Capítulo 14
Aunque Tara y Katherine habían sido amigas íntimas desde la primera semana de colegio, Fintan se había añadido al grupo más tarde. No se habían hecho amigos hasta que ellas tenían catorce años y él quince. Lo conocían, desde luego: vivían en un pueblo pequeño donde uno lo sabía prácticamente todo de los vecinos. Sobre todo porque Fintan siempre había sido «diferente» de los demás chicos. Su afecto por su madre, su torpeza para los deportes y su falta de interés por arrancarles las patas a las ranas daban fe de ello.
Pero no fue hasta 1981, en que descubrió a los neo-rrománticos, cuando la «diferencia» de Fintan se puso en evidencia. (La fase neorromántica había llegado al resto del mundo civilizado algo antes, pero Knockavoy estaba en un huso horario distinto y allí todo llegaba con un retraso de entre seis y nueve meses.) De repente, Fintan empezó a pasearse por las calles de Knockavoy enfundado en tejidos de color amarillo fosforescente (incluso entonces llamaba a las telas «tejidos», una señal inequívoca de que acabaría dedicándose al mundo de la moda). Usaba un pañuelo de seda atado alrededor de la melena de corte asimétrico, barra de labios púrpura y pendientes que él mismo se había hecho tiñiendo de rojo y azul unas plumas robadas del equipo de pesca de su hermano.
—¡Fintan O'Grady se ha hecho agujeros en las orejas!
El rumor se extendió de casa en casa como un reguero de pólvora. No había habido tanto jaleo en el pueblo desde la última locura de Delia Casey. Todo el mundo sufrió una decepción al descubrir que los pendientes llevaban broches a presión.
Sin embargo, Fintan siguió escandalizando a la gente del pueblo.
—Míralo —murmuraban en la estafeta de correos, los bares y las tiendas—. Luciéndose como un pavo real. ¿Y eso que se ha echado encima no es el mantel de JaneAnn O'Grady? Jeremiah O'Grady debe de estar removiéndose en su tumba.
Tal como estaban las cosas, había grandes posibilidades de que los muchachos del pueblo acabaran dándole una paliza. La hostilidad era evidente.
—¡Eh, ven aquí, mariquita! —le gritaron un día un par de gamberros al verlo pasar con su pañuelo de seda color azafrán. Y luego uno de ellos añadió—: Asqueroso comepollas.
Pero los insultos terminaron en cuanto Fintan respondió:
—Vamos, Owen Lyons, no decías lo mismo el domingo pasado detrás del establo de Cronin. Ni tú, Michael Kenny.
A pesar de las apresuradas y nerviosas negativas de Owen Lyons y Michael Kenny («No sé de qué coño habla ese maricón embustero»), la desconfianza mutua y el miedo los hicieron cejar en su empeño.
Fintan tenía una lengua viperina. Era alto y atlético. Además, sus cuatro hermanos mayores, también altos y atléticos, lo protegían. En consecuencia, los muchachos del pueblo decidieron que era más prudente dejarlo en paz.
Dado que había elegido mantenerse al margen —o quizá no le habían dejado alternativa—, Fintan no tenía amigos. Y eso preocupaba a Tara.
—Es muy triste —le dijo a Katherine mientras observaban a Fintan pasar por la calle principal en medio de un montón de miradas asesinas e insultos entre dientes—. Debe de sentirse muy solo.
Katherine y Tara acababan de dejar atrás la etapa en que las chicas desprecian a los chicos (que tradicionalmente se extiende entre los siete y los doce años). Con catorce años empezaban a sentir debilidad por ellos o al menos no tenían nada en su contra. Aunque para Tara, Fintan no era un chico en el sentido convencional de la palabra. En otras palabras, no tenía ninguna esperanza de salir con él.
—¿Por qué quieres ser su amiga? —preguntó Katherine en voz baja y con el estómago encogido por los celos—. ¿Porque es... —titubeó antes de pronunciar la palabra tabú—... homosexual? ¿O porque las chicas de Limerick se rieron de tus sandalias el verano pasado?
Katherine tenía motivos para sospechar de las intenciones de Tara. Corrían tiempos en que tener un amigo homosexual era una novedad y daba prestigio. La amistad con Fintan impresionaría a los turistas de Limerick; quizá incluso a los de Dublín. Más incluso que una camiseta con un dibujo en purpurina o un par de botas blancas con flecos y cuentas de colores.
A Tara le molestó la insinuación de Katherine de que veía a Fintan como un accesorio de moda.
—No. Es porque no tiene amigos.
Pero Katherine no quería dejarse convencer.
—De todos modos no es un homosexual de verdad —dijo con amargura—. ¿Cómo iba a ser homosexual en Knockavoy, si aquí no tiene nadie con quien serlo?
Para su sorpresa, ni siquiera esta sorprendente información desanimó a Tara, de modo que Katherine pasó un par de semanas angustiosas mientras Tara y Fintan cimentaban su amistad. Llena de miedo y angustia, Katherine estaba segura de que en cuanto Fintan y Tara se hicieran amigos la dejarían a un lado. Deseaba que Tara la convenciera de lo contrario, pero no sabía cómo abordar el tema.
—Tú y yo siempre seremos amigas —le aseguró Tara, intuyendo su aprensión—. Pero no podemos dejar solo al pobre Fintan.
Pero Katherine y Fintan tenían cosas en común, como el hecho de que los dos habían crecido sin un padre (el de Fintan había muerto cuando él tenía seis meses.) Además, a Fintan le fascinaba el aspecto de Katherine, que parecía incapaz de matar una mosca y sin embargo era sorprendentemente sarcástica. Tenía grandes planes para transformarla, como si fuera la Holly Golightly de Desayuno con diamantes.
—Eres delgada y pulcra como Audrey Hepburn —dijo. Tara trató de disimular su envidia.
Aunque a Katherine no le convencía la idea de vestirse con casquetes y vestidos de Givenchy, se alegró de que Fintan aprobara su aspecto. ¡Ahora tenía dos amigos!
Sin embargo, a su abuela no le hizo mucha gracia que hiciera amistad con Fintan.
—¿Con quién has estado? —preguntó Agnes una noche de principios de primavera, cuando Katherine regresó con las mejillas rojas de frío.
—Con Tara y Fintan O'Grady —respondió ella con un dejo de orgullo.
—Fintan O'Grady —dijo Agnes—. Dime, ¿por qué se pone la bata de JaneAnn?
—Porque es gay —explicó Katherine.
—¡Gay! —exclamó Agnes con furia—. ¿Qué te parece eso? Gay; nada más y nada menos. —Katherine y Delia se sorprendieron, ya que Agnes era una mujer muy tolerante—. Espera a que me lo cruce y verás lo que le hago —amenazó.
Escandalizada, Delia empezó a hacer planes para un festival contra la homofobia.
—Mamá..., quiero decir, Agnes, tienes que aprender a no ser tan prejuiciosa. Fintan tiene derecho a expresar sus preferencias sexuales...
—Yo no estoy hablando de sus preferencias sexuales —estalló Agnes—. Me traen sin cuidado sus preferencias sexuales. Por mí puede acostarse con las gallinas si quiere. Puede que pongan mejores huevos. Lo que me molesta es que se hagan llamar «gays»[1] . Erauna palabra tan bonita.
Su cara adquirió una expresión soñadora.
—Cuando mi madre, que Dios la tenga en la gloria, recibía a las visitas sentada junto al fuego, la gente le decía: «Vaya, Marie, se la ve gay.» Querían decir que parecía contenta y feliz. Pero uno no podría decir algo semejante ahora. ¡Te matarían!
Sin embargo, la madre de Tara, Fidelma, estaba encantada con Fintan. Cuando iba a su casa con Tara y Katherine después del colegio, se sentaba en el banco de madera, cruzaba femeninamente las piernas y hablaba de cine con ella fumando cigarrillos Gauloise con una boquilla de marfil. Mientras los tres hermanos menores de Tara —Michael, Gerard y Kieran— espiaban por la puerta y se burlaban del extraño y extravagante Fintan, Fidelma y Fintan hablaban de Ellos las prefierenrubias, La dolce vita ocualquier otra película que la mujer hubiera visto cuando trabajabaen Limerick, antes de casarse con Frank y trasladarse aKnockavoy.
Tara a menudo se aburría de las interminables reminiscencias, pero le encantaba ver cómo su padre se enfadaba. El entraba en la habitación y murmuraba con furia al oído de Fidelma:
—¿Cómo es que ese mocoso fuma? Estoy seguro de que JaneAnn O'Grady no se lo permite.
Y le gustaba mucho más cuando Fidelma respondía con calma:
—Yo estoy segura de que JaneAnn O'Grady no le permite muchas cosas.
Frank Butler tenía muy mal genio. Era un prepotente, un patriarca, y todo el mundo le tenía miedo. Nada le complacía. Él y su hermano tenían un pequeño negocio donde cortaban y vendían turba. En consecuencia, cuando hacía un invierno templado y todo el mundo daba gracias a Dios por ello, Frank Butler protestaba más que nunca.
—Bonito día —se mofaba cuando oía a su esposa hablando con alguien de la inesperada clemencia de los elementos—. Bonito día. No te parecería tan bonito si vieras nuestra lista de pedidos.
—Todavía tenemos gansos y pavos —lo tranquilizaba Fidelma.
—Son tuyos —señalaba él con furia—. Se supone que el dinero es para ti. ¿Tienes algún trabajo de costura?
—Unos pocos —respondía Fidelma con suavidad.
—¿Cuántos? —preguntaba Frank—. ¿Para quién? Sería una bendición que te encargaran algo importante, como coser las cortinas para un hotel.
—Es cierto —asentía Fidelma.
No quería contarle que Fintan había llegado a la casa con unos metros de tela de forro de color morado para pedirle que le cosiera una capa que él mismo había diseñado.
Por muy desagradable que fuera Frank Butler, Katherine lo idolatraba en secreto. A pesar de sus exigencias y su irritabilidad, la fascinaba.
Frank Butler era intransigente en todo lo referente a las obligaciones escolares de sus hijos. Una de las razones por las que Katherine temía perder la amistad de Tara era que le gustaba ir a casa de los Butler todas las tardes, después del colegio, y recrearse en la atmósfera de tensión de la casa.
A menudo permanecía despierta en la cama hasta altas horas de la noche, fantaseando con un padre que le gritaba porque no había hecho los deberes. Con un patriarca que la interrogaba sobre sus lecciones todas las noches: «¿Cuántos metros tiene un kilómetro? ¿En qué año se proclamó la república? ¿Cuál es la capital de Lima?» Aunque sintió vergüenza ajena cuando Tara consiguió hacer entender a su padre que Lima no podía tener capital porque era una capital.
Delia, la madre de Katherine, se negaba a comprobar si su hija había hecho los deberes.
—Ésa no es manera de enseñar a los niños —repetía insistentemente—. Inculcarles miedo y angustia, hacerles repetir las lecciones como loros. Si algo les interesa, lo aprenderán, y si no les interesa, no tiene sentido obligarlos.
Katherine deseaba fervientemente que cambiara de actitud.