Capítulo 60

Pero esta vez me he comportado, pensó Katherine con orgullo, mirando la cama desordenada.

El vacío que había dejado la partida de Joe se había evaporado y se sentía emocionada y eufórica porque había pasado una noche con él.

Cogió una almohada, la apretó contra su cara y percibió el aroma de Joe. Los recuerdos la hicieron estremecerse de alegría. Se moría de ganas de contárselo a alguien. Era casi mediodía, ¿demasiado temprano para llamar a Tara?

Ay, Dios, ¡Tara! ¿Qué le pasaba ayer? Katherine corrió al teléfono, pero le respondió el contestador automático. La llamó al móvil, pero oyó el buzón de voz. Marcó el número de Liv, pero también se encontró con el contestador. Dejó un recado y llamó a Fintan.

—Diga —gruñó él.

—Soy yo. ¿Puedo ir a verte?

—Ahora no. Esta noche.

—De acuerdo. Si cambias de idea, llámame al móvil.

Katherine se sintió desorientada. Era el primer domingo en mucho tiempo —le parecía que meses— que no tenía a los O'Grady en casa. No estaba acostumbrada a tener tiempo libre. En especial cuando ya había pasado la mejor parte del día.

Podría haber limpiado la casa a fondo, pero estaba demasiado excitada para hacer algo aburrido. También podría haber pasado el día entero viendo la tele en la cama, en una orgía de reposiciones, pero tenía la impresión de que el mando le dirigía miradas acusatorias. Peor aún, sintió la necesidad de disculparse con él y asegurarle que todavía le amaba.

Finalmente se fue en coche a Selfridges, pero en lugar de ir a la planta de ropa, acabó curioseando en la sección de perfumería masculina. Cogió una loción para después del afeitado, la olió y la dejó en su sitio. Luego otra. Y otra. Distraída, pasó de un mostrador a otro hasta que cogió un frasco, lo olió y estuvo a punto de desmayarse. El deseo y la añoranza de la última se precipitaron sobre ella. Volvió a inhalar, esta vez más hondo y con lo ojos cerrados, abstraída en los recuerdos. ¡Era maravilloso! Olió la loción una vez más. Casi podía sentir la piel de Joe, la excitación que la había hecho removerse como un pájaro enjaulado, la manera en que él la había hecho sentirse importante y adorada. Abrió los ojos y miró la etiqueta. Davidoff for Men; con que eso era lo que usaba Joe Roth. Consideró la posibilidad de comprar un frasco, pero se contuvo. Sólo los locos hacían esas cosas. Oler la loción era una cosa; comprarla habría sido patético.

 

 

—Tienes ante ti a una perdida —declaró Katherine, envuelta en el luminoso halo de los enamorados.

—No quiero oírlo —dijo Fintan con desdén.

—Pues yo, sí —terció Tara, pálida y con cara de cansada.

—Y nosotros también —dijeron Liv y Milo al unísono.

—Y yo —reconoció el pobre y agobiado Sandro.

Era domingo por la noche y estaban reunidos en casa de Fintan, esperando unas pizzas.

A pesar de la falta de sueño y de la angustia ante la posibilidad de que Joe no volviera a llamarla, Katherine estaba eufórica y radiante. Ansiosa por contar su extraordinaria experiencia.

Mientras relataba la historia completa —el partido de fútbol, la cena en The Ivy, el detalle del señor Stallone—, los demás la interrumpían con preguntas.

—¿Qué tal huele Joe? —preguntó Tara.

—¿Cómo te sentiste? —quiso saber Milo.

—¿Quién tomó la iniciativa? —terció Sandro.

—¿Sabías que iba a besarte? —preguntó Liv.

—¿Comiste la mousse de chocolate? —dijo Tara.

—¿Él pagó la cuenta mientras estabas en el lavabo? —inquirió Liv.

—¿Estabas nerviosa? —especuló Sandro.

—¿Le gustaron tus bragas? —preguntó Tara.

—¿Tienes la dirección de Agent Provocateur? —pidió Milo.

Ante cada detalle, los demás lanzaban pequeñas exclamaciones y se removían de gusto, mientras Katherine chillaba de placer.

—Esto es tan bueno como un polvo —dijo Tara y súbitamente se sumió en un melancólico silencio. Se había negado a decirle a Katherine lo que le había ocurrido el día anterior. «No quiero hablar de eso. Dios mío —había añadido con asombro—. Me estoy volviendo como tú.»

Mientras Katherine relataba su experiencia, Fintan permaneció tendido en el sofá con su peluca de Mary Quant y expresión de malhumor y desinterés. Pero cuando la trama empezó a ponerse emocionante, aguzó la oreja (la más baja) con reticente atención. Luego se sentó, se inclinó hacia adelante y dejó escapar involuntarios «ohhhs». Finalmente no pudo contenerse más y preguntó:

—¿Y dejaste tu precioso abrigo de Jil Sander tirado en el suelo del vestíbulo toda la noche? —Katherine asintió con una mezcla de orgullo y vergüenza—. ¿Toda la noche? —Otro gesto de asentimiento—. ¿No te escabulliste entre polvo y polvo para colgarlo en una percha? —Katherine negó con aire triunfal—. Bueno, era de la temporada pasada —dijo Fintan—. Pero de todos modos...

Nadie terminaba de creer que Katherine fuera capaz de contar tantos detalles íntimos. Cuando llegó a la parte en que Joe se desnudaba en el centro del salón, los demás se tocaron entre sí y gritaron a coro:

—¡Joder!

—¡Follonudo! —chilló Tara

—¡Colosalísimo!—exclamó Liv.

Sonó el timbre. Habían llegado las pizzas. Sandro estuvo a punto de estallar de rabia.

—¡Vaya momento han elegido! —protestó—. No digas nada, ni una sola palabra hasta que yo vuelva —ordenó a Katherine y luego corrió hacia la puerta refunfuñando.

Cuando volvió, con la cara oculta tras una montaña de cajas de pizzas, preguntó con ansiedad:

—¿Me he perdido algo?

—No, pero es la hora de Ballykissangel. —Liv se sintió en la obligación de advertírselo.

Sin embargo, le respondió un coro de:

—¡Y una mierda! Esto es mucho más interesante. Sigue, Katherine. Joe estaba en medio del salón, completamente desnudo y largando las velas...

—Sería mejor decir «alargando las velas» —corrigió Katherine con un estremecimiento de euforia.

—¡Oooooooohhhhh, señorita!

Contó incluso lo de la ducha de medianoche.

—¡Una ducha! ¡Vaya, vaya! —exclamaron.

Milo y Liv cambiaron una mirada abrasadora. Se marcharían poco después.

—No debería contaros estas cosas —admitió Katherine—. Puede que ni siquiera vuelva a llamarme. Ya ha pasado otras veces.

—Pues si él no te llama, lo llamas tú a él —sugirió Tara.

—No creo...

Milo y Liv estaban recogiendo sus cosas con una prisa casi indecente. Un instante después, tras varios «gracias» y «adioses» apresurados, habían desaparecido.

—Al menos les robamos una hora antes de que se largaran para follar —observó Tara.

—¿Una hora entera? —dijo Fintan con una sonrisa—. Es obvio que la pasión empieza a declinar.

Aunque intentaron disimularlo, todo el mundo lo notó: ¡Fintan había sonreído!

—Sólo siguen juntos por el bien de los niños —bromeó Katherine.

—Será por el bien de sus sábanas —dijo Tara—. Ayer compraron una funda de edredón. Creo que sienten devoción por ella.

—¿No te alegras de que me haya comportado como un déspota? —preguntó Fintan a Katherine con sarcasmo—. ¿No crees que tu noche de pasión me la debes a mí?

—Creí que ya no te importaba lo que yo hiciera.

—Y no me importa. Bueno, no me importaba, pero viendo que has tenido tanto éxito, volveré a ponerme al frente del caso.

—¿Quién ha dicho que tuviera éxito? Puede que sólo haya sido un rollo de una noche, y lo peor es que tengo que trabajar con él.

—Es probable que cuando vuelvas a casa encuentres un mensaje suyo en el contestador —dijo Fintan—. Quizá te esté llamando en este mismo momento. ¿Tiene el número del móvil?

Katherine negó con la cabeza, pero estaba ilusionada. Era posible que la llamara esa noche.

Sin embargo, al llegar a casa se llevó una decepción. En la pantalla del contestador que indicaba el número de mensajes había un cero grande y gordo.