopolizaba gran parte de las conversaciones del personal femenino de la compañía. Si conseguía seducir a la irlandesa frígida, perdería interés rápidamente. Y a esas alturas ella estaría loca por él. Sería un espectáculo digno de verse.
—De acuerdo —gruñó Fred mientras se levantaba de su silla de cuero.
Cuando Katherine vio a Fred caminando hacia ella, supo lo que se avecinaba. Una parte de ella despreciaba a Joe por recurrir al jefe, pero a pesar de su arraigado instinto de protección, los esfuerzos del muchacho la conmovieron. Aunque otros se habían esforzado mucho antes y todo había acabado en lágrimas...
—Escucha —empezó Fred. Detestaba hablar con Katherine porque le hacía sentirse como una cucaracha. Hacía tres años, cuando ella llevaba sólo una semana en Breen Helmsford, la había invitado a tomar una copa y ella había respondido: «No salgo con hombres casados.» Aunque Fred había protestado diciendo «sólo intento ser amable y darte la bienvenida», Katherine lo había fulminado con la mirada. Cuando él había dejado de odiarse a sí mismo, había transferido su odio a Katherine—. Tienes que ir a comer con Joe Roth para discutir los malditos presupuestos.
—¿Es una orden?
—Supongo que sí.
—Usted no es mi superior —respondió ella con una sonrisa.
Ni siquiera estás en el mismo estadio de la escala evolutiva que yo, añadió para sí mientras exageraba más su sonrisa falsa.
—Sé que no soy tu superior directo —admitió Fred de mala gana—. Pero el muchacho está preocupado por esa cuenta. Breda es una chica muy eficiente, pero él quiere hablar directamente con la gran jefa.
—Debería comprarse un traje blanco cruzado —dijo Katherine con aire pensativo—. Y lucirlo con un abrigo de piel sobre los hombros, un panamá ladeado con gracia y un par de zorras con vestido rojo, corto y ceñido en sendos brazos.
—¿De qué hablas?
—¿No es el aspecto que debe tener un chulo?
—¡Un chulo! —Fred estaba atónito—. Yo no soy ningún chulo. Lo único que quiere es comer contigo.
El aire estaba cargado de hostilidad y por un momento Katherine deseó ser como el resto de sus compañeras. ¿Por qué no le gustaban las fiestas? ¿Por qué se había negado a salir con Fred Franklin o a tener una breve aventura con él? Una aventura con un hombre casado no la mataría. Y sin duda habría hecho que su vida laboral fuera mucho más fácil. Sabía que no era popular y eso a veces la entristecía. Hoy, por ejemplo.
—Sólo es una comida —bramó Fred, furioso—. Para hablar de trabajo.
Sólo era una comida, admitió Katherine.
—De acuerdo —respondió con un suspiro.
Fred regresó a su despacho con aire triunfal.
—Ya es tuya, chico —dijo a Joe, que lo esperaba ansioso—. No olvides que después debes venir a vernos y contarnos lo ocurrido con todo lujo de detalles. —Sonó el teléfono que estaba sobre su escritorio—. Han llegado los ejecutivos de Geetex —dijo.
La alegría de Joe le ayudó a hacer una deslumbrante presentación ante la comitiva de Geetex. Fue tan elocuente que prácticamente los convenció de que probaran los tampones.
—Creo que los tenemos en el bote —dijo Myles mientras los ejecutivos de Geetex se marchaban encantados.
En circunstancias normales, después de una presentación prometedora el equipo entero celebraba la victoria con una larga comida acompañada de buen vino. Ese día Joe se negó a acompañarlos, pero insistió en que fueran sin él. Eso sí, tomó la precaución de preguntar a qué restaurante pensaban ir. No quería llevar a Katherine al mismo sitio.
Entretanto, Katherine había pasado la mañana abstraída en las cuentas. Había borrado de su mente a Joe Roth. No era propio de ella utilizar la falsa excusa de que necesitaba ir al banco/el correo/la farmacia para salir corriendo a Oxford Street a comprar cepillo y pasta de dientes, un pintalabios, maquillaje, desodorante, medias de seda, zapatos de tacón y un traje nuevo con minifalda en honor de la imprevista cita para comer.
Se negaba a hacerse ilusiones. Gracias a los años de práctica, luchar contra la expectación no suponía un esfuerzo.
Naturalmente, el trabajo era una gran ayuda. El ordenado mundo de las cifras, donde no había cabos sueltos. Si las cuentas cuadraban, sabía a ciencia cierta que había hecho las cosas bien. Y si no salían, volvía a sumergirse en ellas para descubrir dónde se había equivocado y reparar el error.
Katherine consideraba que el sistema de doble asiento de contabilidad era uno de los grandes inventos de la humanidad, equiparable al de la rueda. Le habría gustado que el mundo se rigiera por los mismos principios —el debe a la izquierda, el haber a la derecha— para que uno siempre supiera a qué atenerse. Maravilloso.
A la una en punto Joe se presentó ante su escritorio con timidez, la alegría que había demostrado horas antes había dejado paso a la vergüenza por haber recurrido al jefe.
—Ah, es verdad, la comida para discutir la cuenta de Noritaki —dijo ella con brusquedad y lo dejó esperando mientras terminaba una cuenta. Podría haberla dejado para después, pero ¿por qué iba a hacerlo?
Cuando apagó la calculadora se dio cuenta de que se moría de ganas de ir al lavabo, pero le dio vergüenza decírselo a Joe. Iría en el restaurante. Pero ¿por qué no ahora? Al fin y al cabo, ese hombre no significaba nada para ella. En el brumoso y lejano pasado, cuando le había gustado alguien, las cosas habían sido distintas. Entonces restaba importancia a las funciones corporales, las pasaba por alto, las negaba. Pero no haría lo mismo por Joe Roth.
—Primero tengo que ir al lavabo —dijo con descaro. Dejó deliberadamente el bolso sobre el escritorio para que Joe no creyera que iba a peinarse o a pintarse los labios en su honor.