Capítulo 24
Joe Roth observó a Katherine, que caminaba hacia su mesa, y el corazón le dio un vuelco. Había por lo menos veinte mujeres más en la oficina; así pues, ¿qué tenía aquélla para que su sola visión despertara todos sus sentidos? ¿Era la cara? ¿El acento? ¿La seguridad en sí misma? ¿El desafío...?
Después del relativo éxito del almuerzo del día anterior, se estaba armando de valor para invitarla a cenar. Esta vez lo haría sin la ayuda de Fred Franklin ni la excusa del trabajo. Los subterfugios y la manipulación no eran sus métodos habituales. Aunque el almuerzo había tenido alguna relación con el trabajo, se sentía avergonzado de haber presionado a Katherine. Pero no había podido contenerse.
Mientras miraba cómo ella colgaba con cuidado la chaqueta en el respaldo de la silla, se preguntó adonde la llevaría. ¿A un sitio tan nuevo que la pintura todavía estuviera fresca? ¿O a algún sitio con solera fuera de la ciudad? ¿Qué preferiría ella?
Katherine se sentó, encendió el ordenador y abrió una carpeta. Luego la cerró y abrió otra. Enseguida la cerró otra vez. Era incapaz de decidir por dónde empezar. Por un momento no le importó. Pero entonces, cuando vio a Joe caminando hacia ella, comprendió que había estado esperándolo.
Hoy tiene un aspecto estupendo, se dijo. Y ya eran cuatro días seguidos que se decía lo mismo.
Vestía un bonito traje azul marino con hebras turquesas, y la camisa de clarísimo color verde hacía que sus ojos parecieran aun más oscuros. El hábito hace al monje, pensó. Era el corte del traje lo que le daba ese aire tan elegante y distinguido. Era la textura suave de la chaqueta lo que le inspiraba deseos de tocarle el brazo.
Joe se detuvo delante de ella. Katherine fijó la vista en uno de los botones de su camisa y, para su sorpresa, pensó que podría abrirlo y deslizar la mano debajo. Durante la fracción de segundo en que imaginó el contacto con su piel —firme y suave bajo el vello del pecho— tuvo un sofoco.
Joe se sentó en el borde del escritorio y Katherine se pilló a sí misma mirando las arrugas y el bulto que se le hacía en la entrepierna. ¿Qué pasaría si le bajara la cremallera y metiera la mano...? Hipnotizada, se obligó a alzar la vista de la bragueta a su cara. Sintió temor. Y, segundos después, furia.
Joe le sonrió como todas las mañanas, pero hoy era diferente. Toda la intensidad se había trasladado de la boca a los ojos. Menos dulzura, más tensión. Menos alegría, más expectación.
—Buenos días, Katherine.
—Buenos días —respondió lacónicamente.
Él hizo una pausa y buscó su mirada antes de decir:
—Gracias por venir a trabajar hoy. Has hecho feliz a un hombre.
Katherine arqueó una ceja.
—¿De veras? —preguntó con frialdad.
—Sí. Como dijo una vez un gran sabio... —Joe se interrumpió, se rascó la barbilla con aire pensativo y dijo—: ¿Cómo era? ¡Ah, sí! «Eres la luz de mi vida.»
—Muy interesante —replicó Katherine—, porque otro gran sabio, de hecho un juez, dijo una vez: «El acoso sexual en el lugar de trabajo es un delito.»
Después de un segundo de perplejidad, Joe dio un respingo, como si ella lo hubiera golpeado. Mientras su cara se ruborizaba, empezó a levantarse del escritorio, lleno de horror y odio hacia sí mismo.
¡Acoso sexual! Katherine había sugerido que la estaba acosando. ¡Él! Joe Roth. Siempre había pensado que los hombres que acosaban a las mujeres eran individuos maduros que tenían una posición de poder y la aprovechaban para obtener favores sexuales. Como Fred Franklin. Nunca se le había ocurrido pensar que Katherine pudiera ver de ese modo sus cortejos. Él creía que sólo estaba flirteando con ella. Se sintió sucio, asqueado y... rechazado.
—Lo siento —dijo con cara de horror mientras retrocedía—. No era mi intención... No quería... Lo lamento muchísimo.
Saboreando su amarga victoria, Katherine volvió a fijar la atención en los papeles. Para ser justa, pensó, no era exactamente acoso sexual. Joe nunca le había rozado los pezones con la excusa de entregarle una factura. Ni había sugerido que se acostara con él si quería un aumento de sueldo. Ni se había restregado contra su espalda mientras ella hacía fotocopias en el pasillo de dos metros y medio de ancho, haciéndole sentir su poderosa erección y diciendo: «Ay, lo siento, sólo intentaba pasar. Este pasillo de dos metros y medio es muy estrecho», como tantas veces había hecho Fred Franklin con las demás chicas.
Pero la había obligado a ir a comer con él. Aunque fuera una comida de trabajo. Y le había sonreído muchas veces, muchísimas, y eso no tenía nada que ver con el trabajo. Por no mencionar sus irritantes chistes sobre los dichos de los sabios. ¡La sacaban de sus casillas!
Apartó de su mente la desagradable idea de que las verdaderas víctimas de acoso sexual no se conmoverían en lo más mínimo con su descripción de los hechos. Pero al menos había conseguido librarse de él. ¡Estupendo! ¡Ahora, a las cuentas!
Joe regresó a su escritorio y Myles, que lo había estado mirando —junto con la mayor parte del personal de Breen Helmsford—, murmuró con tono comprensivo:
—¿Te ha dado calabazas?
—Sí —respondió Joe con tristeza.
De inmediato se produjo un éxodo masivo: todos los demás hombres se alejaron de él. A veces un hombre necesita estar solo, razonaron.
Si la que hubiera recibido calabazas hubiera sido una mujer, las demás mujeres la habrían rodeado para ofrecerle chocolate y palabras de consuelo: «¡El muy cerdo! No te preocupes, hay cientos como él. Además, apuesto a que la tiene pequeña.»
Pero como Joe era un hombre, su escritorio se convirtió en una pequeña balsa aislada en un inmenso mar. Durante el resto de la mañana, cualquier hombre de la sección derecha de la oficina que quería hablar con otro de la sección izquierda salía por la puerta del fondo, bajaba cinco plantas por la escalera de incendios, esquivaba los cubos de basura del patio trasero, daba la vuelta a la manzana, volvía a entrar por la puerta delantera, subía en el ascensor y se dirigía al escritorio de la persona con quien deseaba hablar; todo con tal de evitar pasar delante de Joe.
Fred Franklin fue su única fuente de contacto humano, y sólo porque era incapaz de tomarse la molestia de bajar cinco pisos por la escalera de incendios. Al pasar al lado de Joe, le puso una mano en el hombro y sugirió con el tono de un hombre sabio y maduro que se dirige a un joven bisoño:
—Tírate a otra, muchacho.
Katherine no se dio cuenta de nada. Tenía trabajo que hacer. Además, puede que vuelva, pensó. Si lo hace, sabré que es un gilipollas patológicamente arrogante. Si no lo hace, será señal de que no hubiera podido conmigo. Sea como fuere, no seré yo quien pierda.
Entonces la embargó una inesperada y desagradable tristeza. Quizá no fuera tan mal tipo. Pero no. No tenía razones para pensar lo contrario. Todos eran unos cerdos. Tarde o temprano lo demostraban.
Casi siempre después de acostarse con ella.
Durante el resto de la mañana Joe no se sintió exactamente destrozado, pero sí bastante deprimido. Repasó una y otra vez su conducta de las últimas tres semanas y tuvo que admitir que había agobiado bastante a Katherine. Siempre había sido un hombre pragmático. Si quieres algo —o a alguien—, haz todo lo posible para conseguirlo. Pero no pretendía ser un pesado.
Ni acosarla sexualmente.
Estaba prácticamente seguro de que no era culpable de acoso sexual. Lo que empeoraba las cosas. Ella le había hecho una acusación tan dura no porque tuviera motivos, sino porque lo odiaba tanto que era capaz de recurrir a cualquier estratagema para quitárselo de encima. El dolor del rechazo era intenso. Sobre todo porque había creído detectar cierta distensión en las relaciones entre ambos.
A la hora de comer, Myles buscó en lo más hondo de su ser unas palabras de consuelo para ofrecerle a Joe. Una frase profunda y reconfortante. Por fin la encontró.
Se acercó a Joe, le puso la mano en el hombro, lo miró con inmensa compasión y dijo:
—¿Te apetece una cerveza?
Una pequeña luz brotó en los ojos tristes y sin vida de Joe.
Tardaron mucho en comer. Mucho incluso para los criterios de los publicistas. En otras palabras, no volvieron hasta las tres de la tarde. Del día siguiente.
Cuando iban por la quinta cerveza, ya habían agotado todos los temas de conversación masculinos —el Arsenal, los coches, el Arsenal, las tetas, los imbéciles de los clientes, el Arsenal, las posibilidades de Inglaterra de ganar la Copa del Mundo en el 2006— y estaban lo bastante borrachos para rozar el tema de los sentimientos. En medio de una discusión sobre el transporte público en Manchester, Joe mencionó la acusación de acoso sexual.
—No debería haberla obligado a que comiera conmigo —dijo, arrepentido y avergonzado.
—Valía la pena intentarlo, colega —lo consoló Myles, el listillo.
—La presioné demasiado. Es evidente que es demasiado frágil.
Myles murmuró que Katherine era tan frágil como un tanque Sherman.
—Tú no ves lo que yo. A veces es tan... —Joe fijó la vista en un punto y puso una expresión soñadora— tan dulce.
—Te ha acusado de acoso sexual y tú dices que es dulce. Estás trompa, amigo.—Ahora que lo mencionas, es verdad.
—Cuando se te pase la borrachera, te habrás olvidado de ella.
—No.
—Te convendría. Porque no quiere saber nada de ti.
Joe dio un respingo.
—Le pediré disculpas.
Myles no podía creerlo.
—Estás en la era.
Joe lo miró sin entender.
—Estás en la era como una regadera —explicó Myles—. Poesía popular de los barrios bajos de Londres.
—Pero tú no eres de Londres —dijo Joe.
—No. Soy de Surrey, pero de la zona pobre. Ahora escucha: no puedes disculparte. Sería como admitir que eres culpable. ¿Quieres que te pongan de patitas en la calle? Trabajas bien y eres ambicioso. ¡Olvídala!
—Pero no creo que lo dijera en serio. Me parece que sólo quiere que la deje en paz...
—¡Entonces hazlo! —dijo Myles lacónicamente—. Ahora escucha al tío Myles. Lo que necesitas es un contacto íntimo y personal con una tía como Dios manda. Eso te ayudará.
—No. Es demasiado pronto.
—¿El fin de semana?
—No.
—Lo siento. Había olvidado que tenías un rodaje.
—No. Quiero decir que todavía será muy pronto.
—Sólo tienes que hacerte cuenta que es ella.
—No puedo. No sabría. No sería Katherine.
—Más vale fortuna en tierra que bonanza por la mar —dijo Myles, que tenía una respuesta para todo.
—Myles, me estás deprimiendo —respondió Joe con voz cansina.
—Anímate, amigo. No será la primera vez que te dan calabazas, ¿no?
—Bueno, salí tres años con Lindsay, pero ella se mudó a Nueva York y...
—Pero todavía te gustan las chicas, ¿no? —preguntó Myles.
—Supongo que sí. Quiero decir que tardé un tiempo en recuperarme, aunque ya habíamos perdido la pasión. Pero no fue fácil, y a pesar de que la ruptura fue amistosa, también fue...
—Dura —interrumpió Myles—. Muy interesante. No. Lo que intento decir es que a veces ganas y a veces pierdes. Lo superarás.
Joe estaba imbuido del clásico optimismo del borracho. A través de la bruma de los vapores etílicos parecía posible dejar de preocuparse por Katherine. Incluso conocer a otra chica. Ya se sentía mejor.
—¡Tienes razón! —asintió—. La vida es corta.
—Eso, eso. ¿Y a quién le gusta estar donde no le quieren? —insistió Myles.
—A mí no. Sería un mal obsesivo —admitió Joe.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que no soy lo bastante obsesivo.
—Entiendo. Es un problema, ¿eh? Bueno, en relación con Kathy...
—Se llama Katherine —interrumpió Joe—. No le gusta que le abrevien el nombre.
—Oooooooh, usted perdone —bromeó Myles. Cogió el bolso de la mujer de la mesa de al lado y se lo arrojó a Joe—. ¡Un bolso de premio! —Luego lo miró con furia—. No te lo tomes tan en serio, ¿quieres?
—Lo siento —dijo Joe volviendo a sumirse en la melancolía—. Es que me había parecido que empezaba a ablandarse.
—¿Te la tiraste?
—No —gruñó Joe.
—Créeme, colega, si ni siquiera te la tiraste es porque no empezaba a ablandarse.
Joe suspiró. A pesar de su grosería, Myles tenía razón.
—Devuélvele el bolso a esa mujer —dijo con desgana.