Capítulo 21
Cuando Tara empujó la puerta, tratando de ocultar las bolsas de la compra, Thomas estaba en el vestíbulo y Beryl serestregaba posesivamente contra sus piernas.
—¿Qué tal la clase de step?—preguntó.
Tara tardó unos segundos en darse cuenta de qué hablaba.
—¿Mi clase de step? Difícil —consiguió mentir—.Agotadora.
—Estupendo. —Thomas la besó en los labios con satisfacción.
Quizá fuera el hambre, o acaso la rabia reprimida por lo que Thomas le había dicho el sábado por la noche, la cuestión es que Tara tuvo un repentino ataque de furia contra él:
—¿Estupendo? ¿Estupendo? ¿Me darás una medalla de oro? ¿O vas a clasificarme? ¿Qué nota me pondrás? ¿Un ocho? ¿Un bien? ¿Un suficiente? ¡Por el amor de Dios!
Thomas no respondió, pero sus ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas.
—Pareces un pez —le espetó ella—. Voy a hacer una llamada.
Se encerró en la habitación, arrojó las bolsas al suelo, encendió un cigarrillo con una mano y marcó el número de Fintan con la otra.
—¿Qué te ha dicho el médico?
—No fui —la tranquilizó Fintan—. ¿A que no adivinas lo que pasó justo después de hablar contigo?
—¿Qué pasó?
—El bulto desapareció. —Fintan rió—. Igual que cuando pinchas un globo. Primero era un kiwi, después una uva y finalmente una uva pasa.
—Estaba preocupada por ti, ¿sabes? —Se sintió como una tonta—. Tal vez deberías haber ido al médico de todos modos. Al menos para saber qué había pasado.
—No hay necesidad —replicó él—. La crisis ha pasado. No fue más que una falsa alarma y podemos olvidarnos de ella.
—¿De verdad era del tamaño de un kiwi?
—Casi.
—A nadie le salen bultos en el cuello porque sí —insistió dando una fuerte calada al cigarrillo—. Has tenido algún problema y deberías averiguar de qué se trata. ¿Y si te sale otra vez?
—No lo hará.
—Puede que sí.
—No.
—¿Qué piensa Sandro?
—Como bien sabes, Sandro no piensa, o al menos procura hacerlo lo menos posible.
—Fintan, por favor, ponte serio.
—De ninguna manera.
Hubo una larga pausa. Finalmente, Tara se atrevió a expresar su preocupación.
—Fintan, tengo que preguntarte algo. Sé que no es asunto mío, pero de todos modos te lo preguntaré. ¿Te has hecho la prueba del sida últimamente?
—Tara, estás sacando las cosas de quicio.
—Mírame a los ojos —interrumpió ella con firmeza— y dime que te has hecho la prueba del sida recientemente.
—No puedo hacer eso.
—¿O sea que no te la has hecho? —La ansiedad hizo que la voz de Tara se volviera débil y aflautada.
—No puedo mirarte a los ojos porque estamos hablando por teléfono.
—Ya sabes lo que quiero decirte.
—¿Tú te has hecho la prueba del sida últimamente? —preguntó Fintan, sorprendiéndola.
—No, pero...
—Pero ¿qué? —Tara no respondió. ¿Cómo podía explicárselo con delicadeza—. ¿Siempre usas condones con Thomas?
En otras circunstancias, Tara habría reído pues recordaba bien las protestas de Thomas la primera noche que habían pasado juntos, cuando ella había insistido en que usara un preservativo. «Es como comer un caramelo con el papel. Como meterse al agua con zapatos y calcetines.» Ella no había vuelto a pedírselo. Por suerte, ella no había dejado de tomar la pildora después de romper con Alasdair.
—No. No siempre, pero...
—¿Y Thomas se ha hecho la prueba del sida?
Ni en sueños, pensó Tara. Thomas sería el último hombre en el mundo en hacérsela.
—No, pero...
—Entonces cierra el pico —dijo Fintan sin hostilidad pero con firmeza, poniéndola en su sitio—. Con toda probabilidad fue un caso leve de mixomatosis. O quizá de diabetes. ¿Y qué tal evolucionan tus enfermedades?
Tara, roja de ira y de vergüenza, no quería entrar en el juego.
—¿Algún síntoma de una recidiva de hidrofobia? —preguntó él. Tara guardó silencio y se maldijo por lo absurdo de su preocupación. Quizá hubiera más posibilidades de que ella tuviera el sida que de que lo tuviera Fintan—. ¿Y la malaria? —añadió.
Tara siguió callada.
—He oído que ha habido muchos casos de ántrax últimamente —dijo—. Así que abrígate bien.
—Si estás seguro de que te encuentras bien, tengo que irme a cenar —dijo Tara con voz queda—. Te llamaré mañana.
—Estaré fuera toda la semana —respondió Fintan—. Tengo que ir a trabajar a Brighton. Te veré el fin de semana.
Thomas estaba escuchando desde la puerta. Tara pasó junto a él y se metió en la cocina. Estaba enfadada consigo misma, molesta con Fintan, hambrienta y sin ánimos para hacer dieta.
—¿Hay algo para comer? —Abrió un armario de la cocina y miró con asco la sopa baja en calorías, las latas de tomate, la pasta seca y la comida para gato—. Es como una zona de hambruna —murmuró—. Una cocina del tercer mundo. En cualquier momento la Organización Mundial de la Salud empezará a lanzarnos cajas de maíz y harina por paracaídas. Si instaláramos una línea de emergencia para donaciones, haríamos una fortuna.
Thomas la miraba atónito. Nunca la había visto así. Tara abrió otro armario y vio las reservas de carne enlatada y pasteles de riñones de Thomas.
—Puedes comerte uno —sugirió él, sorprendido por el temblor de su propia voz.
—Preferiría comerme mis propios riñones —replicó Tara—. ¿Qué hora es? El súper todavía está abierto. Voy a comprar algo de comer.
—Espera. Voy contigo.
—No te molestes —respondió Tara cogiendo las llaves del coche.
—Compra mucha verdura —le gritó él mientras salía.
Tara dio media vuelta y se acercó hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la de él.
—¿Por qué no te callas? —sugirió y volvió a salir.
Perplejo, Thomas la siguió con la vista hasta que subió al coche y arrancó haciendo rechinar las ruedas.
Su paciencia se estaba agotando. Ya estaba totalmente agotada.
Tara tenía un par de reglas inamovibles en su vida. Una era «trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti». La otra, «nunca vayas al supermercado con el estómago vacío».
Pero hoy tenía ganas de cargarse todas las reglas.
¿Cesto o carro? ¿Carro o cesto? ¿Hasta qué punto haría estragos?
Carro, decidió.
Pasó de largo la sección de frutas y verduras, mirando con indiferencia a izquierda y derecha. Esa noche no llevaría a casa ni un solo producto saludable. En ese momento vio unas zanahorias. Las zanahorias son mis amigas, recordó. En infinidad de ocasiones le habían ayudado a mantener a raya el hambre. Pero hoy no. No; a menos que estuvieran cubiertas de chocolate.
—Que les den por el culo a las zanahorias —murmuró.
Un joven recién llegado de Cardiff la escuchó. Su madre tenía razón. Londres estaba lleno de chalados. ¡Estupendo!
Tara lo pilló mirándola con expresión inquisitiva y la asaltó una idea. En algunos supermercados de Londres celebraban reuniones de solteros. ¿Habría entrado en uno de ellos?
Lo miró con timidez y descubrió que el tipo seguía pendiente de ella. Se sorprendió, pero no le molestó. Por un momento pensó en sonreírle, pero decidió no molestarse.
¿Quién necesita un hombre cuando puede comprar toda la comida que quiere?
Y la compraría.
Por lo general, Tara tardaba horas en hacer la compra en el supermercado. Era como caminar por un campo de minas. Tentaciones por todos lados. Estudiaba cada producto y sufría lo indecible antes de decidirse a comprarlo. Leía las etiquetas para saber cuántos gramos de grasa y calorías contenía. Nunca metía en el carro nada que tuviera más de un cinco por ciento de grasa. ¡No pasarán!, era su lema.
A menos que Thomas mirara hacia otra parte.
A veces acariciaba con un dedo las prohibidas cajas de comida india o de pizzas congeladas, deseando que las cosas fueran diferentes. Pero hacía tiempo que no pasaba por los pasillos de galletas porque el dolor por la pérdida era insoportable. Mejor correr un tupido velo sobre esa parte de su vida.
Había sido un romance apasionado, demasiado apasionado, y sabía que nunca volverían a ser simplemente amigas. Pero a veces no podía evitar pensar en los buenos tiempos...
Los recuerdos pueden ser maravillosos, pero... Una foto rosada, de bordes irregulares, en la que Tara reía y se giraba a cámara lenta, con el cabello al viento y los brazos estrechando un paquete de galletas rellenas de mermelada. O corría por un campo de maíz un precioso día de verano de la mano de un paquete de Delicias de Naranja. O reía con júbilo, con la mejilla pegada a una barrita de jengibre con nueces y chocolate. Ah, qué felices éramos...
Pero esa noche era diferente. Tara se lanzó a los pasillos como un tanque iraquí invadiendo Kuwait, sin que nadie —excepto su propia conciencia— pudiera detenerla. Tenía Acceso Libre a Todas las Secciones. De un manotazo arrojó medio estante de patatas fritas al carro. Sin un solo átomo de culpa añadió un par de grasientos emparedados para el camino.
Pero era difícil resistirse a empezar con lo que tenía en el carro. Finalmente, esperando que nadie la mirara, abrió una tableta de chocolate. Luego otra. Luego una empanadilla de carne de cerdo.
Entonces llegó a las galletas. Incapaz de contenerse, cogió un paquete de bizcochos con frutos secos y trochos de chocolate. Quizá no debería. ¿Por qué no?, preguntó una vocecita perversa.
Titubeó un instante, temblando de deseo y expectación. Entonces, con un zumbido en los oídos, un maremoto de adrenalina le recorrió el cuerpo, llevándose por delante todo lo que tenía a su paso, y Tara abrió el paquete con dedos temblorosos.
Era como un combate aéreo: el movimiento de la mano a la boca era tan rápido que el brazo casi no se veía entre la lluvia de migas, fragmentos de chocolate, frutos secos y trozos del papel del paquete. Estaba en trance, en éxtasis, aunque prácticamente no saboreaba nada de lo que se llevaba a la boca. Nada permanecía allí el tiempo suficiente para que las papilas gustativas se percataran. Era como un carril de circulación rápida.
Pero todo terminó enseguida. Tara recuperó la cordura y con ella la vergüenza. Aunque había saciado su ansiedad y su hambre, se sentía desdichada. Caminó arrastrando los pies hacia la caja, profundamente avergonzada de los paquetes vacíos que llevaba en el carro, mortificada mientras la cajera los pasaba por el escáner. Pero si hubiera tratado de ocultar las pruebas escondiendo los envoltorios, podrían haberla acusado de robo. Con su suerte, seguro que la habrían pillado.
¿Qué diablos había hecho?, se preguntó con angustia. ¿Se había vuelto loca? En diez minutos de descontrol había echado por la borda un día entero de semiayuno. Había que ver la cantidad de grasas saturadas que acababa de consumir. ¿Qué había sido de la dieta, de sus buenas intenciones, de sus esfuerzos? ¿No había estado a punto de ir a clase de stepese mismo día? Cuántaenergía desperdiciada.
Notó que el hombre de antes la miraba otra vez, pero ya no sospechó que pudiera desearla. Entonces recordó a Thomas. Y sintió terror.
Le había gritado y después se había saltado la dieta. Además de gorda, era una arpía. ¿Qué había hecho? La situación ya era lo bastante delicada para arriesgarse a decirle a Thomas que parecía un pez.
Temblando de miedo y saturada de azúcares, Tara subió al coche y emprendió el camino a casa. Tenía tantos aditivos en la sangre, que si hubiera perdido la chaveta y ametrallado a un montón de gente en un establecimiento público ningún jurado en el mundo la habría condenado.
Thomas estaba sentado a la mesa de la cocina, fumando como un carretero. Beryl dormía a su lado, acurrucada en elcesto. Cuando Tara entró, él alzó la vista connerviosismo.
—Hola —dijo con una sonrisita afectuosa.
—Lamento haberte gritado. —Estaba tan acostumbrada a que Thomas tuviera el poder que cuando lo tenía ella le parecía un error y lo devolvía de inmediato a su legítimo propietario, como si fuera una cartera encontrada en la calle—. Si estás furioso conmigo, no te culpo. Lo siento muchísimo y te doy mi palabra de que mañana empezaré una dieta estricta.
Con cada palabra de contrición, Thomas fue perdiendo su aire sumiso y recuperando la arrogancia. Expandió visiblemente el pecho, y su cara compungida se convirtió en un recuerdo lejano. Cuando Tara le contó lo del kiwi en el cuello de Fintan, Thomas ya se sentía lo bastante seguro de sí para decir:
—Tal como están las cosas, tiene suerte de que su único problema sea el cuello.