Capítulo 25

Tara entró en las oficinas cargada con un montón de bolsas y las dejó sobre su escritorio.

—No sé por qué hablan de la fruta prohibida —protestó—. La fruta es prácticamente lo único que no está prohibido.

Ravi, que en ese momento desenvolvía un bocadillo de queso y encurtidos con treinta y seis gramos de grasa, observó con interés cómo Tara sacaba manzanas, mandarinas, peras, nectarinas, ciruelas y uvas y las distribuía alrededor de su mesa como si fueran amuletos.

—¿Quieres un trozo de mi bocadillo? —preguntó con su acento de escuela privada. Tara formó una cruz con los dos dedos índice—. Tiene extra de mayonesa —añadió para tentarla.

—Magia negra. Quítalo de mi vista.

—Estás poseída. —Ravi se levantó, puso las manos en la cabeza de Tara y gritó—: Fuera, fuera, demonios. Dejad en paz a esta pobre criatura.

—Ah, es maravilloso —suspiró Tara mientras Ravi le daba un masaje en la cabeza—. Me encantan tus exorcismos. Ay, no pares —añadió cuando Ravi se detuvo para meterse ochocientas calorías de bocadillo en la boca.

—No puedo evitarlo —dijo Ravi con la boca llena—. Nada como un buen exorcismo para abrir el apetito.

Vinnie entró con cara de agotamiento. Su hijo de tres meses lo había tenido toda la noche en vela, y al entrar y ver el escritorio de Tara tuvo la sensación de que la línea donde empezaba su cuero cabelludo retrocedía un par de centímetros más. ¿Qué clase de departamento dirigía?

—¿Qué diablos pasa aquí? Esto parece un puesto del mercado.

—¿Habéis subalquilado el local? —Habían llegado Teddy y Evelyn, la pareja inseparable.

—¿Vas a vender fruta? —preguntó Teddy.

—¡Qué buena idea! —exclamó Evelyn—. ¿Puedo comprar un plátano?

—Los plátanos no están permitidos —respondió Tara con brusquedad.

—¿Porque engordan?

—Porque engordan.

—Los plátanos no engordan. —Vinnie sabía que tenía que mantenerse al margen de esas discusiones, como correspondía a un hombre de su jerarquía, pero no pudo contenerse.

—Es verdad. Nada engorda —convino Teddy—. Mírame. Yo como todo lo que quiero, en las cantidades que quiero, y sigo como un palillo.

—Las mujeres hablan demasiado de las calorías y eso es lo que hace que los alimentos engorden —declaró Vinnie—. Las mujeres se amargan la vida.

—¿Visteis el documental que pusieron anoche sobre esos tipos en el Everest? —preguntó Ravi con voz estentórea—. A uno de ellos se le congeló un dedo y se le cayó. No tenían nada que comer, excepto nieve...

—Quizá debería probarlo —dijo Tara—. La dieta del Everest. Muy bien, Ravi, Evelyn, acercaos todos. Vais a presenciar la ceremonia de destrucción de las tarjetas de crédito.

—¿De nuevo? —exclamó Vinnie—. Sólo han pasado seis meses desde la última vez.

—Lo sé, pero esta mañana he recibido el resumen de la Visa. Detenedme antes de que vuelva a gastar —recitó con desconsuelo—. ¡Ravi, tijeras! —Ravi le pasó las tijeras de la oficina—. ¡Papelera! —Ravi ya tenía la papelera en la mano. Conocía bien el procedimiento. Tara sacó su cartera, levantó la tarjeta Visa y miró de derecha a izquierda—. ¿Todos atentos?

Entonces, luchando contra una punzada de angustia, cortó el rígido plástico con las tijeras. Cuando todos, salvo Vinnie, prorrumpieron en aplausos, Tara murmuró:

—Me siento limpia y pura. Ahora la Access.

Todo el mundo guardó un respetuoso silencio mientras Tara cortaba la tarjeta Access. Luego volvieron a aplaudir.

—¿Y la Amex? —sugirió Ravi.

Después de un breve titubeo, Tara la sacó y la cortó de mala gana.

—¿La de Sears? —insistió Ravi.

—Necesito alguna —replicó Tara con irritación—. ¿Y si tengo una emergencia?

—Todavía te queda la tarjeta de débito y la tarjeta monedero.

—Vale. —Con tristeza, Tara cortó la tarjeta de Sears y la dejó caer en la papelera.

—Dentro de una semana llamarás para decir que te han robado el bolso y que necesitas tarjetas nuevas. —Vinnie suspiró. Quizá fuera hora de que hiciera otro cursillo de dirección de personal—. ¿Ahora podemos trabajar un poco? —preguntó tratando de comportarse como el jefe que era.

 

 

La noticia del puesto de fruta de Tara corrió como un reguero de pólvora y algunos empleados de otros departamentos fueron a echarle un vistazo. Tara estaba avergonzada, pero decidida a no dejarse amilanar. Tenía que hacer algo, sobre todo después del ataque de locura de la noche anterior en el supermercado. Si estaba rodeada de fruta, no tendría excusa para comer otra cosa.

Pero la fruta nunca parecía saciarla, por mucho que comiera. Comió una manzana, una ciruela, un par de mandarinas, tres nectarinas, cuatro ciruelas más, un racimo de uvas, otra mandarina... y seguía hambrienta. Así que dio un bocado a una pera y estuvo a punto de romperse un diente. Suspiró. Sabía bien lo que pasaba con las peras. Podían comerse durante aproximadamente un minuto y medio: antes, estaban duras como el cemento; después, eran una especie de pasta podrida. Si uno las pillaba durante el breve intervalo de minuto y medio, eran deliciosas, pero había pocas probabilidades de conseguirlo.

Esa mañana celebraron una sesión de brainstorming para planificar el curso del proyecto MenChel queacababan de asignarles.

Vinnie se paseaba frente a la pizarra blanca de la oficina, dibujando cuadros y tablas y rascándose la cabeza rala.

—Con ésta me juego los cojones, muchachos —murmuró Ravi a Tara, mientras Vinnie les daba una perorata.

—Estamos hablando de un proyecto con dos mil personas por día, y tenemos que hacerlo bien porque tendremos a los inspectores de calidad vigilándonos de cerca —advirtió Vinnie.

—¿De qué crees que es esa mancha blanca en la manga de Vinnie? —murmuró Ravi a Tara.

—Vómito de niño.

—El plazo es muy corto —insistió Vinnie—, no hay tiempo que perder, así que tenemos que hacer un buen trabajo de equipo y... ¿qué cono es ese ruido?

Diez personas se volvieron para mirar a Tara.

—Es Tara —dijo Teddy con aire triunfal.

—Vaya con el compañerismo —observó Tara, ofendida—. Mira que señalarme de ese modo... Lo siento, Vinnie, es mi estómago. Los distintos ácidos de las frutas mezclándose. Creo que están dando una fiesta en mi barriga.

Ansiaba hidratos de carbono para calmar la tormenta. Algo que llenara ese vacío líquido. Era como si su estómago fuera un gran salón de banquetes con un techo de diez metros de altura. O una inmensa sala de conferencias para tres mil delegados. Inmenso, lleno de ecos, oscuro y vacío, vacío, vacío.

Pero rebosaba fuerza de voluntad y no cedería. Ni siquiera lo hizo cuando Steve el Dormilón ofreció donuts para estimular el cerebro de los miembros del equipo.

Corrió a la sala de fumadores en cuanto hubo terminado la reunión.

—Que Dios bendiga estos chismes. —Tara sacudió el paquete de cigarrillos delante de las resistentes plantas que decoraban la pequeña sala llena de humo—. ¿Cómo estaría si los cigarrillos no hubieran controlado mi apetito durante tantos años? Los bomberos tendrían que usar una sierra eléctrica para sacarme de casa.

Durante la hora previa a la comida, todo el que pasaba frente al escritorio de Tara cogía un par de uvas y se las llevaba a la boca.

—¿Qué te pasa? —preguntó Ravi al ver su cara de pena.

—Mis uvas —protestó—. Todo el mundo cree que son propiedad colectiva, pero no es así. Son mi comida. Yo no voy a tu escritorio y me sirvo tranquilamente uno de tus bocadillos.

—Sí que lo haces —le recordó él.

—Bueno, puede que sí —admitió Tara—. Pero yo soy diferente. Las personas normales no van por ahí cogiendo la comida de los demás sin que nadie las invite.

A la una, Ravi se acercó a Tara.

—¿Qué te parece si nos vamos a dar un paseo por Hammersmith? Podríamos dar un paseo por las tiendas y rascar un par de cartones de la lotería instantánea —sugirió Ravi con cordialidad.

A menudo hacían esas cosas cuando Ravi no iba al gimnasio.

—No, gracias. —Tara sacó la lana y las agujas de punto—. ¡Voy a matar el hambre tejiendo!

—¿Qué es eso?—preguntó Ravi, atónito.

—Un jersey para Thomas.

—Espero que sepa la suerte que tiene.

—No te preocupes. Lo sabrá.

Ravi se demoró, reacio a marcharse sin ella.

—¿Quieres que te traiga más fruta?

—No te molestes, Ravi —respondió Tara—. La fruta me está dando más hambre. Supongo que la única salida es el ayuno total, porque si como poquito, las compuertas se abren y quiero más y más.

—No entiendo por qué te haces esto —dijo Ravi.

—¿Es que eres ciego? —replicó Tara con una mirada burlona.

—Creo que eres una chica guapísima —dijo Ravi.

—Eso no es verdad. Y ahora vete, que yo tengo que tejerme una relación feliz.

—Ay, Tara, por favor —protestó Ravi—. No es divertido ir de tiendas sin ti. —Ella señaló la lana—. Podríamos ir a un puesto de periódicos y leer revistas —añadió para tentarla, pero Tara negó con la cabeza—. Puede que en Boots tengan una barra de labios nueva que sea verdaderamente permanente —añadió con crueldad—. Quizá la hayan recibido hoy mismo.

—Imita a Elvis, y me lo pensaré —negoció ella.

—Vale. Acepto peticiones.

— Hound Dog.

Ravi dejó caer un mechón de pelo sobre su frente, frunció el labio, levantó los brazos y movió las caderas.

—«No eres nada más que una perra» —empezó.

—¡Lo ves! —gritó Tara—. Sabía que no me encontrabas guapa.

 

 

Tara sobrevivió al paseo por Hammersmith, con todas sus tentaciones, sin traicionar sus buenos propósitos. Primero fueron a Marks and Spencer y ella miró con tristeza alrededor mientras Ravi comprobaba si habían puesto a la venta pasteles o bocadillos nuevos desde esa mañana. Tara compró tres pares de panties de los que aplastan la barriga porque no quería marcharse con las manos vacías. Después fueron a Boots, donde Ravi examinó los emparedados mientras Tara hacía lo propio con todas las barras de labios supuestamente indelebles, aunque ella sabía por experiencia que no lo eran. Incapaz de sentir entusiasmo, compró sólo unas cápsulas para la piel.

—¿Talidomida? —preguntó Ravi, alarmado.

—No; son vitaminas —respondió Tara.

A continuación fueron a una tienda de periódicos, donde Ravi hojeó una revista de coches y Tara una de dietas. Como gran final, compraron un cartón de lotería instantánea cada uno. Ravi le dio a Tara una moneda de dos peniques y rascaron la capa de aluminio en silencio. Ninguno de los dos ganó nada.

—¿Cuánto tiempo hace que salimos de la oficina? —preguntó Tara.

—Cuarenta y cinco minutos.

—Entonces deberíamos volver —dijo Tara.

—Supongo que sí.

Después de la hora de comer, todas las conversaciones que oía Tara en la oficina parecían tratar de comida.

Vinnie describió el nuevo proyecto a Evelyn como «un trabajo de negros» y Tara pensó instantáneamente en el chocolate negro.

—No seas gallina —bromeó Evelyn y Tara estuvo a punto de desmayarse al evocar una ración grande de pollo frito.

Ravi hablaba por teléfono con Danielle, su novia.

—Entonces se descubrió el pastel... —decía.

¿Qué clase de pastel? ¿Uno de plátanos, húmedo y pegajoso? ¿Un exquisito pastel de chocolate con nata? ¿Un dulce y delicioso pastel de zanahoria? ¿Uno de manzanas?

—A nadie le amarga un dulce —prosiguió Ravi al teléfono, mientras Tara se imaginaba abriendo primero el envoltorio amarillo de un bombón, luego el papel de aluminio y finalmente mordiendo el chocolate. Dios, aquello era una tortura.

—... Al pan, pan y al vino, vino —oyó Tara en otra conversación. ¿Qué clase de pan? ¿Chapata? ¿Baguett e? ¿Pan de molde? Pero ¿de verdad decían esas cosas? ¿Otenía alucinaciones a causa del hambre?

En ese momento una mujer morena y elegante apareció en la puerta de la oficina.

—Hola —dijo—. Soy Pearl, de Asistencia Técnica. Me han dicho que aquí venden naranjas.

Todo el mundo se volvió a mirar a Tara.

—Te han informado mal —dijo ella con brusquedad.

—Lo siento —respondió Pearl, enfilando hacia la puerta. Sospechaba que había metido la pata.

—Las naranjas son una lata —explicó Tara—. El zumo acaba en cualquier parte menos en la fruta. Pero puedo darte una mandarina. Es mucho más fácil de pelar.

Después del trabajo, Tara fue a clase destep y se emocionó mucho cuando estuvo a punto de desmayarse.Tuvo que quedarse sentada en un banco durante quince minutos, hastaque consiguió ponerse de pie sin que le flaquearan las rodillas.Cuando llegó a casa, Thomas le dio una palmada en el culo y le dijocon afecto:

—No estás mal para ser una gorda.

Esa noche se fue a la cama temblando de agotamiento y hambre. En términos generales, había sido un buen día.