8 ASPIRANTE AL IMPERIO

En 1538, levantadas las espadas y cuando la paz parecía asegurarse entre Carlos V y Francisco I, y cuando la Santa Liga entre la Santa Sede, el Emperador y Venecia parecía un hecho[1048] quiso María que quedase una huella permanente de su amor a la dinastía. Todavía hoy el viajero puede admirar en la iglesia de San Miguel y Santa Gúdula, de Bruselas, las magníficas vidrieras construidas aquel año, sobre diseños de Van Orley, uno de los pintores de más predicamento en la corte de los Países Bajos. La más importante de ellas está dedicada al emperador Carlos V, pero en otras sucesivas de la capilla de los Austrias están representados los demás miembros de la dinastía. Venía a ser como el símbolo del predominio logrado por la Casa de Austria sobre Europa, y de su entrega en pro de los intereses de la Cristiandad.

Tal predominio parecía más firme que nunca a raíz de la decisiva victoria de Mühlberg sobre las tropas que mandaba Juan Federico de Sajonia, príncipe elector y una de las cabezas más destacadas de la Liga protestante de Schmalkalden. En efecto, aquella victoria había sido, en gran parte, la de los principales personajes de la dinastía austríaca, bajo la suprema dirección del Emperador: Fernando, rey de Romanos, había cabalgado junto a Carlos V en aquella empresa bélica, y la aportación de María desde los Países Bajos y de Felipe desde España había sido de verdadera importancia. En el verano de 1547, la fuerza de aquella dinastía sobre Europa no tenía igual. Si los tercios viejos habían llevado el peso de la batalla, la caballería ligera húngara de Fernando había realizado prodigios en la consumación de la victoria. Los recursos en hombres y en dinero de la dinastía, aglutinados bajo la enérgica acción de Carlos V, se habían mostrado muy superiores a sus adversarios. Sin embargo, todo ello tenía un serio peligro: el de la falta de continuidad. Pues, en definitiva, los diversos miembros de aquella familia representaban a otros tantos pueblos, dentro de los cuales operaban importantes fuerzas centrífugas: Fernando y su hijo Maximiliano, al conjunto de Austria, Hungría y Bohemia; Felipe, a Castilla y Aragón, con sus adherencias italianas y americanas —y africanas—; María, a los Países Bajos —que entonces habían de vincularse más estrechamente a la Monarquía católica—. Sólo el Emperador mantenía la nota cosmopolita. Por lo tanto, era de temer que con su muerte su obra se cuartease. Y hoy sabemos muy bien que fue cuestión que se planteó muy seriamente el Emperador, en especial cuando se sintió gravemente enfermo aquel invierno. De entonces arranca su conocido Testamento político de 1548, dirigido a su hijo Felipe y muy fidedignamente recogido por el cronista Sandoval[1049]. Allí se puede ver su preocupación por trabar más estrechamente las dos ramas de la dinastía, para que perdurase su predominio sobre Europa. Naturalmente, no buscaba Carlos un mero aseguramiento material, sino que pretendía lograr de ese modo la unidad moral de la Cristiandad y su fortalecimiento contra los peligros que la amenazasen, tanto internos —en especial, la herejía— como externos —sobre todo, la amenaza turca—. Uno de los factores de sus últimas victorias había sido la colaboración de su hermano Fernando, que era además —por rey de Romanos— el sucesor al Imperio. Pero cuando Fernando fuese Emperador, ¿no tendría necesidad, a su vez, de la colaboración del conjunto de fuerzas que se agrupaban tras de su hijo Felipe? ¿No se desvincularía de repente Castilla de los afanes imperiales, si de algún modo no se la interesaba más directamente? Pues más de una vez el propio Carlos había tenido que hacer frente a las quejas de sus vasallos castellanos, resentidos al ver consumidos los hombres y el dinero del reino en empresas que parecían serle ajenas. ¡Cuánto más ocurriría aquello si el Emperador dejase de ser su señor natural! He ahí la cuestión grave que era preciso prever, antes que los acontecimientos desbordasen a los hombres.

Aunque este planteamiento del problema parece que existió en el ánimo de Carlos V en las postrimerías de 1548, una de las cuestiones que han sido más debatidas por los especialistas de la época es el del punto de arranque de los nuevos planes sucesorios. ¿Obró Carlos V por propio impulso? ¿Fue movido a ello por la ambición de su hijo Felipe, deseoso de verse coronado algún día emperador? Las pruebas documentales aportadas a este respecto por Bucholtz[1050], Lanz[1051], Döllinger[1052], Gachard[1053] y Druffel[1054] no resuelven la cuestión[1055]. Existen indicios que hacen sospechar que los primeros en plantear la cuestión sucesoria al Imperio fueron Fernando y Maximiliano, deseosos de asegurarla en su casa de una vez para siempre. En todo caso, una cosa parece a todas luces evidente: y es que la escasa salud del Emperador en el invierno de 1547-1548 desencadenó una serie de cálculos y de proyectos políticos, con miras a la futura vacante imperial, lo mismo en Valladolid que en Viena. Ya hemos señalado los afanes unitarios que animaban a Carlos V. A Fernando le preocupaba, sobre todo, asegurar la sucesión al Imperio para su hijo Maximiliano. Por su parte, Felipe tenía asimismo poderosas razones que esgrimir a su favor. ¿No era, acaso, el hijo primogénito del Emperador? ¿Por qué había de verse postergado en el futuro a su primo Maximiliano? Encontrados argumentos e intereses opuestos provocarían una áspera pugna familiar que acabaría dando al traste con el edificio alzado por Carlos V con tanto esfuerzo y denuedo. Pero citando a esta serie de elementos del drama, no mencionamos a todos los que intervinieron en aquel conflicto familiar, del que parecía depender la futura suerte de Europa. Pues hubo otro que dedicó sus esfuerzos por llevar la concordia y evitar la ruptura: ésa fue la labor realizada en aquella crisis por la reina María.

El planteamiento de la cuestión sucesoria

En 1548 la Dieta de Augsburgo había reunido a los tres hermanos (Carlos, Fernando y María) en la vieja ciudad imperial. Después de aquella otra reunión de Innsbruck de hacía dos décadas, podían los tres hacer un balance satisfactorio de aquella fructífera alianza familiar: en orden los Estados patrimoniales, la paz con Francia y el Turco, sosegada Italia, sometido el Imperio e iniciado el Concilio. Era el predominio de Carlos y Fernando, a occidente y a oriente de Europa, en lo que no poca parte había tenido María (recuérdese su contribución no sólo a la obra de Carlos V, sino también a la defensa de Viena en 1532)[1056]. Fue entonces, en aquellas jomadas de Augsburgo de 1548, cuando Fernando propuso que se negociase la sucesión de su hijo Maximiliano para el Imperio, prometiendo que una vez conseguida llevaría consigo la designación de Felipe como vicario imperial en Italia[1057]. Antes de dar su consentimiento quiso Carlos conocer la opinión de su hijo Felipe, ordenando al señor de Granvela (Nicolás Perrenot) que escribiese a la corte castellana. Probablemente existió una correspondencia directa entre el Emperador y su hijo, hoy por hoy desconocida, aunque sí conocemos los resultados por las cartas cruzadas entre Granvela y el duque de Alba: Felipe indicaba a su padre la conveniencia en demorar lo pedido por su tío, temiendo que con ello se perjudicase la situación de la Monarquía católica en Italia, cuando sus príncipes supiesen que el Imperio acabaría siendo para Maximiliano, estando evidente además la hostilidad latente de Enrique II de Francia. En realidad, esa respuesta reflejaba la opinión del Príncipe y la de sus principales consejeros. Hay que concluir que Castilla había sido ganada ya por la idea del Imperio, y que ahora no sólo no se oponía a que su señor fuera el Emperador, sino que deseaba que persistiera aquella vinculación personal, pasando al heredero del trono. Por eso se consideraba la pretensión de Maximiliano como un peligro. La hispanización de Carlos V por aquellas fechas estaba ya tan consumada, que se adhirió plenamente a las sugerencias de Castilla, si no es que ya habían germinado en su mente. Por lo pronto, respondió a su hermano Fernando que era preciso esperar la llegada de su hijo Felipe, demorando la resolución hasta entonces[1058] e indicando que era cuestión delicada que podía provocar rencillas entre los príncipes de las dos familias[1059], respuesta con la que pareció conformarse el rey de Romanos[1060].

Fue entonces cuando empezó a extenderse el rumor por toda Europa de que el Príncipe de España proyectaba no ya sustituir a Maximiliano, sino al propio Fernando, para suceder a Carlos V en el Imperio. Según Gachard, tal fue la ambición que se despertó en Felipe, y para cumplir su deseo fue por lo que se puso en camino hacia el Imperio a fines de 1548[1061]. No he podido encontrar ninguna prueba concluyente a favor de esta tesis; sí, en cambio, algunas de que tal rumor lo propalaron los príncipes electores y el embajador francés en la corte imperial, Marillac, rumor que Fernando llegó a creer seriamente, hasta el punto de escribir alarmado a María el 29 de marzo de 1549. María le tranquilizó: mientras viviesen él y el Emperador, nada se innovaría y nada se trataría sobre su sucesor sin contar con él[1062].

Difícil resulta admitir que Felipe llegase a pensar en sustituir a su tío, o que Carlos tomase en serio tal cambio, máxime cuando ninguna prueba directa existe sobre tal supuesto. Los rumores propalados por Marillac y los príncipes electores no hacían más que responder a un deseo de disminuir el prestigio del Emperador, cuyo poderío sobre el Imperio les inquietaba sobremanera. Pero como el viaje de Felipe II al Imperio había traído consigo el desplazamiento de Maximiliano a Castilla, para gobernar aquellos reinos en su ausencia, los recelos de Fernando no hicieron sino aumentar. Ya en la vieja biografía de Bucholtz se recogen muchos testimonios, procedentes del Haus, Hof und Staatsarchiv de Viena, sobre el estado de ánimo del rey de Romanos. Como ocurre con frecuencia, también en este caso los rumores dislocaban la verdad, sin dejar por ello de influir sobre la marcha de los acontecimientos. Por eso, pese a la carta tranquilizadora de María, Fernando hubiera preferido que su hermano Carlos abandonase aquel proyecto; pero Carlos V, bien llevado de su propio deseo, bien incitado por la ambición de Felipe II, se decidió a proseguir las negociaciones. A poco de la llegada de Felipe II a Bruselas, envió al señor de Chantonnay a la corte de Viena; Chantonnay debía obtener la aquiescencia de Fernando para una próxima entrevista con el Emperador, a fin de resolver la sucesión al Imperio, asegurándole al tiempo que nada se haría en su perjuicio ni sin su conocimiento[1063]. Pero Chantonnay tenía ante sí una difícil misión, tanto más cuanto que a los antiguos recelos de Fernando se añadía el hecho de la incorporación de los Países Bajos a la Monarquía católica, pues sin duda en un tiempo abrigó Fernando la esperanza de que el Emperador los cedería a su hija María, la esposa de Maximiliano[1064]. Por su parte, la corte imperial tenía motivos para sospechar que Maximiliano había roto lo pactado por su padre en Augsburgo, negociando secretamente con los príncipes electores a favor de su candidatura, cuestión sobre la que el Archivo de Bruselas conserva una curiosa carta de Fernando en que procura disculparse. Se trata de uno de los pocos documentos que escaparon a la requisitoria hecha a finales del siglo XVIII por el gobierno austríaco para llevarse la documentación referente a Fernando al Archivo de Viena[1065]. Fue entonces cuando la reina María se creyó obligada a intervenir, escribiendo personalmente a Fernando una carta llena de agitación, ante el temor de que se produjese la ruptura entre los dos bloques familiares. Según María, era Felipe el que presionaba constantemente sobre Carlos V, mientras éste se hallaba vacilante respecto a lo que se había de hacer en la cuestión sucesoria y, sobre todo, sin querer decidir nada antes de entrevistarse con su hermano. Aconsejaba María a Fernando que ni él ni su hijo Maximiliano diesen muestras de oponerse a los planes del Príncipe, pues ello sería tanto como provocar la eterna enemistad de Felipe y la ruina de las dos Casas, añadiendo un argumento probablemente oído en la corte de Bruselas a Carlos o a Felipe: que puesto que Carlos había preferido a Fernando, cuando en 1531 había promovido su elección a rey de Romanos, por encima de su propia sangre, análogo sacrificio podía hacer ahora Fernando[1066]. Fue probablemente María la autora del plan de sucesión alternada (Fernando-Felipe-Maximiliano)[1067]. A continuación viene el viaje de Carlos V a través de Alemania, acompañado de su hijo Felipe y de los dos Granvela. Nicolás Perrenot se hallaba entonces bastante enfermo —no tardaría en morir—, pero aun así Carlos consideró necesaria su presencia en Augsburgo para asegurar la negociación con su hermano, lo cual era el mejor homenaje a sus condiciones de diplomático, aunque sería fatal para el viejo servidor del César[1068]. Fue entonces, al remontar el Rin, cuando Carlos dictó sus Memorias a su ayuda de cámara Van Male; Carlos V disfrutaba sus últimas horas de plenitud o, por mejor decir, de fortuna[1069]. A partir de entonces todo empezó a torcérsele.

Tenemos noticia del comienzo de aquellas negociaciones familiares por la correspondencia que el obispo de Arras mantuvo con María: Fernando esquivaba a los ministros de Carlos V para no comprometerse en la cuestión sucesoria, alegando en cambio constantemente la necesidad de que su hijo Maximiliano regresase de España[1070]. Como siempre que las negociaciones entraban en vía muerta, la corte imperial acudirá a la reina María pidiendo su intervención, pues por lo pronto el primer resultado del forcejeo con Fernando fue que el rey de Romanos se desentendiese de la política imperial en Alemania, con un enfriamiento notorio hacia su hermano el Emperador. Pero esa actitud, en lugar de abrir los ojos a Carlos sobre lo peligroso de su proyecto, le hizo aferrar se más a él, viendo en su hijo el verdadero continuador de su obra[1071].

A finales de agosto de 1550, se reunieron los dos Granvela y el duque de Alba con el príncipe Felipe y acordaron aconsejar a Carlos V que llamase a su hermana María para que influyese con su presencia directa sobre Fernando, pues «sans V.M. il n’y a gran espoir de pouvoir venir au bout», como decía Arras a la Reina[1072]. El Archivo de Bruselas guarda las cartas de este período del obispo de Arras a María, en las que se hace eco de las de la Reina; para María la negociación era muy difícil, siendo necesario recomendar a Felipe la máxima prudencia y llegando a una fórmula con Fernando, accediendo al regreso de Maximiliano, siempre y cuando su mujer continuara en Castilla mientras durasen las negociaciones de Augsburgo[1073]. El 10 de septiembre llegó María a la vieja ciudad imperial para secundar con la mayor reserva posible los esfuerzos del Emperador y sus ministros[1074]. Pero los esfuerzos de la reina viuda de Hungría fueron inútiles: Fernando se aferró a su postura de no querer tratar nada en ausencia de su hijo Maximiliano. El 26 de septiembre volvía María a dejar Augsburgo, accediendo Carlos V a llamar a Maximiliano. La Reina no podía estar tanto tiempo ausente de los Países Bajos, aunque ya entonces se comprendía que para las negociaciones finales sería de nuevo necesaria su ayuda.

Entre tanto iba creciendo amenazadoramente el descontento entre los príncipes alemanes, cada vez más alarmados por los proyectos que se atribuían a Carlos V.

Toda Alemania —informaba el embajador francés Marillac al condestable de Francia Montmorency— parece no tener otra esperanza de salir de las dificultades en que se encuentra que a través [de Francia]; y así, señor, en el camino y aquí [en Augsburgo] muchos diputados de las ciudades y Príncipes me han declarado abiertamente que no podían alegrarse bastante de que el Rey [Enrique II] estuviera en paz por todas partes, para poder enfrentarse —directa o indirectamente— con los deseos del Emperador. Por lo que si [Enrique II] se propone mostrar de alguna manera su buena voluntad a la cuestión alemana, es ahora cuando sería más oportuna[1075]

Por el mismo tiempo empezaba Mauricio a negociar en Francia su traición al Emperador[1076]. Sin embargo, Enrique II no se atrevía a declarar su voluntad, considerando muy fuerte aún la posición de Carlos V. Sólo existía una posibilidad de debilitarle, declara a su embajador Marillac: y era aprovechando su disputa con Fernando por la cuestión sucesoria al Imperio[1077].

Una oportunidad que Francia y los príncipes protestantes alemanes sabrían aprovechar de modo bien cumplido. Fernando había advertido al Emperador —a través de María y con ocasión de la embajada de Chantonnay, de julio de 1549— sobre las desagradables consecuencias que podía tener la pretensión de Felipe al Imperio, en perjuicio de los derechos de su casa. Viendo que la cosa seguía adelante, no dudó en buscar el apoyo de los electores y de los príncipes del Imperio, sabiendo lo contrarios que se mostrarían a tener en el futuro como emperador a un príncipe español[1078]. A su vez, Maximiliano estaba al tanto desde España de todo lo que se debatía en Augsburgo, y se preparaba cultivando por su cuenta la amistad de los príncipes alemanes[1079] y aun la del enemigo tradicional de su casa, el rey cristianísimo de Francia. Considerando que la época de Carlos V pertenecía ya al pasado, procuraba colocarse con habilidad en la nueva situación.

El final de las negociaciones de Augsburgo

El 1 de noviembre de 1550 salía Maximiliano de España. Quedaba en Castilla, de gobernadora, su esposa María. En cuanto Carlos V tuvo noticia de su próxima llegada a la ciudad de Augsburgo, se apresuró a llamar a su hermana, la reina viuda de Hungría, pues falto ya del concurso del viejo Granvela, recién fallecido, sentía cada vez más la necesidad de su ayuda. La realidad era que las relaciones con el rey de Romanos se mostraban cada vez más difíciles, hasta el punto de que Fernando se encerraba en una constante oposición, y no ya por lo que se refería al negocio de la sucesión al Imperio, sino asimismo en otros asuntos de interés general. Así, cuando Carlos quiso plantear en la Dieta la cuestión de la rebeldía de la ciudad de Magdeburgo, Fernando exigió que se antepusiese su petición al Imperio de ayuda contra el Turco, en la guerra de Hungría, en particular para la defensa de Transilvania[1080]. La rebeldía de la rama menor llenó de profundo dolor a Carlos V[1081].

En una Memoria redactada hacia el mes de febrero de 1551, que Lanz atribuye al obispo de Arras, y escrita para tener a la reina María al tanto de todo lo negociado, se plantea el estado de la cuestión. Empieza la Memoria por enumerar las condiciones que debería poseer el que fuera sucesor del Emperador y del rey de Romanos, y alza la interrogante de si era posible asegurarle la sucesión en vida de aquellos dos soberanos. Parte del principio de la existencia de dos jefes políticos de la Cristiandad (el Emperador y el rey de Romanos), representantes de las dos ramas de la Casa de Austria. Justifica la política de la vinculación de la dignidad imperial a la Casa de Austria por ser la que con su poderío mejor podía enfrentarse con los enemigos del Imperio, combatir al Turco y auxiliar a la Santa Sede, defendiendo la religión católica en el Imperio. Al examinar las condiciones que debían reunir los emperadores, concluye con que se daban casi todas tanto en Felipe como en Maximiliano. Era cierto que Felipe tenía en contra suya no conocer la lengua alemana y pertenecer a la nación española, odiada en Alemania; pero ésas habían sido las circunstancias de Fernando, que sin embargo había llegado a rey de Romanos. Para el autor de la Memoria —que sin duda nos refleja los sentimientos de la Cancillería imperial—, tanto si el Imperio iba a parar a manos de Felipe como a las de Maximiliano, el uno tendría necesidad del otro; así era conveniente negociar a tiempo cuál había de ser el designado como sucesor, para que el otro quedase en puertas, y la unión de las dos ramas de la Casa de Austria tan firme como en los tiempos de Carlos V y Fernando[1082]. Tal idea, que parece propuesta por María y que acaba siendo tan cara a Carlos V (y que recuerda las soluciones políticas que se tantean en la época del Bajo Imperio Romano), tenía ante sí dos dificultades que vencer: por una parte, la oposición de Fernando y Maximiliano; por la otra, los recelos de los príncipes alemanes. Asombra que Carlos V no atisbara la grave situación en que se metía. Quizá fuera así porque quien se lo advirtió —Fernando— había sido el primero en mover la cuestión sucesoria. ¿Por qué lo que resultaba factible para Maximiliano se transformaba en un imposible para Felipe? Evidentemente, Maximiliano era un príncipe nacido y educado en tierra alemana, que el pueblo alemán miraba como salido de su propia sangre, aunque su padre hubiera sido un español (el proceso de germanización de Fernando es paralelo al de hispanización de Carlos). Pero el Emperador no dio la debida importancia a los sentimientos nacionales, quizá por el doble trasplante afortunado en los principios de su reinado, cuando él, nacido en Gante, logra hacerse con el pueblo español, mientras su hermano Fernando —nacido en Castilla— abandona para siempre su tierra natal para regir los destinos de Austria, Hungría y Bohemia. El mismo hecho del éxito conseguido en 1531, al lograr la elección de Fernando como rey de Romanos, provocó una excesiva confianza en el ánimo de Carlos V, sobre las posibilidades de maniobras políticas, al margen de las inquietudes nacionales de los pueblos. De ahí que se decida a dar los Países Bajos a Felipe y que ahora intente su incorporación al Imperio, como segundo coadjutor. Con ello, sin embargo, no sólo hería los sentimientos nacionales del pueblo alemán, sino que alarmaba profundamente a los príncipes del Imperio, tanto católicos como protestantes, temerosos de perder su libertad de acción. De esa manera ayudaría Carlos V a fraguar una peligrosa conjura de privilegiados, que tendría el incondicional apoyo de Francia y el calor popular. Por eso, cuando se provoca la rebelión, los príncipes —lo mismo que Enrique II de Francia— emplearán como término principal de propaganda que combatían en pro de las libertades del pueblo alemán; y aunque en realidad lucharan también por sus propios intereses, no fueron pocos los que les creyeron.

En esta etapa final de las negociaciones familiares de Augsburgo desaparecen las indiscreciones de Fernando de la primera fase. Ni los informes del embajador francés, que era el más interesado en saber lo que se debatía entre la familia imperial, ni los del embajador veneciano, que tan bien informado solía estar siempre, nos aclaran la cuestión[1083]. Es preciso examinar la documentación original que guarda el Archivo de Viena para darse cuenta del sinfín de entrevistas, de proposiciones y de contraproposiciones formuladas por las dos partes interesadas a lo largo del mes de febrero y principios de marzo de 1551[1084]. Es en ese sentido donde destaca la labor realizada por la infatigable reina viuda de Hungría, alma de la concordia entre las dos partes. La mayoría de los papeles conservados de aquellas negociaciones son de mano de María y Fernando. A menudo son notas casi ininteligibles, por las que María cita a su hermano o le indica algún punto que ha de tener en cuenta. Lentamente se ve cómo María va venciendo la resistencia sorda del rey de Romanos, quien acaba cediendo, poniendo sólo como condición que a la propuesta de Felipe como futuro emperador, a enviar a los príncipes electores, fuera unida la de su hijo Maximiliano como rey de Romanos. Otra cuestión quiere Fernando dejar bien sentada, antes de dar su conformidad a los planes sucesorios del Emperador: que cuando él heredara la dignidad imperial, ni Felipe ni Maximiliano se habían de entrometer en el gobierno del Imperio más de lo que Fernando les concediese por su propia voluntad. Cláusula curiosa, porque indica el temor de Fernando a que se le quisiera limitar en el futuro su libertad de acción como emperador. Es el segundón que sueña toda su vida con ser la primera figura y con la gloria —y la responsabilidad— del primogénito, y que cuando está cerca de ver colmados sus deseos, teme que todo le sea escamoteado[1085]. Exigía además Fernando que se le prometiese la asistencia de la Monarquía católica en su lucha por la ocupación de Transilvania, ayuda frente al Turco, asistencia también en los conflictos que se le pudieran presentar en el Imperio y el matrimonio de Felipe con una de sus hijas. Condiciones aceptadas en términos generales por Carlos V, claro que supeditándolas a lo que hiciera Fernando.

Respecto a lo que había de ocurrir cuando Fernando obtuviese la dignidad imperial, una cosa exige a su vez Carlos V, haciéndose eco del sentir de sus vasallos de la Monarquía católica: que a Felipe le reconociese su tío el Vicariato del Imperio en Italia. Ésta era una de las cuestiones que más encarecía la diplomacia española, como coronamiento al medio siglo de esfuerzos bélicos y económicos realizados por Castilla en Italia, siguiendo y ampliando la política italiana de la Casa de Aragón durante la Baja Edad Media. Y es posible que a ello respondiera, en el fondo, todo el interés por el Imperio de Felipe, príncipe de España, que vendría a refrendar tal dominio. Y que era una de las cuestiones más arduas se echa de ver en la resistencia ofrecida por Fernando, quien lo consideraba como una desmembración del Imperio y dar el gobierno del Milanesado con plenos atributos a los españoles, en perjuicio suyo cuando fuese emperador. El prestigio del título imperial, razonaba Fernando, procedía de Italia, y el pretender de él tal cosa era estimar que no sabría ejercer tan adecuadamente sus funciones imperiales como sus predecesores[1086]. Para comprender mejor este forcejeo es preciso tener en cuenta que Fernando siempre había estado a la mira de la posesión del ducado de Milán y que hacía muchos años que se lo había pedido a su hermano Carlos V como premio a su cooperación desde Austria en las guerras contra Francisco I, desde los mismos tiempos de la batalla de Pavía. A la muerte del condestable de Borbón había vuelto Fernando a reiterar su petición a Carlos V[1087]. Aunque no consiguiera sus propósitos, no olvidaba Fernando a Italia, como no la olvida nadie que viva en Viena. Para el austríaco, Italia supuso siempre un país prodigioso, lleno de recuerdos históricos. A ese respecto, Fernando actúa como lo había hecho su abuelo paterno, Maximiliano —y, por cierto, con idéntica mala fortuna—, y en la cuestión de que más tarde, siendo ya emperador, se resista a todas las peticiones de Felipe II sobre el vicariato de Italia, hay que ver latentes las mismas razones[1088].

Por otra parte, Fernando sabía que contaba con el apoyo de grandes y chicos, de la nobleza y del pueblo alemán, en su enfrentamiento con Carlos V. Cuando llegó Maximiliano, su hijo, a la ciudad imperial de Augsburgo —el 10 de diciembre de 1550— fue notoria la satisfacción en todo el Imperio. El mismo cardenal de Augsburgo declaró por entonces al embajador véneto, al referirse al tema del día (las negociaciones de los Austrias sobre la sucesión), que Alemania no aceptaría ningún príncipe extranjero y que confiaba en que Fernando y Maximiliano no accedieran a que Felipe II fuera propuesto para coadjutor del Imperio, cuyo mandato siempre provocaría alzamientos[1089]. Y en términos semejantes se expresaba uno de los electores del Imperio: el arzobispo de Tréveris. En esas condiciones, y sabiendo que todo el país estaba pendiente de lo que hicieran, tanto Fernando como Maximiliano mostraban abiertamente su disconformidad con la corte imperial. Todos los esfuerzos de Felipe II por atraerse a Maximiliano resultaron inútiles. Por el obispo de Arras —quien se lo comunicaba a la reina María— sabemos la esquivez que manifestaba Maximiliano en las jornadas cortesanas, lo mismo que en las cacerías, ante los intentos de Felipe por llegar con él a una situación cordial. No se le pasaba por alto a Carlos V lo que ocurría,

… et le sent S.M. encore qu’elle ne le démontre, étant trés bien advertie des diligences qu’en ce fait Monseigneur notre Prince et de ce que le dict Roy s’en dislongue[1090].

En tal ambiente, Carlos V es cuando se decide a volver a llamar a María —el 16 de diciembre de 1550—, la cual entró de nuevo en Augsburgo el 1 de enero de 1551. Las primeras negociaciones de la Reina con el rey de Romanos fueron estériles, hasta el punto de provocar la cólera de María, quien vivamente reprochó a Fernando que se dejara guiar por malos consejeros para encerrarse en una actitud que podría ocasionar la ruina de su casa. Fernando trató de apaciguarla, enviándole a Maximiliano y dándole él mismo explicaciones: si se oponía a los deseos de Carlos V y Felipe, era —le dijo— porque entendía que iba contra el juramento que había prestado cuando había sido elegido rey de Romanos, no habiendo memoria de que en vida del Emperador y del rey de Romanos se eligiese un tercer personaje como coadjutor, cosa que era contraria a la costumbre y a lo dispuesto en la Bula de Oro. No había razón —añadía— que probase su necesidad, y los príncipes electores no lo aprobarían, con lo que todo terminaría en desprestigio del Emperador, existiendo incluso el peligro de que si se les forzaba a que diesen su consentimiento, acabarían en clara rebeldía, buscando un emperador fuera del Imperio (con lo que Fernando aludía claramente al rey de Francia y a las negociaciones de los príncipes alemanes con Enrique II)[1091].

En tal réplica se nos descubre Fernando: todo lo que contesta a María sería lo que acabaría ocurriendo. Pero no por otra causa, sino porque probablemente ya para entonces Fernando se había puesto de acuerdo con los príncipes electores para rechazar hasta donde le fuese posible la propuesta imperial y sólo en último término otorgar un consentimiento forzado que le permitiese estar al margen de los acontecimientos que se desarrollasen a continuación. Probablemente, Fernando no quería que las cosas llegasen a peores términos, y de ahí su primer intento de disuadir a Carlos V. Pero tampoco estaba dispuesto a perder su popularidad y la de su casa en el Imperio si la actitud imperial provocaba una revuelta en Alemania.

Eso tuvo que obligar a Fernando, y aún más a Maximiliano, a un doble juego; manteniendo, por una parte, relaciones lo más cordiales posible con los príncipes electores y haciendo ver ante ellos la presión que estaban sufriendo, y, por otra, sin llegar a una ruptura con Carlos V, pero dejándole que se las arreglara solo con las consecuencias que tuviese su plan de sucesión. Con arreglo a tales normas, Fernando acabará firmando los acuerdos de 9 de marzo de 1551 —sucesión alternada al Imperio de las dos ramas de la Casa de Austria—, pero no librará ninguna batalla para que se hiciesen efectivos, manteniendo una postura neutral a la hora de la revuelta contra el Emperador; incluso negándose a darle acogida en Viena cuando Innsbruck resultó demasiado peligroso para Carlos V. Así se convirtió Fernando en el negociador entre las dos partes, porque con ambas guarda las formas; pero Carlos V no le perdonó ya su deserción y contra él profirió multitud de quejas.

Con tal espíritu se llega al acuerdo de 9 de marzo de 1551 entre las dos ramas de Austria, firmado en Augsburgo, por el que Fernando se comprometía a procurar la elección de Felipe como rey de Romanos, y éste a su vez —en su día— la de Maximiliano[1092].

La reina María, pese a todos sus esfuerzos, no consiguió más que evitar la ruptura abierta. A partir de entonces vendría una etapa de relaciones sin roces aparentes, pero en la que seguía subsistiendo el resentimiento de la rama fernandina, que se creía postergada y atropellada.