Capitulo 45
Joe Roth pensó que tenía alucinaciones. El jueves por la mañana, poco después de llegar al trabajo, Katherine Acoso Sexual Casey le había sonreído. Sonreído. Le había sonreído a él. Y no era una sonrisa maliciosa. No parecía un preludio para decirle que había perdido su reclamación de gastos o que había recibido órdenes de arriba de prepararle el finiquito. No, simplemente le enseñó los dientes nacarados, lo miró con un brillo distinto en los ojos grises, habitualmente solemnes, le sostuvo la mirada unos instantes más de lo habitual y dijo (¡con cordialidad!):
—Buenos días, Joe.
¿Qué pasaba? Hacía unos diez días que había llorado delante de él y confesado que había recibido una mala noticia, pero a partir de ese momento había vuelto a adoptar su típica actitud distante y profesional. La simpatía de esa mañana era insólita.
Y mientras Katherine se dirigía a su mesa, Joe notó algo diferente en su atuendo. ¿Llevaba una falda más corta? ¿Más ceñida? Fuera lo que fuere, le gustaba. Si no la hubiera conocido —pero la conocía— habría pensado que estaba coqueteando con él.
Cuando Katherine llegó a su mesa estaba temblando. ¿Y si su estratagema no funcionaba? ¿Y si lo único que a Joe le había gustado de ella era su inaccesibilidad? En tal caso perdería el tiempo mostrándose agradable y accesible.
Detestaba hacer lo que estaba haciendo, pero no tenía alternativa, porque ella siempre cumplía con su deber. Se sintió moralmente superior. Nadie era tan responsable como ella. Siempre pagaba sus facturas, dejaba dinero a otros, recordaba los cumpleaños de sus amigos, conducía cuando todos los demás estaban borrachos. Ahora tenía que salvar la vida de Fintan. No podía esperar que la irresponsable, egoísta y cobarde Tara Butler moviera un dedo para ayudarla.
Al pensar en Tara, la corroyeron los remordimientos. Había roto el peor tabú diciéndole que estaba gorda.
Aunque sólo se había limitado a constatar lo evidente, se dijo para animarse. Todo lo que había dicho era verdad. Dios mío, pensó, me estoy volviendo como Thomas. «Quien dice lo que siente, ni peca ni miente.»
Hacía cuatro días que Katherine y Tara habían discutido, y aunque las dos habían hecho las paces con Liv, todavía no se habían reconciliado. Simplemente mantenían un trato frío pero educado en consideración a los O'Grady.
Aunque Katherine sabía que era absurdo pensar que sus asuntos personales pudieran tener una incidencia negativa o positiva en el cáncer de otra persona, no había conseguido resistirse a la influencia de los demás. Le atormentaba la impresión de que los O'Grady, Sandro y Liv la acusaban con la mirada. Su paranoia fue aumentando día a día, hasta que empezó a sospechar que también las enfermeras la miraban con desprecio, después los demás pacientes, después las visitas, después los desconocidos en la calle...
Para complicar las cosas, la abrumaba su profundo amor por Fintan. De repente evocaba el aspecto que tenía antes de enfermar: sano y robusto como un animal, de piel luminosa, pelo grueso y brillante y ojos vivaces. Entonces miraba a la criatura que estaba en la cama, encogida, lánguida, con la mirada mortecina, el pelo ralo y el cuello hinchado, y no podía evitar pensar que nunca se recuperaría. En esos momentos de miedo desgarrador y tristeza insoportable, habría hecho cualquier cosa por él. Cualquier cosa.
En otras ocasiones, menos frecuentes, recordaba su visión de «los últimos seis meses de vida», cuando había visto la vida a través de los ojos de Fintan y convenido en que había que sacarle el máximo partido a cada día. En aquel momento la había embargado un apasionado amor por la vida y todo le había parecido maravilloso, jubilosamente sencillo. ¡Claro que haría todo lo que pudiera para conquistar a Joe Roth!
Pero el momento pasaba y Katherine volvía a toparse con la cruda realidad. A sentirse agobiada por una tarea titánica que cinco minutos antes le había parecido la cosa más sencilla del mundo.
Hasta que su humor cambiaba otra vez y veía la solicitud de Fintan desde una perspectiva nueva. Fintan la quería, deseaba lo mejor para ella, así que ¿por qué no confiar en él?
Conseguía hacerlo durante un instante fugaz, pero luego su convicción se desvanecía otra vez.
Las voces que oía en su cabeza se hacían más atronadoras e insistentes. Todos —incluida a veces ella misma— la empujaban hacia Joe Roth, así que comprendió que no tendría un minuto de paz hasta que, por lo menos, lo intentara.
Naturalmente, dado que era una chica prudente, antes de tomar la decisión pasó días enteros torturándose, pensando alternativamente que era imposible, que era posible e incluso que era francamente deseable, sólo para volver, una vez más, a la idea de que era imposible.
Al final, abrumada por la culpa, las presiones y el miedo, llegó a la conclusión de que sería más sencillo hacer algo que no hacer nada. Enterrado bajo los demás sentimientos había uno que no habría admitido ni siquiera bajo tortura: Katherine deseaba a Joe Roth. De manera inconsciente y vergonzosa, el pedido de Fintan era simplemente una excusa.
El jueves por la mañana, con la sensación de que se preparaba para la guerra, hizo acopio de valor y se obligó a ponerse una falda de lycra, corta y «sugerente» —aunque ella nunca la había visto de ese modo— para ir a trabajar. Se sentía tan avergonzada como si estuviera desnuda, y a pesar de que se puso encima un abrigo, no se atrevía a salir de casa. Estaba convencida de que todos los hombres de Breen Helmsford advertirían el cambio y adivinarían sus intenciones.
Naturalmente, sabía que su falda corta y estrecha era decididamente puritana en comparación con el ajustado taparrabos que apenas cubría el trasero de sus colegas, pero esas cosas son relativas.
De camino al trabajo rezó para que Joe no estuviera allí. Para que estuviera en un rodaje, o enfermo o incluso muerto. Pero fue a la primera persona que vio al cruzar la puerta. Estaba reclinado en la silla y Katherine se fijó en su piel, sus pómulos, su cuerpo largo y esbelto. El terror la paralizó. ¿Cómo iba a coquetear con él? Le gustaba demasiado. En el acto cambió de planes. Decidió que no haría nada, que se comportaría como de costumbre y no le haría el menor caso.
Entonces recordó a Fintan, tendido en la cama del hospital, y se vio a sí misma como John Malcovich enAmistades peligrosas . No puedo evitarlo, se dijo. No puedoevitarlo. Tenía que hacerlo.
Debía empezar por enseñar su provocativa falda a todos los presentes. Por un instante pensó en trabajar todo el día con el abrigo puesto, pero se dio cuenta de que eso generaría aún más murmuraciones. Estuvo a punto de morir de vergüenza al quitárselo, primero una manga, luego la otra. Echando miradas paranoicas a diestro y siniestro para ver si los hombres se daban codazos y hacían comentarios, se preparó para cruzar la estancia en dirección a su mesa.
Ante la adversidad, dignidad, se dijo. Piensa en Padraig Pearse ante la brigada de bomberos, piensa en Juana de Arco en la hoguera. Animada por estos pensamientos, irguió los hombros, alzó la cabeza, resistió al impulso de tirar de la falda hacia abajo y echó a andar hacia él.
¡Establece contacto visual!, se ordenó mentalmente con la voz de sargento.
Lo hizo.
¡Prepárate para sonreír!
Sonrió.
¡Con convicción!
Con convicción.
Sostén la mirada.
La sostuvo.
¡Ahora habla! ¡Y hazlo bien!
Con la sensación de que su lengua se había hinchado hasta adquirir un tamaño diez veces superior al normal, dijo:
—Buenos días, Joe.
¿Es lo mejor que se te ocurre? ¡Qué vergüenza! No tengo más remedio que ordenarte que te contonees.
Con aire rígido y acartonado, procuró menear las caderas mientras se alejaba hasta que, con profundo alivio, llegó a su silla y pudo detenerse.
Luego, temblorosa, se sentó a la mesa y esperó cosechar los frutos de sus desvelos. Con su conducta desvergonzada le había enviado una inconfundible invitación. ¿La aceptaría Joe acercándose e invitándola a salir? Quizá no, pensó, si lo único que le había gustado de ella en el pasado era su inaccesibilidad.
Además, tenía que considerar el factor Angie. Katherine todavía no disponía de pruebas concluyentes de que Joe y Angie salieran juntos, pero si lo hacían, Katherine lo tendría crudo. Y Fintan también.
Pasó una mañana intranquila, llena de ansiosa expectación, observando discretamente a Joe. Vio cómo se echaba el pelo hacia atrás con sus dedos largos y delicados y deseó que esos dedos la tocaran. Se moría por rodearle la estrecha cintura con los brazos.
A la hora de comer él todavía no se había acercado, así que Katherine hizo de tripas corazón, volvió a sonreírle y dijo:
—Que te aproveche la comida.
¡Nadie podría decir que Katherine Casey eludía sus obligaciones!
Estuvo en tensión toda la tarde, aguardando su llegada, vigilándolo con disimulo. La irritaba encontrarlo tan guapo cuando se reclinaba en el asiento, hablaba por teléfono o reía una gracia de otra persona. O cuando hablaba con un miembro de su equipo, con las ideas dibujándose fugazmente en su cara. O cuando tamborileaba con un bolígrafo sobre sus dientes, con la mirada lejana y pensativa. Entonces Katherine sentía un cálido, nervioso, expectante hormigueo en el vientre.
Pero seguía sin acercarse a ella, de modo que a eso de las cinco Katherine volvió a sonreírle como para indicarle que estaría dispuesta a tomar una copa con él después del trabajo. Sin embargo, él se limitó a devolverle la sonrisa con cautela, enseñándole parte de su inmaculada dentadura —pero no toda— y no dijo nada. Katherine empezó a sentirse resentida porque estaba haciendo todo el trabajo sola. No ponía nada de su parte, pensó. Ni un granito de arena.
Cuando la interminable jornada llegó a su fin, mientras recogía sus cosas, Katherine trató de gritar con su lenguaje corporal: Me marcho, me marcho, ¿sabéis? Última oportunidad para cualquier Joe Roth que quiera invitar a Katherine Casey a tomar una copa. Pero nada.
¿Qué otra cosa podía hacer, aparte de arrojarse sobre él?, se preguntó. ¿Enseñarle una teta desde la otra punta de la oficina?
Todo había terminado. Estaba decepcionada, pero también aliviada... y no del todo sorprendida. Ya había advertido que Joe Roth era fuerte y obcecado. Una vez que lo habían rechazado con firmeza, no volvía a intentarlo.
Al menos había hecho todo lo posible. Bueno, para ser totalmente franca debía reconocer que lo había hecho con desgana. Pero ya podía ir a ver a Fintan y decirle, sin faltar a la verdad, que lo había intentado.
Y con un poco de suerte él no se negaría a mejorar, como esos clientes que se niegan a pagar a su abogado si éste pierde el caso. Si no ganas, no hay dinero. Si no follas, no hay recuperación.