Capítulo 41

Poco después de las diez de la mañana del lunes, mientras los sospechosos habituales estaban reunidos alrededor de la cama de Fintan, el doctor Singh entró en la habitación. Su agitación les indicó que tenía noticias. El aire vibró de tensión, y elnerviosismo de los presentes se intensificó. Por favor, Dios, quesean buenas noticias.

—Tengo el resultado de la biopsia de médula ósea —dijo mirando a Fintan.

—Dígalo, dígalo.

—¿Prefiere que hablemos a solas?

—No —respondió Fintan temblando, aunque con aspecto sereno—. Será mejor que nos lo diga a todos a la vez. Así me ahorraré el trabajo de repetirlo.

El doctor Singh respiró para hablar y luego hizo una pausa. Era obvio que no le resultaba fácil.

—Me temo que son malas noticias. —Nadie habló. Ocho caras blancas como el papel lo miraron con expresión suplicante, deseando que estuviera equivocado—. La enfermedad está activa en la médula ósea —prosiguió con nerviosismo.

—¿Cómo de activa? —preguntó Katherine con un hilo de voz.

—Me temo que está bastante avanzada.

Katherine miró a Fintan. Sus ojos oscuros estaban muy abiertos, como los de un niño aterrorizado.

—También tengo el resultado de la tomografía computerizada —añadió el doctor Singh con tono contrito.

Ocho caras angustiadas se volvieron hacia él.

—Demuestra que la enfermedad se ha extendido también al páncreas. Y... —el doctor Singh estaba mortificado— también tengo el resultado de la radiografía de tórax. —Su cara lo dijo todo.

—¿Se ha extendido al tórax? —preguntó Milo.

El médico asintió.

—Sin embargo, no hay indicios de actividad en ninguno de los órganos principales, como el hígado, los riñones o los pulmones —añadió—. Eso habría sido más grave.

Fintan habló por primera vez.

—¿Voy a morir? —preguntó con voz ronca.

—Empezaremos con el tratamiento de inmediato —dijo el doctor eludiendo la pregunta—. Ahora que sabemos con qué nos enfrentamos, también sabemos cómo tratarlo.

—Ya era hora —dijo Tara con resentimiento, sorprendiendo a todo el mundo. Ésa no era manera de hablar con un médico—. Cada día que pasa está peor —atacó—. Y ustedes no han hecho nada. Lo han dejado abandonado porque en su puñetero laboratorio estaban demasiado ocupados para decirnos cuál era su estado. ¿Y si estos días marcaran la diferencia entre la vida y... y...?

Se echó a llorar con sollozos fuertes y entrecortados que sacudían su cuerpo entero. Se volvió hacia Fintan.

—Seguro que empezaste a notar los síntomas hace siglos —gimió mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Meses.

—Sí.

—¿Y por qué no fuiste al médico entonces? —Estaba sin aliento. Jadeando furia y angustia—. ¿Por qué Sandro no te obligó a ir?

—Porque creíamos saber lo que me pasaba. Por la noche sudaba tanto que a veces teníamos que levantarnos a cambiar las sábanas. Perdía peso progresivamente. Tenía molestias estomacales constantes. Verás, Sandro ya había visto esos síntomas antes.

Una horrible imagen de Sandro y Fintan en una conspiración de silencio. Fintan cada vez más enfermo sin que nadie hiciera nada porque ellos creían que no había nada que hacer.

—Pareja de idiotas —dijo Tara temblando—. Gilipollas.

JaneAnn cogió con fuerza a Tara del brazo y la apartó de la cama.

—Ya está bien de tonterías, Tara Butler —amenazó—. Todavía no está muerto.

 

 

El tratamiento de Fintan empezó esa misma mañana. Debía quedarse en el hospital y someterse a cinco días de quimioterapia. Los médicos ordenaron que todos los acompañantes se marcharan.

—Pero yo soy su madre. —La entereza de JaneAnn se evaporó—. No deberían echarme.

—Vamos, mamá —dijo Milo, tratando de levantarla—. Lo verás esta noche.

JaneAnn, Milo, Timothy, Liv, Tara y Katherine se dispersaron. La explosiva noticia los separó. A ellos, que habían sido inseparables durante el período de espera.

El estado de ánimo general era de extraña incomodidad, de resentimiento hacia sí mismos y hacia los demás. ¿De qué había servido que montaran guardia juntos, tratando de ser optimistas? ¿Por qué se habían molestado en apuntalarse entre sí y a Fintan, deseando porfiadamente lo mejor? Estaba claro que su presencia no servía ni había servido de nada.

Ya no tenía sentido que siguieran sentados junto a su cama, como amuletos humanos protegiéndolo de una tragedia. Su destino ahora estaba en manos de poderosos fármacos. Sustancias químicas tan tóxicas que las enfermeras que las administraban tenían que usar prendas protectoras. Una medicación con efectos secundarios tan brutales que por momentos Fintan prefería morir a soportar el tratamiento.

Cada uno de ellos, por separado, acometió la tarea de procesar poco a poco las emociones reprimidas. JaneAnn prácticamente se instaló en St Dominics, donde negoció con Dios ofreciéndose para morir en su lugar. Timothy regresó al piso de Katherine, donde vio la televisión, fumó como un carretero y dejó las botas tiradas en el suelo, ensombreciéndolo. Milo caminó kilómetros y kilómetros: visitó Harvey Nichols, el Museum of Mankind y varios lugares de interés turístico.

Los demás se fueron a trabajar. No les había importado descuidar su empleo mientras esperaban junto a Fintan, pero había sucedido lo peor, y lejos de hacer que el trabajo les pareciera intrascendente, hizo que súbitamente se les antojara de vital importancia.

Era una fría y despejada mañana de octubre, y mientras Katherine subía en taxi por Fulham Road, pasó junto a una mujer de su edad que balanceaba una bolsa de plástico a través de la cual se veían un cartón de zumo de naranja y otro de leche. Katherine la miró con fascinación y hasta se dio la vuelta para seguirla con la mirada. La mujer no parecía particularmente despreocupada, pero tenía aspecto de no pensar en nada. Katherine deseó ser ella.

En un tiempo ella también caminaba balanceando una bolsa con la compra. Debía de haberlo hecho centenares de veces sin ser consciente de su suerte, de la dicha de una vida en la que aún no había asomado la tragedia.

Cuando entró en la oficina, le sorprendió el trajín. Todos estaban muy ocupados. Parecían extraterrestres corriendo detrás de sus rabos. Ella había sido catapultada al límite de la vida, donde todo parecía torcido, sesgado y extraño. ¿Qué importaba todo?

Algunas personas le saludaron con la cabeza mientras avanzaba por la estancia como en un sueño. Cuando llegó junto a su mesa, tuvo que mirarla durante unos instantes para confirmar que realmente era la suya. Todos sus pensamientos y reacciones parecían lentos y confusos, como si estuvieran envueltos en planchas de poliestireno.

Incluso antes de sentarse buscó con la mirada a Joe Roth. Sabía que tenía que dejar de hacerlo, pero no tenía la fuerza de voluntad necesaria para controlarse.

Joe estaba al teléfono, reclinado en la silla, con un lápiz entre los dedos largos y delicados. Tenía el auricular pegado a la mejilla, contra un pómulo que se parecía a las largas conchas cóncavas de la playa de Knockavoy.

Lo deseaba. Era su único pensamiento claro en un mundo brumoso e inalcanzable. Brillaba en la neblina como un faro. Deseaba a Joe Roth apasionadamente, furiosamente. Inapropiadamente. Una vez más se preguntó con incredulidad: ¿cómo puedo pensarlo siquiera?

Pronto descubrió que la causa de la frenética actividad de la oficina era que la campaña del cereal Multi-nut había ido a parar a una compañía rival. Era el primer fracaso de Joe Roth en Breen Helmsford.

—A veces se gana y a veces se pierde —dijo Joe con dignidad, tratando de mantener alta la moral de su equipo.

—En este negocio, no, muchacho —respondió Fred Franklin con brutal sinceridad—. Aquí a veces se gana y otras veces se gana. Cuando pierdes, pierdes también el empleo.

Katherine debería haberse alegrado de la noticia de que Joe estaba en un tris de ser despedido. Sin embargo, tuvo la tentación de ir a consolarlo. De apoyar la hermosa cabeza de él en su regazo y acariciarle el pelo.

—No has tenido una buena semana, ¿eh? —se burló Fred—. Encima tu adorado Arsenal perdió el domingo.

Katherine decidió trabajar un poco. Echó un vistazo a las cifras de la hoja de cálculo, pero fue como si estuvieran escritas en chino. Dio la vuelta al papel para ver si entendía algo y descubrió que Breda la miraba con alarma.

—Estaré contigo en un momento, Breda —dijo tratando de aparentar seguridad—. En cuanto me ponga al día.

Vuelve a tus cabales, se ordenó a sí misma. Si no tenía cuidado, Joe Roth no sería el único empleado despedido.

—¿Es un buen momento? —oyó, y cuando alzó la vista vio a Joe de pie ante ella.

—¿Para qué? —balbuceó con el corazón desbocado.

—Para presentarte los gastos.

—¿Otra vez?

—Otra vez. —Joe esbozó una sonrisa llena de sarcasmo—. Será mejor que lo haga, por si me dicen que me largue antes de que termine el día.

—Bromeas, ¿no? —preguntó, atónita.

—Así es la publicidad. Aquí rige la ley de la jungla. —Joe sonrió.

—Pero es tu primer traspié —protestó ella—. No sería justo...

Joe puso una mano en la mesa y se inclinó.

—Katherine —dijo con serena vehemencia y ojos risueños—, tranquilízate.

Katherine aspiró su aroma: el olor fresco y fragante de un hombre limpio. Jabón, cítricos y una ligera nota de algo más agreste. Cuando se apartó, Katherine se sintió confundida y abandonada.

—Aposéntate —consiguió decir y se alegró de la expresión. Sonaba despreocupada e informal.

Joe se sentó frente a ella. Contempló la impecable camisa blanca, la cara perfectamente afeitada, las mandíbulas huesudas, la piel cetrina. Mientras sumaba la pequeña pila de recibos, la presencia de Joe hizo estragos en su habilidad con la calculadora. Una y otra vez pulsó la tecla de porcentaje o de raíz cuadrada en lugar del signo más.

—Lamento lo de la cuenta de Multinut.

Si a él le sorprendió la repentina simpatía de Katherine, no lo demostró. Se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—Así es la vida, ¿no? —Se las apañó bastante bien para fingir que no le importaba, pero Katherine sospechó que el empleo era muy importante para él—. Uno no siempre consigue lo que quiere.

Cuando terminó de hablar, sostuvo la mirada de Katherine. ¿Eran imaginaciones suyas o su expresión estaba cargada de significado?

—Aunque puede que tú sí —añadió.

¿Ella siempre conseguía lo que quería?

Mientras Joe la miraba, atónito, los ojos de Katherine se llenaron de lágrimas que pronto comenzaron a deslizarse, suave, primorosamente, por sus mejillas.

—Lo siento —murmuró agachando la cabeza y enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Esta mañana he tenido... malas noticias.

—Lamento oír eso —dijo Joe con aparente sinceridad.

Eso la hizo llorar aún más. Hubiera querido correr hacia él, sentir sus brazos fuertes en su cintura, estrechándola contra su cuerpo, apoyar la mejilla sobre la solapa de cachemira, girar la cara hacia el algodón inmaculado de su camisa y aspirar su aroma.

—¿Quieres...? —Estaba a punto de preguntarle si quería ir a tomar un café y charlar, pero se detuvo. Claro que no querría.

Katherine se distrajo al ver que Angie pasaba por delante, ladeando la cabeza en un ángulo casi imposible. Comprendió que trataba de ver la cara de Joe. Ahora que pensaba en ello, recordaba haber visto pasar a Angie por lo menos dos veces durante la conversación.

¿Qué significaba eso?

—Está todo bien. —Señaló las facturas con una sonrisa llorosa—. Te extenderé un talón dentro de un par de días.

Cuando Joe llegó a su mesa se encontró con una pequeña y conmocionada delegación encabezada por Myles.

—¿La Reina de Hielo estaba llorando?

—No —dijo lacónicamente y les dio la espalda.