Capítulo 8

Katherine salió del edificio de ladrillo rojo donde tenía un piso en la primera planta y un motorista estuvo en un tris de subirse a la acera por mirarla. Estaba impecable enfundada en su traje gris, sin un solo pelo fuera de sitio (no se habría atrevido). En la puerta hizo una pausa para recrear la vista en su alegría y orgullo: su Karmann Ghia azul pastel. Katherine adoraba su coche y lo habría besado si no hubiera temido que la viera algún vecino madrugador.

La gente a menudo se sorprendía de que tuviera un coche tan elegante. No se daban cuenta de que Katherine era una persona que apuntaba alto. Al menos cuando decidía apuntar.

La gente también se sorprendía de que Katherine tuviera un coche tan poco fiable. El Karmann Ghia había sido la única elección imprudente en una vida casi enteramente prudente. Aunque su corazón y su cuenta bancaria habían sufrido mucho con la compra, Katherine seguía sintiendo devoción por él. Iba con tanta frecuencia al taller de VW, que bromeaba con Lionel, el mecánico, diciendo que le pondría su nombre a su primogénito. Lionel se había puesto tan contento que ella consideró innecesario confesarle que no tenía intención de tener hijos.

Katherine nunca iba a trabajar en coche, pero era sábado y las calles estaban despejadas, de modo que decidió hacerlo. Para su sorpresa, encontró sitio para aparcar en la puerta de Breen Helmsford, la agencia de publicidad donde trabajaba como contable.

—Alabado sea el Señor —murmuró—. Es un milagro.

Además del coche, a la gente le sorprendía que Katherine trabajara en publicidad. No creían que fuera lo bastante dinámica y exaltada. Les parecía demasiado seria y reservada.

Por suerte, como contable no tenía obligación de demostrar entusiasmo continuamente ni de soltar frases como «lancemos la caña y veamos si pican».

Su trabajo consistía en controlar los excesos, recortar gastos, exigir que los empleados presentaran las facturas de los taxis, cuestionarlos si pedían dietas por un fin de semana en una habitación doble en un hotel rural y nueve botellas de champán y recordarles que si presentaban la cuenta de una comida de restaurante y el recibo de la tarjeta de crédito por la misma comida estaban cobrando dos veces y, en consecuencia, cometiendo un fraude. Aunque en teoría ella debía estar por encima de esas tareas mundanas, no confiaba en que sus ayudantes supieran desenmascarar a los engañabobos.

—Buenos días, Katherine —dijo Desmond, el portero, mientras ella se dirigía al ascensor—. Menuda panda de explotadores que la hacen venir también el fin de semana, ¿eh?

Pero en lugar de la amarga diatriba de asentimiento que había oído de boca de los empleados que habían entrado antes, Katherine se limitó a esbozar una sonrisa evasiva y dijo:

—Alguien tiene que hacerlo, ¿no?

Desmond se sorprendió.

—Es un bicho raro —dijo para sí—. Y es evidente que no hay ningún hombre esperándola. Si no, ¿cómo iba a estar tan contenta viniendo a trabajar un sábado? No es vida para una mujer joven —añadió con un profundo suspiro.

Breen Helmsford era una empresa pequeña comparada con la mayoría de las agencias de publicidad. Sólo tenía setenta empleados, apiñados en dos grandes plantas diáfanas con algún cubículo que otro para los peces gordos.

Cuando Katherine entró ya había mucha gente allí. Además de sus ayudantes —Breda, Charmaine y Henry—, estaban los redactores o «creativos», que se consideraban el verdadero personal, no como esa panda de burócratas que les escamoteaban dinero sin ninguna razón de peso. Los redactores —un grupo de pijos lampiños que se creían dueños de todas las acciones de Duffer de St. George— estaban dando los toques finales a una campaña que presentarían el lunes para una fábrica de tampones. Un montón de imágenes de chicas sonrientes aterrizando en la Luna y en un paisaje amarillo que supuestamente era Venus con el fondo musical de Freedom de George Michael. Lasfrases «gancho» que pensaban usar eran: «Apuesto a que bebe Carlingetiqueta negra», o bien: «Probablemente el mejor producto dehigiene femenina en todo el universo conocido.»

En la publicidad de tampones existen dos reglas infrangibies: cualquier referencia al producto ha de ser eufemística y el color rojo no debe aparecer jamás.

Todos miraron automáticamente a la recién llegada, pero desviaron la vista al ver quién era. Katherine no era muy popular entre sus colegas. Tampoco era impopular, pero puesto que no salía de juerga varias noches por semana ni se acostaba con todo el personal masculino, era como si no existiera.

El sexo ocupaba un lugar importante en la lista de actividades de Breen Helmsford. Dado que en un momento u otro el personal había acabado acostándose con todos sus colegas del sexo contrario, la llegada de un nuevo empleado eventual causaba más excitación que la contratación de una cuenta nueva. Por fortuna, los redactores eran despedidos y reemplazados a una velocidad vertiginosa, de modo que en la compañía siempre había gente nueva, carne fresca con la que intimar.

A Katherine la llamaban Reina de Hielo. Ella lo sabía, y su única objeción era que en una agencia de publicidad deberían haber demostrado un poco más de creatividad.

El responsable de la cuenta de los tampones, Joe Roth, estaba en el centro de cinco redactores que decían con vehemencia frases como:

—Todo el mundo sabe que es posible saltar en paracaídas con un tampón puesto.

—Sí, pero los saltos de paracaídas son cosa del pasado. ¡El presente son los viajes espaciales!

Joe miró a Katherine mientras ésta se sentaba a su escritorio y encendía el ordenador.

—Buen trabajo, muchachos —elogió a su equipo—. Yo mismo compraría esos tampones. ¡Vamos, que hasta me gustaría tener la regla! Ahora si me perdonáis —dijo con la vista fija en Katherine—. Es la hora de mi copa diaria.

Joe Roth estaba intrigado con Katherine. Sólo llevaba tres semanas en Helmsford, y aunque en otros empleos eso habría significado que era un recién llegado, en el mundo de la publicidad equivalía a ser un veterano en el puesto. Tres semanas casi siempre eran tiempo suficiente para conseguir una cuenta importante, recibir dos ascensos, escribir una campaña, ser descubierto en la cama con la esposa del gerente general, perder una cuenta importante y ser despedido. Naturalmente, Joe pensaba que tres semanas era tiempo de sobra para haber hecho algún progreso con Katherine, pero lo cierto es que no parecía llegar a nada con ella. En su primer día, Fred Franklin, el regordete y borrachín cuarentón de Lancanshire que sería su jefe, había hecho un aparte con él. Primero le había preguntado cuál era su equipo de fútbol favorito —el Arsenal— y a continuación le había dado algunos consejos sabios sobre su futuro puesto: dónde estaba la máquina de café, cómo apañar los gastos y, lo más importante, cuáles eran las mujeres más recomendables:

—Aquélla, Martini —dijo Fred a Joe señalando a una pelirroja dentuda—, es rápida como un bólido.

—Creía que se llamaba Samantha —señaló Joe.

—Bueno, técnicamente sí —admitió Fred—. Pero la llamamos Martini por aquello de «en cualquier momento y en cualquier lugar». Es fantástica —añadió Fred con una sonrisa lasciva—. Es capaz de cualquier cosa. De cualquier cosa. Y no exige esas estupideces que esperan todas las mujeres.

—¿Te refieres a flores y chocolates? —preguntó Joe.

—No; me refiero a llamadas telefónicas, a que te acuerdes de su nombre y puñetas por el estilo. Lo único que le importa es el sexo. Hasta te deja ver el fútbol mientras te la tiras. Es fantástica —repitió Fred y a continuación pronunció el mayor halago que era capaz de dedicar a una mujer—: Es como un tío con tetas.

—Luego está Flora —Fred señaló a una mujer menuda con grandes rizos rubios—. Hace maravillas con un bote de aceite de bebé y una toalla fría, pero es una lianta. Llamó a mi mujer y le dijo...

—Creí que se llamaba Connie —interrumpió Joe.

—Ah, sí —asintió Fred—. Pero la llamamos Flora porque...

—Se extiende con facilidad —concluyó Joe.

Fred sonrió de oreja a oreja.

—¡Lo has pillado! Creo que te gustará trabajar aquí.

Joe no estaba tan seguro.

—¿Y qué me dices de esa tal... Katherine, la contable?—preguntó con fingida indiferencia.—¿Quién?

—Ya sabes, la delgaducha guapa que siempre lleva traje chaqueta.

—¿Guapa? —Fred estaba perplejo—. ¿Delgaducha? ¿Te refieres a Princesa? —Señaló una morena tan flaca que sus piernas eran prácticamente tan finas como sus brazos—. No es gran cosa. Pero es capaz de montárselo con el tubo de pasta de dientes mientras te la chupa. Aunque te advierto que no traga. Tiene demasiado miedo de engordar.

—Creí que se llamaba Deirdre —dijo Joe.

—Sí —confirmó Fred—. La llamamos Princesa porque siempre está hecha una braga. Es una quejica. Por suerte, cuando tiene la pistola en la boca no puede protestar.

—Ya veo —dijo Joe—. Pero yo me refería a la irlandesa.

Fred se sorprendió tanto que se quedó sin habla.

—¿Ésa? —dijo por fin—. ¡Es una bruja y una estrecha!

—Es alucinante —respondió Joe, perplejo.

—Alucinante es la que te hace alucinar —replicóJoe—. ¡y ésa no hace nada!Yo en tu lugar no perdería el tiempo con ella, chico. Sobre todocon tantas chicas fáciles para escoger. Creo que Katherine estortillera.

—O sea que se negó a salir contigo —dijo Joe con tono comprensivo.

—No sólo conmigo —gruñó Fred—. No sale con nadie. Lo único que hace es ocupar un sitio que podríamos aprovechar mejor. Y mira su ropa. ¡Si parece una monja!

Katherine siempre iba a trabajar con un traje elegante y sobrio y una blusa impecable. Otras empleadas de Breen Helmsford también llevaban trajes, pero los suyos eran provocativos, modernos, de colores vivos y falda corta. Katherine, sin embargo, siempre apostaba sobre seguro y la falda le llegaba justo por encima de la rodilla.

Sin embargo, Joe había detectado indicios de la mujer que había detrás de esa fachada. Un casi imperceptible frunce bajo la falda sugería que llevaba medias con portaligas en lugar de los aburridos panties. La ausencia de costuras visibles a la altura de la cintura confirmaba sus sospechas. A veces, cuando se sentaba frente a él y lo reñía por no guardar las facturas de los restaurantes, Fred vislumbraba una puntilla debajo de la inmaculada blusa blanca y decidía seguir perdiendo las facturas.

De modo que en su undécimo día en el trabajo se acercó a Katherine y se sentó en el borde de su escritorio.

Era muy alto —aproximadamente metro noventa— y delgado. Pero todos creían que le sentaba bien. La ropa parecía colgar de su cuerpo larguirucho, dándole un aspecto lánguido y elegante. Ese día llevaba pantalones negros y una camiseta de manga larga. Para verlo bien, Katherine tuvo que echarse tanto hacia atrás que su cara quedó prácticamente paralela al techo.

—Buenos días, Katie —dijo él con una ancha sonrisa—. ¿Qué te trae por aquí en sábado?

Katherine se quedó perpleja ante el «Katie». En el trabajo marcaba cuidadosamente las distancias. Nadie la llamaba Kathy, Kate, Katie, Kath, Kit o Kitty. Siempre era Katherine. De hecho, habría preferido que la llamaran por su apellido, pero sabía que era demasiado pedir. En Breen Helmsford estaban demasiado orgullosos de la informalidad del trato para usar apellidos. Hasta el director general, el señor Denning, insistía en que lo llamaran Johnny. (Aunque en realidad se llamaba Norman.)

La única «señora» era la de la limpieza, una fumadora empedernida de rasgos severos que tosía todo el tiempo y se quejaba constantemente del desorden. Todo el mundo le tenía miedo y nadie se habría atrevido a tomarse la libertad de llamarla por su nombre de pila. Seguramente había sido la señora Twyford desde el momento de su nacimiento.

Katherine dedicó a Joe su mirada fulminante de grado cuatro. Era una mirada que llenaba a los hombres de un pánico intenso e inesperado. Estaba sólo un par de grados por debajo de su mirada de Medusa, y en ocasiones ella misma se asustaba cuando la practicaba ante el espejo. Pero antes de que pudiera decirle con voz de hielo que nadie tenía permiso para abreviar su nombre, Joe preguntó con un brillo picaro en los ojos castaños:

—¡Vaya! ¿Te duele una muela? ¿O se te ha metido algo en el ojo?

—Mmm, ninguna de las dos cosas —murmuró Katherine, liberando a sus músculos faciales del rictus de ojos arrugados y dientes apretados.

—¿Y por qué estás hoy aquí? —preguntó Joe.

—No acostumbro trabajar los fines de semana —respondió Katherine con amabilidad, alzando la vista—. Pero está a punto de acabar el año fiscal, así que tengo mucho trabajo.

—Me encanta tu acento —dijo Joe con una sonrisa encantadora—. No me importaría pasarme el día oyéndolo.

—Nunca tendrás esa oportunidad —replicó Katherine con una sonrisa fría.

Joe pareció ligeramente sorprendido, pero enseguida insistió.

—En tal caso, ¿tiene algún sentido que te pida que comas conmigo?

—No —respondió ella lacónicamente—. ¿Por qué no me dejas en paz?

—¿Por qué no te dejo en paz? —murmuró él—. Te diré por qué. Como dijo una vez un hombre muy sabio... Veamos, ¿cómo era la frase exacta? —Joe miró a un puntolejano con aire pensativo—. ¡Ah, sí! —exclamó—. Te has metido bajomi piel.

—¿De veras? Bueno, en palabras de uno de mis héroes, el humanista Rhett Butler —respondió Katherine con brusquedad—, «francamente, cariño, me importa un bledo».

—Ah, ella es cruel, muy cruel —gimió Joe, tambaleándose junto al escritorio como si lo hubieran apuñalado.

Katherine siguió mirándolo con desdén.

—Si me disculpas, tengo trabajo —dijo volviéndose hacia la pantalla.

—¿Y qué me dices de una copa cuando termines? —sugirió él con entusiasmo.

—¿Qué parte de la palabra «no» es la que no entiendes? ¿La «n» o la «o»?

—Me rompes el corazón.

—Estupendo.

Joe la miró con admiración.

—Eres la mujer más fascinante que he conocido en mi vida.

—Deberías salir más.

Joe, que era un hombre inteligente, comprendió que estaba perdiendo el tiempo.

—No hay más preguntas, señoría —dijo resueltamente, como un joven y eficiente abogado. Esperaba que Katherine le riera el chiste, pero no lo hizo.

Joe se incorporó.

—Tengo que ir a ver a un tipo para hablar de tampones. Pero como dijo cierta vez el célebre y genial filósofo Arnold Schwarzenegger... —Hizo una pausa para crear expectación, se inclinó junto a Katherine y murmuró con voz grave—: Volveré.

Se alejó con una sonrisa en los labios. Sí; era evidente que ella empezaba a ablandarse. Estaba mucho más charlatana. Si seguía progresando a ese ritmo, era probable que dentro de diez años le arrancara una sonrisa.

 

 

Katherine lo miró marcharse. Sabía que había sido innecesariamente cruel, pero tenía que admitir que había disfrutado haciéndolo. Se sintió culpable y contempló la posibilidad de aceptarle una copa. Pero enseguida decidió que no. Recordó lo que había pasado la última vez que había salido con alguien. Y la anterior.

—¡Sal con él, cariño! —oyó que decía Charmaine—. ¡Está de miedo!

Katherine se volvió para reñirla.

—Lo sé —se anticipó Charmaine—. Cierra la boca y sigue picando piedras con la cuadrilla de trabajos forzados.

 

 

Más tarde ese mismo día, Joe vio cómo Katherine se acercaba a su Karmann Ghia, lo abría, acomodaba su pequeño trasero en el asiento y se marchaba. La miró atónito, su admiración multiplicada por diez. Una mujer con buen cuerpo era una obra de arte, pero una mujer con un buen coche, bueno...