Capítulo 11

Cuando Tara colgó el auricular y volvió a la cocina, se encontró con Thomas recién levantado. Miraba fijamente la panera rústica que había comprado en el mercadillo de King's Crescent por noventa y nueve peniques.

—Este pan... anoche estaba abierto.

Presa del pánico, Tara buscó sus cigarrillos a tientas. ¿Por qué había puesto el paquete sin abrir en la panera? ¿Por qué no había recreado el escenario que había hallado por la mañana?

—¿Este paquete de pan es nuevo? —preguntó Thomas, incrédulo.

—Sí —respondió Tara, que no encontró fuerzas ni para mentir ni para bromear.

—¿Y dónde está el otro?

Tara pensó en decir que le habían salido hongos y lo había tirado a la basura, pero estaba demasiado deprimida para molestarse.

—Me lo comí.

Él la miró con los ojos como platos y la boca abierta. Estaba tan horrorizado que no le salían las palabras.

—¿El-el paquete casi entero? —tartamudeó—. Pero ¿por qué?

Tara sintió una misericordiosa oleada de indiferencia.

—Él estaba ahí y yo me sentía sola —bromeó.

—No tiene ninguna gracia —estalló Thomas.

—Eh, vamos —dijo ella con una sonrisa—. Me pondré a dieta en este mismo momento. Huelga de hambre. Y mañana después del trabajo iré a clase de step.

Un profundo malestar los embargó durante todo el día. Como si la bruma de la mañana gris se hubiera colado en el piso, impregnando el aire de fatalidad. La insatisfacción de Thomas era casi tangible. Era como una chimenea arrojando nubes grises de pesimismo.

La atmósfera en el salón —deprimente en los mejores momentos con el sofá marrón de Thomas y la moqueta del mismo color— se hizo más y más opresiva. Los dos fumaron más que de costumbre y el humo del tabaco enrareció aún más el aire. Tara buscaba con desesperación la manera de distender el ambiente, una frase divertida que hiciera sonreír a Thomas y restaurara la paz. Pero no se le ocurría nada. Cuando le comentaba algún artículo del periódico, él se limitaba a gruñir o no le hacía caso.

Habían pasado innumerables domingos sentados en el sofá, y Tara siempre se había sentido cómoda. En apariencia, nada había cambiado. No había motivo para que su estómago se tensara por la... expectación. Sí, ésa era la palabra adecuada. Pero ¿qué esperaba?

—Me gustaría ir a ver esa obra sobre Woodstock —dijo Tara rompiendo una hora de silencio.

Lo cierto era que la obra sobre Woodstock no le interesaba en lo más mínimo, pero se sentía incapaz de soportar un minuto más de silencio. Necesitaba una excusa para hablar con él, una esperanza de futura intimidad, la promesa de que Thomas iría a ver la obra con ella.

Thomas la miró por encima del periódico.

—Bueno, ¿entonces por qué no vas a verla? —gruñó como si jamás hubiera oído una idea más absurda. Luego sacudió con fuerza el periódico y volvió a desaparecer tras él sin ver la cara de angustia de Tara.

Beryl entró en elsalón, esquivó a Tara con desdén y una mirada de superioridad—foca, he visto cómo te zampabas un montón de tostadas, parecíadecir— y saltó con agilidad al regazo de Thomas.

—¿Has venido a visitar a papá? —canturreó Thomas con la cara iluminada como un árbol de Navidad—. ¿Quién es mi chica bonita? ¿Eh? ¿Quién es mi chica bonita?

Tara observó cómo Thomas acariciaba el lomo y la cola de Beryl, luego vio aBeryl mirándola con orgullo,acurrucada sobre las rodillas de Thomas, y se sintió como elmiembro excluido de un triángulo amoroso. Le habría gustado ser esapuñetera gata. Recibir al menos la décima parte del afecto queThomas le daba a ella. Le habría gustado que le hiciera cosquillasen la barriga. Que le comprara un rascador. Que la alimentara conaspic de conejo.

Beryl se quedócon él tanto tiempo como le dio la gana y luego, con la displicenteindependencia que la caracterizaba y que a Tara le habría gustadoimitar, bajó del regazo de Thomas y se marchó. El malhumor deThomas reapareció en el acto.

—Voy a darme una ducha —murmuró Tara cuando sintió que las paredes del salón se le caían encima. El agua vigorizante y el fresco olor a limpio la animaron un poco. Pero cuando regresó al salón con Thomas, la ansiedad la recibió en la puerta y volvió a pegarse a ella como una lapa.

—¿Te pasa algo? —preguntó después de un rato.

Pero eso pareció irritarlo aún más, y después de unos minutos Tara fue incapaz de seguir soportando la situación.

—Vamos —dijo con tono alegre—, hagamos algo. En lugar de quedarnos sentados aquí como un par de babosas, hagamos algo.

—¿Como qué? —preguntó él con desdén.

—No sé —titubeó Tara, amedrentada por la hostilidad de Thomas—. Salgamos. Joder, vivimos en Londres. Podemos hacer millones de cosas.

—¿Como qué? —repitió él.

—Eh... —Tara se devanó los sesos buscando una idea interesante—. Podríamos ir a una galería de arte. ¡Al Tate! Está muy bien.

—Y una mierda —replicó Thomas con brusquedad, y Tara tuvo que admitir que era un alivio.

Por muy desagradable que fuera estar encerrada con él en el salón, deambular por un museo en su compañía sería muchísimo peor. No tenía ninguna gana de abrirse paso a codazos entre un montón de turistas alborotadores y los insoportables «entendidos» en arte ni de hacer cola durante una hora en la cafetería para comer la obligada porción de tarta de zanahoria.

—Podríamos ir de compras —sugirió—. Es el nuevo rock and roll.

Él frunció los labios en una mueca burlona.

—Prácticamente has agotado el crédito de todas tus tarjetas. Y yo, a pesar de que tengo una de las profesiones más importantes del mundo, también estoy sin blanca.

—Lo sé —respondió ella con furia—. Vayamos a dar un paseo en coche.

—¿Un paseo en coche? —Thomas había suspendido tres veces el examen para el carnet, de modo que hacía que el acto de conducir pareciera una perversión—. ¿Un paseo adonde?

Tara se quedó en blanco.

—¡A la playa! —sugirió por fin con una mezcla de entusiasmo y desesperación.

Pero de repente le pareció una idea estupenda. El fresco y vigorizante aire de mar los sacaría del estancamiento en que estaban sumidos. Un poco de espontaneidad les iría de perlas.

—¿A la playa? ¿Un 4 de octubre? —Thomas la miró como si se hubiera vuelto loca.

—¿Por qué no? Nos abrigaremos bien.

—De acuerdo —cedió él de mala gana.

Después de la crisis causada por las tostadas, Tara tuvo miedo de sugerir que comieran antes de salir. De modo que durante todo el viaje a la costa fumó sin parar y no dejó de pensar en la comida. Todo lo que veía evocaba la imagen de algún producto comestible. Los árboles se convirtieron en pellas de brécol. Las balas de heno en gigantescos bastones de trigo o, mejor aún, en una baklava rebosante de miel y azúcar.Cuando pasaron junto a un campo lleno de ovejas, su respiración seaceleró ante la idea de una bolsa llena de caramelos de malvavisco.Una ladera de piedra caliza le recordó un delicioso turrón dealmendra. Al pasar junto a un campo cubierto de barro la boca se lehizo agua. Una tarta de caramelo de dos acres, pensó, y cubierta dechocolate. Los demás vehículos la atormentaban. Como si cada cocheestuviera envuelto en papel de aluminio de colores y luego encelofán. Bombones sobre ruedas. Un coche rojo pasó en direccióncontraria. Un bocadito de fresa acida, pensó. Luego la adelantó uncoche lila. Avellana cubierta de caramelo. Pasó un coche amarillo.Lingotes de yema. Luego un coche verde. Triángulo de pistacho. Uncoche marrón. Delicia de café con leche.

Esto le sucedía a menudo. Cuando Liv se ponía las lentillas verdes, Tara era incapaz de mirarla sin pensar instantáneamente en gominolas de lima. En su viaje a Italia, mientras sobrevolaba las colinas con las cimas cubiertas de matorrales pardos, lo primero que evocó fue el tiramisú. Una vez, durante una visita a una amiga había visto un bol lleno de caramelos en el otro extremo del salón. Dedujo que eran gominolas y pidió permiso para coger una. Pero no eran gominolas, sino cristales de colores y Tara se vio obligada a pasar la media hora siguiente fingiendo admirarlos.

—Padezco una comparatitis alimentaria —le murmuró a Thomas, pero él estaba demasiado ocupado fumando y mirando por la ventanilla en el asiento del copiloto. De todos modos Tara no lo había dicho para que la oyera.

El paisaje gris y solitario la deprimió aún más. El viaje había sido un error. Las dos horas que pasaron encerrados en el coche, fumando como carreteros, fueron más tensas que las que habían pasado por la mañana en el salón. A pesar del tiempo desapacible, ella había insistido en que salieran con la esperanza de que el aire fresco obrara un milagro. Caminaron cabizbajos por la playa y se detuvieron junto a un malecón. Se sentaron sobre la grava húmeda y contemplaron el agua turbia del mar. Tan benéfico como mirar a la pantalla del televisor apagado. Ni siquiera cantaban los pájaros.

Después de quince minutos de silencio, caminaron pesadamente hacia el coche y regresaron a casa. En el camino a Londres empezó a llover.