4 LA PAZ DE CATEAU-CAMBRÉSIS
La paz de Cateau-Cambrésis es uno de los mayores logros diplomáticos conseguidos por España a lo largo de su historia, sólo comparable al tratado de Tordesillas de 1494. Gracias a ello España afianza su supremacía sobre Italia, con una presencia en el Norte como en el Sur del calibre del ducado de Milán, de los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, del marquesado de Finale y de los presidios toscanos, conseguidos después de la guerra de Siena de 1555, y como resultado de la expresa decisión del nuevo Rey.
Asombra que un acontecimiento de tal magnitud, que arrojaría las guerras hispano-francesas por el control de Italia al pasado, haya sido tan poco destacado por nuestra historiografía, cuando sus consecuencias perdurarían durante siglo y medio. Compárese lo que sucede con otros acontecimientos similares, como la paz de Westfalia o la de los Pirineos.
La paz de Cateau-Cambrésis trajo una reversión de alianzas en la Europa occidental, un brusco viraje. Cinco años antes, la diplomacia española se esforzaba por conseguir la alianza inglesa, ante la perspectiva de una enemiga francesa, a cuya hostilidad nunca se veía fin. De forma que el cambio no podía ser mayor: en 1554 se ultimaba el matrimonio del príncipe Felipe, viudo de María Manuela de Portugal, con la reina inglesa María Tudor. Cinco años después, la que se negociaría sería la boda del ya rey de las Españas, otra vez viudo, con la princesa Isabel de Valois, la hija del rey de Francia, que desde entonces sería llamada por el pueblo español Isabel de la Paz, lo cual es bastante significativo; se entendía, y a cualquier nivel, que la mejor dote que traía consigo la princesa de Francia era la paz entre los dos pueblos, después de casi cuarenta años de guerras encadenadas.
Un viraje notable, por tanto, en la orientación de la política exterior que se produjo no sin antes otros tanteos con el nuevo poder consolidado en Inglaterra, advenimiento de la nueva reina Isabel, la hija de Ana Bolena.
Pues, a fines de 1558, Felipe II es otra vez un monarca viudo y por tanto él mismo puede presentar su candidatura ante Isabel. ¿Por qué apoyar a otro candidato, aunque fuese un aliado tan firme como el saboyano? Nunca lo sería mejor que el propio Rey, eso estaba claro.
Además, Isabel Tudor, la hija de Ana Bolena, había nacido en 1533. No era una belleza, pero sí al menos una princesa joven, de veinticinco años, a la que el Rey llevaba seis. No se trataba, por tanto, de ningún sacrificio, tal como había supuesto la boda con aquella pobre «vieja» y consumida mujer que había sido María Tudor. La comparación, como no podía ser de otro modo, la hacían los contemporáneos. El conde de Feria, que tan bien había conocido a las dos reinas, comentaba en sus cartas a Felipe II:
Quando V.M. se casó con S.M., que haya gloria, lo sintieron los franceses en extremo, y también sentirán ahora que V.M. case con ésta, y tanto más cuanto que hay más esperanza de tener hijos ésta por su edad y disposición, que estas dos cosas tiene muy mejores que la Reina que haya gloria[457]…
Si bien, aludiendo claramente al aspecto religioso y a la simpatía hacia España, Feria se vería obligado a este otro comentario:
… en las otras [disposiciones] le hacía S.M. ventaja incomparable[458]…
De manera que Felipe II dio órdenes a su embajador en Inglaterra, conde de Feria, de iniciar las negociaciones.
Parecía un caso paralelo al planteado en 1553 por Carlos V. Y eso es lo que nos permite establecer las oportunas comparaciones. ¿Se mantendrían las mismas condiciones? Recordemos en especial aquélla de que los hijos, si los hubiere, habían de heredar conjuntamente Inglaterra y los Países Bajos.
Por supuesto, había otras diferencias de una boda a otra. María Tudor suponía la vuelta de la Isla al catolicismo, mientras que de Isabel había que temer su deslizamiento de nuevo al campo reformado, al que pertenecían los más y mejores de sus seguidores. Algo que chocaba radicalmente con la postura —y con los sentimientos— del soberano español.
Llama la atención la confianza o, si se quiere, la seguridad —falsa, por supuesto— que tenía Felipe II en aquella negociación, lo que le iba a llevar a una serie de exigencias con pocas compensaciones. ¿No había salvado, una y otra vez, a Isabel de las manos del verdugo? Y aunque la nueva reina no fuera agradecida, ¿acaso no tenía el gran riesgo de que Roma la declarase ilegítima, y que por lo tanto ofreciese la oportunidad a Francia para una magna operación de acoso y derribo, en apoyo de la que tenía mejores derechos, según la ley romana, y que además era católica, esto es, la princesa María Estuardo? Eso era lo que unía a Felipe II y a Isabel, pues nada peor podía ocurrirles a ambos, dado que si Isabel podía perder el trono, y quizá la vida, Felipe II se encontraría con un bloque fortísimo formado por Francia, Inglaterra y Escocia. ¿Y cuánto tiempo resistirían los Países Bajos al embate de fuerzas tan superiores, que los rodeaban por casi todas partes?
De forma que Felipe II iba a seguir mostrándose firme aliado de Isabel, y esos serían los argumentos que llevaría Carranza, en la misión que Felipe II le encomendó cerca de su padre, Carlos V, ya en Yuste, en la primavera del 58: del porqué de su apoyo a Isabel Tudor.
Ahora bien, y hay que insistir en ello para entender su planteamiento, Felipe II considera que la suerte de Isabel está en sus manos, y que por tanto esa propuesta suya de matrimonio no puede ser rechazada. ¡Isabel no podía arriesgarse a perder su protección! Y tanto es así, que por tenerla tan segura, se le ve vacilar, como quien tiene tiempo para pensarlo y como quien no quiere comprometerse, temiendo que a la primera indicación la otra parte le vaya a coger la palabra y le encadene sin remedio.
Por tanto, lo primero, las exigencias. Por supuesto, que Isabel abandonase cualquier veleidad religiosa, aunque eso le llevara a distanciarse de no pocos de sus seguidores. Y en segundo lugar, que nadie piense que los hijos del matrimonio, si los hubiere, habían de heredar también los Países Bajos, pues él ya tenía un hijo, don Carlos, a la sazón con quince años. Además, en cuanto a Felipe, quedaría bien sentado que gozaría de plena libertad de movimientos para salir del reino cuantas veces lo creyera oportuno, ya que tenía que gobernar también sus otros reinos y en especial los de España.
Exigencias, por tanto, de quien está seguro de lo fuerte de su posición y que por ello puede imponerlas. Cosa en la que Felipe II estaba muy mal informado.
De esas exigencias, la que más llama la atención es la que se refiere a que los hijos no podrían heredar los Países Bajos, dados los derechos del príncipe don Carlos. ¿Acaso no tenía esos mismos derechos en 1554, cuando se ultimó por los embajadores de Carlos V el tratado matrimonial con María Tudor? ¿Dónde estaba la diferencia? No cabe duda: en quien lo negociaba. Carlos V había creído que ésa era la fórmula para persuadir a los ingleses de que aquella boda les era favorable, tratando de superar los escollos del partido que no quería saber nada, en Londres, de una alianza matrimonial con España, mientras que Felipe II despreciaba esa oposición. Además, Carlos V había llegado a la conclusión de la dificultad de mantener los Países Bajos en la órbita de la Monarquía católica y que era preferible aquella alianza, como la forma más segura de salvaguardarlos de las acometidas de Francia.
Ya lo hemos indicado: se trataba de aquello expresado por Carlos V a su embajador Simón Renard:
Es nuestro propósito que Inglaterra y estos Estados anden juntos, para ayudarse en todo momento[459]…
A tal boda inglesa con Isabel Tudor animaba a Felipe II su embajador, el conde de Feria:
Cuanto más pienso en este negocio —le señalaba desde Londres—, entiendo que todo él consiste en el marido que esta mujer tomare, porque si es tal cual conviene, las cosas de la religión irán bien y el Reino quedará amigo de V.M.; si no, todo será borrado.
Se trataba, pues, de afianzar lo logrado bajo el reinado de María Tudor, o de echarlo todo por la borda. Por lo tanto, la cuestión clave: la boda de la nueva Reina. Y el Conde, mostrando una increíble falta de información, añadiría a Felipe II:
Si determina casar fuera del Reino, ella porná los ojos en V.M[460]…
¿Era algo planteado desde Bruselas? ¡En absoluto!
Lo que agora os puedo decir —tal sería la respuesta del Rey a su embajador en Londres— es que, por ser negocio de tan grande importancia y consideración…, quiero mirar y pensar mucho en ello[461]…
Por lo tanto, Felipe II aún ha de meditarlo. Cierto, la negociación debía mantenerse abierta:
Y entretanto —le añade el Rey—, vos procederéis en esto con la Reina por la vía que lleváis…, de manera que ni la déis esperanza ni la desconfiéis, sino que se vaya así entreteniendo el negocio hasta que yo me determine…
Entreteniendo el negocio. Eso quería decir protección a Isabel, sin acabar de cerrar la boda. ¡Precisamente lo que estaba deseando la Reina inglesa! Sólo cuando Felipe II comprobó que Isabel seguía desligándose más y más de Roma, le pareció oportuno amenazarla con romper las negociaciones matrimoniales[462]. Y acaso creyó que eso sería suficiente. Poco a poco se fue convenciendo de lo contrario. Entonces trató de cerrar el acuerdo, pero siempre con el mismo resultado: respuestas dilatorias de Isabel.
Me puso escrúpulos en la potestad del Papa…
Y, en todo caso, había una dificultad mayor: que su pueblo no quería que casara con un príncipe extranjero[463], lo cual era cierto. Pero si no podía cerrarse el matrimonio, sí podía mantenerse la amistad. Eran los tiempos en que Isabel llamaba a Felipe II «fratre consanguineo et amico nostro charissimo»[464].
Eso pareció bastarle a Felipe II, quien nunca había estado entusiasmado con aquella boda.
«Yo he quedado satisfecho», sería por el momento su expresión preferida[465].
De ese modo la diplomacia filipina quedaba en libertad para negociar otra boda del Rey. ¿Acaso no tenía Enrique II una hija casadera?
Y así se cerraron más fácilmente los capítulos de la paz que franceses y españoles negociaban en Cateau-Cambrésis.
Varias razones empujaban a los dos contendientes principales, Francia y España, hacia la paz. Algunas comunes, como el natural cansancio por aquel cúmulo de guerras que parecía no tener fin, y que afectaba sobre todo a los pueblos que las soportaban. También sufrían las dos partes el agobio económico, pues sólo las antiguas guerras de conquista podían reportar ventajas materiales a los vencedores, pero no en aquellos tiempos de mediados del siglo XVI, en que las campañas se sucedían sin un claro vencedor, y más bien como guerras de desgaste. Y eso hasta tal punto que el 12 de febrero de 1559 Felipe II ordenaba a Granvela desde Bruselas que de ningún modo se rompiesen las negociaciones por estar tan endeudado y por llegarle de España avisos de que ya no se le podían mandar más dineros[466].
También el problema religioso era común a las dos monarquías y preocupaba tanto a Enrique II como a Felipe II, pues los avances de los hugonotes en Francia se correspondían con los brotes luteranos en la Corona de Castilla, de los que Carlos V llegó a tener noticia en su retiro de Yuste, como hemos de ver. Por tanto, al deseo del monarca galo por un mejor control de su reino en materia religiosa, se unía el de Felipe II por regresar a España y proceder a lo mismo, aunque ya estuviera actuando la Inquisición a todo trapo en las dos Castillas y en Andalucía.
Y junto con eso, una posibilidad de entendimiento, al decidir Enrique II De Francia que se desentendería de las cosas de Italia.
Italia, la manzana de la discordia, la rica, brillante y tan vulnerable Italia, por la que habían peleado sin tregua Francisco I y Carlos V, y que también había atraído a Enrique II. Pero la expedición de Guisa resultó un fracaso, mientras que todas las acciones francesas en el Norte habían sido altamente beneficiosas para Francia: Metz, Toul, Verdún y, últimamente, Calais lo corroboraban. Y había otras perspectivas: en abril de 1558 la diplomacia francesa cierra una boda que promete mucho, la del delfín Francisco con una jovencísima princesa, hermosa y ambiciosa, cuyos nombre y figura darían harto tema a todas las plumas del tiempo: María Estuardo, que ya para entonces era reina de Escocia.
Y eso en el año en que, tras la muerte de María Tudor, accedía al trono inglés aquella Isabel de tan dudosa legitimidad, de forma que se abría la posibilidad para Francia de un impresionante bloque de naciones bajo su control: Francia, Escocia e Inglaterra.
Era, de momento, una posibilidad que se quería mantener en secreto. En cambio, Italia, el sueño italiano, quedaba abandonado.
Cierto que existía un partido belicoso en la corte parisina, encabezado por el duque de Guisa, pero que también estaba contrarrestado por el que clamaba por la paz, del que el condestable Montmorency era el adalid, ansioso porque la paz le hiciese recuperar la libertad perdida, cuando había sido cogido prisionero en la batalla de San Quintín.
Esa situación favoreció las primeras negociaciones de paz entabladas en la abadía de Cercamps, dirigidas por parte de Francia por el condestable Montmorency y por la de España a cargo del obispo Antonio Perrenot de Granvela, bien secundado por un equipo en el que estaban el duque de Alba, Ruy Gómez de Silva, el príncipe de Orange y el presidente del Consejo de Estado de los Países Bajos. Lo que pudo demostrar González de Amezúa, en su espléndido libro sobre Isabel de Valois, fue que en ellas tuvo un notable protagonismo Cristina de Dinamarca, la prima carnal de Felipe II, como hija de Isabel de Austria, la hermana del Emperador casada con el rey danés Cristián II. En efecto, Cristina de Dinamarca, a raíz de la batalla de Gravelinas, y con el pretexto de visitar a su hijo, el duque de Lorena —prisionero de Francia—, consiguió un salvoconducto francés. Y ya en aquella entrevista, celebrada en Peronne, en marzo del 58, estuvo asistida por el cardenal de Lorena y por Granvela, que serían después dos de los principales negociadores de la paz de Cateau-Cambrésis por parte de Francia y de España, respectivamente. Asimismo, en enero de 1559 fue Cristina la que propuso, y consiguió, que las negociaciones formales iniciadas en la abadía de Cercamps se trasladasen a Cateau-Cambrésis[467]. La posición española resultaba más dudosa, por cuanto también tenía que defender la causa de sus dos aliados, Inglaterra y Saboya. No fue demasiado difícil acordar la devolución de las plazas conseguidas en la guerra en la frontera de Flandes, pero sí en los términos en que había de devolverse el Piamonte al duque de Saboya y, sobre todo, la cuestión de Calais. Granvela tenía muy claro lo que suponía que Calais se perdiera para Inglaterra: sería el reproche eterno y el distanciamiento de aquel reino frente a España. A finales de noviembre escribía desde la abadía de Cercamps al obispo Quadra, ya designado como sustituto de Feria en la embajada española de Londres:
En lo de Calais, temo que hallaremos mayor dificultad allá de lo que algunos se piensan, y jamás seré yo de parecer que de aquí les persuadamos [a los ingleses] que le dexen, pues aunque por su culpa le perdieron, en fin, fue por nuestra sociedad[468].
Algo vino a facilitar las negociaciones: el que Felipe II, desengañado ya de seguir aspirando a rey consorte de Inglaterra, se decidiera a dar el visto bueno para que sus diplomáticos cerraran su tercera boda en Francia con la otra Isabel, con Isabel de Valois, jovencísima princesa, pues había nacido en 1546 y por tanto tenía sólo trece años. Y algo a tener en cuenta: en principio se había tanteado su desposorio con el príncipe don Carlos, de forma que, a la postre, el padre desplazó al hijo, lo que tendría su repercusión. Cuando aquella dulce niña llegara a la corte de Castilla, don Carlos no podría menos de pensar que la nueva reina de España había podido ser su mujer[469].
Así las cosas, la paz fue firmada en Cateau-Cambrésis los días 2 y 3 de abril de 1559. Francia y España se devolvían las respectivas conquistas en la frontera de Flandes (San Quintín, por ejemplo, a Francia, y Marienbourg —lugar tan querido por María de Hungría—, a España). Se restableció el Estado-tapón entre el Delfinado francés y el Milanesado español, devolviéndose el Piamonte al duque de Saboya, y Francia restituía Córcega a Génova, pero se quedaba con Calais por ocho años, y la cláusula del pago de 500 000 escudos si al término de ese plazo no la devolvía; de hecho, como ocurriría, Inglaterra perdía sus últimas posesiones en el continente.
El tratado se doblaba con acuerdos matrimoniales: la boda ya citada de Felipe II con Isabel de Valois, y la del duque Manuel Filiberto de Saboya con Margarita, la hermana de Enrique II.
Y precisamente, como colofón inesperado, en las fiestas montadas dos meses después en París, Enrique II perdía la vida en un desafortunado torneo caballeresco. Francia entraba en un período de inestabilidad, mostrando bien a las claras los fallos del régimen político en aquellas monarquías autoritarias del Quinientos.
Dos meses después, el 20 de agosto de 1559, Felipe II regresaba a España. Una nueva etapa de la historia de Europa estaba en marcha.
Podría parecer que esa paz demostraba las buenas relaciones entre Manuel Filiberto de Saboya y Felipe II. Nada más lejos de la realidad.
En las Instrucciones de 5 de junio de 1558 al arzobispo de Toledo, Carranza, sobre su misión en Valladolid con la princesa Juana, y en Yuste con el emperador Carlos V, una de las cuestiones más importantes que había que tratar era la del gobierno de Flandes, donde Felipe II no se atrevía a dejar a Manuel Filiberto, por considerarlo muy poco apto y por ser persona poco grata a los naturales. Las relaciones entre el Rey y su general no eran nada buenas: «… queriendo yo ir solamente a Ynglaterra [h]a dicho abiertamente que no quedaría aquí…», se queja Felipe II[470]. Era una brecha peligrosa, abierta en el dispositivo de la Monarquía católica, que precisaba de la figura adecuada para la vacante dejada por la reina viuda de Hungría, tan mal cubierta por el duque de Saboya. Y Felipe piensa, en el primer momento, en el regreso de su tía; ésta era una de las principales comisiones que llevaba Carranza:
… çierto, no sé en qué podría la dicha Reina servir más a Dios —dice Felipe a su hermana Juana— que en venir a regir y gobernar estos Estados, y si se podría escusar, sin cargo notable de conciencia, teniendo la obligación natural que tiene a mirar por ellos[471]…
Entorpecidos, por tanto, en sus movimientos por tan inseguros aliados, los plenipotenciarios de la Monarquía católica ajustan al fin la paz con Francia los días 3 y 4 de abril de 1559. Era una paz que recibían con alborozo todos los vasallos de Felipe, si bien no tanto los del Rey Cristianísimo. En Nápoles, ya desde el mes de marzo se hacían rogativas por ella, quizá porque se temía que con el buen tiempo asomase de nuevo la armada turca, como había ocurrido en 1558[472]. Expresiva era la carta que enviaba Ayala a Granvela, desde Valladolid, sobre la alegría con que se había recibido la paz:
El correo que partió de Bruselas a los cinco del presente —dice— llegó con la buena nueva de la paz, de que se ha reçibido el contentamiento que es razón. Bendito sea Nuestro Señor que asy lo ha hecho, que bien creo que V.s. haurá sido mucha parte para ello, como tan zeloso de su servicio y de Su Mag.; y lo del casamiento es cosa muy açertada y con que se perpetúan más estos negocios… Este correo lleva póliças de DCCC mil ducados, como allá lo verá V.s. por los despachos que van, y queda lo de acá de manera que ha sido bien necesaria la paz[473].
Desde Roma, Juan Antonio de Tassis urgía por tener la confirmación de la paz[474], mientras Francisco de Ibarra encomiaba desde Milán la gloria que en ella había logrado el futuro cardenal Granvela:
… todo el mundo la vendize, juzgando las condiçiones con que se han acabado por tan aventajadas. No se quexará S.M. de que le hayan casado con muger fea y vieja —añade— y por quien haya de esperar a entrar en nuevos trabajos, sino que le han satisfecho en lo uno y dado la vida en lo otro, como buenos médicos[475]…
Frente a tales testimonios, que nos revelan la profunda satisfacción de todas las partes de la Monarquía católica, al ver concluso el largo período de guerras con la belicosa Francia, he aquí este otro del lado francés, que constituye como el reverso de la medalla, pues demuestra cuán poco satisfechos estaban de la paz los franceses. Desde Augsburgo, véase cómo el secretario Gámiz, al servicio de Fernando I, da la noticia a Granvela:
Estos embaxadores françeses aún la niegan [la paz] y amenazan a quienes la han publicado con partidos tan vituperosos a su Rey[476].
Por tanto, hay que pensar que también buena parte de los franceses del tiempo se escandalizaron con la paz de Cateau-Cambrésis, mientras la bendecían la mayoría de los súbditos de Felipe II. Desde entonces puede afirmarse que quedó el eco de aquella paz ventajosa para España, que ha continuado hasta nuestros días; en parte, sin duda, porque los beneficios que esperaba obtener España cristalizaron en el dominio de Italia, mientras Francia no pudo cuajar su gran proyecto sobre Inglaterra.
Pero la importancia de Cateau-Cambrésis es mucho mayor que la reflejada por ese mero signo de unas ventajas territoriales. Pues Cateau-Cambrésis es algo más que la base del predominio de un pueblo sobre Europa. En efecto, la paz de Cateau-Cambrésis hace posible que se reanuden de nuevo las sesiones en Trento[477]. La paz entre Francia y España es el fundamento político sobre el que se asienta la reorganización tridentina del catolicismo.
Ahora bien, por esas fechas, el 8 de mayo de 1559 concluía en Inglaterra el primer Parlamento convocado por la reina Isabel. El resultado fue meter de nuevo al reino inglés en el campo reformado. Entre los acuerdos tomados estaba el declarar otra vez a la Corona como la cabeza de la Iglesia anglicana.
El conde de Feria, en contacto con el partido católico inglés, tenía la impresión de que las nuevas medidas del gobierno, que presidía Cecil, iban a contrapelo de gran parte del país, y que además ponía al reino en peligro de ser atacado por Francia, con la bendición de Roma. De forma que contra la política filipina de apoyar a la Reina, aconsejaba lo contrario:
Yo querría —le sugería al Rey, cuando le daba cuenta de la grave situación religiosa en Inglaterra— que tal obra [la reducción de los reformados] se hiciese por manos de V.M., no se nos pase Dios a los enemigos[478].
¿Qué hacer? Para Feria, la guerra civil en Inglaterra era inminente, y con ella el peligro de que, si los católicos no eran apoyados por Felipe II, buscaran el de Francia.
Felipe II pidió el consejo de sus más íntimos colaboradores, que entonces se hallaban negociando la paz con Francia en Cateau-Cambrésis: Granvela, Alba y Ruy Gómez de Silva. Y el consejo que dieron fue que el Rey tuviese a punto una escuadra, con pretexto de llevar a don Carlos a Flandes, y así poder realizar el desembarco en Inglaterra:
Esta armada, puesta así a punto, podría servir en este medio que S.M. acá estuviese, para pasar a Inglaterra, ofreciéndose la necesidad, toda la gente de pie y de a caballo española que S.M. aún tiene, la que para este efecto habría de entretenerse, aunque para otro no fuese menester más.
También se aconsejaba el envío de dinero a Feria —sobre 100 000 ducados—, para que pudiera apoyar al partido más fuerte («que será lo que V.M. mandare»), y dando instrucciones al embajador español de que tuviera a Isabel descuidada con la amistad de España:
Esto a fin que cuando todavía nasciese rompimiento entre católicos y hereges, S.M. se halle confidente a entrambas partes, o a lo menos no sospechoso a la Reina y a los suyos, porque con esto no se les dé ocasión de acudir a los franceses y llamarlos en su ayuda, antes que S.M. se pueda haber apoderado de la tierra[479].
Otra documentación complementaria prueba que se iniciaron los preparativos para acometer la empresa, que al fin se dejó en suspenso. Pero Isabel la temió, y se aprestó para lo que pudiera suceder, lo que no escapó al conocimiento de Quadra:
He entendido que la Reina ha mandado por toda la costa hasta Cornualles, proveer de gente y encomendado que la tengan apercibida en diversas partes como es de su costumbre, para lo que fuese menester…
Por otra parte, el nuevo gobierno de Isabel no escondía esos aprestos, antes al contrario, si bien declarando que lo hacía para, si algún temporal arrojaba a Felipe II a sus costas, poder hacerle todo buen recibimiento, y así se lo señalaron al embajador de Felipe II; pero Quadra apuntaba al otro motivo, sin duda más cierto:
Otros piensan que esta gente la han apercibido por miedo que tienen de V.M[480]…