Capítulo 63
A las siete de la tarde del martes, Tara estaba en el salón de su casa, rodeada de bolsas y cajas.
Había salido antes del trabajo. Quería tener todo empacado y listo antes de que llegara Thomas. Entonces diría lo que tenía que decir y se largaría.
La noche anterior se había acobardado y había sido incapaz de afrontar la tarea titánica de dejar a su pareja, abandonar su casa y condenarse a una vida de soltería. Era mucho más sencillo esconder el polvo bajo la alfombra. Aguanta y calla. ¿De qué vale el respeto hacia uno mismo entre amantes?
Y naturalmente, porque estas cosas suelen suceder, Thomas la había tratado muy bien, como si sospechara que tramaba algo. Le había dicho que la veía un poco más delgada y se había ofrecido a cocinar. Así que cada vez que Tara abría la boca para decirle que se largaba, su cabeza se convertía en un torbellino de confusión y la sola idea le parecía una locura.
Pero aunque cada vez que avanzaba dos pasos, retrocedía uno, Tara finalmente estaba preparada. Hacía tiempo que enterraba la cabeza en la arena y nopodía seguir así.
Para armarse de valor, recordó todas las veces que Thomas le había hecho sentirse como una cucaracha. De vez en cuando la asaltaba un nuevo recuerdo, llenándola de furiosa determinación. Quería herirlo, humillarlo como él la había humillado a ella. Como ella se había dejado humillar.
Al oír el ruido de la llave en la cerradura, se le secó la boca.
Agotado después de una larga jornada reprendiendo a los niños, Thomas apenas si la miró mientras arrojaba la cartera (marrón) sobre el sofá (marrón).
Pero de repente cayó en la cuenta de que sucedía algo raro. Algo fuera de lo común. ¿Qué hacía Tara de pie en el centro del salón? ¿Por qué no estaba sentada? ¿Y dónde estaban los libros? ¿Habían entrado a robar?
—¿Thomas?
—¿Qué?
—Tengo que decirte algo.
—Adelante.
—Me marcho.
—Joder, Tara —gruñó él—. ¿Qué coño te pasa últimamente? He tenido un día espantoso y no quiero tener una discusión con una tía con síndrome premenstrual.
—Creo que no me has entendido. No hay nada que discutir. Te dejo. Ahora mismo.
Puso su típica cara de pez, abriendo los ojos como platos.
—¿Por qué? —fue todo lo que consiguió decir.
—Veamos —respondió ella con aire pensativo—.¿Podría ser porque eresinnecesariamente cruel? ¿O patológicamente tacaño? ¿O un déspotaque pretende controlarlo todo? ¿O simplemente porque eres una malapersona y no me gustas? Es difícil decidirse por una causa, Thomas.Lo único que sé es que debía de estar loca para pasar los últimosdos años contigo.
Él palidecía un poco más con cada frase.
—Pero... —protestó, encogiéndose ante un ataque que no había provocado—. Yo soy así. Digo lo que pienso, pero te quiero y todo lo que te decía era por tu bien.
—¿Sabes? —dijo Tara como si acabara de tener unarevelación—, creo que necesitas una psicoterapia. Tu actitud antelas mujeres es enfermiza.
—Ja —replicó Thomas con desdén. Curiosamente, no era la primera vez que una novia le sugería que fuera al psicólogo.
—Ni siquiera te gusto.
—Claro que me gustas.
—No es verdad. Si te hubiera gustado, me habrías tratado mejor.
Entonces, por primera vez, Thomas vio las bolsas y las cajas a los pies de Tara y las relacionó con los estantes vacíos. Libros, vídeos, discos compactos, todo había desaparecido. Estaba atónito.
—¿Sontus...? —Señaló los bultos—. ¿Ésas son tus cosas?
—Una parte. Volveré a buscar el resto un día de esta semana.
—No puedo creerlo.
Tara tuvo que reconocer que parecía sincero y agradablemente anonadado.
—¿Adonde irás?
—A casa de Katherine —dijo ella poniendo énfasis en el nombre de su amiga.
—¿Acasa de Katherine?
—Al menos por un tiempo. Luego pensaré en comprarme un piso —añadió con orgullo.
—¿Unpiso?
—¿Quépasa? ¿Hay eco? —preguntó Tara mirando alrededor.
—Podemos hablarlo —dijo con valor. Ahora que Tara se marchaba, la deseaba con desesperación. Volvía a ser un niño de doce años.
—Ya hemos hablado.
—¿Cuándo?
—La noche de mi cumpleaños, por ejemplo. Cuando dijiste que me plantarías si me quedaba embarazada.
—Ah, eso.
—Y el viernes pasado, cuando sugerí que nos casáramos.
—No creí que hablaras en serio —murmuró Thomas.
—¡Precisamente por eso!
—Tara, no te vayas. —Hizo una pausa—. Cariño —dijo con timidez. A ella le flaquearon las fuerzas. Era la primera vez que la llamaba «cariño»—. Admito que no siempre me he portado bien contigo.
— ¿Te importaría repetir esoúltimo?
—Admito que no siempre me he portado bien contigo —repitió Thomas de mala gana.
—Esa sí que es buena. —Rió sin alegría—. No siempre te has portado bien conmigo. Bonita manera de describirlo.
—Eh. Nadie te puso una pistola en la cabeza, ¿sabes? Nadie te forzó a que vivieras conmigo.
—Lo sé —respondió ella con una sonrisa—. ¿No es deprimente? Lo creas o no, estoy mucho más furiosa conmigo que contigo.
—¿Por qué me haces esto? —preguntó Thomas con expresión de derrota.
—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? Porque eres un maltipo.
—Pero tú sabes por qué. Te lo dije. Me resulta difícil confiar en las mujeres porque mi madre me abandonó. Ahora me siento igual que aquella mañana de domingo, cuando entré en casa y encontré sus maletas. Fue terrible, Tara...
—¡Corta el rollo! Pareces un disco rayado.
Thomas no podía creer que demostrara tan poco respeto por su herida, el trauma que había alimentado, protegido, regado y nutrido durante tanto tiempo. Era su arma más valiosa, la que le permitía manipular a la gente para que hiciera lo que quería. ¡Cómo se atrevía aquella vaca gorda a...!
—¡Ahora lo entiendo! —dijo con furia—. Has conocido aotro. De eso se trata.
—No. No tiene nada que ver con otra persona. Sólo tiene que ver contigo. Y conmigo, por desgracia.
—Ese Ravi. Me juego la cabeza a que te lo tiras.
—No me tiro a nadie.
Thomas la miró con desprecio.
—No. Supongo que no. ¿Quién iba a quererte?
—Vaya, ése es mi Thomas. Bueno, adiós. —Se puso el abrigo—. Ha sido un sueño. Una pesadilla, naturalmente.
Atónito, Thomas la miró recoger bolsas y cajas y llevarlas al coche. Cuando volvió por otra tanda, Thomas se sobresaltó:
—¡Eh!¡Deja mi puta mesa de centro!
—¿Lamesa de centro de quién?
—Mía.
—¿Quién la pagó? —Él no respondió—. La pagué yo. Por lotanto, Thomas —dijo Tara con tono triunfal—, es mi puta mesa decentro.