2 LOS INSTRUMENTOS DEL ESTADO
La clave del gobierno de la Monarquía católica bajo los Austrias mayores está en el sistema polisinodial que arranca de la reorganización hecha por los Reyes Católicos con el realce del Consejo Real, en el que han sido borradas las pretensiones de la alta nobleza, convirtiéndolo en un fiel instrumento de la Corona. Pero ese Consejo Real era el de Castilla (Consejo Real de la Corona de Castilla), lo que obligaría a una proliferación de Consejos de acuerdo con el despliegue de la Monarquía a lo largo de la centuria.
Ya entrado el reinado de Carlos V, la Monarquía está asistida por cinco Consejos principales y otros varios de menor entidad. Los cinco mayores estaban en relación con otras tantas materias de gobierno de primera magnitud:
Consejo Real, Consejo de Estado, Consejo de Hacienda, Consejo de la Inquisición y Consejo de Indias.
Y algo que hay que destacar: el título de consejo, que nos señala su carácter de organismo asesor, o consultivo, que dejará las decisiones en manos de la Corona. O lo que es lo mismo, no debemos olvidar que estamos ante una Monarquía autoritaria, si bien en algunas ocasiones esa Corona delega su poder decisorio, como hemos de ver.
La importancia de esos cinco grandes Consejos (Real de Castilla, Estado, Hacienda, Inquisición e Indias) estribaba en que estaban vinculados a los principales aspectos de aquel reinado: Castilla, como núcleo de la Monarquía; Estado, llevando todo lo referente a la política exterior; Hacienda, responsable de los ingresos y del control del gasto público; Inquisición, que demostraba el carácter confesional de la Monarquía en su línea más intransigente, y, finalmente, Indias, que era el Consejo que controlaba el imperio de Ultramar, que era una de las características más destacadas, la que marcaba el rasgo imperial de la Monarquía.
El Consejo Real de Castilla era el más antiguo de todos y el origen de los demás, dado que de sus diversas funciones fueron surgiendo muchos otros, o dando la pauta para nuevos Consejos. Su antigüedad se remontaba a los tiempos bajomedievales.
En efecto, había sido el duro revés sufrido en Aljubarrota lo que obligó a Juan I de Castilla a crear el Consejo en 1385, como una especie de acto reparador, para indicar al reino que, en lo sucesivo, no tomaría medidas tan graves como aquélla de su intervención armada en Portugal, sin contar con la asistencia de un Consejo, en el que hubiera representantes paritarios de la alta nobleza, del alto clero y de las ciudades (cuatro por cada uno de aquellos sectores sociales).
Organismo tan importante pronto fue de la atención de la alta nobleza, en dura pugna por hacerse con todo el poder. Y así, en 1442, bajo Juan II, consigue su reforma, aumentando con creces su número (de 12 a 60) y poniéndolo bajo su control; algo que intentó rectificar Enrique IV en 1459, pero que no se lograría hasta las Cortes castellanas de 1480, bajo los Reyes Católicos.
Era la ocasión, recién superada la guerra civil contra los partidarios de la Beltraneja. Entonces, con todo el prestigio de su triunfo, los Reyes pudieron obtener el apoyo de las Cortes y reformar a su favor el Consejo Real, dando la primacía a ocho o nueve letrados —esto es, al personal técnico en materia de justicia—, dejando limitada la presencia de la nobleza a dos o tres caballeros y dando la presidencia a un prelado. La primacía de los letrados era aún mayor, pues se disponía que los acuerdos del Consejo fueran válidos siempre que estuvieran presentes, aunque faltasen los caballeros y hasta el mismo presidente. De esa forma, las Universidades, donde se formaban los letrados, adquirieron una importancia mayor, creciendo a su compás el interés de la Corona por tenerlas también bajo su control.
Los Austrias mayores siguieron esa norma en cuanto a hacer muy suyo el Consejo Real. El presidente ya no tendrá necesariamente que ser un prelado y el número de consejeros letrados aumentaría hasta dieciséis, todos hechuras de la Corona, desapareciendo por completo la representación nobiliaria, salvo de forma honorífica, cuando el Consejo trataba algo que podía afectarla, y, aun así, con voz pero sin voto. Mas teniendo exquisito cuidado en apartar a la alta nobleza, conforme a la advertencia que Carlos V hacía a su hijo, el príncipe Felipe, en sus Instrucciones de 1543, al avisarle sobre las ambiciones del duque de Alba:
El duque de Alba quisiera entrar con ellos[28]…, y por ser cosa del gobierno del Reino donde no es bien que entren Grandes, no lo quise admitir, de que no quedó poco agraviado…
Y le añadía, como norma que no podía olvidar:
De ponerle a él ni a otros Grandes muy adentro en la gobernación os habéis de guardar, porque por todas vías que él y ellos pudieren, os ganarán la voluntad, que después os costará caro[29]…
Y como temía el Emperador, la alta nobleza lo intentó a mediados de siglo, durante el gobierno de Juana de Austria. En 1554, la princesa se presentó en el Consejo acompañada de un miembro de la alta nobleza, don García de Toledo, con escándalo de los consejeros. Su queja llegó hasta Felipe II, provocando su rápida réplica:
No sé qué causa pudo motivar a mi hermana…
Pero, fuera la que fuese, no podía volver a repetirse:
Es contra la instrucción que le quedó.
De forma que aquella pretensión de don García de Toledo había de cesar. Y Felipe II encarga al secretario Vázquez de Molina que hiciera presente a su hermana doña Juana cuál era su firme decisión:
… decirléis de mi parte que en ninguna manera conviene que aquello pase adelante, por ser cosa nueva y que podrá traer inconveniente para el bien de los negocios, y así le pido que lo mande remediar[30]…
Naturalmente, no se trata aquí de detallar por menudo las características de los diversos Consejos, incluido el Real de Castilla, sino de comprobar hasta qué punto se habían convertido en eficaces instrumentos en manos de la Corona; lo cual nos ha de llevar a las preguntas concretas de sus atribuciones, de la composición de sus miembros y de su inserción social.
En el Consejo Real de Castilla descansaba el Rey para la administración de la justicia en el ámbito castellano; ésa sería su principal función, aunque no la única. Y aunque el Rey siempre podía reservarse una última instancia, como lo haría expresamente Felipe II en su Codicilo, al referirse a los juicios vinculados a los caballeros de las Ordenes Militares[31], en general respetará sus decisiones, como Carlos V le ordenaría a la Emperatriz, su mujer, cuando la deja el gobierno del reino en 1528. La Emperatriz debía seguir el dictamen de Consejo:
… aquel siga e tenga por bueno…
Y eso, aunque fuera en asunto en el que la Emperatriz tuviera mucho interés o sobre el cual hubiera recibido muchas presiones.
Al llegar a ese punto, el Emperador apretará de tal manera a la Emperatriz, que no cabe dudar del poder que concede al Consejo Real:
Y desea S.M. que por su amor esto haga V.M. cumplidamente, especialmente en los negocios tocantes a Justicia…
Carlos V sabía muy bien que sobre la Emperatriz iban a llover recomendaciones, y le encarece que no por ello forzara al Consejo en sus decisiones:
… aunque toquen a personas a quien V.A. desee hacer merced y aunque sobrellos le hayan hablado e suplicado otras personas e dado parecer, demás del que el Consejo le dixere e diere[32].
Se suele entender que el Consejo Real de Castilla funcionaba como un Tribunal Supremo de Justicia para el ámbito castellano, y eso era cierto en cuanto que podía recabar para sí aquellos asuntos particularmente graves, tanto civiles como criminales, pero no porque revocase los fallos de las Chancillerías, que eran ya firmes. También caían bajo su jurisdicción cuestiones tan importantes, y tan propias de aquel sistema, como eran los juicios de residencia a los corregidores, las visitas de inspección de Chancillerías, Audiencias y Universidades, la vigilancia sobre la justicia señorial y atender, en segunda instancia, sobre los juicios de los alcaldes de casa y corte, siempre y cuando éstos no estuvieran actuando sumarísimamente, por orden expresa del Rey, como cuando Carlos V mandó a Ronquillo para acelerar el juicio sobre el obispo Acuña, o cuando Felipe II ordenó una justicia severa contra los descontentos de Ávila, a finales de su reinado.
En general, pues, el Consejo Real recibía todo el apoyo regio, y eso es lo que hay que destacar; de forma que sus cartas debían ser obedecidas por todo el reino, incluidos grandes y prelados.
… tan cumplidamente como si fueran firmadas de nuestros nombres…
Así lo ordenaban los Reyes Católicos ante las Cortes castellanas de 1480.
Aunque su función principal fuera la de la justicia, y en ese orden de cosas tuvieran las atribuciones de proponer al Rey los nombres para cubrir las vacantes de magistrados y corregidores, lo cierto es que un examen de su funcionamiento a través de la documentación de Simancas permite comprobar que también funcionaba como una especie de Ministerio de Fomento y de la Cultura, pues tanto se interesaba en cuestiones como la economía y el abastecimiento del reino como de las Universidades. Se preocupa de las malas cosechas y de su remedio, o bien de la misma defensa del reino, ante la amenaza de ataques corsarios a sus costas o de la seguridad de las fronteras.
Su importancia era tan reconocida, que con frecuencia acudían a pedirle su parecer otros Consejos, sin duda de menor cuantía o filiales suyos, como el de las Ordenes Militares o el de la Cámara de Castilla.
En fin, para completar esta visión sobre su importancia, téngase en cuenta su conexión con dos órganos, uno político y otro económico, del calibre de las Cortes castellanas y de la Mesta; pues el presidente del Consejo solía tener la presidencia de las Cortes, y el consejero más antiguo, el puesto de alcalde entregador mayor de la Mesta.
Todo lo dicho nos hace ver el significado que tiene el que dicho Consejo fuera un instrumento fiel de la Corona, o bien si no era más que una extensión del poder de la clase dirigente, y por ende de la alta nobleza.
A ese respecto, nada como precisar su origen social. Ya indicamos que su composición, a lo largo del siglo XVI, es la de letrados, formados en las principales Universidades del reino, como Salamanca y Valladolid. Y es algo que se mantiene, como puede verse por las firmas de sus cartas, siempre de doctores y licenciados. Ello nos llevaría a la conclusión de un origen social «de mediana sangre», aunque en algunos casos de segundones de la alta nobleza, que buscaban por esa vía su ascenso social, que les negaba la primogenitura de sus casas, bajo el régimen del estricto mayorazgo. Y como no pocos procedían de colegios mayores, se podía entender que estarían también bajo el principio de la limpieza de sangre, que se exigía a los colegiales para su ingreso; si bien, en 1522, Galíndez de Carvajal denunciase a Carlos V algunos casos que creía sospechosos de ser de origen converso. Pero lo que no cabe duda es de que aquellos consejeros eran hechuras de la corte, «criados del Rey», y, como tales, fieles servidores suyos.
En cuanto al presidente, en la mayoría de los casos la Corona designa a un prelado; lo cual, dado el estricto control que tenía el Rey Católico sobre la Iglesia en España, con su regio patronato extendido de hecho a toda ella, venía a redondear así el dominio que la Corona intentaba respecto al Consejo Real de Castilla.
De todas formas, el Consejo no estuvo al margen, en la práctica, de la influencia de la alta nobleza. De entrada, los consejeros más poderosos se vieron seducidos por la alta nobleza, tratando de enlazar con ella, como sería el caso del doctor Talavera, bajo los Reyes Católicos (el que desposa a su hija con un Maldonado, y de regalo de bodas le ofrece la Casa de las Conchas, la joya arquitectónica salmantina), o como el mismo Francisco de los Cobos, casado con María de Mendoza Pimentel, hija de los condes de Ribadavia, y él mismo encumbrándose a la alta nobleza, como comendador mayor de León de la orden de Santiago, adelantado de Cazorla y señor de las villas de Sabiote, Jimena y Torres, en Jaén; aparte de conseguir para su hijo Diego el título de marqués de Camarasa.
Por lo tanto, por esa vía la alta nobleza sí que entraba en el Consejo Real. No era que el Rey nombrase a miembros de la alta nobleza consejeros; era que esos consejeros acababan frecuentemente seducidos por la alta nobleza e incorporándose a sus filas.
De ahí que volvamos a preguntarnos: ¿estamos ante un organismo fiel a la Corona, o ante un instrumento de las clases dirigentes, y en particular de la alta nobleza? Sin duda, la respuesta no es sencilla. Los Reyes Católicos, al igual que los Austrias mayores, pretendieron crear un organismo independiente del poder de la alta nobleza, y en parte lo consiguieron; si bien hay que insistir en la fuerza de captación de los Grandes de Castilla, en esa capacidad de seducir que tenía entonces la alta nobleza, lo que le permitió, de una forma u otra, una relativa influencia sobre el Consejo Real; mitigada, eso sí, por la fuerte personalidad de aquellos soberanos, siempre prestos a poner un freno a las ambiciones nobiliarias, aunque se tratase del mismo duque de Alba, que tantos servicios le había prestado.
Aquí bien podría repetir mi juicio expresado en 1989:
En suma, la Corona construyó un instrumento útil para su poder, desligado del que ostentaba la alta nobleza, tan poderosa en los tiempos bajomedievales; y sin duda que Carlos V y Felipe II lograron una acumulación de poder regio como hasta entonces no se había conocido. En eso, sus personalidades como hombres de Estado también contaron. Lo cual no quiere decir que la Alta Nobleza fuera derribada. Mantuvo prudentes contactos con los consejeros, obtuvo del poder establecido lo que pudo, se retiró a sus dominios señoriales, donde no fue inquietada, y se limitó a esperar[33].
Otro de los grandes consejos de aquel sistema polisinodial desarrollado por los Austrias mayores en el siglo XVI es, sin duda, el Consejo de Estado, como el que tenía por misión principal —aunque no fuese la única— el deliberar sobre la política exterior, y tal materia, en la época de la España imperial, ya se puede comprender que llegó a alcanzar una importancia excepcional.
Bajo los Reyes Católicos era algo ceñido a una de las cinco Salas en las que estaba estructurado el Consejo Real: Justicia, Santa Hermandad, Hacienda, Aragón y Estado. Y así, en las Ordenanzas dadas por aquellos Reyes para el Consejo Real en 1480 se indica que el Consejo podía entender también
… sobre fechos grandes de tratos e de embaxadores[34]…
Con Carlos V la política internacional alcanzaría tal vuelo, que el Emperador toma una decisión: transformar aquella Sala en un Consejo independiente, al que ya se ve funcionar como tal en torno a la crisis europea de 1526, cuando Solimán el Magnífico invade Hungría y pone en peligro las mismas fronteras de Austria. Y como la política exterior la llevará Carlos V tan en las manos, hace de aquel Consejo algo muy personal. De ahí una diferencia sustancial con los demás Consejos: será el único que no tiene presidente, porque es el propio monarca, Carlos o Felipe, el que asume esas funciones. Y con Carlos tendrá un carácter más de acuerdo con su vasto Imperio, mientras que con Felipe II tenderá a castellanizarse; de hecho, los principales mentores de la política imperial serán todos de fuera de España: Chièvres, Gattinara, Nicolás Perrenot de Granvela y, por último, el hijo de éste, Antonio Perrenot de Granvela.
Ahora bien, la Corona comprende la importancia de vincular ambos consejos, de forma que siempre se verá al presidente del Consejo Real como uno de los consejeros de Estado.
Las particulares funciones del Consejo de Estado señalan también la condición de sus consejeros; esto es, marca su origen social, pues ya no será tan necesaria su formación de juristas como su experiencia en materias de tratos con otras naciones, y por lo tanto de negocios de diplomacia y de guerra. De ahí que su cantera sean los destacados en embajadas o en campañas militares, y que figuras emblemáticas sean un Nicolás Perrenot, antiguo embajador, o el duque de Alba. Pero como esa política internacional estaba tan transida de lo religioso, también precisará la presencia de figuras de la Iglesia. De forma que el Consejo de Estado se integrará básicamente con miembros de la alta nobleza y del alto clero, con predominio de la primera; así, en 1554 lo encontramos compuesto por seis miembros, de ellos dos prelados (el presidente del Consejo Real, obispo Fonseca, y el inquisidor general y arzobispo de Sevilla, Fernando de Valdés) y cuatro nobles: los marqueses de Mondéjar y Cortes, junto con don Antonio de Rojas y don García de Toledo, actuando como secretario Juan Vázquez de Molina.
Poco después, Felipe II introducirá una reforma: la incorporación de dos letrados, bien de Castilla, bien de Aragón, según los asuntos de Estado estuviesen relacionados con una u otra Corona.
Más importante fue el cambio que introdujo el llamado Rey Prudente en cuanto a su relación directa con el Consejo, dejándole con frecuencia deliberar sin su presencia sobre los asuntos que le planteaba a través del secretario de Estado; lo cual, aparte de responder a una manera muy particular de la personalidad de Felipe II, tendría sus consecuencias: el protagonismo de los secretarios de Estado crecería y, con ello, sus posibilidades de manipular los resultados. De hecho, en ese nuevo planteamiento se incubaría el desleal comportamiento posterior de Antonio Pérez.
En efecto, un hombre tan hábil no iba a desaprovechar tantas facilidades para cambiar o trastocar órdenes, documentos y pareceres que iban del Rey al Consejo y del Consejo al Rey, teniéndolo a él como intermediario.
Analizando la historia del Consejo de Estado, también sale a relucir la importancia de la Corona de Castilla, pues cuando el emperador Carlos V se ausenta de España —lo que ocurriría con tanta frecuencia—, se llevaría consigo parte del Consejo, pero dejaría siempre en Castilla a otra parte del mismo, para que asesorase al familiar que en España le representaba, ya fuese su mujer, la emperatriz Isabel, o cualquiera de sus hijos. Así, cuando en 1529 se dirige a Italia, donde había de ser coronado Emperador por el papa Clemente VII, Carlos V se haría acompañar, entre otros consejeros, por Gattinara, Nicolás Perrenot de Granvela y Francisco de los Cobos, dejando en España, al lado de su mujer, a otros cuatro consejeros de Estado: dos arzobispos (Fonseca, de Toledo, y Tavera, entonces presidente del Consejo Real de Castilla) y dos miembros de la alta nobleza: don Juan Manuel (el que había tenido tanto predicamento con su padre, Felipe el Hermoso) y don Juan de Zúñiga, conde de Miranda y ayo del príncipe Felipe, entonces tan niño, pues acababa de cumplir los dos años. Esto es, dejaba en España cuatro altas personalidades estrechamente vinculadas a la Corona, de cuya fidelidad y talento tenía abundantes pruebas[35]. En 1543, cuando emprende la incierta campaña del Norte, en que se enfrentaría sucesivamente con el duque de Clèves, con Francisco I de Francia y con los príncipes alemanes de la Liga de Schmalkalden, Carlos V deja aún mejor acompañado a su hijo, todavía tan joven: con siete consejeros, y entre ellos algunas de las mejores cabezas de la Monarquía, como Tavera, Cobos y el mismo duque de Alba (aunque éste acabaría saliendo también, para asistirle en las jornadas bélicas de Alemania, de 1546 y 1547), y con un importante crecimiento del brazo nobiliario, pues de esos siete consejeros cuatro eran miembros de la alta nobleza.
Siendo la principal función del Consejo de Estado asesorar al Rey en materias de política exterior, le incumbía el control de la red de embajadas de la época, que cubría Italia (con Roma, Venecia y Génova), Viena (cabeza de la otra rama alemana de la dinastía de los Austrias) y las tres principales monarquías de la Europa occidental: Francia, Inglaterra y Portugal. Al ocurrir una vacante, el Consejo presentaría los posibles candidatos, generalmente escogidos entre miembros de la alta nobleza, primogénitos o segundones. Era un paso para avanzar en el cursus honorum de los cortesanos, aunque no exento de peligros y de dificultades; en primer lugar, porque no estaba garantizada la inmunidad diplomática de los embajadores, que con frecuencia eran mal vistos y hasta perseguidos por la corte donde realizaban sus funciones (como cuando Nicolás Perrenot de Granvela se vio encarcelado por Francisco I de Francia); además, las asignaciones que tenían las embajadas no bastaban para cubrir sus gastos, en detrimento de la fortuna personal de los embajadores, que a duras penas lo soportaban con su fortuna propia, como le sucedió al conde de Feria durante su embajada en Londres; o simplemente acababan arruinados, como le ocurrió a don Álvaro de la Quadra, el sucesor de Feria en la embajada londinense. Lo que acontecía era que las embajadas se veían como un buen punto de arranque, de donde se podía saltar a un virreinato o al puesto de consejero en la misma España. Aceptar una embajada era una buena inversión en la carrera política del cortesano, un buen comienzo de su cursus honorum. El propio Consejo de Estado se nutría, en buena medida, de antiguos embajadores, como sucedió con Nicolás Perrenot de Granvela bajo Carlos V, o con el conde de Feria (después primer duque de Feria) con Felipe II.
Pero hay que insistir en el carácter siempre consultivo del Consejo de Estado, a diferencia de lo que ocurría con el Consejo Real. Y la razón estaba en la misma naturaleza de sus funciones y en lo que eso representaba para la Corona. Pues mientras en el Consejo Real se trataban asuntos de la justicia del reino, en donde los letrados-consejeros eran los más versados, en el Consejo de Estado era el Rey quien tenía la mejor preparación o, al menos, el que se creía que estaba en su propio terreno. En las sesiones de los viernes del Consejo Real, a las que solía asistir el soberano, oía los problemas suscitados y las soluciones dadas por sus consejeros y las apoyaba, siguiendo el parecer de la mayoría, y ya hemos visto que tal era el proceder que Carlos V señalaba a su mujer, la Emperatriz, cuando había de gobernar España en sus ausencias. Pero en las reuniones del Consejo de Estado es el propio Rey quien plantea las cuestiones a sus consejeros para oír su parecer, como en la famosa alternativa de 1544, cuando la paz con Francia parece depender de la boda de la infanta María con un príncipe de la Casa de Valois, y hay que decidir la dote que debía llevar la Infanta: si el ducado de Milán o los Países Bajos. Y en esas consultas, el Rey no se encontrará obligado a seguir el parecer de la mayoría, aparte del hecho de que deje traslucir su propio deseo, con la consiguiente presión sobre el voto del Consejo. ¿No fue eso lo que sucedió en 1545, cuando Carlos V pidió el parecer sobre una posible entrevista personal con Enrique VIII de Inglaterra? El propio Emperador se mostró contrario, y todos los consejeros le siguieron. Sólo su hermana María de Hungría se atrevió a discrepar de su opinión:
… que siempre estuvo en que serían buenas las vistas por no desabrir al rey de Inglaterra, siendo él tan cabezudo que quizás tomaría esto muy fuerte, y sería perdelle[36]…
Hemos de añadir que, si bien la política exterior era la función principal del Consejo de Estado, la documentación prueba que no era la única, actuando también como una especie de consejo privado, al tratar aspectos como la salvaguarda de la familia regia cuando surgía el peligro de la peste, tan agudo en aquella época, siendo ese uno de los encargos que deja Carlos V al Consejo de Estado cuando se ausenta en 1539. En aquella ocasión ordenaba Carlos V al cardenal Tavera, a quien dejaba como gobernador del reino:
Habéis de tener cuidado de todo lo que se ofresciere y conviniere proveer para lo que toca a la Reina, mi señora[37], y a las ilmas. Infantas, mis hijas. Y en cualquier caso que se ofresca, subcediendo alguna pestilencia, por donde convenga mudarlas o hacer otra cosa, proveeréis, con parescer de los del Consejo de Estado, todo lo que conviniere[38].
Y no se trata de una orden aislada, pues en 1543 vuelve a reiterarla el César[39].
De igual manera, cuando se suscitan cuestiones de particular importancia, vuelve a ser convocado el Consejo de Estado: así, para tratar de la puesta en vigor de las nuevas leyes de Indias de 1542 o para debatir la licitud de los préstamos a interés, tan denostados por la Iglesia; de donde se echa de ver que los aspectos que rozaban la moral del gobernante también eran debatidos por el Consejo de Estado.
Lo referente al debate sobre las leyes nuevas de Indias lo sabemos por carta de Felipe II a su padre, Carlos V, de 30 de junio de 1545, en la que le decía:
Cuanto a las nuevas Ordenanzas de las Indias…, como el negocio es tan grande y de tanto peso e importancia, fue menester platicar mucho en él, y así se miró y tractó diversas veces por los del Consejo de las Indias y los del Consejo de Estado y otras personas que paresció convenir[40]…
También aquel otro caso de conciencia como los préstamos a interés, que da lugar a esta curiosa indicación del Emperador a su yerno Maximiliano y a su hija María, a los que dejaba por gobernadores de España en 1550:
Muchas y diversas veces he sido persuadido por mis confesores que resolutamente mande prohibir y quitar en nuestros Reinos y señoríos los intereses y cambios, encargándome la conciencia y haciendo instancia en ello, diciendo no ser permitido ni poderse en ninguna forma permitir…
Amonestación de sus confesores que no acaba de convencer del todo al Emperador, ya que estaba tan hecho a que las cosas fueran de otra manera en sus Países Bajos natales, pero que hace la suficiente mella en él (al fin, se cargaba sobre su conciencia) para pedir consejo sobre ello. Y añade:
Y porque entendemos que en algunos casos se pueden y deben permitir, con ciertas moderaciones, os encargamos mandéis que en vuestra presencia se mire y trate en este punto por los del Consejo de Estado y se vea y platique y adelgace entre ellos[41]…
No cabe duda: el Emperador tenía a sus consejeros de Estado como los verdaderamente capaces de «adelgazar» sutilmente para eludir la fastidiosa recomendación de sus confesores.
Y cosa notable: a la hora solemne de abrir el Testamento de Carlos V, también se hace en presencia del Consejo de Estado, como la princesa Juana informaba a su hermano Felipe II:
Su Testamento ya se abrió aquí, en presencia del Consejo de Estado[42]…
Por lo tanto, estamos ante un instrumento de la Corona para que le ayude, sobre todo, en algo que es muy caro a los reyes de las monarquías autoritarias con tendencia al absolutismo, como lo era la Monarquía católica: la política exterior. Lo cual, dada la primacía que consigue aquella España imperial en la Europa del Quinientos, hace que su importancia sea algo más que un asunto nacional. El Consejo de Estado juega un papel de primer orden en la historia europea del siglo XVI. Y llegar a dicho Consejo, conseguir ese título de consejero de Estado, venía a ser como la culminación del cursus honorum del cortesano, en particular para la nobleza fiel a la Corona.
Sin embargo, la impresión que se saca tras el estudio de la documentación del tiempo es que la nobleza aspiraba más a dominar el Consejo Real que el de Estado; quizá porque viera a éste como un organismo demasiado dependiente del Rey, como en realidad venía a ser: es decir, una especie de consejo privado. Ciertamente, su grado de honra era elevadísimo, por cuanto que sus miembros venían a gozar al tiempo de la confianza del soberano y del prestigio de ser convocados a tratar sobre los más notables asuntos de alta política, que con razón vienen a llamarse cuestiones de Estado; lo mismo que a sus protagonistas podemos considerarlos, en la medida que allí demostraron su talento y su visión de los problemas, hombres de Estado.
Ahora bien, el Consejo Real tenía una influencia mayor sobre las cuestiones nacionales. De hecho, también daba más poder a sus miembros, puesto que las decisiones de sus consejeros eran aceptadas como buenas por la Corona.
Si se quiere, el Consejo de Estado estaba más cerca del Rey, sus consejeros eran los que verdaderamente gozaban de la confianza regia, eran —en términos cortesanos del tiempo— más «criados» del Rey que ningún otro; pero el Consejo Real tenía mayor capacidad decisoria, y al versar sus actos sobre los intereses de Castilla, incluidos los de la propia alta nobleza, resultaban más temibles y más envidiados y, sobre todo, más poderosos.
De todo lo cual se deduce hasta qué punto eran personajes importantes los que alcanzaban ambas distinciones, como le ocurrió al cardenal Tavera o a Francisco de los Cobos bajo Carlos V, o al cardenal Espinosa con Felipe II.
Por último, cabe indicar que, aunque la alta nobleza está tan bien representada en el Consejo de Estado, de forma que la mayoría de sus miembros pertenecían a ese estamento nobiliario, eso no debe interpretarse como un signo de la dependencia de la Corona. Ya hemos indicado que los Grandes y Títulos de Castilla hubieran preferido controlar el Consejo Real, y que encontraron en esa pretensión la más enérgica de las negativas del Rey.
Entrar en el Consejo de Estado no fue un triunfo de la alta nobleza, tomada como un bloque, porque la mayoría de esa nobleza se retiró a vivir en sus espléndidos retiros señoriales.
Sólo un puñado de esa alta nobleza, la nobleza cortesana, prefirió el halago de la corte. Y, en puridad, fue ella la que se plegó a la Corona, convirtiéndose en uno de sus instrumentos. Pusieron en la balanza vidas y haciendas a cambio de algo que hoy podría parecer muy poco, pero que para ellos lo era todo: la gracia del Rey.
De forma que, si llegaban a perder esa gracia regia, eso suponía para ellos como perder la misma vida. Realmente, eso sería lo que le ocurrió al cardenal Espinosa, que, a poco de perder la gracia real, le sobrevino la muerte.
Junto al Consejo Real y al Consejo de Estado hay que colocar a otro que, por sus especiales características, también alcanzó singular importancia: el Consejo de la Inquisición. Y ello se comprende bien, dado el tono confesional de aquella Monarquía católica, en un siglo tan preñado de conflictos religiosos a nivel europeo entre católicos, luteranos y calvinistas.
Por otra parte, hay que recordar que estamos ante un organismo de nuevo cuño, una institución creada por los Reyes Católicos y que pronto se singulariza por su eficacia para ayudar a la Corona en su control del reino, a través de lo ideológico; lo cual sería todavía más destacado cuando en 1517 se reanuda su carácter nacional, sobrevolando las Coronas de Castilla y Aragón, e incluso extendiendo su jurisdicción sobre Cerdeña y Sicilia.
Y ese hecho de haber sido una creación de los Reyes Católicos, con todo el prestigio de sus increíbles triunfos políticos, doblados por la sacralización de su lucha por la fe —los coronadores del proceso secular de la Reconquista, amparadores de la dilatación del Evangelio por el Nuevo Mundo—, será ya un seguro para la continuidad de la Inquisición.
Algo asumido por Carlos V, que muy pronto hará público su incondicional apoyo al Santo Oficio, y en unos términos que no dejarían lugar a dudas, como una consigna recibida de su abuelo Fernando:
… pues así nos lo dejó encomendado en su Testamento el Rey Católico, mi señor, que en gloria esté…
Apoyar a la nueva Inquisición era obra santa, y de tal modo, que los mismos cielos lo habían premiado concediéndole triunfar en todas sus empresas.
Aquí asoma de nuevo el providencialismo divino, la confianza en tener a Dios de su lado:
… atribuyendo por él a Dios Nuestro Señor todas las victorias y prósperos fines que tuvo en las cosas que comenzó…
Además, ¿acaso Carlos V no llevaba también aquel título con el que Roma había sacralizado a su abuelo? Pues eso también le animaba a seguir su misma política:
… el nombre y título que traemos de Católico nos obliga más a ello[43]…
Sin embargo, no pareció ser siempre así. De hecho, casi toda España suponía que el nuevo señor venido de Flandes, el señor de las tierras donde tan admirado y protegido vivía Erasmo, traería por fuerza no pocas novedades, no sólo políticas, sino también ideológicas, con un aperturismo en el terreno inquisitorial. Algo temido por muchos y anhelado al menos por los que habían sufrido tanto con el anterior rigor inquisitorial del reinado de los Reyes Católicos.
En efecto, ésa minoría nutrida por los conversos, llevada de tal esperanza, trató de conseguir algunas mejoras en el sistema procesal de la Inquisición y poco más, lo que da idea de que ni por asomo se plantearon la supresión del Santo Oficio. Eso sí, su petición encontró eco en las Cortes castellanas de 1518: que, por lo menos, el sistema procesal inquisitorial tuviese ciertas garantías, como el de permitir que los acusados conocieran quiénes eran los que contra ellos testificaban. Y acaso lo más significativo: que la Inquisición se abstuviese de aplicar torturas inusitadas. No se rechazaba el tormento, que era práctica común del sistema judicial en aquella época.
En este sentido, la petición es harto reveladora:
… que no se use de ásperas y nuevas invenciones de tormentos que hasta aquí se han usado en este Oficio[44]…
Por lo tanto, un intento de reforma de la Inquisición, que se confía a uno de los ministros flamencos con más influencia en la corte de Carlos V: Sauvage. Pero la prematura muerte de éste en 1518 lo malogró. Por el contrario, la designación de otro flamenco para el puesto de gran inquisidor —caso único en la historia del Tribunal del Santo Oficio—, Adriano de Utrecht (el futuro papa Adriano VI), cambió totalmente las cosas[45].
Aun así, en buena parte por el clima internacional y la gran tensión provocada por el saco de Roma de 1527, la década de los años veinte fue de gran moderación del anterior rigor inquisitorial. A su vez, la ruptura de las negociaciones religiosas con los luteranos en Augsburgo en 1530 llevó a la convicción al Emperador de que se imponía el uso de la fuerza. Era ya el abocamiento a las guerras religiosas en el exterior y al renovado rigor inquisitorial en el interior.
Hubo, pues, evolución. Pero, en definitiva, la Corona volvió a encontrar un objetivo importante para la Inquisición. Si en sus inicios el enemigo a combatir era el judío converso, sospechoso de judaizar, a partir de Carlos V acabaría siéndolo el luteranismo.
El enemigo interior era sustituido por el de fuera. Carlos V había sufrido la derrota en sus sueños por una Alemania católica, con el consiguiente desgarrón de la unidad espiritual de la Cristiandad, a manos de los príncipes luteranos. Y cuando le llegaron noticias, en su retiro de Yuste, de que ese luteranismo estaba infiltrándose en España, pediría a su hijo el máximo rigor y el más fuerte apoyo a la Inquisición. En sus últimas cartas, por supuesto, pero también, de una forma aún más solemne, en el codicilo a su Testamento otorgado doce días antes de su muerte («estando enfermo en su cama»)[46].
Prueba decisiva de que el rigor inquisitorial, con los terribles autos de fe de 1559 y 1560, no fueron tanto el resultado de un cambio en la cumbre, no que a Carlos V sustituyera Felipe II, sino a que el nuevo Rey de las Españas había recibido unas instrucciones muy duras a ese respecto, y se mantendría fiel a ellas.
Por lo tanto, estamos ante un Consejo cuya finalidad es mantener la más estricta ortodoxia y que se convierte en un instrumento poderosísimo en manos de la Corona. De hecho, cabe decir que no es el presidente del Consejo Real el primer personaje de la corte, sino el inquisidor general, como lo prueba el dato de que el paso de la presidencia del Consejo Real al cargo de inquisidor general fuera un verdadero ascenso. Y es lo que observamos con figuras como Tavera o Fernando de Valdés, que, tras ocupar la presidencia del Consejo, acaban siendo nombrados inquisidores generales.
Y un aspecto a tener en cuenta: en las cuatro ocasiones en las que se hace cargo del gobierno del reino alguien que no es de la familia real (Cisneros, Adriano de Utrecht, Tavera y Granvela), son otros tantos príncipes de la Iglesia, y los tres primeros, además, inquisidores generales.
Es la prueba más terminante de la estrecha conexión entre la Corona y la nueva Inquisición implantada por los Reyes Católicos[47].
Una conexión que es dependencia del Tribunal inquisitorial a la Corona, pero que presupone, a su vez, una supeditación de la Corona a los ideales de intransigencia religiosa propugnados por la nueva Inquisición. De ahí que la Corona apoye al límite a sus inquisidores, y no sólo frente a las posibles fricciones con otros tribunales eclesiásticos, sino también frente a los civiles, incluso en los casos extremos de actos de violencia perpetrados por alguno de sus miembros. Se tratará en todo momento de salvaguardar el prestigio de la institución inquisitorial, guardando sus preeminencias y protegiendo a sus ministros.
De todo lo cual existen abundante pruebas.
Escojamos algunas de ellas. En 1552, el arzobispo de Valencia quiso abocar para su jurisdicción episcopal, conforme al antiguo procedimiento de la Inquisición medieval, algunos casos de supuesta herejía. La reacción de la Corona fue inmediata: que abandonara semejantes pretensiones. Y nada menos que todo un arzobispo sería severamente advertido:
De aquí adelante vos ni vuestro Vicario general y oficiales no os entremetáis[48]…
Eso, su abstención en materias de herejía, era lo que cumplía al verdadero servicio de Dios. Y la voluntad regia —en este caso de Felipe II, que gobernaba entonces España en ausencia de su padre, Carlos V— no dejaría lugar a dudas:
Y a lo contrario, no se ha de dar lugar.
Con lo cual, el príncipe Felipe no innovaba nada, pues no de otra manera había procedido años antes, en 1534, Carlos V contra el arzobispo de Granada, por un intento similar de abocar para sí casos de herejía. En aquella ocasión, el Emperador tuvo este largo razonamiento:
Muy reverendo in Christo, padre arzobispo de Granada, del nuestro Consejo: Ya sabéis que después que a suplicación e instancia de los Cathólicos Reyes, nuestros señores abuelos, que sancta gloria hayan, la Sede Apostólica proveyó e puso el Oficio de la Sancta Inquisición contra la herética pravedad e apostasía en nuestros Reinos e señoríos…
Siendo aquello así, el arzobispo no debía entrometerse en los casos de herejía, que correspondían a los inquisidores, los cuales además estaban ya convenientemente preparados para realizar su tarea con la máxima eficacia, pues tenían
… mejor aparejo de cárceles secretas y oficiales, con las calidades que se requieren y otras cosas necesarias y más acomodadas al exercicio y buena expedición de los negocios del Oficio de la Sancta Inquisición…
Y de igual manera, el Emperador terminaba expresando su resuelta voluntad de apoyo a la Inquisición:
E no fagáis otra cosa en manera alguna, porque no se ha de dar a ello lugar[49].
Lo cual era normal, pues para eso se había establecido el nuevo sistema inquisitorial. Más asombroso resulta que la protección de la Corona se extendiese hasta los casos delictivos cometidos por miembros de la Inquisición.
En 1547, es el virrey de Cataluña, marqués de Aguilar, el advertido por la Corona, pues a la Inquisición y a sus ministros debían guardarse
… sus privilegios y exemptiones, sin impedimento alguno[50]…
Y seis años después, lo que resulta asombroso: la propia Chancillería de Valladolid es la amonestada, por querer juzgar a un familiar de la Inquisición de Calahorra, ¡acusado de haber matado de una cuchillada a un soldado! La Chancillería había osado llamar a declarar a los inquisidores calagurritanos, lo que provoca la airada reacción de la Corona. Y en estos términos:
Y porque en lo susodicho, si así pasó, se ha hecho mucho agravio y molestia a los dichos inquisidores y desacato al Santo Oficio de la Inquisición, sin tener vosotros comisión ni facultad…
Lo cual era tanto más grave porque se podía pensar que todo ello había sido hecho con conocimiento y apoyo de la Corona, lo que el príncipe Felipe decide aclarar:
… y no es justo que se piense que ha procedido de la voluntad de S.M. ni mía, que siempre habemos honrado y favorecido al Santo Oficio de la Inquisición e miembros dél[51]…
El Consejo de la Inquisición actúa como un Tribunal Supremo, con cinco consejeros y un presidente, que toma el nombre de inquisidor general, con jurisdicción sobre toda España, a partir de la muerte de Cisneros. El inquisidor general es la figura decisiva; no estamos, ni remotamente, ante un primus inter pares, sino ante quien marca la línea represiva a seguir, con estrecho contacto con la Corona. Como tantas otras veces, también se aprecia aquí una reorganización bajo Felipe II, con especial cuidado a los Tribunales provinciales, trasladándose el de Calahorra a Logroño en 1570 y montando uno nuevo en Santiago de Compostela, en 1574. El de Logroño, con particular atención al control aduanero, frente a la posible entrada de libros sospechosos por la frontera vasca[52].
Dada su finalidad, podría parecer que ese Consejo debía estar constituido preferentemente por teólogos, que con su mayor conocimiento pudieran precisar qué personas o qué libros eran sospechosos de herejía. Sin embargo, no fue siempre así. De hecho, la conveniencia de que hubiera algún consejero que también lo fuera del Consejo Real apunta ya a otras preocupaciones de tipo de conflictos de competencias y a la participación de la Inquisición en otros problemas del país, como se ordena por Carlos V en 1548:
… por lo que importa que en la Inquisición se hallen algunos del Consejo Real, por los negocios que ocurren cada día que tocan a la gobernación del Reino[53]…
Aunque pueda parecer extraño, cuando Carlos V quiso cubrir las vacantes que había en 1554 con inquisidores teólogos, Fernando de Valdés le advirtió que los Reyes Católicos habían acordado que no se nombraran sino juristas, porque era lo que hacía falta para entender en las frecuentes causas civiles y criminales, mientras que los casos que habían de ver los teólogos era de tarde en tarde, y sólo para eso eran consultados[54].
La Inquisición no limitó su campo a la estricta vigilancia de la ortodoxia católica. Ya hemos visto cómo Carlos V le asigna otras tareas en relación con el gobierno del reino. Por su extremo poder y su alcance nacional, era inevitable que tuviera también funciones políticas, máxime en aquel Estado confesional en que lo religioso y lo político se hallaban tan entrelazados. ¿No fue acaso ésa la razón de que Fernando creara el cargo de inquisidor general de Aragón, al producirse su enfrentamiento con Felipe el Hermoso, a la muerte de Isabel la Católica?
Y aún habría más: una proyección social, fruto de la intervención en lo erótico. Pues la Inquisición acabó abocando para sí las causas relacionadas con el sexo, y no sólo la bigamia, sino también las prácticas prohibidas por la moral cristiana (homosexualidad, lesbianismo, bestialismo), viéndolo como un quebrantamiento del sacramento del matrimonio, y acaso como una intervención demoníaca, con lo que se rozaba ya con las creencias mágicas, tan propias de la época. Y ese tener a su cuidado la represión sexual daría un particular sesgo a la mentalidad de aquella sociedad, con tal fuerza que puede decirse que algo de todo aquello ha llegado hasta nuestros mismos días.
En definitiva, estamos ante uno de los órganos más poderosos de la Monarquía católica, hechura de los Reyes Católicos, que, tras algunas vacilaciones en los primeros años de Carlos V, acabaría siendo asumido por los Austrias mayores, convencidos de tener en sus manos un formidable instrumento para el control ideológico de aquella sociedad. Lo cual, en la época de la Reforma, se hacía cada vez más necesario, según el sentir de la Corona.
Como recomendaría Felipe II a sus sucesores, en el acto solemne de redactar su Testamento, en una cláusula que repite casi textualmente la dictada por su padre, el Emperador, en el suyo, pero añadiendo Felipe II estas significativas razones: que
… en estos tiempos peligrosos y llenos de tantos errores en la fe, conviene aun tener más cuidado y advertencia que en los pasados[55].
De ahí su encargo expreso y terminante a su hijo y heredero, Felipe III:
… particularmente le encargo que favorezca y mande siempre favorecer al Santo Oficio de la Inquisición[56]…
Hay que descartar la idea de que la Inquisición española del siglo XVI fuera una institución religiosa bajo el control de Roma. Es cierto que el Papa era quien confirmaba el cargo de inquisidor general, pero a propuesta siempre de la Corona. Y ello se tenía por tan supuesto que, cuando se producía la vacante, se planteaba la cuestión como un asunto a resolver por el Rey.
Véase, si no, cómo lo indicaba Felipe II a Carlos V, al ocurrir la muerte del cardenal Tavera, que había dejado vacante ese cargo de inquisidor general:
V.M. lo debe mandar mirar mucho y proveerlo en persona que tenga las cualidades que se requieren.
Por lo tanto, era Carlos V quien, de hecho, designaba el nuevo inquisidor general[57].
Lo cual nos viene a demostrar que éste sí que es un organismo que está en manos de la Corona, sin que la alta nobleza intervenga para nada, como con cierta ligereza se indica en ocasiones.
Cuando Carlos V decide que a Loaysa le sucediera Fernando de Valdés, se lo anunciaría como un hecho ya seguro, al que sólo le faltaría el requisito del breve pontificio, confirmador del nombramiento regio:
Os habemos proveído del cargo de Inquisidor General que vaca por fallecimiento del muy Reverendo Cardenal de Sevilla…
Y como no tiene duda alguna de que Roma no hará sino confirmar su decisión, le añade:
… siendo cierto que lo administraréis con el cuidado y diligencia que conviene…
Faltaba, cierto, el correspondiente breve pontificio, pero eso sería ya un trámite a cumplir por el embajador imperial en Roma. Y así, el César añade a Valdés:
También se ha escripto a Juan de Vega que haga despachar el Breve… y os le envíe luego…
En esos términos informa el Emperador a Valdés de su nombramiento como inquisidor general, desde Ratisbona, el 31 de julio de 1546[58].
En suma, la Inquisición no fue un instrumento religioso al servicio de la clase dirigente (léase alta nobleza), sino de aquella Monarquía católica que, haciendo bueno su título, era al tiempo confesional y autoritaria.
Los tres consejos citados, Real, de Estado e Inquisición, eran a todas luces los más destacados, los que daban más prestigio. Cada uno de ellos venía a ser la culminación del cursus honorum de uno de los sectores sociales pilares de aquella Monarquía, pues si para los letrados formados en la Universidad lo era el Consejo Real, para la alta nobleza lo era el Consejo de Estado y para los prelados el cargo de inquisidor general. El primero tenía más inserción en la sociedad de la Corona de Castilla; el segundo, en la corte, y el tercero, en la Iglesia. Cada uno tenía reservados sus ámbitos, aunque hubiese algunas correspondencias, pues se verá a letrados entrar en el Consejo de Estado, e incluso ser alguno de los inquisidores menores de la Inquisición. Y de todos ellos, los principales personajes serían los presidentes del Consejo Real y el inquisidor general, con la advertencia que ya hemos señalado: que cuando el presidente del Consejo Real era un prelado —que era lo más frecuente—, tenía grandes probabilidades de convertirse en el sucesor del inquisidor general.
Otra cosa era que el temor que infundía su cargo le convirtiese en un personaje poco querido, aunque eso también estuviera en relación con la figura escogida: Tavera o Loaysa gozaron siempre de un prestigio que nunca alcanzaría Valdés, demasiado manchado por su vida de prelado corrupto.
En cuanto a los demás Consejos, podrían destacarse, aunque en un tono menor, los de Hacienda y de Indias. Ambos aparecen en 1524, como un intento carolino por reorganizar el Estado.
El Consejo de Hacienda responde a un deseo de Carlos V por poner orden en las finanzas regias, tan desbarajustadas desde la muerte de la reina Isabel la Católica.
El césar Carlos se quería poner un sano objetivo:
… mediar el gasto con la renta[59]…
Admirable consigna jamás cumplida.
Sin embargo, parece cierto que, en aquellos primeros años de su reinado, Carlos V confiaba en que con adecuadas medidas se podrían remediar los males de la economía, permitiendo incluso que sus vasallos fueran más descargados de los pesados impuestos que destruían sus haciendas.
Era un intento, hemos de creer que sincero, por aliviar a sus súbditos, que el Emperador expresaría con hermosas razones:
… por les dar causa a que más y más entrañablemente nos quieran y amen, como a sus reyes y señores naturales[60].
Cuán distinto iba a ocurrir todo, se reflejaría desde muy pronto.
Cuando se examina la primera composición del Consejo de Hacienda, en su fundación de 1524, se echa de ver que Carlos V recuerda sus orígenes, como señor de los Países Bajos, de tan próspera vida económica; como si quisiera, en suma, que Castilla se pareciese a su tierra natal. De forma que establece dicho Consejo según el modelo flamenco, y lo pondrá bajo las órdenes de un noble flamenco: el conde Enrique de Nassau. Es más, de los dos consejeros que habían de acompañarle, uno era también flamenco (Jacques Laurin) y el otro sería un castellano, pero precisamente el más vinculado a los Países Bajos, desde los tiempos de su padre, Felipe el Hermoso; esto es, el señor de Belmonte, don Juan Manuel.
Parecía claro que Carlos V no se fiaba demasiado de la competencia castellana para los negocios.
Y la verdad fue que el Consejo de Hacienda logró uno de los objetivos marcados por el Emperador: el de aumentar los ingresos de las arcas reales. Los servicios votados por las Cortes se triplicaron, pasando de los 50 a los 150 millones de maravedíes anuales. Se lograron recursos ocasionales, pero cuantiosos, como la dote de la Emperatriz (900 000 ducados, aunque de hecho se quedaran en algo más de 600 000, pues el Emperador tuvo que pagar con ella las viejas deudas que tenía con la Corona portuguesa), o el rescate de los príncipes franceses, los hijos de Francisco I canjeados por el rey galo prisionero tras la batalla de Pavía (dos millones de ducados). Las remesas de Indias también crecieron espectacularmente, desde la penetración de los conquistadores en Tierra Firme, con las conquistas de México por Hernán Cortés y, sobre todo, desde el domeñamiento del imperio de los Incas por Pizarro y Almagro. También la Iglesia se mostró generosa en la concesión de bulas de Cruzada, en el subsidio eclesiástico y con el permiso de desamortizar señoríos eclesiásticos.
Todo sería poco.
En efecto, las campañas de Carlos V, como las guerras que tuvo casi sin tregua con Francia, desde 1521, o las mantenidas en la frontera con el Turco, o las últimas de su reinado contra los príncipes alemanes; pero también otro tipo de empresas no menos costosas, como su fastuoso viaje a Italia en 1529, para ser coronado Emperador por el papa Clemente VII, o sus vistas con los soberanos de la Europa occidental, harían crecer en tal medida el gasto que nada llegaría para cubrirlo.
Añadiendo que tampoco se cumplió la promesa de austeridad en el seno de la corte, aquello de mediar el gasto con la renta. De esa forma, se vio cómo los gastos de la Casa Real, que en la última etapa de Isabel la Católica se habían mantenido en torno al millón y medio de maravedíes anuales, pasaría en 1544 a los 136 millones, superando con mucho el alza de los precios. En ello tuvo no poca culpa la instauración de la etiqueta borgoñona en la corte, impuesta por Carlos V en 1543, aunque la suntuosidad de la vida palaciega venía de atrás, pues la emperatriz Isabel, admirable en tantos de sus rasgos, jamás los tuvo en cuanto a la vida austera, viniendo como venía de la corte más rica de Europa[61].
Los ingresos ordinarios de la Corona eran de tres tipos: las rentas anuales, los servicios votados por las Cortes y las ayudas de gracia pontificia. Las reales a su vez eran, básicamente, las alcabalas y el quinto de las remesas de Indias; a lo que se añadían otras regalías de menor cuantía: salinas, seda de Granada, aduanas, minas, moneda forera, incluso licencias para enviar esclavos a Indias, verdadera trata negrera de la que se beneficia también el Rey. Ya hemos visto en qué consistían los servicios dados por las Cortes, que afectaban solamente a los pecheros, pese a que los votaban los procuradores en Cortes, todos ellos pertenecientes a la clase patricia urbana, nobleza media que estaba exenta de su pago; de ahí, como comprobó Carande, que no pusieran dificultades en que sufrieran un fuerte aumento, triplicando su cuantía, a cambio de que se congelaran las alcabalas, que, al versar sobre las compraventas, tocaban a todas las clases sociales.
Las rentas de gracia pontificia eran de dos tipos: las fijas, que consistían a su vez en dos (las rentas de los Maestrazgos, concedidas por Adriano VI de forma ya permanente a la Corona de Castilla, y que convertían al Rey en el mayor señor de la Cristiandad), y las tercias, que en realidad eran los dos novenos de los diezmos eclesiásticos, y que el Consejo de Hacienda arrendaba junto con las alcabalas. Más aleatorias eran las otras dos, la bula de Cruzada y el subsidio eclesiástico, ambas precisando siempre de la previa autorización pontificia, y con una limitación, pues el Rey no podía aplicarlas más que a la guerra contra el infiel.
La segunda, el subsidio eclesiástico, era muy protestado por el clero, considerándolo atentatorio a sus tradicionales privilegios frente al fisco, de forma que costaba mucho trabajo hacerlo efectivo. Y en cuanto a la primera, la Cruzada, dependía del grado de aceptación de los pueblos, que, aunque muy sensibles a esa guerra divina, poco a poco iban mostrando menos voluntad en sobrellevar también aquella carga, tanto más que cada vez se veían más arruinados.
Algo bien reflejado en uno de los relatos que mejor nos permiten asomarnos a la sociedad del Quinientos: el Lazarillo de Tormes. En efecto, ¿acaso no tiene que acudir aquel quinto amo de Lázaro, el buldero, a la superchería de un supuesto milagro para conseguir que los reacios lugareños acabasen comprando la bula? Persuadidos, al fin, de que el demonio era el que trataba de impedir
… del bien que allí se hiciera en tomar la bula…
se precipitaron todos a tomarla, y aun los lugareños comarcanos irían a buscarla a la misma posada donde se alojaba el buldero,
… como si fueran peras que se dieran de balde.
Y el anónimo autor de aquel tan ingenioso y divertido relato, añade:
¡Cuántos déstas deben hacer estos burladores entre la inocente gente[62]!
En todo caso, esos ingresos relativamente fijos podían cubrir con creces los gastos de la Corona. En un presupuesto de mediados de siglo, cuando todavía vivía la reina Juana la Loca, se fijaba un superávit de algo más de un millón de ducados. Pero eso era para atender a los gastos normales de la corte y de los salarios de aquella incipiente administración, incluida la nómina de las embajadas y los gastos militares ordinarios, en época de paz. Ahora bien, eso siempre fue raro en el siglo XVI; apenas se vivieron diez años de paz bajo Carlos V, y menos todavía con Felipe II, aparte de que en esos años de paz también sobrevenían gastos extraordinarios, del calibre de la coronación de Carlos V en Bolonia, los años 1529 y 1530. Y si se tiene en cuenta que el costo de la guerra, poniendo en campaña un ejército de mercenarios en tomo a los 50 000 soldados, con el resto de formaciones auxiliares, venía a suponer un gasto anual de tres millones de ducados, se comprende hasta qué punto se tenía que endeudar la Corona.
He ahí la razón de acudir a todo tipo de recursos para conseguir ingresos extraordinarios, porque todo era poco.
De cuando en cuando, se recibían algunas ayudas inusitadas que eran muy bien recibidas, como las fuertes cantidades llegadas del Perú en 1534, que tanto ayudaron a Carlos V a financiar la campaña de Túnez de 1535. Resulta evidente la relación entre la venta del derecho a traficar en las Molucas, cedido por el Emperador a Portugal en 1529, en 300 000 ducados, y su fastuoso viaje a Italia para ser coronado Emperador. Pero como todo era poco, ante tantas y tan costosas empresas, el Consejo de Hacienda recibió la orden de ingeniar nuevos ingresos. Fracasado el intento en 1538 de un nuevo impuesto general para toda la población, el de la sisa, ante la cerrada oposición de la alta nobleza, se fue acudiendo a diversos arbitrios, algunos como verdaderas regalías (así, la licencia para enviar esclavos negros a las Indias, con lo que vemos a la Corona entrar en el negocio de la trata negrera), otros como abusos muy protestados por las Cortes: venta de oficios y de hidalguías. La venta de oficios, por lo que suponía de caldo de cultivo de la corrupción de los funcionarios, y la venta de hidalguías, porque al disminuir el número de contribuyentes crecía la cuantía de lo que habían de pagar los restantes.
Se acudiría también a la desamortización de los señoríos eclesiásticos, mediante bulas pontificias, recurso puesto en uso por Carlos V en 1529, en 1548 y en 1551, y que también aplicaría Felipe II, no sin fuertes reparos de conciencia, bien patentes en su Codicilo de 1557.
Y así declara, apenado:
… porque como el venderlo fue contra mi voluntad[63]…
Se llega también a la búsqueda del ahorro familiar, a través de los juros, creando de ese modo una deuda flotante cada vez más cuantiosa y difícil de sostener, porque sus intereses, junto con los que se debían pagar a los banqueros alemanes e italianos por los adelantos recibidos, se comían las rentas, alcanzando situaciones de verdadera catástrofe.
También algo reflejado en los grandes préstamos solicitados a los poderosos de la Corona de Castilla: alta nobleza, alto clero y mercaderes. Unos préstamos concedidos al principio con generosidad, pero que dejaron de lograrse paulatinamente, escarmentados los prestamistas al no cumplir la Corona con frecuencia la obligación adquirida de devolución del capital en un tiempo determinado.
Y eso también lo reflejan los documentos. Así, en 1546 el obispo de Córdoba, Leopoldo de Austria (tío del Emperador), prestó 5000 ducados para la campaña contra la Liga de Schmalkalden. Seis años después, en 1552, se le pidieron otros 15 000 para hacer frente a la crisis abierta con la traición de Mauricio de Sajonia. En esa ocasión, el obispo, sin duda receloso ante el Consejo de Hacienda, ni siquiera responde. Y el secretario anota:
… créese que no quería prestarlos, porque no se le han pagado los 5000 ducados que prestó el año de 546, aunque los ha pedido, porque S.M. mandó que se disimulase la paga[64]…
Una situación de desconfianza que alcanza incluso a los principales ministros de la Monarquía, como ocurrió nada menos que con el arzobispo de Sevilla e inquisidor general, Fernando de Valdés. A Valdés se le suponía una auténtica fortuna, amasada a lo largo de sus muchos años al frente de la archidiócesis más rica de España, tras la de Toledo. En la crisis de 1552 había prestado 20 000 ducados; en 1557, cuando Felipe II tiene que declarar consolidada la deuda flotante y en plena guerra contra Enrique II de Francia, se le pide una fortísima cantidad: 150 000, aunque se resistió a darlos, provocando la cólera de Carlos V, pero, al fin, soltó 15 000[65].
De esa manera, el Consejo de Hacienda se veía cada vez en mayores dificultades, bien expresadas en el ruego del príncipe Felipe cuando en 1544 pedía a su padre que negociase la paz con Francia y que dejase las grandes empresas para mejores tiempos[66].
Al hilo de las continuas guerras carolinas crecen las dificultades de la Hacienda. Firmada la paz con Francia, se abre para Carlos V la perspectiva del Concilio de Trento y, con él, la alianza con Paulo III para lanzar la ofensiva sobre la Liga protestante alemana de Schmalkalden, lo que suponía olvidarse de los ruegos de su hijo y de sus consejeros castellanos, pidiendo en cambio nuevos esfuerzos a la agotada Castilla. Otra vez se acude al sistema de los préstamos de particulares, como una de las pocas vías que quedaban para conseguir algún dinero. Y no con ruegos, sino con odiosas presiones, llegando hasta encarcelar a los reacios.
Y de este modo, el Príncipe diría la verdad desnuda a su padre:
Y de los empréstidos, con toda la diligencia que se usó y con hacer grandes vexaciones y tener presos muchos días a los que podían prestar, nunca se pudieron sacar más de treinta mil ducados[67]…
El Consejo de Hacienda ayudaría, por tanto, a la Corona, aumentando notoriamente sus ingresos, pero a costa del bienestar de los súbditos, particularmente en Castilla[68].
Era el mal que al principio del nuevo reinado denunciaría Luis de Ortiz en su famoso Memorial mandado a Felipe II en 1558:
… y todo lo vienen a pagar los labradores, que los más son pobres y desventurados[69]…
Por lo tanto, estamos ante otro instrumento de la Monarquía de los Austrias, el Consejo de Hacienda organizado por Carlos V en 1524 sobre un modelo de los Países Bajos, con un fin concreto: allegar más recursos para la Corona, pero no fomentando a la vez la riqueza del reino, sino precisamente a costa del reino.
Algo comprendido por Felipe II cuando era el Príncipe que gobernaba España en ausencia de su padre.
Entonces el Príncipe escucharía las quejas de sus súbditos castellanos. Estaría por ver si cuando alcanzase la Corona seguiría con el oído atento, o si se tornaría sordo, tal como había hecho su padre el Emperador.
Algo que por su importancia trataremos de planteamos en el siguiente capítulo sobre la financiación del Imperio.
Pero antes de ello trataremos de ver el resto del entramado de aquel sistema polisinodial.
En efecto, si los Consejos Real de Castilla, Estado, Inquisición y Hacienda eran los principales, todavía faltan por mencionar otros que, aunque de menor cuantía, sirven para comprender el funcionamiento de la Monarquía e incluso algo muy interesante: su capacidad de absorber nuevos cuerpos, en un incesante aumento de su volumen a lo largo del Quinientos.
Tales Consejos podrían dividirse en dos grupos muy distintos: los que afectaban a una determinada materia de gobierno y los vinculados a grandes áreas de aquella Monarquía supranacional, como era la Monarquía católica.
Entre los primeros cabría citar a dos, filiales a su vez de otros tantos grandes Consejos: el de Guerra, que lo era del de Estado, y el de Cámara de Castilla, filial a su vez del Consejo Real.
El Consejo de Guerra aparece ya como tal por lo menos desde 1529, en cuyo año es citado por Carlos V en sus Instrucciones a Isabel, la Emperatriz, cuando la deja gobernando España al irse a Italia, para ser coronado por Clemente VII en Bolonia. Estaba compuesto por los consejeros de Estado pertenecientes al brazo nobiliario, cuyo secretario asumía también las mismas funciones en el Consejo de Guerra, con lo que se marcaba más estrechamente esa dependencia ya citada. En cuanto a sus atribuciones, eran sobre todo en torno al apercibimiento de la defensa de España y en la ayuda a las empresas militares del Imperio, y, en particular, las levas de nuevos soldados; con lo cual, entraba ya también en contacto con el Consejo Real.
El Consejo de Cámara era filial del Consejo Real, hasta el punto de tener el mismo presidente y el mismo secretario ambos Consejos, y siendo letrados sus dos únicos consejeros. Sus atribuciones eran las recompensas regias y las peticiones de mercedes; esto es, presentar al Rey los posibles candidatos a los beneficios dependientes de la Corona (por ejemplo, las encomiendas de las Órdenes Militares), por un lado, y dar su dictamen sobre los Memoriales elevados por los particulares a la Corona en los que se pedían diversas mercedes.
La Corona de Castilla contaba con otro Consejo: el de las Ordenes, que actuaba como un tribunal de justicia y de gobierno con atribuciones sobre las tres grandes Órdenes Militares castellanas: de Santiago, Alcántara y Calatrava. Dada la importancia de sus rentas y la fuerza de sus señoríos, estamos también ante uno de los Consejos más relevantes, dentro de los de tono menor, porque controlaba las vacantes que ocurrían en las diversas encomiendas de cada Orden, así como los mismos ingresos de los caballeros, tan deseados por la nobleza media y por los segundones de la alta nobleza. Era una de las claves de la Corona para recompensar a sus ministros y a los continuos de la corte y, en suma, a los que se habían mostrado eficaces servidores de la Monarquía. Que esto el propio Rey lo valoraba mucho, como símbolo de una de las características más acusadas del Reino —el espíritu caballeresco—, se echa de ver en el especial trato que tiene para sus cosas, cuando en el Codicilo de 1597 le dedica toda una cláusula (la 5), para estructurar mejor el sistema judicial que debía afectar a los caballeros de las tres Ordenes, con unos términos que prueban su interés personalísimo, acaso como en pocas otras ocasiones manifestado por Felipe II:
… declaro que aviéndolo mirado y hecho mirar muy de propósito, tengo pensada una buena forma[70]…
Y en aquel nuevo sistema judicial pensado por el Rey se establecía un medio de apelaciones para los caballeros de las Órdenes Militares, en cuyo último grado aparecía el propio soberano.
De suyo se comprende, pues, que un Consejo que entendía en algo que tanto interesaba al Rey tenía ya una especial importancia, dentro de aquel esquema de gobierno; diríamos, sobre todo, en torno a la vida de la corte y porque afectaba directamente a la nobleza castellana, de papel tan significativo en su estructura militar.
El resto de los Consejos son ya de los llamados de competencia nacional, para las diversas piezas de aquella Monarquía supranacional: Aragón, Indias, Navarra, Flandes, Italia, Portugal. Pero a diferencia del Consejo Real de Castilla, que gobernaba directamente la Corona de Castilla, estos Consejos no lo hacían sobre sus respectivos territorios, dirigidos como estaban por virreyes y gobernadores, auxiliados por las instituciones regnícolas, como el Consiglio Collaterale napolitano o el Senado milanés. En suma, su sitio estaba en la corte, al lado del Rey, y sus atribuciones limitadas al asesoramiento del monarca, cuando sobrevenía algún conflicto entre las autoridades virreinales y sus instituciones. Sus consejeros eran letrados regnícolas, expertos por tanto en dictaminar si los privilegios de aquel reino habían sido hollados. De todos ellos, por supuesto, el más importante era el Consejo de Aragón, como el que asesoraba sobre la otra gran pieza hispana de la Monarquía. Su fundación arranca de 1493, y es el primero desgajado por los Reyes Católicos, con jurisdicción entonces sobre todos los reinos de aquella Corona, tanto españoles como italianos: Aragón (reino), Cataluña, Valencia, Mallorca, Cerdeña, Sicilia y Nápoles. Estaba presidido por el vicecanciller de la Corona de Aragón, asistido por dos letrados (denominados regentes) de cada uno de los reinos integrados en aquella Corona. Su importancia estribaba en que, al ser mucho más numerosos los privilegios de aquellos reinos, resultaba más conflictivo su gobierno y más dificultoso evitar el caer en casos de ilegalidad, muy protestados por los pueblos afectados; todo ello bien advertido por Carlos V en sus Instrucciones a su hijo Felipe de 1543:
… por ser los fueros y constituciones tales, como porque sus pasiones no son menores que las de otros y ósanlas más mostrar…
Y lo que acaso preocupaba más al César: que en aquella Corona era más difícil la acción de la justicia:
… tienen más desculpas y hay menos maneras de poderlas averiguar y castigar[71].
¿Quién debía ostentar el cargo tan destacado de vicecanciller de la Corona de Aragón? No basta con decir que debía ser natural de aquella Corona, dadas las pretensiones de sus diversos reinos, y en este caso los tres principales de Aragón, Cataluña y Valencia. El estudio documental permite comprobar que el Rey procura una elección rotatoria. Así, en 1554 el vicecanciller era un catalán (Pedro de Clariant y Sera), al que sucede en 1562 el aragonés Bernardo de Bolea y en 1585 el valenciano Simón Frigola[72]. Donde no había dificultad alguna era en el nombramiento de los regentes, siempre regnícolas, si bien podría existirla para que aceptasen los cargos, mal retribuidos, hasta el punto de que se tratara de hacer recaer los nombramientos en los ricos, a los que se les presentaba como una oportunidad para crecer en el cursus honorum, tanto personal como del linaje. Y entre sus atribuciones, junto con las de dar su consulta sobre los conflictos que saltasen en sus reinos respectivos, estaba también el de intervenir en la provisión de oficios y, por supuesto, en tratar aquellos asuntos de mayor trascendencia, como las amenazas de invasiones o el futuro destino de aquellos territorios, como cuando Carlos V puso a debate qué dote debía llevarse su hija María, en caso de boda con un príncipe francés, si Flandes o el Milanesado.
Y ése sería el entramado del sistema polisinodial que permitió a los Austrias gobernar el primer Imperio de los tiempos modernos, consiguiendo un máximo de control sobre la pieza nuclear de la Monarquía —a la que se le daban las mayores preferencias, pero a la que también se le exigían los mayores sacrificios— y un mínimo de presión sobre las otras piezas, a fin de que se sintiesen asociadas en una empresa común, respetadas en sus derechos y tradiciones y no oprimidas por aquel Rey de las Españas, que para ellos se trataba de presentar siempre como «el Rey católico», defensor de su religión, respetuoso con sus sistemas propios de gobierno, administrador de la justicia y, en los casos de las piezas del sur de Italia, además con el argumento poderosísimo de ser el escudo frente a la amenaza turca, como en los Países Bajos —en especial, en los meridionales—, a su vez, el escudo frente a las ambiciones francesas.
Y aquí podría recordar lo que ya indiqué en 1989:
Lo importante a destacar ahora es esta postrera consideración: que tanto Carlos V como Felipe II heredaron y ampliaron un sistema de gobierno, el polisinodial, que se mostró muy eficaz para gobernar una Monarquía en expansión, en aquellos albores de los tiempos modernos[73].
A lo que podríamos añadir que ello fue posible porque aquellos reyes supieron emplear la fuerza, mezclada con halagos, en la zona nuclear castellana, y el tacto y la negociación en las zonas más controvertidas y celosas de sus privilegios, como eran los reinos dependientes de la antigua Corona de Aragón.
Con una excepción, entrado el reinado de Felipe II: el gobierno de los Países Bajos.
Algo que se acabaría pagando muy caro, como veremos más adelante, y que se convertiría en el conflicto más grave de la Monarquía católica: la cuestión de Flandes.