Capítulo 33

Mientras esperaban el resultado de la biopsia de médula y Fintan prácticamente se ahogaba bajo una marea de visitas y tarjetas deseándole que se mejorara pronto, la vida se tomó la libertad de seguir su curso.

La presunta «carrera» de Lorcan le estaba causando mucha ansiedad. La mañana que Amy le había enviado a la poli había hecho una audición para suplente de Hamlet. Y no se trataba de una producción independiente, sino de una obra de verdad, con actores de verdad y un público de verdad que pagaba —lo más importante— dinero de verdad.

Durante toda la semana, mientras esperaba una respuesta, Lorcan se había repetido una y otra vez: «Si no lo consigo, me moriré. Sencillamente me moriré.»

Pero todo parecía indicar que podría posponer su muerte. El lunes por la tarde lo llamó su agente para decirle que lo habían escogido para una segunda audición y que sólo había tres candidatos más.

Lorcan todavía no había hablado con Amy, aunque ella le había dejado un centenar de recados de distinto tenor. En algunos parecía alegre y optimista: «Hola, soy Amy. Esperaba encontrarte. Bueno, no importa. Espero que estés bien. Un día de éstos tenemos que encontrarnos para tomar una copa. Hasta pronto.» Estos casi siempre llegaban a primera hora de la tarde.

Más tarde, a eso de las nueve, su humor era más melancólico: «Soy Amy. Necesito hablar contigo. Hay ciertas cuestiones que deberíamos discutir. No podemos dejar las cosas así. Es una irresponsabilidad. Tienes el deber moral de hablar conmigo. Llámame.»

Después de medianoche, Amy se ponía desagradable. Su voz sonaba ebria y llorosa: «Syo —mascullaba—. Llamo pada decir que no llamadé más. Tengo un montón de ofedtas de otros hombres y ¿zabes una coza? Me alegro de no salid más contigo. Me has hecho sufrid mucho. Eres un sádico. He conocido a un hombre estupendo en el trabajo y él cree que soy fantáztica, azi que no te preocupes por mí porque estoy bien. ¿Me oyes? Muy bien. ¿Te entedas? Bien. B-i-e-n. Nunca he zido tan feliz...» Biiiiip, sonaba el contestador indicando que se había excedido en el tiempo.

Invariablemente, volvía a llamar segundos después.

«Syo —decía otra vez—. Mira, lo siento, lo siento mucho. No eres tan sádico y no he conocido a ningún hombre estupendo en el trabajo. Llámame, porque esto es horrible.» Luego ocupaba el resto del tiempo disponible con sollozos.

Lorcan no contestó a ninguna de sus llamadas.

El martes por la mañana, cuando Lorcan cogió el metro en dirección a The Ángel, pensó que todos los demás viajeros deberían saber lo importante que era ese viaje para él. Que el propio aire que lo rodeaba vibraba ante la importancia del momento. Míralos, pensó con compasión. Todos rumbo a sus patéticos empleos. En cierto modo los envidio, pues sería estupendo no tener que preocuparse por nada. La carga de ser un genio no reconocido era pesada. Pero qué le iba a hacer.

Al bajar del tren hizo un trato consigo mismo. Si podía hacer todo el trayecto desde la estación a The King's Head sin pisar ninguna grieta en la acera, conseguiría el papel. ¿Y si no conseguía el papel?

—Me moriré —murmuró con horror—. No tendré alternativa.

Lorcan fue el último de los cuatro candidatos en entrar a hacer la prueba, y mientras miraba las audiciones de los demás estuvo a punto de morir de inseguridad. La envidia y el terror lo atormentaban porque los demás parecían, según el caso, más jóvenes, altos, sanos, ricos, con más influencias o mejor formados que él. Detestaba sentirse así. Pero, como de costumbre, ocultó su inseguridad tras una fachada de arrogancia.

Por fin le llegó el turno. Recitó el monólogo de Hamlet, solo en el escenario, bajo un foco, con el cuerpo largo y delgado tenso por la indecisión y la incerti-dumbre y la hermosa cara crispada por la confusión.

—Da muy bien el tipo de un hombre atormentado e indeciso —murmuró Heidi, la ayudante de dirección.

—Sí —asintió el director.

Cuando terminó, Lorcan tuvo que apretar los dientes para no suplicar: «Por favor, díganme que lo he hecho bien. Déjenme actuar en la obra.»

No sabía que el actor que realmente querían para el suplente de Hamlet había sido elegido para protagonizar Viaje a la noche en el Almeida. De modo que cuando Heidi le dijo que habíaconseguido el papel vivió un instante de deliciosa incredulidadantes de que el péndulo de su autoestima se desplazaraviolentamente en la dirección contraria. De inmediato pensó que nose merecía menos. Claro que lo habían escogido. ¿Cómo no iban ahacerlo? El terror se derritió como la nieve bajo elsol.

—Enhorabuena —dijo Heidi. Lorcan respondió con una sonrisa de «no tiene importancia»—. Sé que sólo serás el suplente de Frasier Tippet —añadió—, pero de todos modos te felicito.

—Bueno, es probable que Frasier Tippet tenga un accidente terrible. Nunca se sabe, pero siempre me queda la esperanza. —Lorcan cruzó los dedos, dedicó una seductora sonrisa a Heidi y se marchó.

La sonrisa de Heidi tembló y desapareció. Frasier Tippet era su novio.

Al día siguiente Lorcan tenía que rodar un anuncio de mantequilla. Había hecho una prueba seis semanas antes y se había sentido muy agradecido de conseguir el papel. Los anuncios de televisión se pagaban muy bien. Algunos daban lo suficiente para vivir un año entero.

Pero ahora que iba a recuperar su legítimo lugar —bajo los focos de un teatro serio— su vanidad volvió a asomar su gigantesca cabeza. ¿Por qué sentirse agradecido por un anuncio de mantequilla? ¿Qué importaba que le pagaran miles de libras? Eran afortunados de contar con él y se aseguraría de que lo supieran.

A la hora acordada —bueno, sólo cuarenta minutos después—, se presentó en un almacén helado y sin ventanas de Chalk Farm para empezar el rodaje. Lo recibió una multitud histérica: productores, directores, agentes, ejecutivos de publicidad, representantes de la fábrica de mantequilla, maquilladoras, estilistas, peluqueros y las innumerables personas que asistían a todos los rodajes para mirar y beber té, todos con llaves y buscapersonas colgando del cinturón.

Yo controlo todo el cotarro, se dijo Lorcan, saboreando la sensación de invencibilidad. He vuelto. Es estupendo.

—¿Dónde estaba? Queríamos llamarlo al móvil, pero suagente nos dijo que no tiene móvil —dijo Ffyon, el productor,agitado—. Supongo que será un error.

—No es un error —lo tranquilizó Lorcan con voz grave—. No tengo móvil.

—¿Porqué no?

—Porque con un móvil nunca te dejan en paz —mintió Lorcan, que en realidad no tenía dinero para comprárselo.

Después de escalar una montaña de cables anaranjados para estrechar la mano de los peces gordos de la agencia de publicidad y de la fábrica de mantequilla, Lorcan fue conducido a la sección de maquillaje. A continuación se le acercó una chica con un peine y un bote de laca, pero Lorcan la atajó cogiéndola del brazo.

—No me toques el pelo —dijo con tono cortante.

—Pero...

—Nadie me toca el pelo a menos que yo lo diga.

Lorcan trataba su cabello como si fuera un perro con pedigrí. Lo cuidaba, lo mimaba, le daba pequeños premios cuando se portaba bien y no permitía que ningún extraño se metiera con él.

Llegó la hora de pasar por guardarropía. Después de infinidad de cambios, los dos estilistas tuvieron que reconocer que, a pesar de que habían llevado una asombrosa variedad de prendas, Lorcan estaba más atractivo con su propia ropa: téjanos desgastados y una camisa de seda color turquesa que hacía resaltar sus ojos violáceos.

—Vale, puedes quedarte tal como estás —cedió Mandii.

—Pero habrá que plancharle la ropa —se apresuró a decir Vanessa, que quería verlo una vez más en calzoncillos y calcetines.

Nunca había visto un hombre tan guapo. Piernas largas y musculosas, cintura pequeña, espalda ancha, pecho firme. Y su piel suave, tersa y dorada parecía pedir que la tocaran.

Finalmente, dos horas después de su llegada, Lorcan estaba casi listo. Como broche final, se echó el pelo hacia atrás, despejando su preciosa frente. La mano que sujetaba el peine se crispó involuntariamente.

—¡Mantequilla Worth, toma primera! —gritó el director. Laclaqueta se cerró y las cámaras se pusieron en marcha.

Habían montado el decorado de un salón, que parecia una isla enmoquetada e iluminada en medio del vasto suelo de cemento. El anuncio empezó con Lorcan tendiendo su cuerpo fuerte y delgado sobre un sofá de terciopelo rojo, un pie cruzado sobre la rodilla contraria y un plato con una tostada en el regazo. La cámara ascendió por su cuerpo. La idea era que él levantara la vista, arqueara una ceja y dijera: «¿Mantequilla de verdad?» Luego daría un bocado a la tostada y haría una pausa cargada de sensualidad y complicidad antes de decir, con una sonrisa enternecedora: «Porque yo lo valgo.»

En la prueba había estado deslumbrante. Absolutamente genial. Si hubiera habido un Oscar por saber apreciar la mantequilla, Lorcan lo habría ganado. Las personas que lo habían escogido no sabían que llevaba más de un día sin comer y que el hambre había dado credibilidad a su interpretación.

Pero ahora las cosas habían cambiado. Había conseguido un papel en una obra decente, era un actor serio y no quería que nadie dudara de ello. Así que sobreactuó de manera escandalosa, usando el tono solemne, pomposo, shakesperiano de la audición del día anterior.

—Acción. Y Lorcan...

Proyectando la voz desde el diafragma hasta la última fila, Lorcan gritó «¿Mantequilla de verdad?», como si fuera el principio del monólogo de Hamlet. Las personas que estaban en el fondo de la sala se sobresaltaron y el cámara estuvo a punto de quedarse sordo. A nadie le habría sorprendido que Lorcan continuara: « ¿Mantequilla de verdad? Ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo: sufrir los tiros penetrantes de la injusta Flora o...?»

—¡Corten! ¡Corten! —gritó el director—. Pasemos a la tomados, y esta vez en voz un poco más baja, ¿de acuerdo?

Justo cuando las cámaras empezaban a girar para la toma segunda, Lorcan gritó:

—Un momento. ¿Lo que hay en esta tostada es mantequilla?

—Sí —confirmó Melissa, la encargada de hacer las tostadas.

—Puaj —dijo Lorcan con dramatismo, arrojando el plato sobre el sofá—. Puaj, puaj, puaj. ¿Pretenden matarme? Esa porquería bloquea las arterias.

El señor Jackson, de la fábrica de mantequilla, se quedó estupefacto.

—Tráiganme una margarina baja en grasa —ordenó Lorcan.

Así que mientras Melissa corría a la tienda de comestibles más cercana, Jeremy, el encargado de reparto tranquilizaba al señor Jackson, prometiéndole que nadie sabría que no había mantequilla en la tostada y que Lorcan haría un excelente trabajo aunque no confiara en el producto. Pero a pesar de la margarina poliinsaturada, el estilo shakesperiano continuó:

—Toma diez. Y Lorcan...

—¿Mantequilla de verdad? —declamó una vez más, esta vezcomo si se preparara a recitar el parlamento de LadyMacbeth.

Todos esperaban que continuara: «¿Es mantequilla de verdad lo que veo ante mí, con el cuchillo de la mantequilla hacia mi mano? Ven, que te agarre. No te tengo y, sin embargo, sigo viéndote.»

—¡Corten! ¡Corten! —gritó Mikhail—. Por favor,Lorcan...

—¿Quién es este payaso? —preguntó el señor Jackson y miróalrededor buscando al joven de la agencia de publicidad parapedirle cuentas.

Lorcan se lo estaba pasando bomba y le alegró ver que el señor Pijo de la agencia de publicidad se acercaba para hablar con él. Otra oportunidad para ponerse caprichoso.

—¿Quétal si emplea un tono más informal? —sugirió a Lorcan—. Un poco másfamiliar.

—¿Cómose llama? —preguntó Lorcan con brusquedad, aunque ya los habíanpresentado.

—Joe. Joe Roth.

—Muy bien, Joe Joe Roth, permita que le diga algo: Yo he hecho más anuncios que polvos ha echado usted en su vida. Decirme cómo hacerlo es como enseñarle a su abuela a chupar pollas.

Joe suspiró. Aquello era lo único que le faltaba. Tenía muchas cosas en la cabeza, incluida una presentación de un anuncio de cereales para el día siguiente. Hacer de niñera de actores neuróticos y consentidos no era lo suyo. Sobre todo teniendo en cuenta que él no había seleccionado el reparto. Lo había heredado de su predecesor en Breen Helmsford. Pero la responsabilidad seguía siendo suya.

Lorcan, que se moría de ganas de pelear, le dirigió una mirada desafiante. Riendo para sus adentros, se preguntó si sería capaz de hacer llorar a Joe Joe Roth. Hacía tiempo que no tenía una oportunidad semejante. Pero Joe lo decepcionó diciendo con cortesía que repitiera su frase con tono más familiar y menos pomposo.

Cosa que enfureció más a Lorcan. ¿Quién era ese gilipollas guaperas con pasta e insólito control de sí mismo? Joe Roth era más duro de lo que Lorcan había supuesto. Tendría que tomar medidas más drásticas. Para vengarse, Lorcan sobreactuó aún más en cada una de las tomas sucesivas. Finalmente, en la toma veintidós, por pura malicia, sólo porque podía permitírselo, gimió:

—¿Cuáldebería ser mi motivación en esta escena?

—¿Eltalón de pago? —preguntó Joe con tono inexpresivo, reclinándosecontra la pared y cruzando los brazos. Se había cansado del papelde buenazo.

—Soy un artista —declaró Lorcan con arrogancia.

—Puede que el problema sea ése —replicó Joe con sequedad—. Habíamos pedido un actor.

Lorcan entornó los ojos. Mandii y Vanessa miraron a Joe y cambiaron codazos. Era atractivo.

—Muy bien. Vamos a repetir —dijo el director—. Otra tostada, Melissa. Toma veintitrés y Lorcan...

—¿Mantequilla de verdad? —dijo Lorcan con el tonoperfecto.

Por fin, pensó todo el mundo con un suspiro de alivio. Lorcan dio un bocado a la tostada, sonrió con picardía a la cámara y con la misma voz bonita y melodiosa añadió:

—Produce ataques cardíacos.