13 LOS HOMBRES DEL REY
Los hombres del Rey: he ahí un título que sería impropio para la etapa imperial, en la que las mujeres tuvieron tan acusado papel político.
En todo caso, hombres y mujeres, importa mucho recordar quiénes fueron los principales colaboradores del Rey, porque eso también nos ayuda a marcar aún más su perfil de estadista, dado que aquí sí que decide por su propia voluntad, al nombrar o al destituir a sus ministros.
Al principio, todo parece seguir igual. En la corte, en la diplomacia y en la guerra siguen sonando los mismos nombres de los grandes personajes de la época imperial: el obispo Granvela —luego cardenal—, como principal negociador de la paz de Cateau-Cambrésis; el duque de Alba, verdadero príncipe de la milicia, y Fernando de Valdés, el terrible inquisidor general, el de los autos de fe de Valladolid y Sevilla, entre 1559 y 1561.
Sin embargo, lo cierto es que pronto se aprecian unos cambios significativos. Por ejemplo, el duque de Alba no será llamado al teatro principal de la guerra, en 1557, como era el de los Países Bajos, donde se hallaba Felipe II con su corte, sino que es enviado al secundario de Italia, para la defensa de Nápoles; no donde se ventilaba la defensa de Bruselas o la marcha decisiva sobre París —lo que estaba esperando Carlos V en Yuste, tras la victoria de San Quintín—, sino el forcejeo con el papa Paulo IV, donde no se sabía si era más peligrosa la victoria que la derrota, sobre todo si esa victoria implicaba un segundo saco de Roma. La estampa de un duque de Alba entrando vencedor en la Ciudad Eterna, pero pidiendo perdón y besando humildemente el pie al Santo Padre, era como un castigo más que un reconocimiento a sus méritos de soldado. El duque de Alba podía quejarse de que había sido postergado por el Rey y condenado a bailar con la más fea, pese a que se disimulara su nombramiento haciéndole vicario del Rey sobre toda la Italia hispánica.
Y en cuanto a Antonio Perrenot de Granvela, el hijo del todopoderoso ministro de Carlos V, que había heredado a la muerte del padre la suma confianza del Emperador, pudo pensar que nada iba a cambiar con Felipe II, después de que el Rey le diera aquella muestra de confianza tan grande, al designarle para que hablase en su nombre ante los Estados Generales, en aquella emotiva jornada de la abdicación de Carlos V; aún más, tras el éxito obtenido en las negociaciones de la paz de Cateau-Cambrésis, en las que él había sido la figura principal. Sin embargo, cuando Felipe II decide regresar a España, no se lo llevará consigo, sino que lo dejará en Bruselas, al lado de la nueva gobernadora de los Países Bajos, su hermanastra Margarita de Parma. De forma que de ministro del Emperador pasaba Granvela a ser ministro no del Rey, sino de su representante en Bruselas.
Un evidente retroceso, una caída en su carrera política, una pérdida de prestigio.
Sólo Femando de Valdés, el inquisidor, se mantenía en su cargo, con todo su terrible poder, pese a que en 1557 el Emperador había tronado contra él desde Yuste, por su negativa a contribuir con sus donativos a la marcha de la guerra. Pero también en este caso es conveniente recordar que quien se mostró más agraviado fue Carlos V, y no Felipe II.
Por lo tanto, esos cambios en el alto personal directivo de la Monarquía nos señalan, como no podía ser menos, que también a este alto nivel se comprueba la magnitud del relevo generacional. No era sólo que el joven Felipe sustituyera al viejo Emperador; era también que los hombres del Rey empezaban a desplazar al equipo que había gobernado con Carlos V.
Era un proceso que ya se había iniciado en los últimos años del reinado del césar Carlos, sobre todo a partir de la tremenda crisis de 1552, que había puesto de manifiesto la decadencia física del Emperador; cosa tan grave siempre en un político, pero más aún si cabe cuando se trata de un soberano de una Monarquía autoritaria, en la que todo depende de las decisiones personales del monarca. Empieza ya a insinuarse que los tiempos de Carlos V han pasado, y cada vez crece más el papel de Felipe II. Y eso se observa en el peso que van adquiriendo sus ministros respectivos, en particular Ruy Gómez de Silva, el amigo de los juegos infantiles del Rey, y el nuevo secretario Gonzalo Pérez (el partido filipino), frente a Granvela y el duque de Alba (el partido imperial). Curiosamente, la documentación nos permite comprobar que cada uno de ellos tenía un notable auxiliar en la otra corte, alineándose en el equipo imperial el secretario Juan Vázquez de Molina, sito en Valladolid, mientras que el otro secretario, Eraso, que prestaba sus servicios en Bruselas, se muestra complaciente confidente de los ministros filipinos.
Veamos algunas pruebas de ese curioso entrecruce de relaciones e influencias. En noviembre de 1551, Ruy Gómez de Silva escribía a Eraso pidiéndole que presionara a Carlos V a fin de que concediera mayor protagonismo al Príncipe. Y le añade:
S.A. trabaja todo lo que puede, y yo sería de voto que siempre S.M. le animase de allá y le diese calor para semejantes cosas. En sustancia, esto es lo que la conciencia me acusa y debía escribir, conforme a lo que allá platicamos vuestra merced y yo[1195]…
No se puede creer que Ruy Gómez de Silva tuviese, por su cuenta y riesgo, tales pláticas con Eraso en Bruselas, cuando el Príncipe había acudido al lado del Emperador. Es, sin duda, el propio Príncipe quien las promueve, instigado y espoleado, por supuesto, por sus más allegados, tanto o más interesados que él en que aquel traspaso de poderes comenzara a realizarse.
Es evidente: aun en las relaciones familiares más entrañables de las dinastías regias, llega un momento en el que se produce un afán de renovación, de relevo en el poder; de algo que podríamos entender como un apunte de oposición, más o menos esperanzada, pero que puede acabar en una oposición desesperada, a cargo del Príncipe heredero de la Corona, si no encuentra una vía fácil para sus aspiraciones, y que puede llegar a enseñar los dientes, porque sabe que el futuro es suyo. Así se produce un balanceo entre los dos focos de poder, el viejo, polarizado en la corte imperial de Carlos V, entonces itinerante entre Bruselas, Augsburgo e Innsbruck, y el que apuntaba cada vez con más fuerza en Castilla, aglutinado en tomo a la figura del príncipe Felipe. Y ambos grupos de poder se reconocen y se respetan. En principio, claro está, los ministros que se hallan en Bruselas, en la corte imperial, aparecen como protectores, y como tales funcionan; pero, poco a poco, sobre todo después de la crisis de 1552 que tanto dañó al prestigio imperial, el panorama va cambiando. Y eso lo reflejan fielmente los documentos.
Así, antes de que en España se conozca el descalabro de Innsbruck, con la fuga desordenada del César, el tono de las cartas de Ruy Gómez de Silva con Eraso es de lo más respetuoso. Ante un rumor de sus intrigas, se apresura a desmentirlas humildemente:
Yo traxe tan bien entendida la lición que vuestra merced allá me dio, que le juro a Dios y a ésta que es cruz[1196]…
Pero en septiembre de 1552, cuando llegan a España las noticias del desastre ocurrido y de la difícil situación en que se halla Carlos V, que sólo espera de Castilla la salvación, las relaciones cambian de forma espectacular. La crisis internacional ha estallado y la merma del prestigio de Carlos V —y, en consecuencia, de sus ministros más allegados, incapaces de haberla previsto— es notoria. De forma que Gonzalo Pérez, el secretario del Príncipe, adopta de pronto un tono casi insolente con Granvela, para exigirle, más que pedirle, su apoyo para que se le otorgase la abadía de Montaragón, que había vacado recientemente, dejando traslucir que, si así lo hacía, se lo tendría en cuenta en el futuro; un futuro próximo en el que el poder habría pasado ya de Bruselas a Valladolid. Y así termina diciéndole:
… y con esta merced quedaría obligado más de lo que estoy a servirlo perpetuamente[1197]…
Esto es, estaban ya próximos los días en que todo el poder quedaría en manos del Príncipe, y bueno era que los hasta entonces todopoderosos ministros del Emperador empezasen a hacer méritos para la nueva situación que se les echaba encima.
Entre esos personajes que integran el equipo de Felipe II yo destacaría a tres, en esos primeros años: un cortesano, un miembro de la alta nobleza y un burócrata; Ruy Gómez de Silva, don Gómez Suárez de Figueroa, conde de Feria, y Gonzalo Pérez.
Los tres, figuras grises, en notorio contraste con los más destacados ministros de Carlos V, como habían sido Nicolás Perrenot de Granvela —el padre del cardenal—, Tavera o el propio Cobos, y como lo seguían siendo, entre los vivos, Granvela hijo y el duque de Alba.
Pues aquí apunta una de las características de las monarquías autoritarias, con tendencia al absolutismo: si sus representantes regios no están seguros de sí mismos, preferirán a su lado figuras mediocres, escogerán a sus ministros no tanto por su capacidad como por su fidelidad. No quieren sabios consejeros, que puedan discrepar de sus decisiones, sino fieles ejecutores. Felipe II, al que se le ve siempre un poco inseguro, se rodea al punto de los que consideraba sus hechuras; en particular, de los que se habían ganado su confianza —hasta donde eso era posible— en sus años juveniles. De ahí la fortuna de Ruy Gómez de Silva o de Luis de Requesens, sus compañeros de juegos infantiles. Los «criados» por su mano aventajarían pronto a los poderosos ministros de la etapa anterior. En el alto clero, uno de los escogidos por Felipe II sería un simple fraile dominico, fray Bartolomé de Carranza, al que convierte en cabeza de la Iglesia hispana, haciéndole arzobispo de Toledo, y si Carranza cae poco después en desgracia, sería por ese otro fenómeno tan propio de los monarcas recelosos: su descomunal reacción cuando se consideran traicionados. En la corte, el preferido será un portugués, con lo cual ya se entiende hasta qué punto se lo debía todo al Rey. En la alta nobleza, no un Grande de España, siempre tan altivos, sino el conde de Feria, el que había sido durante mucho tiempo un segundón que había tratado de hacer carrera en la diplomacia —a mediados de siglo lo vemos como embajador del Emperador en Génova— y al que Felipe convertirá en duque de Feria. Y en la burocracia, a otra figura secundaria, Gonzalo Pérez, un antiguo protegido de Alfonso de Valdés que se había hecho lentamente con un puesto en la Cancillería imperial y que tuvo la fortuna de que el Emperador lo dejase al lado del Príncipe, cuando se ausentó de España en 1543.
Cierto que en ese desplazamiento de los viejos ministros imperiales la muerte había ayudado a Felipe II en los años cuarenta. En 1545, ya lo hemos comentado, fallecía el gran cardenal Tavera; en 1546, lo hacía Juan de Zúñiga, su enérgico ayo; en 1547, Francisco de los Cobos, acaso el más poderoso de todos en el ámbito español, y, finalmente, en 1550, Nicolás Perrenot de Granvela, el más respetado por Carlos V. De ese modo, fue más fácil a Felipe II irse rodeando de los hombres que consideraba suyos.
Y se daría una nota todavía más diferenciadora con los tiempos del Emperador, en esa selección de sus auxiliares. Carlos V supo acompañarse siempre, tanto o más que de sus «criaturas», de sus familiares más allegados, incluso los femeninos, empezando por su propia mujer, la emperatriz Isabel.
En verdad, es asombroso observar el importante papel jugado por las mujeres de la dinastía, bajo el reinado de Carlos V, y no sólo por la Emperatriz. Recordemos el caso de Margarita de Saboya, la tía del Emperador, hasta su muerte en 1530 gobernadora sin cortapisa alguna de los Países Bajos; o a María de Hungría, la hermana —y posiblemente la cabeza más lúcida de todos los Austrias—, que la sucede en el cargo y que en él permanece durante un cuarto de siglo, hasta el gran relevo generacional de 1555. Y habría que añadir el nombre de Catalina, la hermana pequeña —la hija póstuma de Felipe el Hermoso—, la «pariente pobre» de los años primeros en Tordesillas, luego reina de Portugal, en cuyo puesto sabría colaborar para mantener la paz entre las dos monarquías ibéricas. Y nada digamos de la Emperatriz, verdadero alter ego del César durante sus ausencias de España entre 1529 y 1538.
Nada de eso encontraremos en tiempos de Felipe II. Por lo pronto, por unas razones u otras, ninguna de sus mujeres desempeñó un papel similar al ejercido por la Emperatriz (salvo, fugazmente, Isabel de Valois, en las jornadas de Bayona de 1565), ni sus hermanas, María o Juana, comparable al de María de Hungría. María, porque quedó demasiado aislada en Viena y por que cuando regresó a España, en 1581, prefirió apartarse del mundo en el convento de las Descalzas Reales que había fundado su hermana, y en cuanto a ésta, Juana de Austria, porque aparte del primer lustro en que representó, y no con demasiado acierto, a su padre y después a su hermano en el gobierno de España, ocupó ya un segundo plano en la corte, para retirarse finalmente a esa fundación suya citada de las Descalzas Reales de Madrid. De forma que sólo cabría destacar el papel político llevado a cabo por una mujer, Margarita de Parma, la hija natural de Carlos V y gobernadora de los Países Bajos entre 1559 y 1567. Eso sí, Felipe II encontraría en su hija mayor, Isabel Clara Eugenia, a la confidente de sus últimos años que tanto precisaba, si bien ni su papel político no trascendiera ni se concretara en ningún cargo determinado, hasta la muerte del Rey, con su paso a los Países Bajos.
En cuanto a los hombres de la dinastía, dentro del juego generacional, el contraste es todavía mayor, pues mientras vemos a Carlos V apoyarse en su hijo y heredero, del que todo lo espera, para Felipe II, en cambio, su primogénito don Carlos es una fuente constante de conflictos, acabando por desencadenar la más peligrosa de las crisis en una Monarquía autoritaria, con su rebelde oposición al Rey.
Quedarían por recordar los hermanos: Fernando, el sucesor de Carlos V en el Imperio, y don Juan de Austria, el hermanastro de Felipe II. Carlos se supo apoyar en su hermano Fernando para las cosas del Imperio, y esa alianza se mostró tan eficaz que puede afirmarse que fue una de las claves de los triunfos del Emperador, hasta que se produce la ruptura familiar en 1551, tras la imposición de unos acuerdos en la sucesión al Imperio que Viena nunca aceptaría de buen grado. Por lo que hace a Felipe II, sus relaciones con don Juan de Austria están tan embrolladas, entre afectos y recelos, que al lado de aciertos espectaculares, como el emplearle en la guerra de Las Alpujarras y en la jornada de Lepanto, está el penoso abandono en los Países Bajos, especie de trampa mortal de la que ya don Juan de Austria sería incapaz de salir.
Esbozadas, a grandes rasgos, esas diferencias tan significativas entre la época imperial y la filipina, veamos ahora algo, con más detalle, respecto a los hombres del Rey de su primera década de gobierno.
El portugués Ruy Gómez de Silva (1516-1573) forjó su fortuna gracias a que su abuelo, Ruy Téllez de Meneses, mayordomo mayor de la emperatriz Isabel, logró incorporarlo a la corte castellana, primero como menino de la Emperatriz y después como paje del príncipe Felipe, al que llevaba once años. Esa diferencia de edad y su carácter sumiso, con su total entrega al Príncipe, hizo que éste le cogiera un hondo afecto, del que pronto daría pruebas, como cuando, en una reyerta entre pajes, Ruy Gómez hiriera al Príncipe en un ojo. Aunque en su momento hemos tratado ese accidente, es necesario aludir ahora a él como prueba de los sentimientos de Felipe II hacia el portugués. La herida carecía de importancia, pero el hecho fue tomado como de tan grave desacato por los ministros de la corte (sobre todo, ocurriendo en ausencia de Carlos V), que se pidió el más severo castigo contra el infractor. Ello había ocurrido en 1535, cuando Carlos V estaba inmerso en la campaña de Túnez, así que la Emperatriz tuvo que solucionar el problema. Y allí se comprobó el ascendiente que Ruy Gómez de Silva, con sus diecinueve años, tenía sobre el Príncipe, un muchacho que apenas si contaba con ocho; el cual, lloroso, pidió a su madre clemencia para el supuesto culpable, y con tal ahínco, que la Emperatriz decidió que aquello había sido un incidente entre muchachos y que no tenía que intervenir más justicia que la suya propia[1198].
Desde aquel momento la entrega de Ruy Gómez de Silva al Príncipe fue aún mayor, como también el afecto de Felipe hacia su paje. Desde entonces, en los momentos más importantes de la vida del Príncipe encontraremos siempre al portugués. En su boda con María Manuela de Portugal, como en el gran viaje de 1548, en la aventura inglesa de 1554, en las jornadas de 1555 y en el regreso a España de 1559. En el momento más difícil de la guerra paulina, en la primavera de 1557, cuando Felipe II, desde su corte de Bruselas, decide que hay que pedir ayuda a todas partes para afrontar con probabilidades de éxito la guerra; entonces, mientras él se reserva la gestión en Londres, cabe su esposa María Tudor, manda a Ruy Gómez de Silva, como su persona de mayor confianza, a que haga lo propio en Castilla[1199].
Asimismo, al negociarse la paz con Francia a finales de 1558, concretada al año siguiente en Cateau-Cambrésis, Ruy Gómez de Silva será uno de los miembros del equipo que envía Felipe II, si bien en aquella ocasión la figura más destacada sería Granvela, como quien mejor conocía todos los recovecos de la política internacional de aquella hora.
Pero donde el Rey le daría las mayores muestras de su confianza sería en aquella penosa jornada de la prisión de su hijo, como hemos podido ver en su momento.
Ahora bien, aquello fue un proceso lento. Ruy Gómez de Silva sabía que tenía no pocos enemigos, y que para muchos cortesanos él no era más que un extranjero. Al principio, pocos le tenían en cuenta, más que como el cortesano que servía para divertir a su señor. El propio Carlos V ni siquiera lo menciona en sus notables Instrucciones de 1543. Para él, Ruy Gómez era poco más que un advenedizo del que había que hacer poca cuenta. Por eso, en aquellos años, Ruy Gómez procura hacerse con aliados en la corte imperial, a través del secretario Eraso, con el que extrema las oficiosidades y al que procura tener al tanto de lo que sucedía en la corte castellana, incluso con comentarios poco halagüeños para la gente del país que le había acogido, pero que podían entenderse como un cumplido, dado que sin Eraso la administración en Castilla era ineficaz en extremo:
… No tengo que dezir —le escribe desde Madrid en 1551— sino que los negoçios van a la española, despacio y mal entendidos…
Todo andaba mal y la corrupción era general:
Estas gentes —añade en su carta a Eraso— han menester visitaçión desde la mayor hasta la menor…
No pierde la ocasión, desde luego, de solicitar un mayor poder para su príncipe y señor:
Su Alteza trabaja todo lo que puede…
Pero también le da cuenta de las intrigas de la corte y de las sordas luchas entre los ministros castellanos; en este caso, entre Juan Vázquez de Molina y Gonzalo Pérez: que el secretario del Príncipe quería entrar también a llevar los negocios de Estado, a lo que Vázquez de Molina se negaba. Por supuesto, no deja de referirse al duque de Alba y de su salida de la corte, aunque era de suponer que, dada la tensión internacional, pronto sería llamado:
… creçen tanto los negoçios de guerra que de fuerça le habrán de hazer venir…
Y después de tantas confidencias y de allanar el camino, su propia petición.
Una petición de apoyo que era al mismo tiempo una justificación por la extrema merced que el Rey le había hecho, concediéndole la dignidad de clavero de la Orden de Calatrava; galardones que en principio estaban reservados para los cristianos viejos de la alta nobleza castellana. Y en eso se basaría la justificación del portugués: si dignidades semejantes se daban a nobles de origen converso, ¿por qué cabía extrañarse que también se la dieran a él?
Y así razona:
… si pareciere allá demasiada merced o autoridad, sepa vuestra merced que ninguna cosa destas es, porque de la Orden de Alcántara es Presidente el Comendador de Herrera, que aunque viejo, es cristiano nuevo, y por ser anciano le dieron la preeminençia[1200]…
Las familiaridades de Ruy Gómez de Silva con Eraso, estableciendo una conexión con la corte carolina, son constantes. En ellas no podían faltar las referencias al duque de Alba, verdadero peso pesado y personaje que no era precisamente del agrado del portugués, que veía en él un peligroso rival:
El duque d’Alva se vuelve a su casa, y Su Alteza le dio liçençia, con yntinción de llamalle si fuere menester.
No era una ausencia cualquiera, sino una manifestación de su agravio, marchándose de la corte del Príncipe, donde no se le daba todo el protagonismo que esperaba y que creía merecer:
El Duque anda descontento —añade Ruy Gómez en su carta a Eraso— y no tiene razón, porque el Príncipe le haze harto favor y le da parte de todo lo que hay, sin faltar nada, y lo de su casa lo comunica con él.
Pero eso no era bastante. El duque de Alba aspiraba a convertirse en una especie de valido, después de los méritos adquiridos en la guerra contra la Liga alemana de Schmalkalden, prevaliéndose de la doble situación de un Emperador tan achacoso, por una parte, y de un Príncipe tan inexperto, por otra. Y Ruy Gómez tiene buena cuenta de denunciar tales ambiciones:
… y con todo esto —el favor del Príncipe—, porque no lo tiene todo, no está contento. Y esto no sé si convernía a su servicio, como algunas veces lo tenemos platicado vuestra merced y yo[1201]…
De modo que la ambición del duque de Alba era la comidilla de la corte; lo cual viene a coincidir con lo que ya había advertido Carlos V a su hijo en sus Instrucciones de 1543; aquello tan significativo que ya hemos comentado:
El duque de Alba quisiera entrar con ellos… Y por ser cosa del gobierno del Reino donde no es bien que entren Grandes, no lo quise admitir, de que no quedó poco agraviado…
Y recordemos que el Emperador añade, con un estilo que parece anunciar al Lazarillo:
… Yo he conocido en él, después que le he allegado a mí, que él pretende grandes cosas y crecer todo lo que él pudiere, aunque entró santiguándose humilde y recogido. Mirad, hijo, qué hará cabe vos que sois más mozo…
Penetrante juicio del Emperador sobre el Duque, añadiendo las más graves advertencias a su hijo sobre lo que le podía ocurrir si cedía a sus exigencias:
De ponerle a él ni a otros Grandes muy adentro en la gobernación os habéis de guardar, porque por todas vías que él y ellos pudieren os ganarán la voluntad, que después os costará caro. Y aunque sea por vía de mujeres creo que no lo dexará de tentar[1202]…
Utilizar la vía amorosa para ganar la voluntad de un príncipe joven era una posibilidad a tener en cuenta, algo que estaba en el ambiente de la corte, y había que estar prevenidos contra ella. El propio Carlos V se lo achacaba también a Cobos[1203]. Y nuestra duda entonces, que parece razonable, es si también entraría en ese juego el mismo Ruy Gómez de Silva.
El cual, por lo pronto atacaría también a otro de los ministros de ese bando imperial: al secretario Juan Vázquez de Molina, el sobrino de Cobos, que había heredado parte de sus cargos:
Juan Vázquez —sigue siendo Ruy Gómez el que informa a Eraso— no se platica tanto conmigo como solía. No sé si son çelos de que me carteo con vuestra merced, o de que vuestra merced se cartee con Su Alteza por mi vía…
De forma que ya los enlaces están realizados y los puentes establecidos: Eraso (en Bruselas) con Ruy Gómez (en Madrid), saltándose al que tenía oficialmente el cargo de secretario de Estado. Y eso Juan Vázquez de Molina lo acusa:
Acá pasó unas escaramuças conmigo —añade el portugués—, agraviándose desto de Su Alteza. Esto es materia que hasta que vuestra merced la sepa bien de raíz, no ha de dar a entender que sabe nada della, y disimule, porque ansy cumple. Otras cosas hay que le podría parlar, que por ser chismerías[1204]…
Por lo tanto, las alianzas establecidas, aunque se procurase disimular, ese arte de la corte en que Ruy Gómez parecía mostrarse tan consumado maestro.
Eraso, su amigo, se lo había advertido: que nadie pudiera decir de él que se metía en las cosas del gobierno o de la justicia del reino, pues podía ser su desgracia, ya que a fin de cuentas él era un extranjero y en Castilla no se toleraría tamaña intromisión; por supuesto que cuando el Príncipe ocupase el trono las cosas cambiarían. Y, sin embargo, a la corte de Carlos V en Bruselas llegan quejas. Eraso ha de llamar la atención a su protegido, y Ruy Gómez de Silva le jura que todo era falso:
… yo traxe tan bien entendida la lición que vuestra merced allá me dio, que le juro a Dios y a ésta que es cruz[1205], que hasta agora, ni con liçençiado ni en cosa de Justiçia no he hablado a Su Alteza, ni a persona de Spaña, ni en cosa me he metido ni hablado que sea fuera de mi profesión, que es vestir el sayo a Su Alteza. Y porque pienso, con ayuda de Dios, que traerá las cosas a que yo pueda hazer esta satisfaçión a boca, no diré más[1206]…
Ya lo hemos comentado: todavía Carlos V estaba en la cumbre de la fortuna y bueno era aparecer humilde y sin mayores ambiciones. Pero la adversidad acechaba ya al César. A poco llegan a Castilla las noticias de la fuga de Innsbruck. Todo el poderío del Emperador, levantado tras cinco años de guerras contra franceses y protestantes alemanes, se venía abajo. De pronto, era la corte carolina la que lo tenía que esperar todo de la corte de Castilla, empezando por la ayuda que proporcionara el príncipe Felipe.
Tal cambio tenía que reflejarse en las relaciones entre los dos centros de poder. Sólo tres días después vuelve Ruy Gómez de Silva a escribir a Eraso. ¡Pero qué tono tan distinto! El protegido se convierte en protector y el que recibe humildemente consejos es el que los da, con cierto deje de altivez:
Su Alteza —le escribe el 10 de mayo— queda con gran contentamiento de lo que vuestra merced hace çerca de su serviçio. Llévelo vuestra merced siempre adelante, porque de creçer Su Alteza en este contentamiento ha de venir el de vuestra merced[1207]…
Hace muchos años que descubrí ese documento en Simancas. La cuartilla donde lo transcribí amarillea de tanto tiempo. Y ya entonces me atrevía yo a comentar al margen: «Apunta el partido nuevo del Príncipe. Ahora es Ruy Gómez de Silva quien habla como protector». Y no me faltaba razón para ello.
Con ese poder en alza y gozando del favor del Príncipe, Ruy Gómez se atreve a una formidable escalada: igualarse con la altiva alta nobleza castellana, con los Grandes de España. ¿De qué modo? Por la vía más rápida: emparentando con ella. Para eso es preciso que intervenga la decisiva influencia de su Príncipe, conforme al uso de que esos matrimonios tienen que hacerse con la conformidad de la Corona. ¿Y quién está a la vista? Una chiquilla que apenas si tiene doce años, de nombre Ana, que desciende de la más linajuda de las familias hispanas: hija del duque de Francavilla, don Diego de Mendoza, y de doña Catalina de Silva, hermana del conde de Cifuentes, noble muy vinculado a la corte. Por lo tanto, Ana de Mendoza es la escogida, una tataranieta nada menos que del poderosísimo don Pedro de Mendoza, aquel cardenal de España del tiempo de los Reyes Católicos a quien por su poder el pueblo le llamaba el tercer rey de Castilla. Y la boda se concierta, aunque naturalmente habrá que esperar a que pasen unos años para consumarla.
Tal era ya el poderío de Ruy Gómez de Silva en 1552.
Un poderío que no haría sino afianzarse y crecer. Siempre lo encontraremos ya al lado de Felipe II, al que acompaña, por supuesto, cuando la aventura de la boda inglesa con María Tudor lleva al Rey —y ya lo era, pues Carlos V le había cedido el reino de Nápoles— a la corte de Londres. Y también se refleja, como podía esperarse, en el tono desenvuelto de las cartas de Ruy Gómez de Silva, cada vez más seguro de que es el hombre de confianza del nuevo Rey. Basta con leer sus comentarios sobre la reina inglesa María Tudor, a poco de su llegada a Londres, acompañando a Felipe II:
La Reina es muy buena cosa, aunque más vieja de lo que nos decían[1208]…
Y una semana después, como si aquella triste boda le afectara tanto como a su señor, trata de encontrar algo que la mejore:
La princesa de Portugal[1209] envió un gran presente a la Reina de vestidos y tocados, y la Reina les estuvo mirando y holgando con ellos…
Tras de lo cual busca ya una mejora de la Reina:
Paréceme que si usase nuestros vestidos y tocados, que se le parecería menos la vejez y la flaqueza…
Y ya, el gran desahogo, el fastidio por lo que estaba pasando su Rey:
… Para hablar verdad con vuestra merced —comenta con Eraso—, mucho Dios es menester para tragar este cáliz…
De ahí el elogio hacia Felipe, capaz de sacrificarse por razones de Estado:
Y lo mejor deste negocio es que el Rey lo vee y entiende que no por la carne se hizo este casamiento, sino por el remedio deste Reino y conservación desos Estados[1210].
Después de la aventura inglesa, tan desventurada, la paz de Cateau-Cambrésis, el retorno a España con el joven Rey y la boda anunciada con Ana de Mendoza, que ya se ha convertido en una espléndida mujer, acaso la belleza de la corte, con sus diecinueve años recién cumplidos. Los honores llueven sobre Ruy Gómez de Silva, al que el Rey quiere elevar a la cima, para contrarrestarle con la imponente grandeza del duque de Alba, Grande por la cuna y por su propia grandeza, labrada a pulso en mil lances afortunados que hacen de él el primer capitán de su tiempo.
Pero Felipe II recela de tanto poder. No puede prescindir del Duque, eso está claro. A fin de cuentas, ése es el peso del Imperio: que las cosas de la guerra siempre resultan prioritarias. Aunque el Estado es algo más, y ahí es donde puede hacer su juego el valido (si es que lo podemos llamar así) portugués, al que, por lo pronto, el Rey hace duque de Pastrana y príncipe de Éboli, elevándolo al mayor nivel cortesano, además de consejero del Consejo de Estado.
No obstante lo anterior y por si fuera poco, para que la paridad con el duque de Alba sea lo más completa posible, también se acuerda de ambas esposas y, puesto que hay que nombrar las tres primeras damas que acompañen a la nueva reina, la deliciosa Isabel de Valois, el Rey las escoge con todo cuidado o, por mejor decir, con la máxima intención. No es una elección arbitraria. Una de ellas es inexcusable: su hermana, la princesa viuda de Portugal, Juana de Austria. Para las otras dos, el Rey buscará el equilibrio cortesano, el mismo que trataba de conseguir en el Consejo de Estado, y designa a la duquesa de Alba, por supuesto, pero también a la jovencísima esposa de Ruy Gómez de Silva, a la inquietante belleza de Ana de Mendoza, duquesa de Pastrana y princesa de Éboli.
Desde entonces, la princesa de Éboli se convierte en uno de los personajes más atractivos, más interesantes y más misteriosos de nuestra historia del Quinientos.
Sabemos la leyenda: estamos ante la amante del Rey. Pero ¿es sólo leyenda? La cuestión no es baladí, no se limita únicamente a lo que podríamos llamar vida privada de Felipe II. En principio, porque a través de ese examen quedará más en claro la posición del valido y el grado de las relaciones que mantenía con el Rey, y también porque nos permitirá comprender mejor la época, en uno de sus aspectos yo creo que peor conocidos, pese a su notorio interés, como es el de los recovecos de la vida amorosa del Quinientos.
Asimismo, existe otra razón: porque es falso que se pueda prescindir de esa materia, como si se tratara de meros cotilleos, que nada tienen que ver con la verdadera historia, y ello por cuanto que tienen su fuerte influencia en el curso de esa gran historia, como hemos de ver.
Y de entrada, algo debemos señalar: es falsa la imagen de Felipe II como un rey casto y devoto, incapaz de tales devaneos amorosos; ese rey que nos salta a la imagen, con la estampa del retrato de Anguissola, que custodia el Museo del Prado, y que aparece de medio busto, todo de negro y portando en la diestra no la espada, sino el rosario. Figura verdadera, por supuesto, pero que corresponde a un período posterior y que no se puede presentar como si fuera también la de sus años juveniles y de la plena virilidad; aparte de que lo devoto y lo casto no son términos sinónimos y que de hecho se dan con frecuencia por separado.
Para abordar el tema en profundidad, lo primero será ver cuál era el ambiente de la época, respecto a la vida amorosa de los reyes en nuestro siglo XVI, para después centramos en lo que sabemos respecto a Felipe II; eso nos permitirá ya enfocar la cuestión planteada al principio: si cabe suponer que una de las amantes del Rey fue la princesa de Éboli.
Con lo cual quiero decir que ir de inmediato sobre la vida amorosa del Rey puede llevar a falsas apreciaciones, y que establecer unos adecuados parámetros nos ayudará a esclarecerlos hechos.
Por ejemplo, a no asombrarnos demasiado —no digo a escandalizarnos— si nos encontramos con que la vida amorosa de Felipe II tuvo etapas verdaderamente turbulentas. Fue lo que estaba en el ambiente, lo que la sociedad permitía al varón, y en especial a las testas coronadas. Y eso en toda Europa. Los ejemplos de Felipe el Hermoso en los Países Bajos, de Enrique VIII en Inglaterra, de Enrique II en Francia son clara muestra de ello.
En España, por supuesto, ocurría algo similar: una alborotada vida amorosa de los reyes, al margen del matrimonio, en contraste con la conducta de las reinas, y con el consiguiente resultado de múltiples hijos ilegítimos.
Ya Fernando el Católico había dado la señal, sin rebozo alguno y provocando los celos de Isabel. Y nada de ocultar a sus bastardos, el más aventajado de los cuales llegaría a ser arzobispo de Zaragoza y personaje destacado todavía a principios del reinado de Carlos V[1211]. Eso sí, hombres o mujeres, dedicados a la vida religiosa, como aquella doña María de Aragón, abadesa del convento agustino de Madrigal de las Altas Torres[1212].
No hablemos de Felipe el Hermoso, pues lo que a ese respecto hizo sufrir a su esposa, la desventurada reina Juana, hasta hacerla enloquecer de celos, debiera bastamos[1213].
Centrémonos en Carlos V, como modelo más inmediato y como personaje en tantos aspectos admirado por su hijo Felipe II. ¿Con qué nos encontramos? La historia nos recuerda sus dos hijos naturales, tan famosos, con los nombres de Margarita de Parma y de don Juan de Austria. Pero no fueron los únicos, como hemos de ver. Tampoco nos interesa sólo la frecuencia del hecho, sino también la forma de resolver las diversas situaciones sociales que se plantearon.
Ciertamente, no fueron los únicos hijos naturales del César. Carlos V, antes y después de su vida matrimonial con la emperatriz Isabel (de la que estuvo tan tiernamente enamorado y a la que parece que le fue fiel), tuvo varias aventuras amorosas y los consiguientes hijos naturales, de lo que existen inequívocamente pruebas documentales, al menos de dos casos, en los que nacieron sendas hijas.
De una de ellas ya se encuentran pistas en las crónicas del tiempo, como en Alonso de Santa Cruz, que nos dice que Carlos V «… en el vicio de la carne fue a su mocedad mozo…», para explicar así que en aquella época había tenido dos hijas naturales, una en los Países Bajos y la otra en Castilla[1214]. La de los Países Bajos se trata, sin duda, de Margarita de Parma. En cuanto a la de Castilla, que podría parecer fantasía del cronista, es la que, según la tradición, había muerto muy niña en el convento de madres agustinas de Madrigal de las Altas Torres. Pues bien, sobre esa criatura es sobre la que hoy tenemos bastante documentación, aparte del cuadro existente en el convento, cuyo pie reza:
Doña Juana de Austria, hija natural de Carlos V. Murió novicia.
¿Se trata de una superchería de las monjas del convento, para aumentar su prestigio, como refugio de los devaneos imperiales que añadir a los del rey Fernando el Católico? Nada de eso. El cuadro es muy malo y, posiblemente, posterior a los hechos, pero la referencia es exacta.
La prueba documental fue encontrada por el padre agustino fray Quirino Fernández. Se trata de una interesantísima correspondencia de la abadesa de aquel convento agustino con Carlos V y con el conde de Nassau (uno de los principales nobles del entorno carolino en sus primeros años), con fragmentos tan reveladores como los siguientes:
Yo he querido escribir y hacer saber a vuestra merced —le dice la abadesa doña María de Aragón al conde de Nassau desde Madrigal, el 28 de marzo de 1524— cómo la señora doña Juana está muy linda y muy grande; que, para la poca edad que tiene, es maravilla del cuerpo que tiene, y suéltase ya un poquito a andar de un mes acá, trayéndola de los bracitos…
Evidentemente, muy importante tenía que ser aquella criatura y muy vinculada a la casa reinante, para que la abadesa de Madrigal —hija natural de Fernando el Católico, no lo olvidemos— se tomase tanto interés y pusiese tanto cariño en ella. Un texto que ya nos permitiría sospechar el alto parentesco de aquella inocente, pero si hubiera alguna duda, la abadesa nos la disiparía:
Parécese de cada día mucho más al Emperador, mi señor, que yo recibo gloria de la ver. Y su madre besa mil veces las manos de vuestra merced[1215].
He ahí, por tanto, a esa niña hija natural de Carlos V, que entonces tendría algo más del año, pues era cuando empezaba a andar, y por ello que debió nacer a principios de 1524 y engendrada por el Emperador en 1522, durante su estancia en los Países Bajos, poco antes de su regreso a España. Una criatura que lleva su madre, como una más de la servidumbre del conde de Nassau, que es el depositario del secreto de su señor. Y esa criatura, cuando nace, es llevada al convento de las agustinas de Madrigal, donde ya era tradición que los reyes hacían profesar a sus hijas bastardas. Pero debió vivir poco tiempo, pues a partir de noviembre de 1525 cesan las referencias sobre ella[1216].
Por lo tanto, estamos ante una aventura amorosa de Carlos V con una humilde mujer, de la que apenas si sabemos nada más, salvo que era alguien del entorno cortesano del conde de Nassau, que aparece como el encubridor del lance, y acaso como el inductor, como parece desprenderse de lo que le cuenta la abadesa:
Ella, en verdad, es muy honrada y, por ser madre de doña Juana, justo es que Su Majestad lo haga bien con ella. Y a vuestra merced[1217] suplica que se acuerde de ella, que su esperanza en vuestra ilustre persona tiene, que piensa por su mano le ha de venir el bien, como siempre la hizo mercedes[1218]…
A partir de ese momento, ¿cuál es la actitud del Emperador? De total abandono. Su hija natural queda al cuidado de la madre donde la tradición regia mandaba que se hiciera, y él ya puede desentenderse del asunto.
No lo creía así, por supuesto, la que había sido su amante, y de su lastimosa queja se hace eco, caritativa, la propia madre abadesa doña María de Aragón:
Su madre —escribe al conde de Nassau— besa las manos de vuestra merced. Está muy triste de ver que cuánto ha que Su Majestad aquí envió a la señora doña Juana, nunca se ha acordado de ella.
Y de esto tiene tanta pena, que no puede ser más[1219]…
En marcado contraste, la otra hija natural que Carlos V había tenido unos meses antes, nacida en los Países Bajos, sería educada con esmero y después recibida en el mundo con toda autoridad; me refiero a Margarita de Parma, nacida también en 1522, que andando el tiempo casaría nada menos que con Octavio Farnesio, el hijo natural del papa Paulo III.
¿Cómo explicar tan notable diferencia de trato? Por la distinta procedencia social de las madres, perteneciendo la de Margarita al linaje nobiliario de la familia flamenca Van der Gheyst, mientras que la madre de Juana el único título que tenía era el de haber dado una hija al Emperador.
Pero existe aún un caso más extremo. Hoy tenemos sospechas fundadas de que Carlos V tuvo a los dieciocho años una hija con la reina Germana de Foix.
Tal es lo que se desprende de un documento tan solemne como es el testamento de aquella Reina, la cual deja una de sus joyas más preciadas a doña Isabel de Castilla:
Item, legamos y dexamos aquel hilo de perlas gruesas de nuestra persona, que es el mejor que tenemos, en el que hay ciento y treinta tres perlas, a la serenísima doña Isabel, infanta de Castilla…
¿Quién era aquella infanta, que no aparece recogida en las crónicas de la época? Doña Germana nos lo dirá:
… hija de la Mat. del emperador mi señor e hijo…
Pero ¿por qué tal distinción con esa supuesta infanta de Castilla? El testamento corresponde a 1536, el año en que muere doña Germana, y para esas fechas ya habían nacido las dos hijas de la emperatriz Isabel, María y Juana. Pero doña Germana sentía especialísimo afecto hacia esa Isabel de Castilla, como ella misma nos lo expresa en el testamento:
… y esto por el sobrado amor y voluntad que tenemos a Su Alteza.
¡Asombroso! No se puede dudar de la autenticidad de ese testamento. Estamos copiando del original que custodia el Archivo de Simancas[1220], y que conocimos gracias a la referencia de una joven investigadora valenciana, Regina Pinilla Pérez de Tudela[1221].
Cierto, en su testamento doña Germana se refiere a esa hija del Emperador, pero no precisa el lazo que le unía con ella, salvo esa indicación de su gran amor y voluntad. Cabría sospechar que se trataba de su hija, pero nada más. Ahora bien, el propio Archivo de Simancas guarda otro documento que nos lo aclara: la carta del esposo de doña Germana, don Fernando, virrey de Valencia y duque de Calabria, quien en ese año de 1536 escribe a la Emperatriz para darle cuenta de la muerte de doña Germana —recuérdese que en ese año Carlos V está ausente de España, enfrascado en la campaña de Provenza—, y le comenta el legado de su mujer con estas palabras:
Vea V.Mgt. el legado de las perlas que dexa a la serenísima infanta doña Isabel, su hija. V.Mgt. mandará screvirme si es servida que se le embien con hombre propio[1222].
Por lo tanto, el duque de Calabria nos lo precisa: esa Isabel de Castilla, a la que doña Germana señala en su testamento como hija del Emperador, era también, en efecto, hija de doña Germana. Y todo apunta a que esa relación amorosa la tuvo el Emperador a poco de llegar por primera vez a España[1223]. Es más: doña Isabel de Castilla debió de criarse en la corte imperial, y por eso el duque don Fernando le envía a la Emperatriz ese precioso legado de 133 perlas gruesas[1224].
Por lo tanto, tres hijas naturales del Emperador tenidas con tres mujeres pertenecientes a niveles distintos y que por ello tienen también tres tratamientos diferentes: la hija de la Reina se cría en la corte, la hija de aquellos nobles flamencos —los Van der Gheyst— se casará una y otra vez con príncipes italianos, y, en fin, la hija de aquella humilde mujer de la servidumbre del conde de Nassau será metida al punto en el convento de madres agustinas de Madrigal de las Altas Torres. Y la costumbre es que, cuando la dama es principal, se vea desposada de mano del Rey con uno de los miembros de la alta nobleza de su corte, que más que como una infamia parece que lo toma como un favor y una distinción personalísima de su señor, quien, por supuesto, recompensará adecuadamente aquel peculiarísimo servicio, como lo haría en el caso del duque de Calabria al dar al matrimonio el virreinato de Valencia. Tres ejemplos a seguir, pues, por Felipe II para casos similares.
Falta por referirnos al último hijo natural de Carlos V, al famosísimo don Juan de Austria, criado al principio tan modestamente (en relación evidente con el humilde grado social de la madre) y con tanto secreto, pero al que después el Emperador, acaso porque se trataba de un hijo varón, quizá por especiales planteamientos de conciencia en aquellas horas postreras de Yuste, recomendará al fin tan apretadamente al Rey, su hijo, como es tan notorio.
A este respecto, yo quisiera comentar una curiosa minuta de Felipe II escrita cuando tiene ya noticia directa de aquel suceso, que nos hace ver las dudas del Rey.
La minuta es de mano de Eraso y está escrita a principios de 1559; es el borrador para contestar a Luis Quijada, señor de Villagarcía, en relación con la noticia que había mandado sobre la existencia de don Juan de Austria, tal como se lo había encargado el Emperador. Se trata de una larga minuta de la que copiaremos sólo los párrafos principales. Su interés radica en que se tachan y corrigen frases, dando señales de titubeo sobre cómo había de enfocar se aquel delicado asunto, tanto más cuanto que aquel muchacho era hijo de una humilde mujer. Para nuestro intento, pondré en columnas separadas la redacción inicial y la definitiva:
Redacción inicial
En lo de don Juanito he holgado de saber es mi hermano… y tengo por cierto le dotrinaréis y haréis criar en las letras y lo demás, como lo sabréis muy bien hacer…
Redacción definitiva
En lo de ese muchacho, he holgado de lo que dél me escribís… y tengo por cierto le haréis dotrinar y que aprenda latín y Io demás, como es menester hacer…
Hay otras tachaduras y correcciones, pero de menor importancia. Lo que sí importa anotar es que la noticia de la existencia de aquel hijo natural de Carlos V, algo que ya era del dominio público tanto en Castilla como en Ios Países Bajos (y a ello se alude en el documento), y de la inminencia de darlo a conocer, de un modo oficial, le plantea a Felipe II notorias dudas. Se podría suponer que era una cuestión muy delicada y, al mismo tiempo, desagradable, Da la impresión de que en el Rey chocan dos sentimientos: el de un espontáneo afecto hacia aquel inesperado hermano y la cautela de lo que había de hacerse con él. Así, en un principio sale aquello de nombrarlo por su nombre («don Juanito») y de tratarlo ya como su hermano; pero tras la reflexión, propia o de sus consejeros, viene ya esa cautelosa referencia a «ese muchacho», sin nombre ni parentesco.
En cuanto a las dudas, ya de menor importancia, respecto a su crianza, únicamente señalar que se estaba pensando en aquel momento, posiblemente, en que debería ser educado para la Iglesia y no para la corte, quedando a cargo de ello don Luis Quijada; lo cual, evidentemente, obligaría a que el Rey no lo reconociera como su hermano[1225].
Que los príncipes tuvieran hijos ilegítimos era, pues, algo que aquella sociedad daba como un hecho natural, y que estaba justificado sobre todo si lo tenía con dama principal; en otro caso, todo se hacía más oscuro.
Sería lo que de un modo franco y abierto reconocería uno de esos altos personajes, precisamente don Juan de Austria, en carta a su hermana la princesa Margarita de Parma, escrita desde Nápoles en 1573:
Señora: Ríase V.A. en leyendo esta carta de lo que yo en ella quiero decirla, que yo, aunque corrido, pienso también hacerlo. Acuérdese V.A. que … me preguntó si yo tenía algún hijo, y justamente me mandó que se lo diese si lo tenía. Respondíla que no…
[pero] de aquí a un mes creo que de muchacho que soy me he de ver padre corrido y avergonzado. Y digo avergonzado porque es donaire tener yo hijos…
Después de esa primera parte de la carta, en la que don Juan de Austria da la noticia a su hermana, viene ya la notable referencia a su amante, aunque, por supuesto, sin dar su nombre:
La que verdaderamente le parirá es mujer de las más nobles y señaladas de aquí y de las más hermosas que hay en toda Italia; que, al fin, con estas partes y principalmente la de la nobleza, parece que podrá mejor sufrirse este desorden…
Ese tratamiento moral parecía obligado: un hijo natural era algo reprochable. Pero al punto don Juan de Austria rectifica, y añade con firmeza:
… si desorden puede llamarse cosa tan natural y usada en el mundo[1226]…
Con esta exposición de cómo se veía la vida amorosa de los príncipes de las casas reinantes, dando por sentado que tener una amante era la cosa más natural y usada en el mundo y recordando también el tratamiento dispensado, cuando eran damas de linaje destacado, casándolas con personajes elevados de la corte, estaremos en condiciones de sopesar la intervención de Ruy Gómez de Silva en la vida amorosa de Felipe II.
Así, por ejemplo, los primeros amores del entonces «príncipe de las Españas» con Isabel de Osorio, dama de la Emperatriz, a la que vemos después en la corte de Juana de Austria. Una relación amorosa de la que existen pruebas concluyentes, y que debió de comenzar muy pronto, cuando vivía aún la princesa María Manuela de Portugal, la primera mujer de Felipe II, de la que pronto se desilusionó por su tendencia a la obesidad que tanto la afeaba y que la Princesa no supo o no pudo evitar, pese a los consejos de su madre, la reina Catalina de Portugal[1227].
Ante esa situación era fácil prever que algo iba pronto a cambiar.
Ya en 1545 empiezan las salidas nocturnas del Príncipe, mientras que su desvío hacia la Princesa es la comidilla de la corte, y hasta tal punto, que el rumor llega hasta el Emperador, que se cree obligado a reprender por ello a su hijo:
Lo mismo he hecho [en lo de reprenderle] —informa a don Juan de Zúñiga— en lo de la sequedad que usa con su mujer en lo exterior, de lo cual me pesa mucho, y no sería razón que así se hiciese, y no deja de entenderse por otras partes, que es harto inconveniente. Aunque bien creemos que esto no procederá de desamor, sino del empacho que los de su edad suelen tener, y así esperamos que habrá enmienda…[1228].
En la crónica de las bodas de los Príncipes, ¿no dice el cronista textualmente: «… es algo gordilla…»[1229]?
Debió de ser entonces cuando inició el Príncipe su aventura amorosa con Isabel de Osorio, frente a cuya espléndida belleza mal podía defenderse María Manuela de Portugal. El Príncipe sabía las licencias que aquella sociedad le concedía y su inclinación ya apuntaba fuertemente, y hubo de suceder lo que ya el Emperador había previsto: que más de un cortesano le empujara a ello. Carlos V lo temía del duque de Alba o de Cobos, pero, evidentemente, no eran ésos los confidentes del Príncipe.
Pero el que hacía de tal y el que a todas luces estuvo al tanto de todo ello fue Ruy Gómez de Silva. El príncipe de Orange afirma en su Apologie que de allí arrancó la fortuna del valido portugués, y todo parece indicar que eso correspondió a la realidad.
De igual modo tuvo que estar al tanto Ruy Gómez de los encargos hechos a Tiziano de aquellos fascinantes cuadros eróticos, con cuya vista querría recordar Felipe II sus amores con Isabel de Osorio, en aquella cárcel de su matrimonio con María Tudor.
Los embajadores venecianos relatan otros amoríos de Felipe II, como los tenidos en Flandes hacia 1555 con madame D’Aller. Son muy notorios los que mantuvo con Eufrasia de Guzmán a poco de su regreso a España. Y conforme a los usos regios que ya hemos comentado, la haría desposar con don Antonio de Leiva, hijo del famoso vencedor de Pavía y príncipe de Ascoli.
Con todos esos antecedentes, ¿cabe extrañarse de que Felipe II se fijara en aquella atractiva e inquietante mujer, precisamente la prometida de su confidente, el oficioso Ruy Gómez de Silva? Aquí ocurre como cuando Copérnico ensayó unas nuevas tablas astronómicas, tomando como punto de partida que era la Tierra la que se movía en torno al Sol: que también cuadran mejor todas las otras referencias que poseemos, como las abrumadoras recompensas a la nueva pareja —ducado de Pastrana, principado de Éboli—, e incluso el nombrar a Ana de Mendoza dama de honor de la corte de la reina Isabel de Valois, su mujer.
Y, sobre todo, por lo que hace a esta parte de los hombres del Rey, esto nos permite comprender la posición cada vez más fuerte de Ruy Gómez de Silva en la corte, al que vemos ya en 1559 como consejero del Consejo de Estado, que era el principal cargo a que podía aspirar.
Para el oficioso servidor del Rey, era la recompensa natural a tantos servicios como prestaba.
De esa manera se convertiría en una de las cabezas de bando en la corte, frente a la otra que encarnaba el duque de Alba.
Un bando con unas características muy precisas; sería lo que en términos actuales llamaríamos el partido de las palomas, frente al de los halcones, que no hay que decir sino que era el acaudillado por el fiero duque de Alba.
Miembros destacados del partido de Éboli eran el conde de Feria y el secretario Gonzalo Pérez.
En cuanto a don Gómez Suárez de Figueroa, señor de Zafra y conde de Feria, estamos ante una figura mucho más fácil de identificar[1230]. Es el prototipo de segundón, que inicia su carrera en la diplomacia y al que vemos a mediados de siglo como embajador de Carlos V en Génova[1231]. En 1551 hereda el título de conde de Feria, por la muerte de su hermano mayor don Pedro, sin sucesión; pero, en vez de enriscarse en su nuevo señorío, como tantos otros miembros de la alta nobleza castellana, se mantiene ya en el servicio de la corte.
Estamos ante otro representante de la generación del príncipe de Éboli. Caballero de la Orden de Santiago, fue apreciado por Felipe II posiblemente a su paso por Génova en su gran viaje al Imperio, cuando Feria llevaba aquella embajada.
En 1554 es ya uno de los nobles más destacados que acompañan a Felipe II en su aventura inglesa. Allí conoce a una dama de la corte de María Tudor, lady Jane Dormer, de la que existe un delicioso retrato que custodia el Museo del Prado, con la que desposa con gran sentimiento de su familia extremeña, pero con gran satisfacción del Rey, que ve desde ese momento en Feria al más cualificado de sus servidores para ayudarle a mantener vivas y abiertas sus relaciones con Inglaterra; tanto es así, que le nombrará su representante en la corte de María Tudor, cuando se ausenta de Londres, y, a la muerte de la soberana, le designa su primer embajador cerca de la nueva reina Isabel de Inglaterra. Cuando cesa en la embajada inglesa es tanto el gasto que ha sufrido Feria y son tantas las deudas que ha contraído en el servicio del Rey, que a su regreso a España se refugia en su señorío de Zafra, tratando de restablecer su dañada hacienda. Y allí estaba todavía en 1564, cuando escribe al Rey en favor de algunos miembros de su linaje y le dice:
V.M. sea muy bien venido a Castilla, y para tanto descanso suyo y de la Cristiandad, como yo deseo. Quixera [sic] ir a besar los pies de V.M.; y porque tengo en menos mi contento que pagar mis deudas, me dexo estar en mi casa hasta tener mejor disposiçión para continuar el serviçio de V.M[1232]…
Es a raíz de esa carta cuando el Rey le llama de nuevo a la corte, haciéndole de su Consejo de Estado y nombrándole duque de Feria. Y prueba de la confianza tan grande que ha puesto ya en él es que le vemos acompañar al Rey cuando pone mano sobre su hijo y le detiene, en la jornada nocturna del 17 de enero de 1568. Es entonces designado capitán de la guardia que vigila al Príncipe. Manteniéndose siempre en un discreto segundo plano, sería uno de los integrantes del bando que encabezaba el príncipe de Éboli.
Para perfilar la personalidad del primer duque de Feria son muy útiles los informes de los embajadores venecianos, especialmente el de Badoero, cuya embajada transcurre entre 1552 y 1557. Nos presenta al Duque, cuando rayaba los cuarenta, como un hombre sencillo, que vestía sobriamente, al modo castellano, con rasgos de gran señor, en especial por su liberalidad. A juicio del veneciano, Feria carecía de envidia, sin recelo alguno contra Ruy Gómez de Silva, un extranjero de nobleza muy inferior a la suya, pese a los muchos favores que el portugués recibía del Rey. De apacible carácter, no demostraba grandes cualidades para los negocios de Estado y, desde luego, ninguna habilidad para las intrigas de la corte; quizá por ello fuera tan bienquisto del Rey[1233].
El duque de Feria se muestra, de todas formas, como una figura que no encasillaba del todo con los modos y las costumbres de la sociedad castellana de su tiempo. Más abierto, con otra amplitud de miras incluso bajo lo religioso, dio muestras de ello al casarse con Jane Dormer, venciendo la oposición familiar. En efecto, su madre, doña Catalina Fernández de Córdoba, le tenía preparada su boda con una sobrina del Duque, Catalina, por el afán de reunir las dos casas nobiliarias de Feria y Priego. Todo estaba ultimado hacia 1553, si bien la corta edad de la novia obligaba a un aplazamiento del matrimonio. Un año después, el Duque conocía a Jane Dormer, y la delicada belleza de la inglesa le hizo olvidar a la prometida que le esperaba en tierras extremeñas. Por supuesto que su nuevo compromiso encontró el cordial apoyo de la reina María Tudor, gozosa de que su dama preferida desposara con el noble castellano. En cambio, doña Catalina se opuso, tratando de evitarla, y no sólo porque la novia inglesa desbarataba sus proyectos para su hijo, sino también porque temía que influyera negativamente sobre su formación religiosa. Se decían demasiadas cosas de aquella Inglaterra, para que doña Catalina estuviese tranquila con la noticia de que su hijo iba a desposar a una noble de aquella corte. Y ello hasta el punto de consultar con el padre Laínez, quien hubo de sacarla de sus temores, porque lo cierto es que Jane Dormer era una mujer de carácter dulcísimo, tal como trasciende de la pintura que le hizo Antonio Moro, a que antes hemos aludido. De ella diría don Álvaro de la Quadra, que había sido su huésped en Londres durante medio año:
… cierto, es muy gentil señora y de muy santas costumbres[1234]…
Quien demostraba tanta personalidad como para enfrentarse con la sociedad castellana de su tiempo puede suponerse que tendría también su propia opinión en los asuntos de Estado, aunque no lograse convencer a su Rey. Quien haya leído sus informes cuando era embajador en Inglaterra, o la correspondencia cruzada con su sucesor en la embajada, don Álvaro de la Quadra, sabe muy bien que más de una vez el Duque discrepa abiertamente del modo en que Felipe II llevaba los asuntos ingleses. Así, después de la negativa de Isabel a desposarse con Felipe II y tras sus primeros pasos en materia religiosa, que cada vez apartaban más y más a Inglaterra de Roma, se crea una peligrosa situación, por cuanto la ilegitimidad de Isabel para el partido católico propiciaba una intervención francesa y la creación de un formidable bloque franco-anglo-escocés, pues no olvidemos que María Estuardo estaba casada con Francisco II de Francia. Ante esa situación, hubo un bando, como ya hemos comentado, partidario de adelantarse a la intervención francesa con una invasión de los tercios viejos que derrocase a Isabel y volviese otra vez la situación a los tiempos de María Tudor; y de esa opinión era el duque de Feria. Pese a ello, Felipe II se decidió por la vía de la negociación, mandando a Londres a un emisario especial, don Juan de Ayala, para hacer presente a la Reina la peligrosa situación en que se estaba metiendo, pero sin presionarla demasiado; como en las instrucciones a don Juan de Ayala se decía: «… no se le han de hacer fieros ni amenazas…»[1235] Una embajada que el entonces conde de Feria, recién salido de Londres, criticaría con estas palabras:
Todo cuanto hoy se hace y se dice no basta para movernos. Solamente se extiende la cosa ahora a lo que don Juan de Ayala lleva en comisión, que será de tan poco efecto como lo pasado[1236].
En cuanto a Gonzalo Pérez, nos encontramos con el personaje más sinuoso, sin duda el de más talento y, por supuesto, el verdaderamente culto. Humanista en cierto sentido, formado en la Universidad de Salamanca, con estrecha amistad con Pérez de Oliva, en contacto con relevantes personajes de las letras italianas, que presumía de haber traducido la Odisea, de Homero —aunque más probable es que se sirviera de otro para tal fin—, pero sobre todo, y en función de su papel en la corte, el que dominaba los negocios de Estado, función que va a ir desarrollando poco a poco, desde que en 1543 Carlos V le deja al frente de la secretaría de su hijo. Protegido en un principio por Alfonso de Valdés, la muerte de su protector en 1532 no truncó su carrera, como hemos podido comprobar. Felipe II, en una primera etapa, le confía los papeles de la Corona de Aragón, siempre más dificultosos de negociar, en lo que se mostró muy eficaz. Sabe hacerse con el favor del Príncipe, hasta el punto de acompañarle en sus primeros viajes, tanto en el de 1548 al Imperio, como en 1554 a Inglaterra y los Países Bajos.
En 1556, cuando Felipe II se convierte en rey de la Monarquía católica, vemos a Gonzalo Pérez al frente de la Secretaría de Estado. Se ha convertido ya en el primer personaje de la burocracia filipina, en su vertiente más brillante, como era la de la política exterior.
Ambicioso, siempre tratando de redondear su fortuna personal, se ordena sacerdote (aunque no podamos precisar la fecha), no tanto por devoción como por aprovechar nuevas oportunidades para conseguir beneficios eclesiásticos. En los últimos años aspiró incluso al cardenalato, para lo que movilizó sus influencias en Roma, en contrapartida a tantos favores concedidos desde su centro de poder en la corte madrileña o de los que podía seguir concediendo; pero, sorprendentemente, no consiguió en cambio el apoyo del propio Rey, quizá porque se hablaba demasiado de su supuesto hijo natural, el famoso Antonio Pérez; aunque en esto también puede que existiera una de esas turbias relaciones de todas las épocas, pues un rumor popular achacaba su paternidad al príncipe de Éboli, que dejaría así a su hijo bastardo al cuidado del poderoso secretario, para que le formase y le introdujese en los negocios de Estado, como en realidad haría Gonzalo Pérez de forma tan notoria.
También con Gonzalo Pérez observamos el proceso de cambio y el paulatino ascenso del equipo del Príncipe, frente al imperial que antes de la crisis de 1552 comandaba Granvela hijo. Cuando se prepara el gran viaje de Felipe II al Imperio, en 1548, Gonzalo Pérez es uno de los elegidos para formar parte del cortejo filipino; así se lo indica el Príncipe, pero el secretario sabe que la decisión ha llegado de más arriba, y se apresura a mostrar su agradecimiento a Granvela:
S.A. me ha mandado que le vaya a servir en este camino —escribe desde Valladolid, poco antes de la marcha, el 4 de septiembre de 1548—. Bien sé que vino ordenado de allá y el favor y merced que V.S. me hizo en ello[1237]…
Pasan unos años y el secretario sigue manifestando abiertamente la supremacía del alto ministro carolino; se trata de cubrir la vacante dejada en el virreinato de Valencia por la muerte del duque de Calabria, algo que urge y que debe decidir el Emperador, y Gonzalo Pérez se lo advierte a Granvela con estos respetuosos términos:
Valencia tiene muy gran necesidad de Virey [sic] y no menos de Regente, porque ni hay justicia ni gobierno, y si no hay ministros quales conviene, poco aprovecha que de acá se mande lo que se ha de hazer…
Y añade, reconociendo el poderío de Granvela:
Suplico a V.S.Rma. que, por lo que debe al cargo que tiene y logar tan preeminente con su MD., se lo traiga a la memoria, para que no se dilate más[1238].
Pero ya estamos en 1552, el año de la crisis, y a poco se desatan los acontecimientos de Innsbruck, de tan graves consecuencias para el poderío de Carlos V en Europa y que tanto minaron su prestigio. Inmediatamente, el tono de Gonzalo Pérez con Granvela cambia. Todavía Granvela es quien puede decidir influyendo sobre el ánimo imperial, pero ya el secretario filipino, más que pedir, parece que exige; que no en vano se va encontrando cada vez más como quien pronto será el que pueda dispensar favores. Es cuando, a finales de septiembre de aquel año de 1552, pide que se le conceda la abadía de Montaragón, haciendo alarde casi insolente de sus méritos:
… pues ha tantos años que sirvo y nunca se ha tenido memoria de mí, y Su Mad. ha dado de comer por la Iglesia a otros que no han servido ni trabajado más que yo, ni han estudiado más que yo…
Entonces es cuando el secretario, seguro ya de su creciente poder, le insinúa a Granvela que llegará el momento en el que pueda devolverle el favor recibido:
… y con esta merced quedaría obligado más de lo que estoy a servirlo perpetuamente a V.S….[1239]
Efectivamente, pronto se produce el cambio. Tras el relevo de 1555, ya son otros los que mandan. Ahora es Granvela el que se cartea con Gonzalo Pérez y hasta le hace confidencias sobre los más graves asuntos. Estamos en 1558. Ya han muerto Carlos V y María de Hungría, los dos personajes que habían llevado el peso de la política exterior en la época anterior. Es a finales de noviembre, y las noticias —o, mejor, la falta de noticias— de Inglaterra son alarmantes. Y Granvela escribe a Gonzalo Pérez y desliza una censura hacia el nuevo poder:
En muy mal punto nos viene lo que de Inglaterra [sic] amenázanos Dios, y son grandes golpes en breve tiempo. Temo si algo ha de seguir más, tras tales avisos que nos envía Dios…
Entonces, como quien se ha visto apartado del centro del poder, añade, pesaroso:
Todo lo que se esperaba poder hazer allá[1240] no terná ya lugar, por no nos haber servido del tiempo, quando muy bien se podía. Agora es tarde, y no creo que tomará Ysabel estrangero[1241]…
Porque ya es Gonzalo Pérez el que lleva todos los asuntos de Estado y quien se comunica directamente con Felipe II, seleccionando para él los despachos que, a su juicio, debía ver. Ya en Toledo, un año antes de producirse el traslado de la corte a Madrid, el secretario comunica a su señor:
… V.M. vea estas cartas que ha traydo el vizconde Montaguto, embaxador de Inglaterra, del obispo del Águila[1242], para que esté advertido…
No todo se lo manda al Rey. El ya poderoso secretario hace la distribución, enviando otra parte de despachos a su gran protector, y además el hombre de confianza de Felipe II, el príncipe de Éboli:
El pliego de Pagete[1243] he embiado a Ruy Gómez; él mostrará a V.M. lo que le escribe…
A lo que Felipe II, mostrando ya su estilo, apostilla al margen: «Ya quedo prevenido…»[1244]
Puesto que así están las cosas, es ahora Granvela el que solicita el apoyo de Gonzalo Pérez. En 1561, Roma quiere honrarle con el capelo cardenalicio, pero Granvela sabe muy bien que eso no puede aceptarlo sin la previa licencia de su Rey. Y, claro, tantea a Gonzalo Pérez, esperando su apoyo. Es más, le hace la confidencia de que Roma ya se lo había prometido en tiempos de Carlos V, aunque entonces había rehusado, porque así convenía para los intereses del Emperador en el Imperio, mientras que ahora —en 1561— le favorecería, dándole más autoridad para servir mejor al Rey en los negocios de Flandes.
Y añade esta asombrosa queja contra el Emperador, como si pensara que sería bien acogida en la corte de España:
… sentía[1245] que fuera la ruyna de mi Casa, que no tenía con qué sostener, y Su Md. tenía la mano corta en gratificar a los que le servían[1246]…
Por lo tanto, los hombres del Rey, aquellos con los que Felipe II afronta la primera etapa de su reinado, están bien definidos: Ruy Gómez de Silva, como su mayor confidente, y Gonzalo Pérez, como su secretario de Estado. Y, entre la nobleza cortesana, el conde de Feria, al que el Rey convertiría en Grande de España, con el título de duque de Feria. Mientras que los anteriores ministros carolinos quedarían relegados a funciones secundarias, en especial Granvela, como auxiliar de Margarita de Parma en el gobierno de los Países Bajos.
Pocos testimonios tan notables de la existencia de aquellos dos focos de poder y de su distinto progreso, como la carta que escribe Granvela a Juan Vázquez de Molina para que se hiciera cargo de todos los papeles que él había enviado a Carlos V, cuando se entera de que había muerto el Emperador. ¿Qué ocurriría si aquellos documentos caían en manos de sus enemigos? Pero ¿quiénes eran y dónde estaban esos enemigos?:
Muy magnífico señor —escribe Granvela a Juan Vázquez de Molina—: V.m. puede pensar quánto he sentido el fallescimiento del Emperador, nuestro señor y buen amo, y de la serenísima reyna María, y por su prudencia conosce quánta falta nos harán en las cosas de Su Md.; y esto basta para quien lo entiende. Dios, por su gracia, les dé su sancta gloria, como verdaderamente creo que lo han mereçido…
Después de ese lamento por aquellas muertes, Granvela señala su honda preocupación por lo que se le podía venir encima:
Yo he escripto desde aquí muchas cartas de mi propia mano al dicho señor Emperador y a la serenísima Reyna, y embiado algunas copias. Suplico a V. merced me la haga tan señalada de compelir los ministros que han estado cabe las personas de ambos, de parte del Rey, nuestro señor, para que pongan en manos de vuestra merced todas aquellas scripturas míasque no querría que con ellas me procurassen aquí alguna burla…[1247],
Por supuesto, no tenía nada que ocultar, pues siempre había sido leal al Emperador; pero, por si acaso, prefería tenerlas en su poder:
Vuestra merced, si será servido, las podrá ver, y conoscerá por ellas el zelo que siempre he tenido y tengo en el servicio de mis amos…
Y termina con su verdadero anhelo:
… y me hará muy grand merced de que después puedan bolver a mis manos[1248]…
El otro gran orillado fue el duque de Alba. Ya hemos visto que en los años cincuenta andaba quejoso de que Felipe II no le diera todo el poder, y cómo el enviarle a Italia, un frente secundario, para defender Nápoles contra el papa Paulo IV y contra las tropas de Enrique II, podía haberlo tomado como un apartamiento del campo principal de operaciones. Lo cierto es que después de firmarse la paz de Cateau-Cambrésis el Duque regresó a España y se refugió en su señorío de Alba.
Entonces hubo un momento en que pareció que Felipe II iba a darle un papel de primer orden en la corte, pues habiéndose agravado la situación en el Norte, con las pretensiones de Francia sobre Escocia e Inglaterra, Felipe II acude al consejo del Duque. Le manda toda la información que había llegado a Toledo y le pide que le dé su parecer sobre lo que se debía hacer:
… por tener vos tan entendidos estos negocios y haber passado todo por vuestra mano[1249]…
El Duque contestaría al Rey a vuelta de correo, para aconsejarle que estuviese prevenido y que se armase, para caso que hiciera falta su propia intervención, y que se advirtiera a la reina Isabel de Inglaterra que por su culpa no se iría contra Francia, de forma que no intentase intervenir en Escocia[1250].
De nuevo el Rey le pide consejo, en esta ocasión porque el rey de Francia le solicitaba su apoyo para luchar contra los rebeldes escoceses[1251]. Entonces el Duque ve la oportunidad de que todo redundara en un aumento del poderío de Felipe II:
Y a ver si debaxo desto se puede hazer algún negoçio, que se compadesçe my bien hazerse juntamente con estotro, pues toda la fuerza en que V.M. cresciere es creçer el serviçio de Dios y a la defensa de su verdad…
Pero ¿qué estaba ocurriendo? Una y otra vez llegaban los correos del Rey al señorío de Alba. ¿No era manifiesto que había que contar con el Duque para los grandes asuntos de Estado? Confiándolo así, el duque de Alba se presentó en la corte. ¿Y cuál fue el resultado? Que el partido del príncipe de Éboli, viendo con desagrado su presencia en la corte, logró desplazarle, quitando al Rey la idea de que entregase al Duque el poder en los asuntos de política exterior.
Y el duque de Alba acusaría amargamente el golpe, quejándose al otro gran desplazado, a Granvela:
S.M. dixo aquí no sé qué forma de encomendarme los negoçios de Estado y Guerra, a lo que estos señores dixeron que no les parecía bien que obiese entre nosotros por titular[1252]… con algunos a S.Md, en ello, y así se está la República. Ellos hicieron el oficio por mí. Tengo por cierto entendieron la merced que me hazían y éste[1253] los llevó a hazer el oficio. Y entienda vuestra s. que destrúyenme para las otras negociaciones.
Pero que el Duque lo había tomado no como un favor, sino como un gran tiro, queda claro en el párrafo final de su escrito:
Dios se apiade de todo, por quien Él es[1254].
Era una lucha feroz por el poder. El duque de Alba sabía muy bien que en el príncipe de Éboli y en Gonzalo Pérez tenía sus más enconados enemigos. Éboli era intocable, por la vieja privanza que gozaba con el Rey; así que trató de desplazar al secretario, pero sólo consiguió agrandar aún más aquella enemistad:
El duque de Alba —escribiría Gonzalo Pérez a Granvela— ha querido jugarme una presa, pero entienda que yo tengo los huesos muy duros y él los tiene muy tiernos para quebrantármelos.
Dada la amistad del Duque con el prelado, es evidente que el arranque de ira del secretario es calculado: ¡que sepan sus enemigos que con él no se jugaba fácilmente! E incluso llegaría a más, amenazando a su vez con fuertes represalias. Aquella tan significativa, que ya hemos comentado:
Estaba claro que el carácter de Felipe II se acomodaba mejor a las sinuosidades y oficiosidades del príncipe de Éboli que al temperamento enérgico del duque de Alba; sin embargo, hasta la crisis de los Países Bajos de 1566 preferirá mantener juntos a los dos, en el mismo Consejo de Estado, como cabezas de los bandos de la corte, para contrabalancear sus influencias. De ese modo hacía buenos los consejos imperiales de 1543, de no atarse a uno sólo. Sería la época de mayor peso del Duque, que llegaría incluso a presidir el equipo diplomático que acompañaría a la reina Isabel de Valois en las Vistas de Bayona de 1565.
Momento importante. Y la satisfacción del Duque rezumaría en todos sus despachos al Rey, porque le daba la ocasión de volcar todas sus alabanzas sobre la prudente conducta de Isabel de Valois, sabiendo muy bien que ganaba con ello muchos enteros con Felipe II:
Prometo a V.M. que ha tratado los negocios con una prudencia y un valor tan grandes, que aunque teníamos grande opinión de S.M., nos ha espantado[1257]…
Y acertaría, porque Felipe II lo comentaría satisfecho:
La Reina, mi mujer, apretó terriblemente a su madre[1258] para que se aceptase el Concilio de Trento[1259]…
A esos hombres del Rey de la primera etapa del reinado habría que añadir a Carranza, el sencillo fraile dominico al que Felipe II había convertido en arzobispo de Toledo; pero su tropiezo con la Inquisición, fruto en buena medida de una trampa urdida por su fiero enemigo, el inquisidor Fernando de Valdés, le desplazaría hasta tal punto, que sólo la enérgica intervención del papa san Pío V le evitó males mayores, como en otra parte de esta obra se comenta. Por lo tanto, el príncipe de Éboli y el duque de Alba como cabezas principales, a los que había que añadir al hábil secretario de Estado Gonzalo Pérez y, en un plano discreto, al duque de Feria. No serían los únicos, pero sí los más destacados de la primera etapa del reinado de Felipe II. En 1566 muere Gonzalo Pérez; en 1567, el duque de Alba deja la corte para reprimir los alborotos de Flandes; en 1571 muere el duque de Feria, y en 1573 lo hace el príncipe de Éboli.
A partir de ese momento se iniciaría una nueva etapa, presidida por la figura, verdaderamente inquietante, de Antonio Pérez, el hombre que más daño hizo al Rey. Durante cinco años, el secretario traidor hizo y deshizo a su antojo, engañando continuamente a Felipe II y adentrándose cada vez más en una turbia historia de falsedades y de acciones inconfesables, hasta que todo estalló tras el affaire del asesinato de Escobedo. Esa amarga experiencia obligó a Felipe II a acudir a los viejos servidores, a aquellos ministros de Carlos V que había orillado: al fiel Granvela, para entonces ya cardenal, y al duque de Alba. Pero su edad obligaría a un nuevo relevo; el duque de Alba —de todas formas, sólo utilizado para la campaña de Portugal— moriría en 1582 y Granvela en 1586.
Otro personaje hay que tener en cuenta: el confesor del Rey. Cargo que, en un reinado tan largo como el de Felipe II, sería ocupado por diversos religiosos, en su mayoría frailes.
Ya hemos visto que en sus años juveniles el Príncipe tuvo como confesor a Silíceo, después arzobispo de Toledo y cardenal, que no de otra manera pagaba el Rey a sus incondicionales. Anteriormente esbozamos su figura y veíamos que no era el más adecuado para tal cargo, a juicio del propio Emperador, de forma que lo sorprendente resulta que se le mantuviera en tan destacado puesto. Fue, probablemente, el que más influyó sobre el joven Príncipe, dándole aquella formación de extrema religiosidad que caracterizaría después su rígida intolerancia, trasladada también a sus tareas de gobernante.
De los demás, cabría recordar a fray Bernardo de Fresneda, que asiste a Felipe II en sus primeros años de gobernante. Está con él durante su estancia en Inglaterra, en los años del reinado de María Tudor, representando también la línea dura e inquisitorial, frente a la más dialogante de Carranza; recordemos que, en la pugna entre Fernando de Valdés y Carranza, entre el inquisidor general y el arzobispo de Toledo, fray Bernardo de Fresneda se alía con el inquisidor, siendo en parte responsable del cambio de actitud del Rey frente al dominico.
Pero la figura más destacada, de las que pasaron por el cargo de confesor regio, lo fue fray Diego de Chaves; en parte, por su recia personalidad y también porque le tocó vivir momentos particularmente difíciles en la corte, como la prisión del príncipe don Carlos y como el proceso de Antonio Pérez. A él fue a quien el Príncipe heredero confió su secreto: que deseaba la muerte de un hombre, que era el mismo Rey. Pero, sobre todo, donde le vemos jugar un papel destacado es con motivo del proceso de Antonio Pérez, con sus cartas al Secretario para que se aviniese a la confesión de su participación en la muerte de Escobedo; algo que se expone en otra parte de esta obra. Antonio Pérez le califica de «principal consejero de las primeras prisiones»[1260]. Y posiblemente por eso, y por la extrema gravedad de los documentos que con tal motivo se cruzaron entre él y el Rey, fue por lo que, en su posterior Codicilo, Felipe II dio aquella asombrosa orden a una comisión formada por Cristóbal de Moura, Juan de Idiáquez y fray Diego de Yepes (el que fue su último confesor): que en presencia de Juan Ruiz de Velasco se buscasen y se destruyesen tales documentos:
… quiero que todos los papeles, abiertos o cerrados, que se hallaren de fray Diego de Chaves, defuncto, que fue mi confesor, como se sabe, escritos dél para mí o míos para él, se quemen allí luego en su presencia, … sin leerlos[1261]…
Finalmente, hay que recordar que su influencia sobre Felipe II llegó a ser tan grande, que se atrevió a denunciar nada menos que al conde de Barajas, entonces presidente del Consejo de Castilla, por las notorias quejas que tenía el pueblo contra su gobierno, amenazando al Rey con no darle la absolución, con el resultado de que Felipe II depusiera al Conde.
Orgullosamente, el fraile firmaba su carta «desde mi celda», sabiendo que el Rey era muy sensible a esas manifestaciones. Y desde su celda consiguió la victoria.
Curiosamente, la última etapa del reinado de Felipe II ve el encumbramiento de otro portugués, Cristóbal de Moura, como si el Rey no pudiera jamás olvidar que era el hijo de la portuguesa; Moura, una notable figura de estadista que fue una de las mejores herencias dejadas por Felipe II a su hijo, y no aprovechada por éste como el caso lo merecía.
Una última etapa en la que vemos también a un Rey más apartado de la corte, más metido en su refugio de El Escorial, donde cada vez cuenta más con el apoyo y la colaboración de una gran mujer: su hija Isabel Clara Eugenia, lo que nos lleva a una cuestión ineludible: ¿qué supuso la mujer en la biografía personal de Felipe II? ¿Cuál fue su entorno femenino?