Capítulo 18
En el camino a casa, movida por un impulso, pasó por el piso de Katherine. No había podido localizarla por teléfono en toda la tarde y tenía ganas de hablar con ella.
No solía visitar a Katherine sin avisar. Finalmente se habían adaptado a las costumbres de Londres, donde presentarse de improviso en casa de un amigo era el colmo de la grosería. Las palabras «pasaba por aquí» se consideraban tan inaceptables socialmente como «qué nariz tan grande tienes». Muchos londinenses, habituados a filtrar las llamadas telefónicas con el contestador automático, daban un respingo al oír un timbrazo inesperado en la puerta. ¡Una persona! ¡En carne y hueso! ¡En el umbral de su casa!
Si estaban seguros de que no era el cartero, muchos se negaban a abrir. El truco más común era pegarse a la pared y espiar por la ventana, como un prófugo de la ley. No lo hacían porque consideraran la posibilidad de invitar a entrar al visitante, sino para averiguar quién era el descarriado social y tacharlo en el acto de la lista de felicitaciones navideñas.
Katherine estaba dándose una ducha, pero Tara pensó que no le hacía caso porque no había concertado la cita pertinente. Sacó el móvil para llamarla y ordenarle que abriera la puerta, pero había olvidado cargar la batería.
—¡Soy yo! —gritó Tara desde el pequeño jardín delantero mirando hacia la ventana de Katherine—. Déjame entrar. Tonta del culo —añadió con rabia—. Sé que estás ahí arriba. Veo la luz.
—Hola —dijo una voz—. ¿Buscas a Katherine?
Tara dio media vuelta y vio a alguien, que debía de ser el pobre Roger, caminando hacia la puerta con una llave en la mano.
No se atrevía a mirarlo debido a que el único contacto que habían tenido con anterioridad se reducía a él golpeando el techo con el palo de una escoba y Tara gritando con voz ebria: «Anímate, carroza, ¿quieres?»
—Gracias —murmuró a Roger, huyendo de él y subiendo por la escalera hacia el piso de Katherine. Golpeó con fuerza la puerta gritando—: ¡Déjame entrar!
Katherine abrió la puerta con calma. Llevaba un camisón de seda blanca y una bata a juego que dejaba ver sus delgadas piernas. Parecía rebosante de alegría, pero Tara estaba demasiado agitada para fijarse.
—Hola —dijo Katherine con una sonrisa—. ¿Cómo has entrado?
—Roger, el carroza, me dejó pasar.
—Pobre Roger —dijo Katherine—. Algún día tendré que pedirle disculpas por el ruido que hacemos. ¿Qué pasa? ¿Por qué intentabas derribar la puerta?
—Pensé que no querías abrirme.
—¿Por qué iba a hacerte algo así? —preguntó Katherine con otra gran sonrisa.
Katherine tenía unos pies preciosos. Pequeños y bien formados, con las uñas pintadas en tono nacarado. Aunque Tara no entendía por qué se tomaba la molestia de pintarse las uñas de los pies. Ella no lo habría hecho si no hubiera tenido un novio. De hecho, ni siquiera se molestaba cuando lo tenía.
Tara se sintió curiosamente reconfortada al ver los bonitos pies de Katherine caminando con elegancia sobre la gruesa alfombra mientras conducía a Tara al salón y le preguntaba si quería un bocadillo de queso.
—Vade retro, Satanás —dijo Tara—. Sólo tomaré una taza de té. Aunque sería capaz de comerme el culo de una monja a través de la verja del convento, te ruego que no me des nada de comer.
Con Katherine estaba a salvo. No había peligro de que planeara zamparse una cena alta en calorías y rica en grasas, que Tara sería incapaz de rechazar. La mayoría de las noches, si le preguntaba a Katherine qué pensaba cenar, ella respondía con vaguedad: «No sé; una tostada o algo así.» Tara, por el contrario, sabía lo que iba a cenar con una semana de antelación.
—Calentaré el agua —dijo Katherine.
La bolsa de aros de patata seguía en un estante del salón desde la noche anterior. Tara recordaba haberlos visto entonces. ¿Cómo era posible que Katherine no se los hubiera comido? Ella no habría podido pegar ojo. De hecho, iba a comérselos ahora. Su resolución se esfumaba cada vez que se encontraba frente a frente con la comida. Además, se había saltado la clase de ejercicio. El daño ya estaba hecho. Se lanzó hacia la bolsa justo cuando Katherine regresaba al salón.
—¡No! —gritó Katherine, sobresaltándola—. Suelte-los-aros-de-patatas —gritó desde el otro extremo del salón con las manos ahuecadas alrededor de la boca, como si hablara por un megáfono—. Repito. Suelte los aros de patatas.
Tara se quedó paralizada, sorprendida por el tono estentóreo de Katherine, tan impropio de ella.
—Déjelos —prosiguió Katherine—. En el suelo. Muy despacio. No intente ningún truco.
Tara depositó la bolsa roja en el suelo, junto a sus pies. Katherine nunca se comporta así, pensó confundida.
—De acuerdo —dijo Katherine—. Ahora levante las manos. —Tara obedeció-—. Y lánceme los aros de patata con un puntapié.
El papel de celofán rojo voló rozando la alfombra y Katherine lo atajó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Gracias —dijo Tara y las dos rieron; Tara con histerismo y Katherine rebosante de alegría—. Me he salvado por un pelo.
—No deberías comprar esas cosas si te preocupa tu peso —la riñó Katherine con buen humor.
—No los he comprado yo. Son tuyos. ¿Cómo es que no te fijas en esas cosas? —gimió Tara—. En cuanto entré, la bolsa empezó a hacerme señales luminosas como si fuera un faro. Exigiendo mi atención. Provocándome. Seduciéndome de manera obscena. Si el paquete hubiera llevado ropa, se la habría quitado...
Katherine rió y Tara advirtió que parecía muy contenta.
—He comprado la lana para el jersey de Thomas —anunció.
—Buena noticia.
—Lo es; de verdad. Es una señal de que empiezo a controlar mi vida. Voy a tejer, me he puesto a dieta y he dejado de despilfarrar. Estás viendo a la nueva Tara. —Corrió un tupido velo mental sobre los zapatos comprados hacía treinta y cinco minutos, que reposaban ilícitamente en el asiento trasero de su coche—. ¿Dónde has estado hoy? Te llamé a las tres y media y me dijeron que todavía estabas comiendo.
Katherine no respondió.
—¿Dónde estabas? —repitió Tara.
—¿Mmm? ¿Qué decías? —preguntó Katherine con aire distraído.
¿Qué diablos le pasa?, se preguntó Tara. Katherine estaba cambiada. Tenía un brillo en los ojos, una media sonrisa en los labios. Transmitía vibraciones de euforia reprimida.
—¿Dónde comiste que tardaste tanto...? —Tara se interrumpió y añadió con un titubeo—: ¿Me escuchas?
—Sí —respondió Katherine con tono poco convincente.
Tara la miró con atención. Tenía la piel sonrosada y el aspecto ensimismado de alguien que guarda un secreto agradable.
—¿No habrás...? ¿No has...? Te has acostado con alguien, ¿no?—preguntó Tara.
—¡De ninguna manera!
—Bueno, algo te ha puesto de muy buen humor. ¿Te gusta alguien?
—No.
—¿Le gustas a alguien?
—No —respondió Katherine, pero Tara advirtió un pequeño titubeo.
—Aaah —canturreó—. Aaaaaah. Alguien te está tirando los tejos. ¿Quién es? Cuéntamelo.
—No hay nada que contar —dijo Katherine con sequedad.
Tara estaba emocionada. Contenta de que a alguien le fueran bien las cosas.
—Apuesto a que es guapísimo —insistió Tara—. Tus hombres siempre lo son.
Los pocos novios que había tenido Katherine eran todos extraordinariamente apuestos. Auténticos monumentos. Hombres despampanantes. Inalcanzables para alguien como Tara. Sin embargo, nunca duraban mucho.
—Tiene que ser alguien del trabajo —adivinó Tara—. ¿En qué otro sitio podrías conocer hombres?
—Compórtate —dijo Katherine.
—¿Qué te pasa? ¿Qué tiene de malo que te guste alguien?
—No me gusta nadie.
—Vale, ¿qué tiene de malo que le gustes a alguien?
Katherine no respondió. Pero su aspecto radiante se había esfumado y tenía una mirada capaz de parar un reloj.
—Katherine —dijo Tara con cautela—, sé que hemos discutido este tema muchas veces, pero estar enamorada es bonito, es algo bueno. Y sé que no quieres renunciar a tu proverbial dominio de ti misma ni ponerte en una posición vulnerable, pero a veces hay que correr riesgos.
—Las relaciones son un suplicio desde el principio hasta el final —sentenció Katherine con frialdad.
—No es verdad —replicó Tara y abrió la boca para añadir «Mira lo felices que somos Thomas y yo», pero fue incapaz de hacerlo.
—Soy muy feliz sola —prosiguió Katherine con cara inexpresiva—. Estar sola no equivale a sentirse sola.
—No puedes pasarte la vida huyendo —dijo Tara con exasperación—. Enamorarse forma parte de la naturaleza humana. Si no lo haces vivirás una vida a medias. Todo el mundo necesita una pareja; es una de las necesidades básicas de los seres humanos.
—No es una necesidad —replicó Katherine—. Es un deseo. Y más que una persona con quien discutir quién de los dos está más enamorado, lo que yo deseo es la ausencia de sufrimiento. El enamoramiento te convierte en un ser frágil; todas las relaciones conllevan sufrimiento.
—No todas —protestó Tara, alarmada por la intransigencia de Katherine. Parecía aún más afianzada en sus convicciones que la última vez que habían hablado del tema.
—¿Dices que no todas las relaciones conllevan sufrimiento? —interrumpió Katherine—. No eres la más indicada para decir algo así. Mira lo infeliz que eres con el imbécil de Thomas.
—No soy infeliz —dijo Tara con firmeza. A pesar de su furia, Katherine advirtió que Tara no había negado que Thomas fuera un imbécil.
—Bueno, si tú eres feliz, yo también.
Se fulminaron mutuamente con la mirada.
—Voy a preguntártelo por última vez —amenazó Tara.
—¿Qué? —preguntó Katherine.
—¿Es alguien del trabajo?
Los ojos de Katherine brillaron de furia. Abrió la boca para insultar a su amiga y la movió en silencio mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Sí —dijo por fin.