Capítulo 23

El primer verano de amistad entre Fintan, Tara y Katherine fue mágico, a pesar de que Frank Butler consideraba que Fintan O'Grady era una mala influencia para su hija. Se lo decía sin ambages a todo el que quisiera escucharlo en el bar de O'Connell. Aunque no consiguió mucho apoyo para su causa.

—¿Qué daño puede hacer? —preguntó Tadhag Brennan evocando a Fintan con sus mangas murciélago y sus pantalones bombachos—. Añade una pizca de sal y pimienta a este lugar. Además, sólo es una frase que está pasando.

—Pero cuando termine de pasar esa frase, o fase, habrá corrompido por completo a mi hija.

Los amigos de Frank callaron. No era justo culpar a Fintan O'Grady. Tarde o temprano, Tara Butler acabaría corrompiéndose de todas maneras. Aunque sólo tenía catorce años, ya se le notaba.

Era muy popular entre los muchachos del pueblo, cuya ocupación principal era lucir sus pantalones acampanados apostados en el cruce de Main Street con Small Street. Eran profesionales de la esquina, que quizá acabarían apuntando esta actividad en su curriculum vitae.

—Ya he avistado las tetas —decían dándose codazos cuando veían aproximarse a Tara—. El resto viene después.

—Eres una buena jaca —gritaban cuando Tara pasaba a su lado, atractiva y curvilínea, mirándolos por encima del hombro—. No me importaría tenerte en mi cuadra. ¿Quieres que vayamos a buscar un pajar?

—La seducción al estilo de Knockavoy —decía Katherine con sarcasmo.

Nadie sugería que Katherine fuera una buena jaca. De hecho, a veces le gritaban:

—¡Eh, nena, eres más lisa que una tabla! Preferiría salir con una escoba a salir contigo.

Tara estaba preocupada por ella.

—¿No te molesta?

—¿Qué cosa?

—Que no te digan... —Tara titubeó— que les gustaría tenerte en su cuadra.

La mirada que le dirigió Katherine redefinió el concepto que Tara tenía del desprecio.

—¿No? Estupendo —murmuró Tara con nerviosismo.

A los catorce años Tara estaba muy interesada por los chicos, aunque no quería saber nada de los del pueblo. Vivía esperando el verano, cuando la hambruna se convertía, si no en un banquete, al menos en una comida decente, ya que cada semana llegaba una provisión fresca de adolescentes al camping cercano. Tara y Fintan (aunque éste en menor grado) hacían lo posible para conocerlos a todos.

—¡Nadie volverá a la ciudad decepcionado! —solía decir Fintan.

Durante las tardes interminables, Tara, Katherine y Fintan pasaban horas sentados en el malecón bajo la luz crepuscular, hasta que el sol se ponía más allá del mar.

—Allí está Estados Unidos —decían—. Próxima parada: Nueva York. Luego aguzaban la vista, tratando de vislumbrar la Estatua de la Libertad en el horizonte. Algún día iremos allí —suspiraban.

—¿Qué demonios hacen sentados ahí durante horas? —preguntaba Frank Butler con furia a Fidelma—. Los vi a las cinco y media. Y después, cuando volví a pasar a las diez, seguían en el mismo sitio.

Fidelma suspiraba. Ella sabía lo que era pasar horas sentada en un muro húmedo, ajena al paso del tiempo, construyendo castillos en el aire y luego mudándose a ellos. Recordaba su juventud, la certeza de que le aguardaba un futuro maravilloso, como una flor que espera el momento de abrirse.

—Puede que estén contemplando el paisaje —sugería.

Frank gruñía, y con razón. Tara, Katherine y Fintan ni siquiera reparaban en la gran expansión de mar y cielo, excepto cuando pensaban que querían escapar de allí. El único paisaje que les interesaba era el de los chicos que iban al malecón todas las tardes. Había una intensa vida social, con más de veinte visitantes por noche. Turistas de Limerick, Cork, Dublín e incluso Belfast.

Lo que entristecía a Tara era que también acudían chicas vestidas a la sofisticada moda de la ciudad. Se acercaban incluso aunque supieran que perdían el tiempo con Fintan. Al menos ninguna de las locales intentaba hacerles la competencia. A veces se acercaban algunas compañeras del colegio, pero cuando veían que no eran bien recibidas en el círculo selecto, se marchaban decepcionadas.

Cada noche el aire estaba cargado de deseo adolescente. Para facilitar las cosas, había ritos fijos de cortejo. Una sabía que le gustaba a alguien si ese alguien la pisaba o le arrojaba una medusa. Los chicos bajaban constantemente a la playa a buscar medusas en las tablas que arrastraba el mar y luego las arrojaban al objeto de su deseo.

A Tara le arrojaban más medusas que a nadie. Un chico de doce años arrojó unas cuantas a Katherine, hasta que se enteró de que ella tenía catorce y se disculpó. A Fintan no le arrojaban ninguna.

Hasta que llegaba la noche, entonces había que ver cómo cambiaban las cosas.

Si el blanco de la medusa gritaba «¡Ay, asqueroso! ¡Te odio!», era señal de que la atracción era mutua. Pero si salía corriendo, volvía cinco minutos después con su padre y señalaba diciendo «Ha sido él, papá», uno sabía que se había equivocado al evaluar la situación.

Otro método infalible de anunciar las intenciones amorosas era enseñar un puñado de algas y decir: «¿Sabes qué es esto? Tu pelo.» De manera semejante, si un chico encontraba unas bragas viejas y podridas que habían sido arrastradas por la corriente y preguntaba «¿Son tuyas?», la interpelada sabía que tenía un admirador.

Tara pasaba el mes de junio y la mitad de julio con un nudo de ansiedad en el estómago. Había sido la época más emocionante de su vida. No hacía más que declarar «Estoy enamorada», a lo que Katherine respondía con indulgencia: «¿Otra vez? ¿Quién es ahora?»

La mayoría de las noches, en cuanto el sol se ponía en el horizonte, Tara iba a las dunas para una sesión de besuqueos con el elegido de turno. Katherine la esperaba en el malecón, conversando con los perdedores. No tenía ningún interés en ir a las dunas a besuquearse con nadie.

Y los chicos tampoco demostraban mayor interés por ella. Era demasiado flaca y plana, sin indicios de la mujer esbelta y misteriosa en la que se convertiría. «Tiene una gran personalidad», decían de ella. Lo que traducido a lenguaje adolescente quería decir: «No tiene tetas.»

Tara pasaba la mayoría de las noches de los viernes entre despedidas llorosas y promesas de escribir, pero luego empleaba las tardes de los sábados en controlar las nuevas llegadas, los coches que entraban en el camping, cargados de gente y maletas. La vida no podía ser mejor.

Pero Fintan aspiraba a algo más que dunas y malecones para los tres. Tenía una visión. A mediados de julio escandalizó a Tara y a Katherine proponiendo como si tal cosa:

—Vayamos a la sala de fiestas.

Desde hacía tres veranos habían habilitado una sala de fiestas para mayores de dieciocho en el centro social del pueblo. Durante la mayor parte del verano abría únicamente los sábados por la noche, pero en agosto, cuando había más afluencia de turistas, también abría los miércoles. El cura del pueblo había dado su aprobación a regañadientes —con la esperanza de que el baile alejara a los turistas de los antros de perdición de Kilkee y Lahinch, que estaban a pocos kilómetros de allí por la carretera de la costa— y sólo después de un intento fallido de reunir dinero para comprar autos de choque.

Sin embargo, la sala de fiestas también era un buen caldo de cultivo para el pecado. Aunque durante los temas lentos el padre Neylon patrullaba la sala con un bastón, innumerables personas acudían al confesionario atormentadas por pensamientos impuros. No era bueno alentar la depravación. A menos que se sacaran beneficios económicos de ella.

—¿A la sala de fiestas? —Tara y Katherine tragaron saliva—. Pero no tenemos edad.

—¿Quién lo dice?

—Todo el mundo —señaló Katherine—. Nuestras partidas de nacimiento, por ejemplo.

—Las reglas se hacen para saltárselas —sentenció Fintan con una sonrisa.

—¿Tú has ido alguna vez? —preguntó Tara.

—Eh..., sí, desde luego —respondió Fintan con arrogancia—. El año pasado. Y el anterior.

—¿Crees que nosotras conseguiríamos entrar? —preguntó Tara con una mezcla de euforia y temor.

Ni siquiera se le había ocurrido la idea de ir a la sala de fiestas. Daba por sentado que para hacerlo había que tener por lo menos dieciséis años. Pero de repente parecía posible.

—Yo diría que sí —respondió Fintan con seguridad—. Siempre que vayáis maquilladas y con la ropa apropiada. Dejadlo en mis manos.

—Mi padre tiene razón —dijo Tara con admiración—. Eres una mala influencia. Y menos mal, porque afrontémoslo —añadió mirando con afecto a Katherine—, si esperara que tú me corrompieras, tendría que hacerlo hasta el día del Juicio Final.

 

 

Hicieron los preparativos para ir a la sala de fiestas a un ritmo frenético. Katherine sacó dinero de su cuenta postal y se lo dio a Tara. Esta hizo autostop con Fintan hasta Ennis, donde compró unos téjanos elásticos de color rosa, la prenda más bonita que había tenido en su vida. Encargaron un bote de gel para el pelo al farmacéutico de Knockavoy, que prometió usar sus influencias para que llegara al pueblo antes del sábado. Pusieron en servicio un pintalabios rosa que había venido gratis con el número especial de la revista Jackie Summer.Fintan dijo que tambiénpodrían usarlo como colorete y sombra de ojos.

—No puedo vestirme en casa —dijo Tara, asustada—. Si mi padre me ve maquillada, me matará.

—Vístete en la mía —ofreció Katherine.

—¿Y Delia no se enfadará? ¿No se chivará?

—Qué va —respondió Katherine con un suspiro—. Lleva todo el verano dándome la lata para que vaya a la sala de fiestas. Lo único que me preocupa es que quiera venir con nosotros.

—¡Jolín! —exclamó Tara—. ¡Qué suerte tienes!

—Yo no lo creo.

—¿Y qué dirá tu madre? —preguntó Tara a Fintan—. ¿Se enfadará si nos descubre?

—Si mi madre se entera de que he ido a un baile con dos chicas, se pondrá como unas pascuas —le recordó Fintan.

Cuando llegó el gran día, Tara compró cuatro limones. Siguiendo las instrucciones dejackie,los exprimió sobre sucabeza y se preparó para pasar seis horas sentada al sol, esperandoque su cabello castaño claro se pusiera rubio. Por desgracia, elcielo se nubló, empezó a llover y ése fue el fin del experimento.Fintan llegó justo cuando Tara estaba a punto de aclararse el pelocon cerveza para darle brillo. (Otro consejo dejackie.)

—¿Qué haces? —Fintan parecía al borde de un ataque—. No me digas que piensas aclararte el pelo con cerveza.

—¿Es malo para el pelo? —preguntó Tara, asustada.

Puede que Fintan fuera afeminado, pero seguía siendo un hombre.

—¿Qué más da si es malo para el pelo? ¡Es una locura! —exclamó—. ¡Vas a desperdiciar una buena cerveza!

—Pero quiero que mi pelo tenga buen aspecto para el baile —dijo Tara.

—Créeme, tu pelo tendrá mucho mejor aspecto si te bebes la cerveza —respondió Fintan—. O al menos te lo parecerá.

Tara llegó a casa de Katherine cargada con una bolsa de plástico en la que llevaba ropa, maquillaje y dos botellas de medio litro de oporto que había robado del alijo de su padre. Delia estaba trabajando en el pub. Agnes, encorvada, vieja y solitaria, alzó la vista del ejemplar de Spare Ribde Delia y miró condesconfianza a Tara.

Fintan llevó a Tara a la habitación de Katherine.

—Necesito estar solo con mi cliente —dijo con tono solemne, cerrando la puerta en las narices de Katherine—. Genio trabajando.

Un buen rato después, cuando Tara salió, Katherine se quedó maravillada.

—Pareces... —Por una vez se había quedado sin habla—. No sé... tan mayor. —Hizo la pausa para buscar las palabras correctas—. Parece que tengas diecisiete años.

Tara lucía los téjanos rosas, una camisa blanca con volantes y, debajo, una camiseta azul estirada al máximo sobre su generoso busto. Tenía los ojos delineados con lápiz azul, carmín rosa en la mayor parte de la cara y el cabello peinado hacia atrás y modelado con gel para que hiciera picos en los sitios adecuados.

—Muy bien —dijo Fintan a Katherine—. Ahora tú.

—Pero yo ya estoy lista.

Katherine vestía téjanos negros —no elásticos— y una camiseta blanca holgada; naturalmente, no se había puesto ni una pizca de maquillaje. Sólo se habría maquillado si hubiera tenido a alguien que la mandara a lavarse la cara. Le habría encantado tener un padre que le gritara: «¡Quítate esa porquería de la cara! ¡Ninguna hija mía irá por las calles del pueblo de Knockavoy como una puta pintarrajeada!» Como le habría gritado Frank a Tara.

—Tenemos que parecer mayores o no nos dejarán entrar —dijo Fintan con nerviosismo—. Al menos rellénate el sujetador.

—Ya lo he hecho —respondió Katherine con timidez.

Cuando Tara entró en la cocina, Agnes se quedó sin habla.

—¡Por Jesús, María, José y todos los santos del santoral! —exclamó—. Péinate, niña. ¿Cómo te has hecho tantos nudos en el pelo?

—Lo he hecho adrede. Es la moda.

—Pero si tienes unos pelos que parecen una mata de aulaga.

—Gracias. —Fintan y Tara cambiaron una sonrisa tímida.

—Vaya —dijo Agnes, empezando a entender—. Ese peinado está de última moda, ¿eh?

—Sí.

—¿Y a mí me quedaría bien?

Hubo una pausa cargada de desconcierto, hasta que Fintan se repuso.

—Le quedaría que ni pintado, Agnes. —El dios de la orientación profesional miró hacia la tierra, sonrió y pensó: este chico llegará lejos en el mundo de la moda—. Aunque primero tendría que cortárselo —advirtió Fintan.

—Corta todo lo que quieras.

Mientras se deshacía el moño gris, Agnes cogió la botella de whisky y dijo:

—Vosotros podéis beberos el oporto de Frank Butler, pero yo prefiero una bebida como Dios manda.

Unas horas después, cuando Delia volvió a casa, encontró a su madre sentada en el mismo sillón donde la había dejado, totalmente borracha, embadurnada con un pintalabios rosa subido y con el pelo gris convertido en una mata de greñas pegajosas.

—Mírame —gritó Agnes—. ¡Voy a la última!

A los muchachos de la esquina no acabó de convencerles la transformación de Tara.

—No me gusta la pintura de guerra —comentó Bobby Lyons al verla pasar.

—Y su pelo parece un rastrillo —protestó Martin O'Driscoll.

—Más bien una bala de heno —dijo Pauley Early.

—Pero los pantalones rosas están bien —reconoció Sammy.

—Sí —asintieron los demás en coro—. Los pantalones rosas están muy bien.

A pesar del oporto, Tara, Katherine y Fintan eran un manojo de nervios cuando llegaron a la puerta del centro social.

—Recordad que nacisteis en 1963 —murmuró Fintan.

Pero no tenían motivos para preocuparse. Lo único que quería saber el padre Evans era si tenían suficiente dinero para pagar la entrada.

Habían estado en el centro social centenares de veces, pero esa noche el polvoriento suelo de taracea, el pequeño escenario, las sillas de plástico anaranjadas, los horarios de las clases de primeros auxilios, los carteles de las truncadas clases de yoga de Delia, todo parecía transformado por arte de magia.

Aunque sólo eran las siete y media y todavía brillaba el sol, la atmósfera estaba cargada. Una máquina extraña proyectaba círculos de colores en las paredes. Los círculos se expandían, luego se partían en dos y pasaban del azul al verde y al rojo. A Katherine le recordaron las imágenes de las células que se dividían y crecían mientras las miraba por el microscopio en clase de biología.

Eran los primeros en llegar. Se sentaron en el borde de las sillas de plástico, nerviosos, muertos de expectación, y esperaron que llegara el resto de la gente. Y esperaron. Y esperaron.

—¿No deberíamos bailar? —preguntó por fin Katherine, que tenía un fuerte sentido del deber.

—Espera un poco —dijo Fintan mirando con ansiedad a la puerta, deseando que entrara alguien, cualquiera. Tara y Katherine se percataron de que, a pesar de todas sus fanfarronadas, también era la primera visita de Fintan al lugar.

Permanecieron sentados en silencio mientras las motas de polvo flotaban en los haces de luz.

—Voy a ir al lavabo para comprobar si mi pelo está bien —dijo Tara después de un rato.

—Está bien —respondió Katherine.

Continuaron sentados en silencio.

—Iré de todos modos.

A eso de las nueve y media, mientras la limitada selección de temas musicales empezaba a sonar por tercera vez, llegaron un par de personas más. Poco después, cuando por fin se hizo de noche fuera del local, entró más gente.

Mudos y nerviosos, Tara, Katherine y Fintan permanecieron sentados, asombrados de la tranquilidad y la confianza de los demás, de lo cómodos que parecían en aquel maravilloso lugar. ¿Alguna vez llegarían a estar tan curtidos?

Katherine no dejaba de mirar la puerta. Sabía que su madre estaba en el trabajo, pero no le habría sorprendido que...