Capítulo 1
En medio de la opulencia de cromo y cristal de un restaurante de Camden, la esquelética recepcionista recorrió la lista de reservas con una uña violeta y murmuró:
—Casey, Casey, ¿dónde estás? Aquí, mesa doce. Es la...
—¿... primera en llegar? —terminó Katherine por ella. No pudo ocultar su decepción porque, tras un duro combate contra sus impulsos naturales, se había obligado a llegar cinco minutos tarde.
—¿Es Virgo? —Uñas Púrpura creía a pie juntillas en la astrología. Al ver que Katherine asentía prosiguió—: Ser patológicamente puntual es típico de su signo. No puede luchar contra el destino.
Un camarero llamado Darius, con rastas atadas en un moño a lo Katherine Hepburn, señaló la mesa, donde Katherine se sentó, cruzó las piernas y se sacudió la melena corta y desfilada para retirarse el pelo de la cara, esperando que ese ademán la hiciera parecer altiva y despreocupada. Luego fingió estudiar la carta, deseó fumar y juró por Dios que la próxima vez se esmeraría en llegar diez minutos tarde.
Quizá, tal como sugería Tara a menudo, debería asistir a las reuniones de Maniáticos Anónimos.
Segundos después llegó Tara, insólitamente puntual, taconeando sobre el suelo de haya decolorada con el cabello trigueño sacudiéndose a su paso. Llevaba un vestido asimétrico evidentemente nuevo, caro y —desgraciadamente— demasiado apretado. Pero sus zapatos eran preciosos.
—Lamento no llegar tarde —se disculpó—. Sé que te gusta sentirte moralmente superior, pero las calles y el tráfico conspiraron en mi contra.
—Qué le vamos a hacer—dijo Katherine con seriedad—, pero no te acostumbres. Feliz cumpleaños.
—¿Qué tiene de feliz? —preguntó Tara con tristeza—. ¿Acaso tú te alegraste de cumplir treinta y uno?
—Reservé diez sesiones de lifting sin cirugía —admitió Katherine—. Pero no te preocupes, no pareces ni un día mayor de treinta. Bueno, quizá un día...
Darius se acercó para preguntarle a Katherine qué quería beber. Entonces vio a Tara y su gesto reflejó alarma. Otra vez no, pensó, preparándose estoicamente.
—¿Vino? —preguntó Tara a Katherine—. ¿O algo más fuerte?
—Un gin-tonic.
—Que sean dos. Muy bien. —Tara se restregó las manos con alegría—. ¿Dónde están mi libro de colorear y mis lápices de cera?
Tara y Katherine habían sido amigas íntimas desde los cuatro años y la primera aún conservaba un saludable respeto por la tradición.
Katherine le pasó un paquete por encima de la mesa y Tara desgarró el papel de colores.
—¡Productos Aveda! —exclamó encantada.
—Los productos Aveda son el libro de colorear y los lápices de cera de la mujer de más de treinta —señaló Katherine.
—Pero a veces echo de menos el libro de colorear y los lápices de cera —dijo Tara con aire pensativo.
—No te preocupes; mi madre te los sigue comprando para todos tus cumpleaños.
Tara alzó la vista, esperanzada.
—En otra dimensión —se apresuró a añadir Katherine.
—Tienes un aspecto estupendo. —Tara encendió un cigarrillo y admiró la ropa de Katherine: un traje de pantalón color clarete de Karen Millen y unos botines con tacón de aguja.
—Tú también.
—Y una mierda.
—Es verdad. Me encanta tu vestido.
—Es el regalo de cumpleaños que me he hecho a mí misma. ¿Sabes una cosa? —La cara de Tara se ensombreció—. Detesto las tiendas donde usan esos espejos ligeramente combados para que pienses que la ropa te hace parecer más delgada y esbelta. Como una idiota, siempre creo que se debe al magnífico corte de la prenda y que, en consecuencia, vale la pena gastarse el equivalente a la deuda externa de un pequeño país sudamericano. —Hizo una pausa para dar una profunda calada al cigarrillo—. Cuando llegas a casa, te miras en un espejo normal y descubres que pareces un cerdo endomingado.
—No pareces un cerdo.
—Claro que sí. Y no te devuelven el dinero a menos que el vestido tenga algún defecto. Dije que tenía un defecto muy gordo, porque con él parecía una cerda. Pero dijeron que eso no contaba. Tenía que ser algo así como la cremallera rota. En fin; teniendo en cuenta que para comprarlo llegué al límite del crédito de la Visa, decidí usarlo de todas maneras.
—Pero ya habías llegado al límite de la Visa.
—No, no —explicó Tara con seriedad—. Ése era sólo el límite oficial. Mi verdadero límite está a unas doscientas libras por encima del que me han impuesto. Ya lo sabes.
—Ah —dijo Katherine.
Tara abrió la carta del restaurante.
—Ay, mira —dijo con angustia—, aquí todo es delicioso. Ruego a Dios que me dé valor para no pedir un primero. ¡Aunque tengo tanta hambre que podría comerme el culo de un niño a través de los barrotes de su cuna!
—¿Qué tal va la dieta sin alimentos prohibidos? —preguntó Katherine, aunque ya podría haber adivinado la respuesta.
—La he dejado —dijo Tara, avergonzada.
—¿Qué más da? —trató de consolarla Katherine.
—Eso —respondió Tara, aliviada—. ¿Qué más da? Como te imaginarás, Thomas se puso furioso. Pero qué voy a hacer. Imagina una dieta en la que nada está prohibido para una glotona como yo. Es una invitación al desastre.
Katherine murmuró unas palabras tranquilizadoras, como había hecho en los últimos quince años cada vez que Tara se descarriaba de su plan de alimentación. Katherine podía comer todo lo que le apetecía, precisamente porque no quería hacerlo. Con su aspecto impecable parecía la clase de mujer que no necesita pelear contra nada. Por debajo del flequillo liso y oscuro, sus fríos ojos grises estudiaban el mundo con absoluta serenidad. Ella lo sabía. Practicaba mucho cuando estaba sola.
El siguiente en llegar fue Fintan, cuyo trayecto a través del comedor atrajo la atención del personal del restaurante y de la mayoría de la clientela. Alto, corpulento y apuesto, con el cabello oscuro peinado hacia atrás formando un brillante copete. Las mangas de la chaqueta del traje púrpura estaban decoradas con una ristra de ojales, a través de los cuales centelleaba la camisa verde lima. En sus solapas podría haber aterrizado un avión. Los discretos comentarios de la concurrencia —«¿Quién es?» «Debe de ser un actor...» «¿O un modelo?»— recordaban el rumor de las hojas de otoño y el natural entusiasmo de los comensales del viernes por la noche experimentó un notable aumento. No cabe duda, pensó todo el mundo, es un hombre con clase.
Fintan localizó a Tara y a Katherine, que habían estado mirándolo con una mezcla de jovialidad e indulgencia, y les sonrió de oreja a oreja. Fue como si todas las luces se hicieran más brillantes.
—Bonito atuendo —dijo Katherine señalando el traje con la barbilla.
—Bonito y con clase —respondió Fintan, tratando infructuosamente de sonar como un londinense de los barrios bajos. Era incapaz de disimular su fuerte acento del condado de Clare.
Pero no siempre había sido así. Doce años antes, cuando había llegado a Londres, recién escapado de la represión de un pueblo pequeño, Fintan se había abocado con entusiasmo a la tarea de reinventarse a sí mismo. El primer paso fue modificar su lenguaje. Tara y Katherine habían observado con impotencia cómo Fintan aderezaba las conversaciones con afeminados «Aaay, es francamente alucinante» o «Guaaau».
Pero en los últimos dos años había recuperado su acento irlandés. Aunque con algunas variantes. Cualquier acento extranjero era considerado aceptable y elegante en el medio en que se movía, la industria de la moda. Sus colegas lo encontraban encantador. Pero Fintan también era consciente de la importancia de que lo entendieran, de modo que en la actualidad empleaba una versión light delacento de Clare. Los doce años de residencia en Londres tambiénhabían suavizado y civilizado la manera de pronunciar el inglés deTara y Katherine.
—Feliz cumpleaños —dijo Fintan a Tara.
No se besaron. Aunque Tara, Katherine y Fintan besaban prácticamente a cualquier persona a la que trataban, nunca se besaban entre ellos. Habían crecido en un pueblo donde no era habitual expresar afecto físicamente. La versión de Knockavoy del preludio sexual era decir: «Prepárate, nena.»
No obstante, eso no había evitado que poco después de llegar a Londres Fintan tratara de imponer la costumbre continental de dar un beso en cada mejilla en el piso que compartían en Willesden Green. Hasta había pretendido que se besaran entre ellos cuando volvían del trabajo, pero la fuerte resistencia de las chicas le había causado una profunda decepción. Todos sus nuevos amigos homosexuales tenían compañeras de piso complacientes, ¿por qué él no?
—¿Cómo estás? —preguntó Tara—. Vaya si tienes suerte: parece que has adelgazado. ¿Qué tal tu beri-beri?
—Dándome guerra, ensañándose conmigo, ahora lo tengo localizado en el cuello —respondió Fintan con un suspiro—. ¿Y tu fiebre tifoidea?
—He conseguido vencerla con un par de días de reposo —dijo Tara—. Ayer tuve un caso leve de hidrofobia, pero también lo he superado.
—Esos chistes son perversos —terció Katherine, cabeceando con cara de disgusto.
—¿Acaso es culpa mía si siempre me siento enfermo? —replicó Fintan, furioso.
—Sí —dijo Katherine sin rodeos—. Si no salieras de juerga todas las noches te sentirías mucho mejor por las mañanas.
—Si descubren que tengo el sida los remordimientos te corroerán —gruñó Fintan, taciturno.
Katherine palideció. Hasta Tara se estremeció.
—No deberías bromear con esas cosas.
—Lo siento —dijo Fintan—. El pánico hace que uno diga estupideces. Anoche me encontré con un viejo amigo de Sandro que parece un superviviente del campo de Belsen. Yo ni siquiera sabía que era seropositivo. La lista sigue creciendo y me tiene absolutamente acojonado.
—Dios santo —musitó Tara.
—Pero tú no tienes nada que temer —se apresuró a decir Katherine—. Practicas sexo seguro y tienes una pareja estable. A propósito, ¿cómo está el poni italiano?
—Es un chico diviiino, diviiino —dijo Fintan con afectación. Algunos comensales volvieron a mirarlo y asintieron con satisfacción, convencidos de que, tal como habían sospechado en un principio, era un actor famoso—. Sandro es estupendo —prosiguió con tono normal—. No podría ser mejor. Te envía recuerdos y esta tarjeta —se la entregó a Tara—. Dice que lo disculpes porque no ha podido venir, pero en estos momentos estará luciendo un vestido de baile de tafetán verde jade y bailando al son de Show me the way to Amarillo. Es dama de honor en la boda de Peter yEric.
Fintan y Sandro eran pareja desde hacía años. Sandro era italiano, y como era demasiado pequeño para el calificativo de «semental», le llamaban «poni». Era arquitecto y vivía con Fintan en un piso muy elegante del barrio de Notting Hill.
—¿Eres capaz de confesarme una cosa? —preguntó Tara con cautela—. ¿Tú y tu poni alguna vez os peleáis?
—¿Pelear? —Fintan estaba atónito—. ¿Que si nos peleamos? ¡Qué pregunta! Estamos enamorados.
—Lo siento —murmuró Tara.
—No paramos —prosiguió Fintan—. Nos lanzamos el uno al cuello del otro mañana, tarde y noche.
—De modo que estáis locos el uno por el otro —señaló Tara con envidia.
—Digámoslo de esta manera —respondió Fintan—: el tipo que creó a Sandro no conseguirá superarse a sí mismo. Pero ¿por qué preguntas si nos peleamos?
—Por nada en particular. —Tara le entregó un pequeño paquete—. Éste es tu regalo para mí. Me debes veintiocho libras.
Fintan cogió el paquete, admiró el papel y se lo devolvió a Tara.
—Feliz cumpleaños, preciosa. ¿Qué tarjetas de crédito aceptas?
Tara, Katherine y Fintan habían acordado que cada uno de ellos se compraría sus propios regalos de cumpleaños y Navidad. Todo había empezado después de la fiesta del vigésimo cuarto cumpleaños de Fintan, cuando las chicas casi se habían quedado en la bancarrota para comprarle una edición de lujo de las obras completas de Oscar Wilde. Fintan había aceptado el regalo con palabras de gratitud pero una cara curiosamente inexpresiva. Unas horas después, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo, lo habían encontrado llorando, acurrucado en posición fetal en el suelo de la cocina, entre patatas fritas trituradas y latas de cerveza vacías.
—Libros —había dicho entre sollozos—, malditos libros. Lamento ser tan ingrato, pero ¡pensé que ibais a regalarme una camiseta de John Galliano!
Esa noche habían llegado al acuerdo que mantenían hasta el presente.
—¿Qué te he regalado? —preguntó Fintan.
Tara rasgó el papel y le enseñó una barra de labios.
—No es un pintalabios corriente —explicó con entusiasmo—. Éste es verdaderamente indeleble. La dependienta me aseguró que seguirá incólume tras un ataque nuclear. Creo que mi larga búsqueda finalmente ha terminado.
—Ya era hora —dijo Katherine—. ¿Cuántas veces te han timado?
—Demasiadas —respondió Tara—. Siempre me prometían que el color era permanente e inalterable, y luego iba dejando manchas en los vasos y los tenedores como si llevara un carmín corriente. ¡Ha sido espantoso!
La siguiente en llegar fue Liv, absolutamente despampanante con su abrigo de Agnés B. Liv era una fanática de las marcas, como correspondía a alguien que trabajaba en el mundo del diseño, aunque su especialidad fuera la decoración de interiores.
Liv era sueca. Alta, con piernas y brazos robustos, dientes inmaculados y una melena lisa y rubia hasta la cintura. Muchos hombres sospechaban haberla visto antes en alguna película porno.
Había entrado en la vida de Tara y Katherine cinco años antes, cuando Fintan se había ido a vivir con Sandro. Entonces habían puesto un anuncio pidiendo compañera de piso, pero no conseguían que nadie aceptara el minúsculo dormitorio libre. Tampoco tenían esperanzas de que lo alquilara aquella sueca. Era demasiado corpulenta. Pero en cuanto Liv cayó en la cuenta de que las chicas eran irlandesas —mejor aun, que procedían de la Irlanda rural—, su mirada se iluminó, metió la mano en el bolso y les entregó una paga y señal en metálico.
—Pero ni siquiera has preguntado si tenemos lavadora —dijo Katherine, sorprendida.
—Eso es lo de menos —terció Tara, atónita—. Ni siquiera sabes a qué distancia está la tienda de licores.
—Da igual —dijo Liv con un ligero acento extranjero—. Esos detalles no tienen importancia.
—Si estás segura... —Tara ya se estaba preguntando si Liv tendría amigos suecos en Londres. Gigantes bronceados y rubios que pudiera llevar a casa y presentarle.
Pero pocos días después de que Liv se mudara, las chicas descubrieron el motivo de su entusiasmo. Para sorpresa y consternación de Tara y Katherine, preguntó si podía acompañarlas a misa o rezar el rosario con ellas cada noche. Al parecer, Liv estaba empeñada en encontrar un sentido a su vida. Ya había encallado entre las rocas de la psicoterapia, pero tenía todas sus esperanzas puestas en la iluminación espiritual y esperaba que aquellas irlandesas le contagiaran su fervor católico.
—Lamento defraudarte —explicó Katherine con tacto—, pero somos católicas no practicantes.
—¿No practicantes? —exclamó Tara—. ¿Qué dices?
Katherine se quedó atónita. No había visto ninguna señal reciente de que la fe de Tara se hubiera reavivado.
—No practicantes es una expresión demasiado suave —se explicó Tara por fin—. Sería más exacto decir descarriadas.
Con el tiempo Liv superó su decepción. Y aunque pasaba mucho tiempo hablando de la reencarnación con el dependiente sij de la tienda de licores, en los demás aspectos era perfectamente normal. Recibía cartas amenazadoras de la compañía de su tarjeta de crédito y tenía novios, resacas y un armario lleno de ropa que compraba en las rebajas y no usaba nunca.
Compartió casa con Tara y Katherine durante tres años y medio, hasta que decidió tratar de remediar su angustia existencial comprándose un piso. Pero había pasado sus primeros seis meses de propietaria en el de Tara y Katherine, llorando y quejándose de su soledad. Y seguramente habría seguido haciéndolo si Katherine y Tara no se hubieran mudado y tomado caminos separados.