Capítulo 10

A la mañana siguiente Tara despertó muy temprano. Algo iba mal. Era la hora de la resaca. Estoy demasiado vieja para estas cosas, pensó mientras tragaba un puñado de analgésicos. Sin embargo, aunque el dolor remitió enseguida, la asaltó una sensación de peligro inminente que la siguió del dormitorio al lavabo y a la cocina.

A pesar de su promesa nocturna de ponerse a dieta, Tara tenía un hambre feroz. Las resacas siempre le producían ese efecto. A algunos les daban náuseas y les impedían probar bocado durante todo el día, pero a Tara la hacían sentirse como si no hubiera comido nada en una eternidad. Le rugían las tripas y sentía un apetito casi salvaje.

Necesitaba hidratos de carbono. La sola idea de comerse una tostada le provocó una subida de adrenalina que prácticamente la levantó del suelo.

Cerró con sigilo la puerta de la cocina para que Thomas no oliera las tostadas y puso dos rebanadas de pan en la tostadora. Miró el aparato con impaciencia, como ordenándole que funcionara más rápido. Date prisa, exigió, pon más empeño. Si no comía algo de inmediato, en ese mismo instante, se mordería su propio pie como aperitivo. Pero lo único que había en los armarios era pasta seca, tomate en lata y comida para gato. Hacía tiempo que Thomas había purgado la cocina de galletas y patatas fritas en un sacrificado intento de eliminar la tentación de la vista de Tara.

Las tostadas saltaron y las manos temblorosas de Tara cubrieron una con una rodaja de queso y la otra con mermelada. Mientras se las zampaba, puso a hacer otras dos. Luego dos más. La orgía de tostadas bastó para que se sintiera en el paraíso. Tostadas con mantequilla de cacahuete, tostadas con queso, tostadas con mermelada, tostadas con paté.

Cubierta de migas, prácticamente tragaba rebanadas enteras mientras se apretaba contra la puerta de la cocina, pendiente de cualquier sonido que indicara que Thomas se había levantado.

De repente vio una cara en la ventana de la cocina y dio un salto como si la hubieran pillado cometiendo un delito. Hasta que se percató de que era Beryl, con dos ojos verdes llenos de desdén yreproche en la carita negra. Tara le hizo una señal obscena con dosdedos y volvió a concentrarse en las tostadas. Hasta que fue aponer otras dos rebanadas en la tostadora y descubrió que no habíamás pan.

¡Santo cielo! Se había comido el paquete entero. Thomas se daría cuenta, se preguntaría qué había pasado con el pan. Tara tuvo un repentino ataque de pánico, pero enseguida se tranquilizó. ¿Qué más da?, se dijo. No seas tonta. Puedes comprar otro paquete con la excusa de que has ido a buscar el periódico. Si la tienda de los paquistaníes todavía no estaba abierta —aunque nunca la había visto cerrada, ni de día ni de noche, pues sus propietarios trabajaban como esclavos para ganarse el sustento— iría al súper que abría las veinticuatro horas.

Se vistió en silencio, con cuidado de no despertar a Thomas. Luego salió a la mañana húmeda y brumosa, seguida por la recelosa mirada de Beryl. Sabía que, de haber podido, aquella maldita gatala habría delatado.

La tienda de los paquistaníes estaba cerrada, así que Tara fue al súper abierto las veinticuatro horas y compró el pan y los periódicos. También compró tres donuts —uno de chocolate y dos de crema (¡cuánto le gustaba la crema!)— y en el camino de regreso se demoró deliberadamente para comérselos. Arrojó el papel en el cubo de la basura de los vecinos. Luego se sacudió con vigor las migas delatoras, se pasó la lengua por los dientes para eliminar cualquier prueba y se armó de valor para volver a entrar en el piso.

Thomas todavía no se había levantado, lo que significaba que era libre de comer un poco más si lo deseaba. Pero el ataque ya había pasado. Sólo he comido así porque tengo resaca, se consoló Tara mientras encendía un cigarrillo. Mañana empezaré la dieta, pero también trataré de hacer bondad durante el resto del día. Se sentó a la mesa de la cocina, fumando e intentando leer el periódico. ¿No era horrible despertarse tan temprano en una fría y húmeda mañana de octubre?, se preguntó. Habría podido volver a la cama con el periódico, pero tenía miedo de despertar a Thomas. Entonces se percató de la causa de su malestar. Era lo que Thomas le había dicho la noche anterior.

En el acto experimentó otra punzada de algo similar al hambre que intentó abrirse paso entre la comida pero emergió como náuseas.

Con una determinación nacida del miedo, procuró razonar. ¿Qué más daba si él no quería que se quedara embarazada? Ella tampoco lo deseaba. ¡Ni pensarlo! Thomas y ella habían tenido una discusión hipotética, absurda. Pelillos a la mar.

Aquello no tenía nada que ver con lo ocurrido con Alasdair. Convivía con Thomas. Y había sido él, no ella, quien había sugerido que vivieran juntos. Una prueba concluyeme de que la quería... aunque Tara sospechaba que sus ojos se habían iluminado con signos de libras en lugar de con la luz del amor.

Durante los dos últimos años había sido tan prudente —jamás había presionado a Thomas ni había mencionado el matrimonio— que las cosas no podían torcerse como había sucedido con Alasdair. Si seguía siendo tan cauta como hasta el momento, al final todo saldría bien. No había motivo para preocuparse; él la quería y la relación funcionaría. Los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio.

Llamó a su madre porque quería hablar con alguien que la quisiera, pero contestó su padre.

—Tu madre no está —dijo con la sequedad de costumbre.

—¿Dónde está a estas horas de la mañana? —preguntó Tara.

—¿A ti qué te parece, pagana? —replicó él.

Todavía ansiosa de recibir consuelo, llamó a Katherine. No había ningún peligro de que estuviera en misa.

—Lo siento —se disculpó—. Espero no haberte despertado.

—Tranquila —dijo Katherine—. De todos modos tengo que ir a trabajar.

—¿En domingo? Vosotros los publicistas sois incansables.

—Es el final del año fiscal. No es lo habitual.

—Me siento fatal —dijo Tara.

—Vitamina C y una caminata vigorizante.

—Estoy comiendo aspirinas como si fueran caramelos; de hecho, me gustaría que fueran caramelos. Pero no te hablo de mi resaca, aunque es de las que hacen historia.

—Entonces ¿qué pasa?

—Ahora no; no quiero que llegues tarde al trabajo por mi culpa. Pero dime una cosa. Los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio, ¿verdad?

—Sabes que sí —le recordó Katherine, aunque con delicadeza, intuyendo que se trataba de un asunto importante—. Recuerda que el techo de paja de la casa de Billy Quealy se incendió durante una tormenta y dos años después, durante otra, un rayo lo electrocutó y lo arrojó a la otra punta de la cocina mientras ponía la tostadora.

—Hablaba en sentido figurado —dijo Tara, angustiada—. Pero gracias de todos modos.

—Lo siento —se disculpó Katherine—. Cuéntame qué te pasa.

—Tal vez no sea nada —respondió Tara con tristeza.

—Ven a verme esta noche, cuando salga de trabajar.

—Gracias, eres un cielo.

Katherine había adivinado de qué se trataba. Nunca había pensado que la relación con Thomas fuera a durar más de dos semanas, de modo que llevaba casi dos años esperando que Tara y él rompieran.

Thomas le había caído mal desde la primera noche. Naturalmente, estaba encantada de que Tara hubiera conocido a otro hombre. Ser testigo de su dolor después del abandono de Alasdair había sido espantoso. Por no mencionar que, por mucha buena voluntad que uno le eche al asunto, compartir el piso con alguien a quien acaban de romperle el corazón se vuelve tedioso después de los primeros tres meses de histeria y conducta desquiciada.

Pero la intuición le había dicho a gritos que Thomas no era el candidato ideal para Tara; ni siquiera un perro guardián capaz de mantener alejados a los lobos.

—Parece que ha hecho un nuevo amigo —murmuró Fintan a Katherine mientras Tara y Thomas se devoraban mutuamente con los ojos en la cocina de Dolly, ajenos a todos los que les rodeaban.

—Mmm... —dijo Katherine con recelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Fintan.

—No sé. Quizá sean sus téjanos marrones.

—El marrón es el nuevo negro.

—Pero es horrible. ¡Y mira! También lleva zapatos marrones.

—¡No seas antimarronista! —protestó Fintan—. Puede que sea una excelente persona.

Pero más tarde, cuando Thomas acompañó a Tara, Katherine y Liv a su casa, se negó a pagar su parte de lo que habían gastado en taxi.

—No —dijo con firmeza—. Si yo no estuviera aquí, vosotras habríais pagado lo mismo de siempre. Es injusto que os aprovechéis de mi presencia. Quien dice lo que siente, ni peca ni miente.

Katherine soltó una carcajada. Después de todo, era posible que Thomas no fuera tan imbécil.

—¿«Quien dice lo que siente, ni peca ni miente»? Ésa sí que es buena. —En un mal acento de Yorkshire continuó—: «Haz mal, espera otro tal», «holgar y medrar, no son a la par», «en arca abierta, el justo peca», ¿algún otro?

De repente se dio cuenta de que Tara, Thomas y Liv se habían quedado de piedra. En el preciso momento en que Tara murmuró «¡Katherine! ¡Cierra el pico!» comprendió que Thomas no bromeaba.

En medio de un silencio ominoso Tara pagó al taxista. Y cuando Katherine vio cómo Thomas entraba en el piso e iba directamente hacia la habitación de Tara, tuvo ganas de gritar de rabia.

«Quien dice lo que siente, ni peca ni miente» era la frase favorita de Thomas. Lo que sentía casi nunca era agradable, pero se explayaba a gusto sobre ello.

Al día siguiente de que se conocieran, cuando Tara y Thomas estaban despatarrados en el sofá del salón, Katherine decidió que era hora de poner un poco de orden en la casa, aunque sabía que habría objeciones.

—Tengo que deciros algo que no me cabe en el pecho —empezó.

—¿A eso le llamas pecho? —interrumpió Thomas.

Tara soltó una carcajada tan histérica que hasta Thomas pareció preocupado. Y cuando Katherine se recuperó de la impresión y trató de defenderse, él interrumpió en voz alta:

—Pero es cierto, ¿no?

—Eso es lo de menos —dijo Katherine con frialdad—. Es de mala educación...

—Pero es verdad, ¿no? —repitió Thomas con voz aún más estridente—. No tienes tetas. Es un hecho y no pienso mentirte.

—Nadie te ha pedido tu opinión —replicó Katherine.

—Eres incapaz de aceptar una verdad, ¿eh? —Se encogió de hombros—. Eres una blandengue. El que dice lo que siente...

—Ni peca ni miente —concluyó Katherine—. Ya lo sé.

En pocos días Thomas encontró la manera de ofender a todos los amigos de Tara. Llamó giganta a Liv, que se ofendió mucho después de mirar la palabra en el diccionario. Cuando le presentaron formalmente a Fintan, el titubeo antes de estrecharle la mano y la velocidad con que después se restregó la palma contra los téjanos dejaron clara su aversión a los homosexuales.

Sin embargo, fue su brutal sinceridad con Tara, que utilizaba sutilmente para inclinar la balanza de poder a su favor, la que finalmente indispuso a los amigos de ésta contra él. Pero para entonces Tara ya estaba metida hasta las orejas. Thomas la había rescatado cuando ella pensaba que le aguardaban cuarenta y cinco años de soltería. Se había convertido en adicta a su devoción, y si él tenía algún defecto que criticarle, ella hacía todo lo posible por corregirlo.

Llevaban un mes saliendo juntos la primera vez que ella confesó que Thomas estaba molesto por su aumento de peso.

—Eso no está nada bien —dijo Liv, escandalizada—. Se supone que debe quererte tal como eres.

—Me lo dice precisamente porque me quiere —respondió Tara—. Y tiene razón. He engordado unos kilos y estoy decidida a perderlos.

Liv apretó los puños, enfurecida.

—Después de lo que te hizo Alasdair, tienes menos autoestima que un moquito —sentenció Liv.

—Quieres decir que un mosquito —corrigió Katherine con benevolencia.

—Thomas es un prepotente, no te sometas a él —aconsejó Liv.

—Vamos —dijo Tara con suavidad—. Sé que estás ofendida por lo que dijo de tu altura. Y tú, Katherine, sé que te molestó lo que dijo de tus pechos. Pero hay que reconocer que sólo estaba siendo sincero. ¿No es una agradable novedad conocer a alguien que siempre dice lo que piensa?

En ese preciso momento Katherine decidió que se compraría un piso y se mudaría.

—Me encanta que tenga opiniones firmes —dijo Tara con expresión soñadora—. Me gusta que tome una posición y no permita que nadie lo mueva de ahí. ¿No os parece que su seguridad en sí mismo y en sus convicciones lo hace muy atractivo? Y hablando de atractivos, en la cama es un león. Quiere sexo noche y día... ¿Te encuentras bien, Katherine? Te has puesto como un tomate.

—Estoy bien —respondió Katherine. Si tenía que volver a escuchar lo magnífico que era Thomas en la cama, gritaría.

—Además —dijo Tara volviendo al tema inicial—, si a veces ofende a la gente, no es culpa suya.

Al ver la cara de escepticismo de sus amigas, les contó la historia del abandono de la madre de Thomas.

—Quizá si nuestras madres nos hubieran abandonado en una edad tan crítica, ahora nosotras también hablaríamos con la misma franqueza.

Aunque Fintan, y en menor grado Liv, trataron de hacerla entrar en razón, perdieron el tiempo. La compasiva Tara se había impuesto la misión de amar a Thomas para siempre. Incluso cuando era más difícil de complacer —de hecho, con el tiempo se volvió cada vez más difícil de complacer y retiró todo el poder que había cedido a Tara al principio de la relación—, Tara encontraba la manera de disculparlo.

En el Thomas adulto, ella sólo veía a un niño abandonado a los doce años. ¿No era lógico que de vez en cuando perdiera los estribos después de aquella horrible traición?

Además, Tara tenía un premio consuelo. La lealtad era muy importante para Thomas. Exigía fidelidad, pero también la prometía.