INTRODUCCIÓN: EL MUNDO HACIA 1527

FELIPE II Y SU TIEMPO: ése es el título, ése es el gran tema de esta obra. Empecemos, pues, por el tiempo de Felipe II, que es, claro está, el de toda su vida, y no sólo de su reinado; por lo tanto también, en buena parte, el tiempo de Carlos V, bajo cuya sombra se formó el Rey. De ahí el natural punto de arranque: ¿Cómo era el mundo hacia 1527, el año en el que nace nuestro personaje? ¿Qué cosas nuevas están surgiendo, qué es lo que sorprende a los hombres de esa hora? ¿Qué es lo que ya empieza a ser habitual, pese a su carácter novedoso, y hasta en algunos casos revolucionario, en cuanto a la profunda transformación que se estaba operando en las relaciones de los hombres?

Tal planteamiento invita a unas reflexiones previas. Estamos acostumbrados a considerar que nuestro tiempo es la verdadera y hasta casi, para no pocos, la única época de los grandes cambios. Todos los días amanece con un nuevo descubrimiento, con otro hallazgo que abre nuevos caminos para la investigación, para la gran industria, para la vida cotidiana. De forma que lo extraordinario se ha convertido en ordinario y que, cuando se echa la vista atrás y se hace balance de lo que ha ocurrido, no ya en el último siglo, sino en las últimas décadas, el cambio es tan grande que ya se nos embota nuestra capacidad de asombro.

Está claro que la vida sufre actualmente un proceso de cambio profundamente acelerado y que, en contraste, tenía otro ritmo más pausado en los siglos pasados y, por supuesto, tal era lo que ocurría en el Quinientos, en especial en el mundo rural.

Ahora bien, si fijamos más nuestra atención, encontraremos que toda época tiene ocasiones de sobra para llenarse de asombro frente al fenómeno del cambio. Y eso es lo que ocurriría también en el siglo XVI y, por ser más precisos, en esa década de los años veinte que es en la que nace Felipe II.

De entrada, un acontecimiento de primera magnitud ha trastocado el conocimiento que se tenía de la Tierra, pues ocurre que un navegante portugués, al servicio del emperador Carlos V, ha dado por navegar siempre hacia Occidente y, después de alcanzar las costas de la América meridional, ha encontrado un paso que le ha permitido penetrar en el nuevo Océano, en el mar Pacífico, y ha seguido la gran aventura, hasta ahora jamás intentada por el hombre, de llegar al mundo oriental por las rutas occidentales, demostrando a todos aquello que algunos sabios habían ya formulado desde la Antigüedad, pero tomado por la gente sensata como fantasías; esto es, que la Tierra era redonda. Con lo cual se alzaba una interrogante formidable: ¿Cómo podían sostenerse los antípodas? ¿Qué era lo que les sujetaba a la tierra, dado que se hallaban boca abajo y, en buena lógica, debían precipitarse a los abismos? Pero las cosas ya era seguro que estaban así: los navegantes seguidores de Magallanes (unos pocos, ciertamente, pues la mayoría han perecido, con el mismo Magallanes, en la empresa) han regresado a España en 1522, provocando la gran admiración.

Lo que esto quiere decir es que los hombres que nacen hacia 1527, coetáneos del príncipe Felipe, forman una generación que está dentro del gran milagro. Es una generación muy moderna, que se destaca ya formidablemente de todo lo anterior, de una concepción de la Tierra hasta entonces tan medieval.

Y precisamente es por entonces cuando un clérigo polaco de nombre sonoro, Nicolás Copérnico, gran matemático, gran conocedor de la sabiduría de la Antigüedad y gran observador de los cielos, ha encontrado que los cálculos de los astrónomos de su tiempo eran erróneos y ha dado en volver sobre una curiosa teoría de un sabio antiguo poco conocido: Aristarco de Samos. La cuestión era nada menos que un desafío a todo lo que nos señalaban los sentidos: ¿y si la Tierra se movía, aunque los humanos fueran incapaces de percibirlo? Toda la gente afirmaba que la Tierra era el centro del universo y que, en consecuencia, el firmamento giraba en torno a ella; lo cual, además de ser lo más sensato que se podía creer, pues bastaba con ver cómo salía el sol todos los días y cómo caminaba por el firmamento de la mañana a la noche, era también lo que aseguraba el libro divino, el libro por excelencia: la Sagrada Biblia, con lo cual cesaba cualquier discusión.

Sin embargo, precisamente hacia 1533 el papa Clemente VII quiso enterarse. ¿Qué cosa tan curiosa era aquélla? Que alguien le informara sobre ello.

Y así lo hizo su secretario, Juan Alberto Widmanstadt. Claro que tomándolo como un mero juego intelectual, como una fantasía, como un «divertimento». El propio Copérnico, al guardar su manuscrito, lo haría, como confesaría después al papa Paulo III, para evitar «la mofa a que me expongo, por la novedad de mi teoría, difícil de comprender[1]»

Por lo tanto, estamos ante una época singularísima, en la que se está preparando la nueva concepción de la Tierra y del cosmos. Pero, por lo pronto, y en eso hay poco cambio, es también una era de guerras y calamidades. Y entre ellas, la mayor que pueda pensarse: que los soldados de Carlos V combatan contra las tropas pontificias. Esto es, Clemente VII, que tal es el Papa, ateniéndose a su condición de jefe temporal de un Estado italiano, se ha olvidado de que también es el pastor de la Cristiandad y ha declarado la guerra al Emperador.

Gran confusión en toda la Cristiandad, particularmente en España. Una situación que Luis Vives, desde su observatorio de Brujas, no dudaría en calificar de guerra civil entre los pueblos cristianos, bien aprovechada por el Turco con sus ofensivas sobre la Europa central. En efecto, en el mismo año en el que se forma la liga clementina contra el Emperador, en 1526, es también cuando Solimán el Magnífico vence en Mohacs al rey Luis II de Hungría y se apodera de casi todo el reino magiar.

También es, no hay que olvidarlo, cuando Lutero apresta su traducción alemana de la Biblia, como grito de protesta contra toda la estructura de la Iglesia que dirige el Papa desde Roma, y cuando se enzarza con Erasmo por el problema del libre albedrío. Y, por citar nombres señeros, es cuando muere en Florencia Maquiavelo, sin que toda su astucia política le sirva para mantenerse en la confianza de sus conciudadanos, y cuando, en Inglaterra, todavía Tomás Moro, el autor de la Utopía, sigue gozando de la protección de su rey Enrique VIII.

¿Y en España? ¿Cómo es y cómo se presenta España? La primera consideración que podríamos hacer es que España, como un ente político, hace bien poco que ha logrado su unidad y que, por ello, esa unidad es todavía harto frágil.

En efecto, sólo hacía medio siglo que se habían unido las Coronas de Castilla y Aragón; poco más de treinta años que se había terminado la Reconquista, con la toma de Granada, y ése era también el tiempo que hacía de la definitiva incorporación de las Canarias, concluida por Alonso Fernández de Lugo con la conquista de Tenerife en 1496. Y todavía hacía menos tiempo, apenas nada, desde que Fernando el Católico incorporaba el reino de Navarra a la Corona de Castilla, en las Cortes de 1515.

Está claro que aquellos hombres del Quinientos europeo asistían, asombrados, al despegue internacional de la Monarquía hispana, cuando los tercios viejos acaudillados por el Gran Capitán eran capaces de arrojar a los franceses del reino de Nápoles, cuando Pedro Navarro dominaba el norte de África y se apoderaba de Trípoli. Y, por sí fuera poco, cuando tras el descubrimiento de América vino la rápida conquista de la zona antillana y la penetración en Tierra Firme, con la victoria sobre el imperio mexicano de los aztecas.

Precisamente en 1528, cuando el príncipe Felipe cuenta un año, Hernán Cortés regresa a España. Es un hombre de leyenda; su nombre es ya mítico. El propio cronista de sus hazañas, Bernal Díaz del Castillo, lo diría de forma magistral:

… la fama de sus grandes hechos volaba por toda Castilla[2]

No cabe duda, a pesar de que todas aquellas hazañas eran tan recientes y de que su unidad política era tan frágil, Castilla y España entera pasaban por una etapa de euforia.

En verdad, Castilla era consciente de su propia grandeza. Y eso se reflejaría en las Cortes castellanas, reunidas aquel mismo año de 1527 en Valladolid, convocadas por Carlos V para afrontar todo lo que se le viene encima.

A ese respecto tenemos un testimonio de primera mano: el discurso que ante aquellas Cortes castellanas de 1527 pronunció el canciller imperial Mercurino de Gattinara, en nombre de su señor Carlos V. Estaba reciente la liga clementina, en la que se aliaban, contra el Emperador, el papa Clemente VII y Francisco I de Francia, una liga a la que se uniría poco después el rey de Inglaterra, Enrique VIII; por lo tanto, toda la Europa occidental confabulada contra Carlos V, a excepción de Portugal.

Y, sin embargo, Gattinara preferiría hacerse eco de otro acontecimiento, aquél que antes hemos mencionado: la caída de Hungría en manos del turco Solimán el Magnífico. Gattinara no haría un llamamiento a la defensa de España, que parecía tan amenazada, sino que clama por la salvación de la Europa cristiana, tan a riesgo de sucumbir ante el empuje turco.

Es cuando pronuncia aquellas elocuentes razones: España no podía permanecer indiferente ante la ofensiva turca sobre el corazón de Europa:

Por donde a Su Majestad por la sangre[3] y a sus súbditos y a España principalmente parece este negocio pertenecer; pues en conformidad de opiniones, en unión de señoríos, en fuerzas, poder y riquezas a todas las otras cristianas naciones ahora sobrepuja y es sola la que en religión y servicio de Dios y ensalzamiento de su santa fe contra los enemigos de Él ha excedido tanto…

Gattinara no se quedaría ahí. Elevaría aún más la elocuencia de su discurso, para poner en pie a los procuradores de aquellas Cortes castellanas, haciendo un llamamiento a sus sentimientos nacionales, a la grandeza de la hora histórica que estaban viviendo.

Y así les añade:

… que se puede lícitamente decir aquello: No podrá [España] acabar lo que no quisiere comenzar. Y de la gloria que dexare de alcanzar, no a la natura, ni a la fortuna, mas a sí misma podrá culpar[4]

Y anótese ese aspecto de la cuestión: aquel político piamontés, al servicio de Carlos V, identificaba Castilla con España, de forma que, al alentar a los procuradores castellanos a que apoyaran al Emperador, no se ceñía exclusivamente a los intereses de Castilla, sino que les hablaba de la grandeza de España y de la responsabilidad histórica que por ello les alcanzaba.

Esto es, no había intereses en juego, sino, en todo caso, responsabilidades y sacrificios para Castilla, como alma que era de España. Porque de igual forma que la lengua castellana se estaba haciendo sinónima de la española, Castilla lo estaba siendo de España; así lo entendía al menos aquel hombre de Estado al servicio de Carlos V que era el canciller Gattinara.

Y es en esa Castilla, corazón de España, y en aquel Valladolid, corazón de Castilla, donde puso su corte Carlos V. Y de ese modo, allí iría a nacer en 1527 el príncipe Felipe. Un príncipe que desde su cuna ya está abocado a ser una de las grandes personalidades de su siglo.

Bastaría con recordar, a bote pronto, algunos hechos, vinculados a su persona: la fijación de la capital en Madrid, convirtiendo aquella Monarquía de nómada en sedentaria; el logro de la unidad peninsular, con la incorporación de Portugal; el paso en América de la etapa violenta de la conquista a la pacificadora de la colonización; el nacimiento de la única nación cristiana en el lejano Oriente, la nación que con toda justicia con su nombre recuerda su nombre: Filipinas; la fundación del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, acaso el monumento más representativo del Imperio español.

Asimismo, en el orden internacional se le conoce por el soberano que frena de una vez por todas al Turco en Lepanto, si bien es cierto que también por las severas justicias aplicadas a sus vasallos de los Países Bajos, que darían por resultado el surgimiento de un nuevo pueblo, rebelde a su poderío, una nueva nación en el ámbito de la Europa occidental: Holanda.

No cabe duda de que entre 1527 y 1598, entre las fechas del nacimiento y de la muerte del Rey, se producen grandes transformaciones en España y en el mundo; unas, promovidas por el soberano; otras, acaecidas bien a su pesar, pero todas teniéndole por factor de primer orden, con el personaje con el que hay que contar o al que hay que combatir. Y eso en todos los ámbitos de la vida.

Pues suele pensarse en Felipe II como el Rey en función exclusiva de una serie de acontecimientos, internos o internacionales, tales como la rebelión de los moriscos granadinos de Las Alpujarras, la prisión y muerte del príncipe don Carlos, el proceso de Antonio Pérez; o bien, la rebelión de los Países Bajos, con la ejecución de los condes de Egmont y Horn; la acción de Lepanto, la incorporación de Portugal o el desastre de la Armada Invencible. Y, evidentemente, todo eso hay que recordarlo. Pero también hay que verle como el protector de las artes, tan evidente al ritmo de la construcción de San Lorenzo de El Escorial (Juan de Herrera, Pellegrino Tibaldi, el propio Tiziano); o por su mecenazgo a hombres de letras, como Ambrosio de Morales o Arias Montano; o a músicos, como Antonio de Cabezón, sin olvidar su amparo a figuras de la calidad de santa Teresa de Jesús.

También habría que recordar sus afanes por conocer mejor España, a través de las famosas Relaciones topográficas, que con tanto detalle nos señalan cómo eran los lugares, grandes y chicos, de su geografía, en la década de los setenta; o la fijación del castillo de Simancas como depósito de los documentos de Estado, que le convertirían al andar de los siglos en uno de los mejores archivos del mundo.

Claro que, junto con todo eso, subsisten las grandes dudas sobre aspectos decisivos de su comportamiento, como rey y como hombre: la prisión y proceso del arzobispo Carranza; la de su hijo don Carlos —una de las páginas más oscuras de su reinado—; el asesinato de Escobedo, con todo lo que aquello supuso; la ejecución tras alevosa detención de los condes de Egmont y de Horn; la de Montigny o Lanuza, la de éste sin siquiera proceso alguno; la brutal represión de Ávila por su protesta ante el odioso impuesto de los millones…

Todo eso hace del personaje uno de los más controvertidos de la historia, un personaje para un debate siempre abierto.

Y eso es lo que ahora intentaremos presentar, a través de la época, del fluir de los acontecimientos y del reposado examen de su propia obra como rey y como hombre.

Y en cuanto a la época, teniendo en cuenta sus diversos aspectos, en estos cuatro grandes apartados: lo político, lo socioeconómico, las corrientes ideológicas y la misma vida cotidiana. A su vez, cada uno de ellos pedirá algún desdoblamiento, a tratar en sus respectivos capítulos, pues si en lo político importa presentar en seguida el perfil de aquella Monarquía, eso obligará después a la pormenorización de los diversos instrumentos de aquel Estado. De igual modo, lo socioeconómico pide una división: por una parte, presentar el propio desarrollo económico y, por otra, la compleja estructura social, desde los grupos minoritarios de los poderosos (la alta nobleza, el alto clero, los príncipes de la milicia y los ministros principales de la Monarquía) hasta los marginados. Incluso las corrientes ideológicas piden un tratamiento por separado de la vida religiosa y del desarrollo cultural.

Por lo tanto, una serie de capítulos para enfocar esas diversas materias, los primeros dedicados al tema político, a la gran cuestión del Estado, porque, en definitiva, eso es lo que más singulariza a la época: el milagro político de una Monarquía católica que en menos de medio siglo se convierte en la primera potencia de Europa y construye el primer imperio de los tiempos modernos, con tal fuerza, que lograría superar incluso los períodos de mayor decadencia nacional, para subsistir a lo largo de toda la Edad Moderna, hasta penetrar en el siglo XIX[5].

De este modo podremos darnos cuenta de cómo era la España que recibe Felipe II, la Monarquía católica de aquellos mediados del siglo XVI que asiste al relevo de los tiempos de Carlos V, el Emperador, por los de Felipe II, el que en su día se tituló Philippus Hispaniarum Princeps, esto es, Felipe, príncipe de las Españas.

LA HISTORIOGRAFÍA FILIPINA: VISIÓN GENERAL

Un personaje tan destacado, en la época de la plenitud del Imperio español, que en cierto sentido combatió por la supremacía mundial y que, además, fue el abanderado de Roma en los tiempos de los más duros enfrentamientos religiosos en Europa, y de esa misma Europa frente al poderío musulmán, no podía menos de provocar infinidad de estudios históricos, de muy diverso valor y frecuentemente con una carga laudatoria o peyorativa, lejos de la realidad histórica. Ante la imposibilidad de entrar en su pormenorizada relación —lo que sería impropio de la naturaleza de este libro—, sí destacaremos lo más importante.

Y, de entrada, podría señalarse algo en relación con sus fuentes documentales. Es raro el año en el que la prensa no resalte, en grandes caracteres, el hallazgo de sensacionales documentos, en España o fuera de España, cuya inminente publicación hará cambiar radicalmente nuestro juicio sobre el Rey Prudente. A ese respecto, la palma se la lleva el Archivo del Vaticano, y está claro que el destacado papel de Roma en la política internacional filipina siempre permite esperar hallazgos afortunados. Y no digamos en Simancas, que es el gran depósito documental para nuestra historia del siglo XVI, quedando ya muy a distancia otros, sin duda con todo de relativo valor, como los fondos manuscritos de la Biblioteca Nacional, o los que custodia la Biblioteca de Palacio, de los que dejé constancia en su día en mi libro sobre los Austrias mayores[6] y, por supuesto, los que posee la Real Academia de la Historia, en particular en su fondo de la Colección Salazar, donde están tan importantes documentos filipinos como sus cartas en relación con la prisión de su hijo, don Carlos, o la relación de un testigo de aquel suceso que comento en mi presente obra. Ahora bien, si examinamos toda la documentación publicada, podemos afirmar que existe ya bastante material acumulado y a disposición de los estudiosos como para que nos atrevamos a escribir una obra de conjunto sobre aquel monarca.

En esa tarea, es de justicia reconocer todo lo que han aportado los hombres del siglo XIX, en especial en la benemérita publicación titulada Colección de documentos inéditos para la historia de España, iniciada a mediados de siglo; obra comenzada bajo la dirección de Fernández de Navarrete (Madrid, 1842 y sigs., 111 vols.), cuyo manejo puede facilitarse gracias a la paciente obra del archivero Julián Paz, su Catálogo sobre la colección (Madrid, 1930-1931, 2 vols.). Yo mismo pude utilizar, en su día, con provecho, para mi libro Tres embajadores de Felipe II en Inglaterra (Madrid, 1951), los despachos de los embajadores, publicados en los tomos 87, 89 y 90. Porque, en efecto, la Codoin es particularmente rica para la historia diplomática, que era la gran tarea que se había asignado la historiografía decimonónica. De forma que las relaciones de Felipe II con Isabel de Inglaterra pueden verse también en los tomos 91 y 92 de esa colección, no pudiendo faltar los relacionados con la Armada Invencible, en los tomos 14 y 43. Asimismo, los documentos referentes al saqueo de Cádiz de 1596, en el tomo 36. La cuestión de Flandes, otro de los grandes temas de aquel reinado, puede encontrarse documentada desde el gobierno de Margarita de Austria hasta el de Alejandro Farnesio, su hijo, en los tomos 4, 37, 38, 50, 51, 72-75. Especial atención dedica Codoin a lo relativo a la lucha de la España de Felipe II con el Turco, en los tomos 3, 21, 29. Para Portugal es particularmente importante el tomo 6, con la correspondencia de Felipe II con su embajador Cristóbal de Moura, así como los tomos 27, 32, 33, 34, 35, 39, 40, 50, 51. Y me estoy refiriendo no a documentos sueltos que ocupan cuatro o cinco páginas, sino a una impresionante masa documental que en muchos de esos tomos ocupan cientos de páginas.

Igual ocurre con las relaciones entre las dos ramas de la Casa de Austria, recogidas en los tomos 2, 98, 101, 103, 110 y 111, o con Roma, como la embajada de Requesens (Codoin, t. 102). La correspondencia de personajes de la talla de Arias Montano o de Zayas se encuentra en el tomo 41. A su vez, el tomo 27 dedica más de ciento cincuenta páginas a cartas de don Juan de Austria, de los años de la Liga contra el Turco y de su gobierno en los Países Bajos, entre 1570 y 1576.

Son numerosos los documentos que inserta también Codoin en torno a la figura del príncipe don Carlos, en los tomos 13, 15, 18 y 21, así como su testamento, que puede leerse en el tomo 24, que alumbra no poco sobre la personalidad de aquel personaje.

Uno de los historiadores españoles, verdadero pionero en la historia de la demografía, sería Tomás González, el autor del Censo de población de las provincias y partidos de la Corona de Castilla en el siglo XVI. Este valiosísimo trabajo apareció en Madrid ¡en 1829! Pues bien, este archivero de Simancas, dándose cuenta del tesoro que custodiaba, también publicó documentos importantes sobre Felipe II, en relación con Inglaterra, en el Apéndice documental de su libro: Apuntamientos para la historia del rey don Felipe II de España, por lo tocante a sus relaciones con la reina Isabel de Inglaterra (1558-1576) (en Memorias de la Real Academia de la Historia, t. VII, Madrid, 1832).

No se ha de olvidar que a fines del siglo XIX se publica el Testamento de Felipe II, según el original existente en el monasterio de El Escorial (Madrid, 1882), que, aunque sin aparato crítico, supuso sin duda una aportación al estudio de aquel monarca.

También los hispanistas del XIX tuvieron su contribución, y no pequeña, a esta documentación filipina. Baste recordar el caso, verdaderamente notable, de Gachard, el gran historiador belga que había escrito páginas tan admirables sobre Carlos V. Investigando no sólo en Simancas, sino también en los archivos belgas, publicaría a mediados de siglo su voluminosa obra: Correspondance de Philippe II sur les affaires des Pays-Bas (Bruselas, 1848-1879, 5 vols.), completada después con otro libro suyo: Correspondance de Marguerite d’Autriche avec Philippe II (1559-1565) (Bruselas, 1887-1891, 3 vols., en parte extractos del anterior). Y sería Gachard el que resultara recompensado por su infatigable labor investigadora con el hallazgo más notable sobre la personalidad de Felipe II: las cartas del Rey a sus hijas, escritas durante su estancia en Portugal entre 1580 y 1583, encontradas casualmente en el Archivo de Turín: Lettres de Philippe II à ses filies les Infantes Isabelle et Catherine écrites pendant son voyage en Portugal (1581-1583) (París, 1884).

El siglo XX ha visto un descenso en esta fiebre de publicación de fuentes documentales. De todas formas, algunas obras importantes han aparecido, como las de Luciano Serrano: Correspondencia diplomática entre España y la Santa Sede durante el pontificado de san Pío V (Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1914, 4 vols.); Carlos Riba García: Correspondencia privada de Felipe II con su secretario Mateo Vázquez, 1567-1591 (Madrid, CSIC, 1959); Pedro Rodríguez y Justina Rodríguez: Don Francés de Álava y Beamonte: Correspondencia inédita de Felipe II con su embajador en París (1564-1570) (San Sebastián, 1991). Asimismo, algunas obras publicadas en este siglo son tanto más útiles por los documentos que insertan que por las reflexiones de sus autores sobre Felipe II. Tal es el caso del estudio de Alfonso Danvila: Don Cristóbal de Moura (1538-1613) (Madrid, 1900), con importante Apéndice documental en relación con la anexión de Portugal; la de Enrique Herrera Oria: Felipe II y el marqués de Santa Cruz en la empresa de Inglaterra, según los documentos del Archivo de Simancas (Madrid, Instituto Histórico de la Marina, 1946); de Gabriel Maura Gamazo, duque de Maura: El designio de Felipe II y el episodio de la Armada Invencible (Madrid, 1957), útil no sólo para el conocimiento de las circunstancias en que se desarrolló la empresa de la Armada contra Inglaterra, sino también sobre la incorporación de Portugal, y la muy reciente de María Remedios Casamar sobre la conjura de fray Miguel de los Santos y del pastelero de Madrigal: Las dos muertes del rey don Sebastián (Granada, 1995).

También, en este apartado documental, son de recordar obras como los Papiers d’Etat du Cardinal de Granvelle, 1565-1586, publicados por Ch. Weiss (París, 1841-1852, 9 vols.), o su correspondencia, en este caso publicada por H. Poullet (Correspondance du Cardinal de Granvelle, 1565-1585, Bruselas, 1877-1896, 12 vols.), o el Epistolario del tercer duque de Alba (Madrid, 1952, 3 vols.).

Otra colección documental de primer orden es el famoso Calendar of State Papers, que en los tomos dedicados a España contó nada menos que con la labor de Martin Hume.

Una versión, sesgada en ocasiones, pero que de todas formas ha de tenerse siempre en cuenta, es la ofrecida por los embajadores extranjeros, en particular los venecianos, publicada a mediados del siglo pasado por Alberi (Relazioni degli ambasciatori Veneti al Senato durante il secolo decimosesto, Florencia, 1839-1862, 15 vols.)[7], y la de los franceses, en particular en este caso, como presente en el annus horribilis de 1568, de Fourquevaulx, publicados por C. Douais (Dépêches de M. Fourquevaulx, ambassadeur… en Espagne, 1565-1572, París, 1896-1904, 3 vols.).

No puedo olvidar, pues creo que he sido uno de los pocos que la he manejado para este reinado, una de las colecciones documentales más desconocidas por los especialistas, en su día publicada por el conde de Castries: Sources inédites pour l’Histoire du Maroc (París, 1918), de particular valor para los tiempos de la incorporación de Portugal y de la Armada Invencible[8].

Hay que destacar en este apartado documental la continuación de las cartas familiares de Felipe II, en este caso las dirigidas a su hija Catalina, publicadas por Erika Spivakovsky: Felipe II: Epistolario familiar. Cartas a su hija la infanta doña Catalina (1585-1596) (Madrid, Espasa Calpe, 1975). Epistolario familiar reunido en un solo volumen, junto con las enviadas desde Lisboa y publicadas con impresionante acompañamiento de notas por uno de los mejores especialistas actuales sobre Felipe II, el profesor Fernando J. Bouza Álvarez: Cartas de Felipe II a sus hijas (Madrid, Turner, 1988).

A este conjunto documental, que resulta imprescindible consultar para una adecuada interpretación de la obra política de Felipe II, así como de su personalidad, hemos tratado de colaborar con algunos trabajos, como la correspondencia cruzada entre Felipe II y su padre, Carlos V, entre 1543 y 1558, como la edición crítica del Testamento de Felipe II o como la cuidada edición del Memorial de Luis de Ortiz, que al ser escrito en 1558 nos depara precisamente una visión de la situación socioeconómica de España a principios del reinado del Rey Prudente; trabajos a los que luego aludiré con más detalle.

Antes de dejar este apartado, será preciso indicar que también habría que recordar algunas otras publicaciones documentales que, sin referirse directamente a la obra del Rey, sí nos ayudan a conocer la España que gobernó; en especial, claro, las Actas de las Cortes de Castilla, publicadas a partir de las de Madrid de 1563 por la Real Academia de la Historia desde 1860[9]. Pero también las famosas Relaciones topográficas, mandadas hacer por Felipe II, que se empezaron a publicar a principios de este siglo, las referentes a Guadalajara, por J. Catalina y M. P. Villamil (en Memorial Histórico Español, Madrid, 1903-1915, vols. 41-43 y 45-47), siguiendo las de Cuenca, a cargo del padre Zarco Cuevas (Cuenca, 1927, 2 vols.), y terminando por las de Madrid (Madrid, CSIC, 1949), Reino de Toledo (Madrid, CSIC, 1951-1963, 3 vols.) y Ciudad Real (Madrid, 1971), publicadas por Carmelo Viñas Mey y Ramón Paz[10]. Fondos documentales impresos sobre esa España meseteña filipina que darían lugar a trabajos tan notables como el de Noel Salomon: La vida rural castellana en tiempos de Felipe II (Barcelona, ed. Planeta, 1973); de F. J. Campos y Fernández de Sevilla: La mentalidad en Castilla la Nueva en el siglo XVI (Madrid, 1986), y la magna obra de Alfredo Alvar Esquerra: Relaciones topográficas de Felipe II: Madrid (Madrid, 1993, 3 vols.).

Tampoco se pueden silenciar otras aportaciones documentales tan en relación con la Monarquía filipina como los grandes procesos de aquel reinado, en especial los relacionados con la vida espiritual. Aquí deben citarse, por su importancia, los referentes al arzobispo Carranza, que custodia la Real Academia de la Historia, publicados por José Ignacio Tellechea Idígoras[11], cuyos principales resultados quedan bien reflejados en su obra El arzobispo Carranza y su tiempo (Madrid, ed. Guadarrama, 1968, 2 vols.), y, asimismo, el de más alcance cultural, por vincularse a la obra del más grande poeta del reinado de Felipe II, fray Luis de León, cuyo proceso inquisitorial fue publicado en el siglo XIX, dentro de la citada Colección de documentos inéditos (vols. 10 y 11, Madrid, 1847), y que actualmente se puede conocer en la depuradísima edición crítica de Ángel Alcalá: El proceso inquisitorial de fray Luis de León (Salamanca, 1991). Y aquí podríamos meter, con toda justicia, el importantísimo Epistolario de santa Teresa, que constituye en torno a la tercera parte de su obra escrita (en Obras completas, Madrid, 1984, págs. 1220 a 2077, pero con algunas omisiones, como puede confrontarse en la edición de la Biblioteca de Autores Cristianos, a cargo de Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, Madrid, 1979, págs. 669 a 1127).

No se puede perder de vista otro tipo de documentos, como son las fuentes literarias y artísticas: Libro de la vida, de santa Teresa; De los nombres de Cristo, de fray Luis de León; la poesía de estas cumbres del Quinientos, junto con la de san Juan de la Cruz o la de Herrera, por no citar más que eso: las cumbres; la escultura (Juan de Juni, Alonso Berruguete), la pintura (Fernández de Navarrete el Mudo, Luis Morales el Divino, El Greco), la arquitectura (Juan de Herrera) y la música (Cabezón, Tomás Luis de Victoria) son otras tantas referencias imprescindibles[12]. Sin tratar aquí de la iconografía del Rey, a la que después aludiremos, sí es obligada la referencia a los dibujos que poseemos de la España de Felipe II, bien gracias a Hoefnagel y publicados en la magna obra Civitates Orbis Terrarum, con 40 dibujos (de ellos, 32 dedicados a Andalucía[13]), y, por supuesto, en los interesantísimos debidos a Antón van den Wyngaerde, por encargo precisamente del Rey, que dieron lugar a la notable obra del hispanista inglés Richard L. Kagan: Ciudades españolas del Siglo de Oro. Las vistas españolas de Antón van den Wyngaerde (El Viso, 1986).

Por supuesto, de este mundo artístico, lo más destacado, en relación con Felipe II, es todo lo que se refiere al monasterio de El Escorial; de ahí la importancia, para un tema como éste de Felipe II y su tiempo, de un libro como el muy notable de Fernando Checa: Felipe II, mecenas de las Artes (Madrid, Nerea, 1992), y en este orden de cosas hay que poner también la recentísima publicación de Katherine Wilkinson: Juan de Herrera, arquitecto de Felipe II (Madrid, ed. Akal, 1997).

No son muy abundantes las crónicas sobre el reinado de Felipe II. No estamos en el caso del reinado de Carlos V. Juan Ginés de Sepúlveda, su profesor y cronista del Emperador, escribió también otra de Felipe II, De rebus gestis Philippi II (publicada dos siglos más tarde: Madrid, 1788), pero que sólo abarca los ocho primeros años del reinado, como no podía ser de otro modo, pues Sepúlveda falleció en 1573. La de Antonio de Herrera (Historia general del mundo del tiempo de… Felipe II, Madrid, 1601-1603, 3 vols.) es útil, pero más bien como historia del reinado que del propio Rey. Afortunadamente, contamos con la completísima crónica de Luis Cabrera de Córdoba, cronista muy vinculado personalmente a Felipe II en sus últimos años, vividos en la corte. Cabrera tuvo a su disposición documentación de primera mano del mayor valor (por ejemplo, la copia de la carta enviada por el Rey a su hermana la emperatriz María, informándola de la detención de su hijo, el príncipe don Carlos). Por otra parte, su crónica es detalladísima, en particular para los sucesos externos, y mucho más objetiva de lo que cabría esperar de un escritor asalariado de la Corona, hasta el punto de señalar sobre el Rey que «su risa y su cuchillo eran confines». En ocasiones, como en la severa represión de los alborotos de Ávila de 1591, la condena de Cabrera es notoria. Acaso por eso la primera edición (Madrid, 1619) sea incompleta, no llegando más que hasta 1583. De ahí el interés de su publicación íntegra por la Real Academia de la Historia, realizada a fines del siglo pasado (Felipe II, rey de España, Madrid, Real Academia de la Historia, 1874, 4 vols., en folio).

Por supuesto, para sucesos puntuales contamos con algunas otras crónicas, como la de Calvete de Estrella sobre el grand tour de Felipe II de 1548-1551 (Juan Cristóbal Calvete de Estrella: El felicísimo viaje del… príncipe don Phelipe… desde España a sus tierras de la baxa Alemaña, Amberes, 1552); las referentes a la guerra de los Países Bajos, como las de Bernardino de Mendoza (Comentarios de las guerras de los Países Bajos, ed. BAE, Madrid, t. 28, 1948)[14], y de Carlos Colona: Las guerras de los Estados Bajos (Madrid, BAE, t. 28, 1948)[15], o la muy famosa sobre la guerra de Las Alpujarras de Diego Hurtado de Mendoza, uno de los clásicos de nuestra literatura historiográfica del Quinientos (Guerra de Granada hecha por Phelippe II contra los moriscos, Madrid, BAE, t. 21).

Aquí es donde debe entrar otra crónica, que los historiadores de Felipe II desconocen pese a su valor para los sucesos ocurridos en la capital narrados por un testigo de los mismos, como lo fue Jerónimo de Quintana, el autor de la crónica de Madrid (A la muy noble y coronada villa de Madrid: Historia de su antigüedad, nobleza y grandeza, Madrid, 1629; reed. facsímil, Madrid, Abaco Ediciones, 1984). Es la mejor fuente para comprobar la reacción madrileña ante los sucesos que conmovieron a la capital de la Monarquía, como la fuga de Antonio Pérez, quedando patente la admiración general por el valor y la astucia desplegados por la mujer del secretario del Rey, Juana Coello.

Entre las fuentes del tiempo han de insertarse libros como el de Baltasar Porreño: Dichos y hechos del señor rey don Philipe segundo, el Prudente (Cuenca, 1621; Sevilla, 1639). Igualmente, la muy conocida obra de Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme: Recueil de gentillesses et rodomontades espaignolles, de la que existe una reciente versión española con notable aparato crítico de notas: Gentilezas y bravuconadas de los españoles (Madrid, ed. Mosand, a cargo de Juan Quiroga, 1996).

Todo lo referente a Antonio Pérez atañe también en buena medida a Felipe II; de ahí el interés que suscitaron en su día las famosas Relaciones del secretario del Rey (París, 1598), que son fundamentalmente dos, la primera dedicada a su prisión y la segunda a las alteraciones de Zaragoza de 1591. Muchas veces reimpresa, la primera edición parisina de 1598 se presenta hábilmente con una siniestra imagen de un calabozo lleno de grilletes y cadenas. La más cuidada edición de estas Relaciones de Antonio Pérez, junto con las cartas del secretario del Rey, es la hecha por Alfredo Alvar Ezquerra (Antonio Pérez: Relaciones y cartas, Madrid, Turner, 1986, 2 vols.).

Respecto a la inmensa bibliografía sobre Felipe II y su reinado, sólo trataremos aquí las obras principales en estos apartados: los sucesos más destacados, los personajes y la propia figura del Rey, a su vez en cuanto a estudios parciales y, por último, por lo que hace al monarca en su conjunto; esto es, a las biografías filipinas más sobresalientes.

Para mí, la mejor visión de conjunto del reinado, dejando aparte las historias de corte narrativo del siglo XIX (algunas, cierto, todavía útiles por manejar documentación de primera mano, como la Historia general de España, de Modesto Lafuente, Madrid, 1850-1867, 30 vols., que se sigue leyendo con gusto y con provecho), es la de Pedro Aguado Bleye (Manual de Historia de España, Madrid, Espasa Calpe, 1954, 3 vols.), que en su segundo volumen dedica más de 250 páginas a dos columnas, con detallado comentario de las principales fuentes del reinado[16].

En cuanto a obras sobre los sucesos más notables, voy a citar las indispensables, por verdaderamente magistrales. Y la primera que quiero evocar es la del gran antropólogo Julio Caro Baroja, con su precioso libro Los moriscos del reino de Granada (Madrid, ed. Istmo, 1976), sin cuya lectura resulta imposible comprender la gravedad del alzamiento de los moriscos de Las Alpujarras granadinas contra Felipe II. Para el gravísimo problema, a la vez familiar y nacional, de la prisión del príncipe don Carlos hay que recordar con admiración, a pesar de su antigüedad, la obra del hispanista belga varias veces citado L. P. Gachard: Don Carlos y Felipe II (Barcelona, Edit. Lorenzana, 1963; 1.ª ed., Bruselas, 1863). Para el punto de arranque de Madrid como capital de la Monarquía, tema que tanto me ha interesado siempre, tenemos la obra de uno de los historiadores españoles de más talento y mejor pluma, Alfredo Alvar Ezquerra, con dos estudios suyos: Felipe II, la Corte y Madrid en 1561 (Madrid, CSIC, 1985). y El nacimiento de una capital europea: Madrid entre 1561 y 1606 (Madrid, Turner Libros, 1989); estudios sobre Madrid que no eran sino el desarrollo de su notable tesis doctoral, en cuyo tribunal tuve la fortuna de estar, que versó sobre Estructuras socioeconómicas de Madrid y su entorno en la segunda mitad del siglo XVI (Madrid, Facultad de Geografía e Historia). Para la cuestión de Flandes, la obra cimera es la de G. Parker: Army of Flanders and the Spanish Road, 1567-1659 (Cambridge-Nueva York, 1972), básica para el conocimiento del instrumento militar de la Monarquía católica y para lo que suponía «el pasillo español» entre el Milanesado y los Países Bajos, traducida recientemente al español (El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659, Madrid, Alianza, 1991). Para la Armada Invencible, el estudio de G. Mattingly sigue siendo el más notable (La Armada Invencible, Barcelona, 1961; 1.ª ed. inglesa, 1959); pero deben recordarse algunos otros estudios, desde el ya clásico de Cesáreo Fernández Duro, La Armada Invencible (Madrid, 1884-1885, 2 vols.), hasta el más reciente de Carlos Gómez-Centurión Jiménez, La Invencible y la empresa de Inglaterra (Madrid, 1988). Y, sobre todo, el valiosísimo Catálogo de la exposición en Londres con motivo de la efeméride, a cargo de una de las especialistas más notables sobre el reinado de Felipe II, la catedrática de la Universidad de Londres María José Rodríguez Salgado (Armada, 1588-1988. An international exhibition to commemorate the Spanish Armada, Londres, Penguin Books, 1988).

Aunque desbordando nuestro campo, bien temáticamente, bien cronológicamente, siguen siendo de obligada lectura la obra de dos de los mejores historiadores franceses de nuestro siglo: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernand Braudel (México, Fondo de Cultura Económica, 1953, 2 vols.), uno de los libros magistrales de nuestro tiempo, y Erasmo y España, de Marcel Bataillon (México, Fondo de Cultura Económica, 1950, 2 vols.), la obra impar del gran hispanista galo.

Quizá sea en este apartado donde debamos recoger un libro, verdaderamente notable, de varios autores, bajo la dirección de José Martínez Millán, en el que colabora otro de los más destacados historiadores modernistas de nuestros días, Femando Bouza Álvarez: La corte de Felipe II (Madrid, Alianza Editorial, 1994). Igualmente, no podemos olvidar, en el campo económico, el exhaustivo estudio del eminente historiador cubano Modesto Ulloa: La Hacienda Real de Castilla en el reinado de Felipe II (Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986); lo que mi libro debe a este infatigable investigador queda bien patente, sobre todo en su primera parte.

Para otro de los capítulos primordiales del reinado, la incorporación de Portugal, aparte de la obra de Alfonso Danvila Cristóbal de Moura (Madrid, 1900), ya citada, está la importantísima tesis doctoral de Fernando Jesús Bouza Álvarez (en cuyo tribunal tuve la fortuna de hallarme), aunque desborde cronológicamente la etapa del Rey Prudente: Portugal en la Monarquía hispánica (1580-1640). Felipe II, las Cortes de Tomar y la génesis del Portugal católico (Madrid, Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense, 1986).

Sobre los personajes más vinculados con el Rey, tenemos asimismo algunas notables obras. En primer lugar, sobre la reina Isabel de Valois, pero también sobre don Juan de Austria y sobre los políticos Granvela y Antonio Pérez.

En cuanto a Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II, que vino a cerrar así el nuevo tratado de alianza con Francia firmado en Cateau-Cambrésis, fue el tema escogido por Agustín González de Amezúa y Mazo (Isabel de Valois, Madrid, 1949, 3 vols.), quien sobre documentación de primera mano y manejando también los despachos del embajador francés Fourquevaulx, que ya hemos comentado, presenta un cuadro de la Reina y de la corte verdaderamente notable, no sólo en cuanto a sucesos, como la prisión de don Carlos, sino también a las tareas de Estado desplegadas por la Reina en las Vistas de Bayona celebradas con su madre, Catalina de Médicis, en 1565.

La obra más lograda de Charles Petrie se centra sobre don Juan de Austria (Don John of Austria, Londres, 1967), acaso la figura más atractiva de la corte filipina, que, sin embargo, aún está esperando un estudio de más aliento, que es de esperar sea el que prepara en la actualidad Peter Pierson. En cuanto a su sucesor en el gobierno de los Países Bajos, y el mejor estadista y soldado con que pudo contar Felipe II, Alejandro Farnesio, el estudioso puede contar con la muy detallada obra de León van der Essen: Alexandre Farnese, prince de Parme (1545-1592) (Bruselas, 1933-1937, 5 vols.).

El padre J. M. March, que fue el que mejor conoció la etapa juvenil de Felipe II, como hemos de señalar, hizo el estudio de uno de los compañeros de juegos infantiles del Príncipe, y después tan importante colaborador en la política exterior, si bien centrado en su etapa de gobernador de Milán: El Comendador Mayor de Castilla, don Luis de Requesens (1571-1573) (Madrid, 1943).

Sobre el duque de Alba tenemos el libro de S. W. Maltby: El Gran Duque de Alba. Un siglo de España y de Europa (1507-1582) (Madrid, 1985).

Para Antonio Pérez contamos con uno de los mejores libros de Gregorio Marañón, aunque no siempre sean convincentes sus juicios sobre el secretario del Rey, pero también imprescindible para el estudio del propio Felipe II y de otros personajes de la corte, en especial de la famosa princesa de Éboli: Antonio Pérez: el hombre, el drama, la época (Madrid, Espasa Calpe, 1951, 2 vols.); es también el libro en el que mejor se puede seguir la responsabilidad del Rey en el asesinato de Escobedo, uno de los asuntos más turbios de aquel reinado. En todo caso, la obra de Marañón es muy superior a la del hispanista francés Louis Bertrand: El enemigo de Felipe II: Antonio Pérez, secretario del Rey (Madrid, 1943).

La figura de la princesa de Éboli ha sido bien estudiada hace más de un siglo por Gaspar Muro (Vida de la princesa de Éboli, Madrid, 1877), sobre fuentes documentales, siendo Muro uno de los primeros en manejar los fondos de la Colección Altamira.

En cuanto a don Carlos, ya hemos comentado la obra excepcional de Gachard; puede manejarse también con provecho la más abreviada de C. Giardini: El trágico destino de don Carlos (Barcelona, 1940).

Una de las mejores herencias que recibió el Rey de su padre, Carlos V, fue la de su ministro, el cardenal Granvela, posiblemente con Alejandro Farnesio el hombre de más talla de verdadero estadista de todo el reinado. M. van Durme acometió su estudio, a lo largo de los dos reinados, del Emperador y de su hijo. La obra fue publicada en flamenco en 1953, con una carga hispanófoba atemperada curiosamente en la edición española: El cardenal Granvela (1517-1586). Imperio y revolución bajo Carlos V y Felipe II (Barcelona, ed. Teide, 1957).

La figura, tan debatida, del arzobispo Carranza, que tanto interesó a estudiosos de la talla de Menéndez Pelayo y de Marañón, encontró su mejor biógrafo en José Ignacio Tellechea Idígoras, el que asumió la tarea, ya comentada, de publicar su ingente proceso inquisitorial que custodia la Real Academia de la Historia, y que nos da los trazos principales del personaje en su libro, ya citado: El arzobispo Carranza y su tiempo. Como contrapunto, debe consultarse la documentadísima obra de José Luis González Novalín: El inquisidor general Fernando de Valdés (1483-1568). Su vida y su obra (Oviedo, 1968-1971, 2 vols.), con importantísimo apéndice documental, debidamente anotado, que llena todo el segundo volumen, en el que se insertan documentos tan importantes como todos los referentes al auto de fe de Valladolid de 1559.

El erudito Ángel González Palencia escribió un libro sobre Gonzalo Pérez, el supuesto padre del famoso Antonio Pérez, con una base documental de primera mano: Gonzalo Pérez, secretario de Felipe II (Madrid, CSIC, 1946, 2 vols.).

Uno de los hispanistas franceses más benemérito, Henri Lapeyre, discípulo de Braudel, hizo una espléndida tesis doctoral sobre los tan destacados mercaderes de Medina del Campo, los Ruiz, consiguiendo una obra ejemplar en su género, basada no sólo en la documentación de Simancas, sino también en el archivo familiar conservado en el Archivo Histórico Provincial de Valladolid: Une famille de marchands: les Ruiz (París, 1955).

Pero no sólo debiéramos atender a ésta galería de personajes de la corte española. A este respecto, la figura de Isabel de Inglaterra es de obligada referencia. Yo utilicé hace medio siglo para mi tesis doctoral la valiosísima obra de Tenison: Elizabethan England (Londres, 1933-1961, 14 vols.). Muy sugestivo ensayo el que nos ofrece Martin Hume, ese hispanista inglés más olvidado de lo que se merece, en su libro: Two English Queens and Philip (Londres, 1908), referente a María Tudor y a Isabel de Inglaterra, y a sus relaciones con el Rey. A recordar, por supuesto, la más reciente obra de C. Haigh (ed.): The reign of Elizabeth I (Londres, 1984).

Entremos ya en el último apartado: los estudios centrados en la figura del Rey. Aunque las investigaciones posteriores han dejado muy superadas las biografías del siglo XIX, como la de W. H. Prescott (History of the reign of Philip the Second, King of Spain, Boston, 1855-1859, 3 vols.) o la de H. Forneron (Histoire de Philippe II, París, 1881-1882, 4 vols.), aún sigue siendo provechosa la lectura de las páginas del historiador más insigne de aquel siglo, Ludwig Ranke: Die Osmanen und die Spanische Monarchie IM 16. und 17. jahrhundert (Berlín, 1857), traducida al español con el título: La Monarquía española en los siglos XVI y XVII (México, 1946).

Resaltemos un hecho: Felipe II ha sido tomado como el abanderado de una postura ideológica: la defensa del catolicismo a ultranza, con el rigor implacable contra los disidentes. De ahí que la historiografía liberal del siglo XIX le fuese, en general, hostil, tanto en España como en el extranjero. Esa visión, fuertemente tendenciosa, empezó a modificarse gracias sobre todo a la obra de algunos hispanistas que escribieron su obra entre siglo y siglo. Citaremos aquí dos: el inglés Martin Hume: Philip II of Spain (Londres, 1897), buen conocedor de la documentación del tiempo, y el danés Cari Bratli, con su estudio Filip II of Spanien (Koebenhaven, 1909; trad. española: Felipe II, Rey de España, Madrid, 1927).

Sigue siendo muy sugestiva, aunque algunas de sus interpretaciones sobre la personalidad del Rey sean ciertamente discutibles, la obra del hispanista alemán Ludwig Pfandl: Felipe II. Bosquejo de una vida y de una época (Madrid, 1942; 1ª ed. alemana, Munich, 1938), quien contaba ya con una notable preparación, por su conocimiento a fondo de la cultura hispana, bien patente en su libro: Spanische Kultur und Sitte des 16. und 17. jahrshunderts (Munich, 1924).

En la década de los años treinta siguen apareciendo las biografías filipinas, en particular en el ámbito anglosajón, con las obras de David Loth: Philip II (Londres, 1932), y, sobre todo, con la muy importante de R. B. Merriman: Philip the Prudent (Nueva York, 1934), que constituye el volumen IV de su magno estudio: The Rise of the Spanish Empire in the Old World and the New. De escaso valor, por excesivamente apologética, es, en cambio, la biografía de W. T. Walsh: Felipe II (Madrid, 1943), que en la década de los cuarenta gozó, sin embargo, de gran difusión. Y algo similar habría que decir del voluminoso estudio del padre Fernández y Fernández de Retana: España en tiempo de Felipe II (Madrid, 1958, 2 vols.).

Entre los pocos estudiosos españoles sobre el Rey Prudente, hay que recordar, al menos, al padre José María March, aunque para un tema inicial de los primeros veinte años, basándose eso sí en documentación inédita de la casa Requesens: Niñez y juventud de Felipe II. Documentos inéditos sobre su educación civil, literaria y religiosa y su iniciación al gobierno (1527-1547) (Madrid, 1941-1942, 2 vols.). Asimismo, el gran historiador español Rafael Altamira, entonces en el exilio, publica en México su ensayo: Felipe II, hombre de Estado, obra felizmente reeditada con estudio preliminar de José Martínez Millán (Alicante, 1997).

En 1957, como un recordatorio del IV Centenario del reinado de Felipe II, el hispanista francés Henri Lapeyre publicó su artículo «Autour de Philippe II» (en Bulletin Hispanique, núm. 59-2, abril-junio 1957, págs. 152175), que viene a ser una puesta a punto del estado de la cuestión, en particular por su análisis de las biografías de Walsh y Pfandl, y de los estudios ya citados del padre March, de González de Amezúa y de Marañón.

Juan Reglá Campistol, el más destacado de los discípulos de Jaime Vicens Vives, tiene un apreciable estudio sobre Felipe II y Catalunya (Barcelona, 1956), con su sugestiva tesis de la amenaza hugonote y el peligro del bandolerismo catalán afectando a la vía del Imperio Madrid-Barcelona, en dirección a Italia, para buscar el camino español. En cuanto a biografías, recordemos la de Valentín Vázquez de Prada: Felipe II (Bassum, 1975; ed. española, Barcelona, Ed. Juventud, 1978). Valentín Vázquez de Prada es uno de los más destacados especialistas españoles del reinado de Felipe II, sobre el cual versó su tesis doctoral, en torno a sus relaciones con Francia, leída hace casi medio siglo. Citemos también a Ernesto Belenguer Cebriá (Felipe II. En sus dominios jamás se ponía el sol, Madrid, 1988). Diremos que ambos libros son a modo de los primeros intentos de estudios de más aliento que a buen seguro preparan sus autores.

No deben olvidarse los últimos esfuerzos de los modernistas por aportar estudios puntuales sobre Felipe II y su reinado, reflejados en diversas revistas, como los que nos ha ofrecido la Torre de los Lujanes en 1996, con artículos de Antonio Domínguez Ortiz («Felipe II: balance de un reinado»), Henry Kamen («El secreto de Felipe II: las mujeres que influyeron en su vida»), Jaime Contreras («Espacios y escenarios; pecados y delitos»), Femando Bouza Álvarez («El Rey y los cortesanos»), Alfredo Alvar Ezquerra («Sobre historiografía castellana en tiempos de Felipe II») y Juan Ignacio Gutiérrez Nieto («Formas de oposición a Felipe II. Críticas de un sistema político»); y en 1997, con otra serie de estudios de C. Lirón Tolosana («El cronotopo ritual de Felipe II»), Alfredo Alvar Ezquerra («Una historia de vidas paralelas. El Imperio, Madrid y la pintora Sofonisba»), Glyn Redworth («Felipe II y las soberanas inglesas»), Friedrich Edelmayer («La red clientelar de Felipe II en el Sacro Imperio Romano Germánico»), Rafael Valladares («Felipe II y Luis XIV») y Santiago Martínez Hernández («La nobleza cortesana en el reinado de Felipe II. Don Gómez Dávila y Toledo»). En la misma revista, dos de nuestros mejores conocedores del Quinientos han publicado recientemente sendos trabajos de su especialidad: Magdalena de Pazzis Pi Corrales («El mundo marítimo de Felipe II») y Enrique Martínez Ruiz («Los intereses estratégicos de Felipe») (en Torre de los Lujanes, núm. 34, octubre 1997, págs. 31-62 y 85-104, respectivamente).

En este sentido, hay que destacar la existencia de la Cátedra Felipe II, de la Universidad de Valladolid, por donde han pasado algunos de los mejores especialistas, reflejándose en preciosos estudios: Henry Lapeyre: «Las etapas de la política exterior de Felipe II»; John H. Elliott: «El conde-duque de Olivares y la herencia de Felipe II»; Henry Kamen y Joseph Pérez: «La imagen internacional de la España de Felipe II»; Antonio Domínguez Ortiz: «Notas para una periodización del reinado de Felipe II»; Pere Molas Ribalta: «Consejos y Audiencias durante el reinado de Felipe II»; Emilia Salvador Esteban: «Felipe II y los moriscos valencianos. Las repercusiones de la revuelta granadina (1568-1570)»; Ernesto Belenguer Cebriá: «La Corona de Aragón en la época de Felipe II»; Luis Miguel Enciso y otros: «Revueltas y alzamientos en la España de Felipe II», y Rosario Villari, Geoffrey Parker y Luis Miguel Enciso: «La política exterior de Felipe II» (Valladolid, Universidad, 1996).

Nos quedan por citar las últimas biografías aparecidas, todas en el ámbito anglosajón, debidas a las plumas de Peter Pierson, Geoffrey Parker y Henry Kamen.

De las tres, la más completa sigue siendo la del profesor norteamericano Peter Pierson: Philip II of Spain (Londres, Thames and Hudson, 1975). Ya en 1979 señalaba yo, en mi libro España y los españoles en la Edad Moderna (Salamanca, Universidad, 1979), el valor de esta biografía y la importancia de que fuese traducida al español, como así ocurrió (Felipe II de España, México, Fondo de Cultura Económica, 1984). En cinco grandes apartados, Pierson no sólo examina la política interior y exterior del Rey, sino también su formación («la educación de un príncipe cristiano»), siendo uno de los primeros en destacar su importante papel en relación con las artes y las ciencias de su tiempo. Por otra parte, Pierson no desdeña lo que en los diversos temas aportó la historiografía, empezando por la española. Es, a mi juicio, una obra ejemplar en su género.

En cuanto a la biografía de Geoffrey Parker: Felipe II (Madrid, Alianza Editorial, 1984), su lectura es siempre provechosa. Ya hemos señalado la preparación de Parker y su conocimiento de la España del Quinientos. En este caso, y trabajando directamente sobre fuentes documentales, en ocasiones inéditas, como los papeles de la Colección Altamira, logra páginas muy sugestivas, que apagan algunos errores de bulto, como el situar la prisión del príncipe don Carlos en el castillo de Arévalo. Más discutible es que renunciara, casi por completo, a la apoyatura de estudios anteriores, en particular los de buena parte de la historiografía española de la posguerra.

Algo parecido puede señalarse para la última biografía aparecida sobre el Rey Prudente, la de Henry Kamen: Felipe de España (Madrid, Siglo XXI, 1997). El profesor de investigación del CSIC es bien conocido del lector español por sus estudios sobre la Inquisición española y sobre Carlos II. Con un admirable interés por darnos algo más que una historia política del reinado, Kamen bucea en la documentación del tiempo, entresacando con fortuna los pasajes más esclarecedores. Lástima que no indique, sin embargo, con cuánta frecuencia esos pasajes ya habían sido destacados por otros historiadores.

Y acaso, curiosamente, que tienda a presentamos un Felipe II más en la línea de la leyenda rosa, con el resultado de que más que una buena biografía sobre Felipe II haya conseguido una biografía sobre el buen Rey Prudente. Por lo demás, algunos de sus errores más comentados (como confundir a la princesa María de Portugal, la prometida de Felipe II en 1553, con su sobrina, la esposa de Alejandro Farnesio, o ignorar que Carlos V convocó las Cortes castellanas de 1538 con ánimo de emprender la cruzada contra el Turco) sólo merecen ser señalados para su posible rectificación.

En todo caso, hay que valorar muy positivamente los esfuerzos del hispanismo, en particular los del área anglosajona, en donde seguiría destacando como más completa y con mejor base historiográfica la ya citada de Peter Pierson.

En esta exposición sobre los estudios filipinos aparecidos, principalmente en este siglo, ¿cuál ha sido mi colaboración personal? En el otoño de 1942 iniciaba mi tesis doctoral sobre Felipe II e Inglaterra, y en el pasado año de 1997 publicaba mi edición crítica del Codicilo del Rey. Más de medio siglo, por lo tanto, no dedicado en exclusiva a nuestro personaje, pero sí teniéndolo en cuenta año tras año, ya en función de aspectos generales de aquel siglo o del reinado, bien para fijarme en cuestiones concretas de un cierto relieve. Fueron apareciendo así unas dos docenas de publicaciones, entre libros y artículos, y fui acumulando un material pensando en escribir algún día la biografía del Rey.

Y ahora ha llegado ese momento.

En esa preparación, en esa acumulación de material cabría recordar, en primer lugar, algunas publicaciones documentales. Así, el Corpus documental de Carlos V (Salamanca, 1973-1981, 5 vols.), que a partir del volumen II bien podría llamarse también Corpus documental de Felipe II, pues lo más importante es, a partir de 1543, la serie de cartas cruzadas entre el Emperador y su hijo, cartas en su mayoría inéditas, casi todas transcritas, comentadas y anotadas por mí mismo y que son imprescindibles a la hora de estudiar la formación del futuro soberano de la Monarquía católica hispana. En conjunto son algo más de 500 documentos, que llenan en torno a las 1700 páginas del Corpus citado. Añádase la edición crítica del Testamento filipino (Testamento de Felipe II, Madrid, Editora Nacional, 1982), estudio completado recientemente en el libro Codicilo y última voluntad de Felipe II (Madrid, Ediciones Grial, 1997).

Otro documento de singular valor para conocer la situación de España, al comienzo de aquel reinado, es el Memorial de Luis de Ortiz de 1558, que publiqué por primera vez hace cuarenta años en la revista Anales de Economía (Madrid, núm. de enero de 1957, págs. 101-200), con largo comentario; todo ello reimpreso después en mi libro: Economía, Sociedad y Corona (Madrid, 1963, págs. 375-462).

Aparte de varias síntesis del reinado, publicadas en obras generales, como en mi libro España y los españoles en los tiempos modernos (Salamanca, Universidad, 1979), o en la Historia de España de la Editorial Gredos (tomo 8: Los Austrias mayores, Madrid, 1987, págs. 171-322), podría destacarse el lomo XIX de la Historia de España Menéndez Pidal (Madrid, 1989), en el que desarrollo ampliamente todo lo que podría denominarse historia interna del reinado (Economía, Sociedad, Instituciones). En este orden de cosas, debo citar también mis estudios sobre sociedad y cultura: La sociedad española del Renacimiento (Salamanca, 1970), y, sobre todo, el libro que mereció el premio Nacional de Historia de España en 1985: La sociedad española en el Siglo de Oro (Madrid, Editora Nacional, 1984; 2.a ed., Madrid, Gredos, 1989, 2 vols.).

En tres libros he estudiado a los dos Austrias mayores, bien las figuras, bien diversos aspectos de sus reinados: en la ya citada obra Economía, Sociedad y Corona (Ensayos históricos sobre el siglo XVI), en Política mundial de Carlos V y Felipe II (Madrid, CSIC, 1966), y más recientemente en Poder y sociedad en la España del Quinientos (Madrid, Alianza Editorial, 1995).

Los sucesos principales vinculados a la figura del Rey están examinados en una serie de estudios, empezando por lo que fue mi tesis doctoral, leída con Premio Extraordinario en 1947, que abarca la primera década del reinado: Tres embajadores de Felipe II en Inglaterra (Madrid, CSIC, 1951).

Citaré, entre los estudios más destacados: «La paz de Cateau-Cambrésis» (Hispania, 1959, núm. LXXVII); «El Madrid de Felipe II (En torno a una teoría de la capitalidad)» (Discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, Madrid, 1987); «La cuestión de Flandes» (en Colloquia Europalia, Lovaina, 1988); «El Milanesado: la época de Felipe II» (en mi libro citado: Poder y sociedad en la España del Quinientos, págs. 51-64); «Felipe II e Isabel de Inglaterra. Una paz imposible» (en tomo a la Armada Invencible, en Revista de Historia Naval, Madrid, 1988, núm. 23, págs. 19-36); Felipe II, Isabel de Inglaterra y Marruecos (Madrid, CSIC, 1951).

Los principales personajes de la dinastía fueron objeto de otras tantas biografías mías: la abuela (Juana la Loca, Palencia, 1994; pronto a aparecer traducida al japonés), el padre (Carlos V. Un hombre para Europa, Madrid, 1975; traducida al inglés por la editorial Thames and Hudson, Londres, 1975, y al alemán, Stuttgart, 1977) y, finalmente, el hijo (El Príncipe rebelde. Novela histórica, Salamanca, 1996).

A la cuestión de la defensa del Imperio contra los ataques de los corsarios ingleses dediqué un capítulo, inserto en mi citada obra Economía, Sociedad y Corona (págs. 305-371). Los aspectos culturales, sin los cuales no puede comprenderse aquella sociedad ni, por tanto, sus personajes, incluido el propio Rey, fueron objeto de una particular investigación que centré en la Universidad de Salamanca en el siglo XVI y en su figura más representativa, un contemporáneo riguroso además de Felipe II, como lo fue fray Luis de León. A ese respecto cabe recordar la Historia de la Universidad de Salamanca, dirigida por mí, con la colaboración de los profesores Laureano Robles Carcedo y Luis Enrique Rodríguez-San Pedro Bezares (Salamanca, 1989, 2 vols.), en cuya obra escribí el capítulo dedicado al siglo XVI («La etapa renacentista», vol. I, págs. 59-101). Y en cuanto a la figura de fray Luis de León y sus avatares universitarios, incluido su célebre proceso inquisitorial, fue el tema de mis diálogos luisianos, que fueron nominados para el premio Nacional de Ensayo de 1992 (Fray Luis de León. La poda florecida, Madrid, Espasa Calpe, 1991). A los místicos españoles y a la protección dispensada por el Rey a santa Teresa dediqué un capítulo, inserto en mi obra citada Poder y sociedad en la España del Quinientos (págs. 301 y sigs.).

Curiosamente, sobre la propia personalidad de Felipe II versó mi primer artículo, publicado hace ahora más de medio siglo: «Felipe II y la España de su tiempo» (en Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 1946, págs. 257-269).

Y sobre él escribí un estudio en torno a su figura como Rey y como hombre: Felipe II. Semblanza del Rey Prudente (Madrid, 1956; recogida después en mi citado libro Economía, Sociedad y Corona, págs. 171-234).

Todo ese material acumulado, todas esas reflexiones realizadas a lo largo de tantos años, es lo que me ha permitido afrontar la tarea, a partir de 1994, de escribir esta obra sobre Felipe II y su tiempo. Con ello creo cumplir un deber para mi país, que tiene derecho a esperar de los historiadores españoles que se incorporen también a la tarea que tan brillantemente han realizado los hispanistas del mundo entero. Y vaya por delante mi reconocimiento a esa fecunda labor, que ha rellenado tantas lagunas —a veces, en verdad, bien penosas—, y que tanto nos ha ayudado a comprender mejor nuestro pasado. Pues curiosamente se ha producido en la historiografía extranjera un vuelco espectacular en nuestro siglo. Antes, esos historiadores, anclados en sus países, veían en Felipe II la encarnación de todos los males, al hombre de las crueles justicias, al que era capaz de encerrar a su hijo y de condenar a muerte a sus antiguos servidores, al representante más radical de la Inquisición. Ahora, no sólo viniendo a España, sino viviendo en ella y hasta nacionalizándose, han encontrado en su especialidad de hispanistas un protagonismo en España, donde se ven admirados y festejados, reflejándose todo ello en sus trabajos, de tal forma que se han convertido más de una vez en los actuales acérrimos defensores de la obra del discutido monarca, hasta tal punto como no sería capaz de realizar un español, si es que no quería que se le acusase de estar componiendo una leyenda rosa, con la que desplazar a la antigua leyenda negra.

Ya se puede entender que mi propósito ha ido más allá. En mi libro he tratado de ver al Rey en su tiempo, dejando que hablen los propios documentos. He querido hacer una obra para el buen pueblo español, y no sólo para la minoría de los eruditos. E incluso más: para la sociedad occidental, porque Felipe II es pieza importante de la historia de esa sociedad, a caballo entre el viejo y el nuevo mundo. He huido, por ello, de un estrecho nacionalismo, de un falso sentido patriotero, por el cual señalar los graves errores del Rey era tanto como un delito de lesa patria. He tratado de hacer una obra para la historia de Europa, que puedan leer por igual españoles y holandeses, italianos y alemanes, franceses e ingleses… Y, por supuesto, desde los mexicanos a los chilenos y argentinos, de las inmensas Américas.

Dicho todo esto, aún falta algo por añadir, y algo importante: la expresión de mis agradecimientos.

Agradecimientos en plural, y en primer lugar al Colegio Libre de Eméritos que tan generosamente patrocinó esta obra, y muy en especial a su presidente, don José Ángel Sánchez Asiaín, que apostó tan abiertamente por mi proyecto, cuando se lo presenté en el verano de 1994. Y a su gerente, don Antonio de Juan Abad, que, junto con doña Mayang Sáez Pombo, secretaria de la Comisión Cultural, fue dando el visto bueno a mis sucesivas entregas, a partir de los principios de 1995.

Mi agradecimiento, asimismo, a mi querido amigo y tan eminente colega, al profesor don José María Jover Zamora, que una vez más confió en mí, con la vista puesta en ese reto de que la historiografía española estuviese presente, con dignidad, en el IV Centenario de la muerte del Rey Prudente. Y a la Editorial Espasa, y en particular a mi buen amigo don Ricardo López de Uralde, que nunca abandonó la idea de hacer realidad nuestro primer proyecto de una biografía sobre Felipe II, que databa nada menos que de 1991.

No puedo, ni quiero, silenciar todo lo que este esfuerzo ha supuesto para mi familia, en especial para Marichún, mi mujer, con estos tres años encerrado a cal y canto, sin tregua alguna, ni siquiera los días festivos. Y no voy a decir ahora que todos los días fueran laborales. No, en verdad; antes bien eran festivos, porque era una fiesta ver cómo iba avanzando y cómo iba creciendo mi tarea, con la satisfacción de cumplir así con mi responsabilidad de historiador especializado en el siglo XVI, para estar presente en ese IV Centenario de la muerte del Rey Prudente. Lo había estado en 1958, cuando lo que se evocaba era la figura del Emperador, y Dios me había dado aliento suficiente para hacerlo cuarenta años más tarde.

Todo lo cual lo expreso con sencillez y con orgullo, con ambos sentimientos compartidos y entremezclados. Porque bien sé que soy un hombre sencillo, poco importante si se quiere (de ahí tantos olvidos). Pero mi pluma, no. Mi pluma no lo es. Mi pluma no es sencilla ni insignificante.

Y ahí reside mi orgullo.