2 BAJO LA TUTELA MATERNA
Durante doce venturosos años, Felipe II irá creciendo bajo el amparo de la emperatriz Isabel.
No tenemos ningún retrato fiable de la Emperatriz. El más conocido, el de Tiziano que posee el Museo del Prado, fue pintado por encargo de Carlos V, cuando el Emperador, ya viudo, comprobó, a su pesar, que no se había hecho ninguno a su esposa y que, por tanto, carecía de ese soporte que le recordase la imagen de la mujer que había querido tanto.
Pues el matrimonio imperial, forjado por puros intereses diplomáticos, acabó sorprendiendo a todos por lo pronto que se convirtió en una pareja enamorada. Y ese ambiente hay que recordarlo al tratar de la infancia del Príncipe.
No poseemos ningún cuadro de la Emperatriz hecho en vida, es cierto; Tiziano tuvo que guiarse por un camafeo y por la información recibida de la corte. Y como cuando pinta el retrato de Isabel, ésta hacía años que había muerto, un poco de ese aire evanescente, de ese hecho de haber trascendido del mundo real, quedó ya en el lienzo y se transmite al espectador. Uno piensa de inmediato en una tierna mujer de unos treinta años, llena de dulzura, con algo de esa saudade portuguesa, un no sé qué de melancolía, como si la Emperatriz hubiera de soportar un destino duro, e incluso adverso, al que hay que sobreponerse. También pensamos de inmediato en aquel esposo suyo, siempre yendo y viniendo, tan viajero, tantas veces ausente y en continuo peligro de la vida.
Porque de Carlos V sí que tenemos cuadros y bustos donde escoger, desde la época juvenil, como el hecho por Van Orley, de la National Gallery de Edimburgo, o como la serie realizada por Tiziano, entre los que destaca la obra maestra del César a caballo, lanza en ristre, cabalgando por los campos de Mühlberg, que podemos admirar en el Museo del Prado. Pero para nuestro propósito de evocar la familia imperial, es otro Carlos V el que hay que traer a la memoria: el del Emperador a sus treinta y dos o treinta y tres años, de gallarda apostura cortesana, espada al cinto, barba cerrada y bigote sombreando su cara, el cuerpo descansando sobre la pierna izquierda, y la derecha ligeramente avanzada, con elegante gorra tocando su cabeza y regio ropaje de acuchilladas mangas. Estamos ante un César dominador del mundo, el que hace poco ha hecho retroceder al Turco ante Viena, que posa acompañado de su fiel perro, seguro de sí mismo, con el cetro cogido firmemente con su mano diestra.
La serenidad inefable del cuadro de Isabel aúna simbólicamente —acierto indudable del artista— la fragilidad del cuerpo de la Emperatriz con la dulzura de un carácter soñador, de quien está con la mente absorta por lo leído en el libro que porta en la mano siniestra.
Y ésa es la cuestión que primero debiéramos recordar: la estampa familiar de un hogar presidido por la Emperatriz, una mujer, a fin de cuentas, que lamenta, como si fuera la esposa de un marino, las constantes ausencias de su marido, el Emperador. Un hogar en que se echa en falta, año tras año, al hombre de la casa, siempre viajando o guerreando por medio mundo. De eso tendremos ocasión de hablar.
Porque los hechos aquí son suficientemente reveladores. Entre mayo de 1527, cuando nace el príncipe Felipe, y mayo de 1539, en que muere la Emperatriz, Carlos V no cesa de viajar, ausentándose de su casa y corte. Cierto, llevando consigo parte de la corte, pero no a la mujer y a los hijos, que poco a poco van naciendo, al chocar amoroso de los cónyuges en los intervalos hogareños del César. Durante un año, el Emperador tuvo a su lado a la Emperatriz y al príncipe Felipe; pero ya a finales de abril de 1528 los deja en Madrid para caminar hacia Valencia, donde llega a principios de mayo, no regresando hasta el 3 de agosto; eran todavía ausencias de tres a cuatro meses. Pero al año siguiente, en 1529, sería otra cosa. Carlos V se dispondría a una de sus mayores empresas, acordándose de que era emperador de Europa, y que sus obligaciones iban más allá de gobernar España y de ser el pater familiae de su casa y hogar. En consecuencia, como debe ser coronado emperador por el papa Clemente VII —con el que al fin ha hecho las paces—, y como debe ordenar las cosas de Italia, negociar con los luteranos en Alemania y defender Viena frente al Turco, sale de la corte y de España para emprender largas travesías por mar y por tierra, con inciertos resultados y con evidentes riesgos.
También esa estampa del padre viajero y guerrero, librando difíciles batallas diplomáticas y bélicas, presidirá el hogar en que crece el príncipe Felipe. Carlos V no regresaría hasta entrado 1533, para ausentarse de nuevo en 1535, con la empresa de Túnez en el horizonte; volvería en 1537, pero incluso ese año haría una nueva escapada, para verse con Francisco I en Aigues-Mortes. Y eso sin olvidar que cuando estaba en España también iba y venía por sus reinos hispanos, como cuando en 1534 visitó casi todas las ciudades de las dos Castillas.
Por lo tanto, lo suyo, lo de casi siempre, será ese hogar presidido por Isabel; lo extraordinario, la noticia es que llega el Emperador. El Príncipe apenas si tiene conciencia de su persona, en aquella primera gran ausencia de 1529; ni siquiera cuenta entonces los dos años. Cuando le vuelve a ver, en 1533, el Príncipe está a punto de cumplir los seis años. Ya veremos que va con su madre y su hermana María a esperar al gran viajero a Barcelona, y es entonces cuando se fija de verdad en su retina la imagen del padre, glorioso y vencedor, el padre que es Rey y Emperador, el padre que es el primer personaje de la Europa cristiana, rey de reyes, espectacular en su grandeza.
En el hogar de la emperatriz
A los ocho años, Felipe II asiste de nuevo a la marcha del Emperador, su padre, y es testigo ya consciente de las penas de su madre, con aquella otra larga ausencia que dura otros dos años más. Se podría esperar que las treguas firmadas con Francia en 1537 permitieran una larga estancia de Carlos V en el hogar imperial, para sosiego y bienandanza de la sufrida esposa. Pero no fue así.
Y no lo fue porque, en aquella ocasión, y debido a un mal parto, quien se iría para siempre sería la propia Emperatriz.
Pero de lo que no cabe duda es que el Príncipe niño crece en palacio bajo la mirada vigilante y amorosa de su madre, Isabel.
Una época de la que poseemos algunos documentos muy ilustrativos.
Sabemos, por ejemplo, que la peste obliga a la familia imperial —incluido el propio Carlos V— a dejar Valladolid el 23 de agosto de 1527, cuando el Príncipe tenía sólo tres meses y dos días, porque las gentes en la villa del Pisuerga «… morían de peste»[883].
Era la terrible peste que diezmaba a los pobres y que obligaba a huir a los ricos y poderosos.
De momento, la familia imperial buscó refugio en Palencia, realizando el viaje en cuatro jornadas, en cuatro breves etapas de unas dos leguas, para no fatigar en demasía a la Emperatriz y para extremar los cuidados del Príncipe, todavía tan tierno.
Conocemos esas etapas: salen de Valladolid el 23 de agosto y pernoctan en Cabezón con la corte. Haciendo siempre jornadas de tarde, al día siguiente duermen en San Martín de Valvení. El domingo, en Cevico de la Torre. El lunes, por llegar ya a Palencia, la comitiva regia se pone en camino por la mañana, hace alto a mediodía en Villaviudas y a la noche entran en Palencia. Por tanto, dando un ligero rodeo, que sólo cabe explicar por escapar de lugares que estuvieran dañados por la peste.
Imaginémonos, pues, la estampa, tantas veces repetida: el césar Carlos yendo con su cortejo por los caminos polvorientos de España o del resto de la Europa occidental, en jornadas de dos o tres leguas, pernoctando la mayoría de las veces en modestísimos lugares, en ocasiones auténticas aldeas, donde sería difícil encontrar acomodo para el primer personaje de Europa; acaso alguna casona de un vecino acomodado. Cabezón era un poco mayor, beneficiándose de la cercanía de Valladolid y de su paso sobre el Pisuerga; pero San Martín de Valvení sólo contaba con 104 vecinos, según el censo de 1591. Esto es, una aldea, el corazón de un medio rural. Y no eran mucho mayores Cevico de la Torre y Villaviudas, de donde se comprende que tenían ardua tarea los aposentadores regios para acondicionar medianamente los caserones que el vecindario ponía a su disposición.
Esto es, que saldría muy verdadera aquella declaración carolina, expresada en el discurso de la Corona ante las Cortes de Castilla de 1520, de que había aceptado la dignidad imperial
… con obligación de muchos trabajos y muchos caminos[884]…
En suma, estamos ante una corte nómada, como si se tratara de montar continuamente la tienda de campaña.
Eso también se grabó en el ánimo del Príncipe desde sus primeros años. ¿Y no tendríamos ya aquí una explicación al horror que sentiría después, pasados los años, a cualquier viaje? ¿No estará aquí germinando ya el fuerte deseo de Felipe II por hacer de su corte algo fijo, y pasar del nomadismo a lo sedentario? En aquel continuo ir y venir por los pueblos, a que le obligaba el incesante afán de Carlos por cambiar de sitio, se está incubando la futura suerte de Madrid, como corte fija y estable de España.
Carlos V pasa de Palencia a Burgos por convocar los Consejos en una de las principales ciudades de Castilla:
S.M. vino de Valladolid a Palencia, por respeto que morían de peste, y agora ha venido a esta ciudad [de Burgos] por se juntar con los Consejos y Corte[885].
Hizo el viaje en cuatro jornadas: el 11 durmió en Torquemada, el 12 en Palenzuela, el 13 se desvía de pronto hacia el Éste, dejando el camino directo de Burgos, para entrar en Lerma, donde descansó hasta el miércoles 16, y el 17 hacía su entrada en Burgos. Obsérvese, pues, que de los pequeños lugares donde el César se ve obligado a pernoctar sale a escape, pero cuando llega a una villa de cierto fuste, como Lerma, se permite el lujo de un descanso mayor, para reponerse de aquellos trabajosos caminos.
A partir de 1527, una de las noticias solicitadas y comunicadas con más asiduidad sería ya la pequeña vida cotidiana del Príncipe, al amparo de la Emperatriz. El embajador de Fernando, Martín de Salinas, será uno de los primeros en dar cuenta de ello. El 21 de octubre de 1527 escribía a Viena:
S.M. la Emperatriz y el Príncipe están buenos, gracias a Dios[886]…
No descansaría mucho tiempo la corte en Burgos. Todavía en pleno invierno —que en la meseta de Castilla la Vieja se prolonga en ocasiones hasta bien entrado abril—, sale Carlos V camino de Madrid. El 20 de febrero pernocta en Lerma, se desvía después a Peñafiel, donde duerme el 24, para pasar la sierra por Somosierra y Buitrago y entrar el 7 de marzo en Madrid.
Por supuesto, la Emperatriz y el Príncipe iban a un ritmo más lento[887].
Entre Madrid y Toledo, por lo tanto, la Emperatriz y los hijos que le van llegando; mientras que Carlos V va y viene por sus reinos de Castilla y Aragón, con lo que durante la misma etapa hispana de Carlos V, en esos años veinte, ya empieza la Emperatriz a sentir las ausencias conyugales que ha de soportar, mal que bien, pues no en vano es la esposa del César.
Y se inician los grandes actos oficiales. En Madrid son convocadas nuevas Cortes de Castilla (aunque no habían pasado los tres años reglamentarios), para jurar al príncipe Felipe como heredero del trono, ceremonia que tiene lugar el 19 de abril de 1528, cuando la Emperatriz lleva muy adelante su segundo embarazo (ya de siete meses), pese a lo cual se presenta en público con su hijo Felipe, que aún no había cumplido su primer año.
A finales de abril de 1528, la Emperatriz vio marchar a Carlos V para las Cortes de la Corona de Aragón. Aunque el lugar designado era Monzón, Carlos V se dirigió primero a Valencia, cuya capital aún no había visitado, y donde pasó la primera quincena de mayo. Después, yendo por Sagunto, Morella, Alcañiz y Caspe, entraría en Monzón el 31 de mayo.
Era un constante ir y venir. De cuando en cuando, el Emperador se tomaba unas treguas y dedicaba alguna jornada a la caza[888]. Pero, al fin, estaba en España y la Emperatriz sabía que su ausencia no duraría más de unos meses.
Otra cosa fue cuando le vio marchar el 8 de marzo, camino de Italia. Entonces sí sabía la Emperatriz que el viaje sería asaz largo, los peligros grandes y el regreso harto dudoso. Ella quedaba con sus dos hijos pequeños, Felipe y María, y embarazada de un tercero, que le nacería en octubre. El Emperador la dejaba, además, al frente del gobierno de España, lo que no era carga pequeña para aquella joven mujer que entonces contaba veintiséis años.
No cabe pensar que el Príncipe, al que aún faltaba mes y medio para cumplir los dos años, guardara memoria de la despedida paterna; pero sí fue creciendo, durante los cuatro años siguientes, en un ambiente hogareño con la añoranza del padre lejano, con las melancolías y los lloros de la madre. Acaso le quedaría el recuerdo del nacimiento de su nuevo hermano, Fernando, en octubre de 1528, pues para entonces ya contaba con dos años y medio. Pero su compañera de juegos era su hermana María, con la que le uniría siempre un entrañable amor fraterno, vencedor de la distancia y del tiempo, que les volvería a unir al final de sus vidas, entrada la década de los ochenta.
Sí tuvo que notar el Príncipe un suceso amargo: la muerte de su hermano Fernando, ocurrida el 13 de julio de 1529.
Fue una muerte apenas recordada por los contemporáneos y silenciada después por los historiadores. Sin embargo, tuvo sus consecuencias negativas, pues en principio estaba destinado a ser mandado muy pronto a Bruselas, para criarse en la corte de Margarita de Saboya, la bonne tante del Emperador.
En efecto, cuando Margarita tiene noticia de su nacimiento, en el otoño de 1528, escribe al punto una notable carta a la Emperatriz en la que le declara sus esperanzas, conforme lo que le había prometido el Emperador, su sobrino:
Señora: Yo he sabido cómo ha plazido a Dios de os dar un lindo hijo —escribe Margarita a la Emperatriz— a los 22 de noviembre, y que vos y vuestro fruto estáis en buena disposición, de lo cual yo doy muchas gracias a Nuestro Señor, que ha fecho esta gracia al Emperador y a vos, de que ciertamente todos le somos obligados…
Hasta aquí, la mera carta formularia de enhorabuena por un acontecimiento familiar tan jubiloso, como el nacimiento de un hijo. Pero Margarita quería más, deseaba recordar a la Emperatriz la promesa que tenía de Carlos V, y así añade, como temerosa de que se olvidara:
… y por mi parte no me pudieran venir nuevas que tanto deseara. Porque, según lo que prometió S.M., yo tengo esperanza que éste será mi hijo y caña para mi vejez que me vendrá a consolar de la pena que yo tengo cada día…
Pero ¿consentiría la madre apartarse de su hijo? Margarita lo teme y encuentra una solución: ella animaría a Carlos V a que volviese pronto a España y cumpliese de nuevo como marido:
Así os ruego, Señora, que no me queráis contradecir, y yo solicitaré tanto más a S.M. quando le viese, que os vaya a ver, para que comience otro, que gracias a Dios él no ha menester otra cosa sino hijos para poseer los grandes Reinos y tierras que Dios le dio[889].
Según esto, el infante Fernando estaría destinado a educarse en la corte de Bruselas para heredar después los Países Bajos. Hubiera sido una solución que habría evitado a Europa una de sus cuestiones más graves y peor resueltas: el problema de Flandes.
Pero aquí, como en tantas otras ocasiones, la muerte haría su oficio, eliminando esa bonísima solución. El 13 de julio muere el infante Fernando, cuando aún no había cumplido el año. Poco después, el 30 de noviembre, lo haría Margarita de Saboya, sin duda harto afligida por la pérdida de aquel niño del que tanto esperaba.
Por supuesto, el dolor fue mayor en la corte de la Emperatriz, a quien la muerte de su hijo provocó tanta pena, que la obligó a guardar cama. En cambio, Carlos V lo tomó con una serenidad que asombra. En sus Memorias sólo deja constancia escueta de la noticia:
… supo [en Bolonia] cómo la Emperatriz había parido a Fernando, su segundo hijo, de cuya muerte tuvo nuevas el año siguiente en Augsburgo[890]…
Escribió, sí, a la Emperatriz, con una carta impersonal, como dejada a la inspiración de su confesor, para que aprovechara la ocasión para las oportunas reflexiones sobre la vida y la muerte:
El fallescimiento del infante, nuestro hijo, habemos sentido, como era razón —le escribe desde Augsburgo el 31 de julio de 1530—, pero pues Nuestro Señor, que nos lo dio, lo quiso para sí, debemos conformamos con su voluntad y darle gracias y suplicarle por lo que queda. Y así os ruego a vos, Señora, muy afectuosamente que lo hagáis y olvidéis y quitéis de vos todo dolor y pena, consolándoos con la prudencia y ánimo que a tal persona conviene…
Eso sí, le enviaba a un gentilhombre de su casa y corte, para que la visitara[891].
No cabe duda: Carlos V, enfrascado en las grandes empresas de Europa, en conflicto abierto con los príncipes luteranos en Alemania y con la amenaza siempre latente del Turco sobre Viena, apenas si tiene tiempo para pensar en aquel hijo que le había nacido estando ausente y que se le había muerto sin siquiera conocerlo.
Para el príncipe Felipe era perder al hermano varón que nunca tuvo; un hueco que nunca llenaría el hermanastro don Juan de Austria, siempre mirado con recelo.
Sus juegos serían con su hermana María, en aquella corte que se movía entre Madrid, Toledo y Ocaña, siempre huyendo de la peste. La Emperatriz, entre tanto, agobiada con los cuidados de tener a su cargo el gobierno del reino y con las penas de las pocas cartas que recibía de Carlos V. Los pequeños, con tres y dos años, jugando o porfiando, que es también como un juego inevitable.
Tenemos referencias de ello y por las mismas asistimos a esos juegos y a la vigilante atención de la Emperatriz, en una línea de austeridad que no deja de llamar la atención.
Es lo que nos cuenta el 15 de noviembre de 1530 desde Ocaña, donde estaba entonces la corte, la marquesa de Lombay, doña Leonor de Castro, dama que era de la Emperatriz y que vivía todos los menudos acontecimientos de la familia imperial:
Pasan el tiempo el Príncipe y la Infanta en invidias sobre quien tiene más vestidos, aunque la Emperatriz no se los quiere dar de tela de oro, siquiera para vestir los domingos.
Para entonces, Felipe, con sus tres años corridos, anunciaba su afición a la caza, que la marquesa recoge humorísticamente, diciendo al Emperador:
El Príncipe está muy contento con su sayo y un capote de monte que tiene. Pide cada día a la Emperatriz que vaya a Aranjuez, y con este vestido y con una ballesta que tiene, amenaza tanto a los venados, que me parece que cuando V.M., con bien venga, no hallará ya qué matar[892].
Ocurrencias más o menos graciosas de niños, que, al ser el Príncipe el protagonista, se aireaban más. Siempre nos vemos sorprendidos al comprobar cómo un niño, que no levanta un palmo, tiene de pronto observaciones que parecen de mayores. Hacia 1531, cuando Felipe andaba ya por los cuatro años, se vio acosado por una dama de la corte que le importunaba para que admitiese un nuevo paje:
… nunca quiso —el Príncipe—, y decía que tenía muchos, que no lo podía tomar, que lo diesen a su hermana que no tenía ninguno. Dijéronle que ella no tenía pajes tan presto. Respondió enojado: «Pues busca otro Príncipe, que por estas calles los hallarás»[893].
Un príncipe tiene siempre grandes privilegios, aun desde niño; eso esta claro. Entre otros, el de ser quien organiza los juegos:
Su pasatiempo es ordenar justas a los niños, y las lanzas son velas encendidas, y paran los encuentros en el doctor Villalobos, donde vienen a morir…
Desde pequeño se muestra buen comedor, tanto que tiene que imponer su autoridad el médico para cortar los excesos[894]. Movido, inquieto, a veces demasiado, tiene que intervenir la Emperatriz, quien no duda en corregir al hijo, de reprenderle y aun de azotarle, si al caso viene, no sin lloros de alguna dama melindrosa de la corte:
Es tan travieso —sigue informándonos su ayo— que algunas veces S.M. —la Emperatriz— se enoja de veras. Y ha habido azotes de su mano, y no faltan mujeres que lloran de ver tanta crueldad.
Al fin se hizo el viaje que el Príncipe pedía a su madre, de Ocaña a Aranjuez. Era como una excursión, dada la poca distancia entre los dos lugares, de apenas algo más de una legua, siendo todo el camino recto, en ligera caída al valle del Tajo. Acompañada de sus hijos, la Emperatriz iba en una de las carretas del tiempo, pues aún no se habían generalizado los coches, ya habituales en la Europa central y en los Países Bajos, de lo que, por cierto, tenía noticias la Emperatriz, suspirando por ellos:
La Emperatriz —escribía el ayo Gonzalo de Mendoza— anduvo en carretas más de 2 leguas y está muy bien. Preguntábame cómo eran la de Flandes, deseando tener de ellas.
Don Pedro recordaba las que había tenido a su servicio la tía del Emperador y gobernadora de los Países Bajos, Margarita de Saboya, y se lo dice a Carlos V para que las mandara a España:
V.M. debe mandar que traiga Domingo de la Cuadra un par de carros de los de Madama, que haya gloria, o de otros si los hubiere mejores, y caballos para ellos…
Eso hubiera supuesto tal cambio, tal mejora, tan ponerse al día en la técnica de vencer la distancia y de mejoría en los viajes, que Gonzalo de Mendoza añade:
… será la cosa con que más se holgará [la Emperatriz]…[895]
El Príncipe iba feliz, a sus cuatro años, caballero en una cría de mula, despertando la envidia de su hermana María, no sin temor de la Emperatriz, que deseaba verle a seguro llevándole consigo en su carreta. Es una pequeña estampa de la niñez del Príncipe que nos narra su ayo, don Pedro González de Mendoza:
El Príncipe fue con S.M. [a Aranjuez] —le escribe al César— y anduvo en su mulica solo y hallóse muy bien. En el campo comió mejor y durmió que lo hacía en el lugar. No podían con él que entrase en las carretas con S.M.; deseaba que llevasen allá a la señora Infanta, que se halla muy bien en su compañía, por donde me parece que no será mal galán[896].
Por supuesto, llevando siempre a un lado y a otro quien lo vigilase, para evitar cualquier accidente. En otra ocasión, la Emperatriz salió con sus hijos a Illescas, desde Toledo, atravesando la plaza del Zocodover y pasando por la calle real del Arrabal a buscar la puerta Antigua de la Bisagra, para salir al camino de Madrid; yendo el Príncipe niño caballero en su mulica, diciéndole cosas a la Emperatriz, ufano de ir así cabalgando. Eso sí, siempre bien escoltado por Francisco de Borja —el futuro santo— y por González de Mendoza, con el pueblo agolpado en las calles para verlo pasar:
… la gente cargó tanto para velle —nos cuenta González de Mendoza—, que no se podían hender las calles, diciendo a S.M. cosas para reir y muy alegre de verse cabalgando…
En suma, una infancia venturosa, criándose bien el Príncipe[897]. Porque de los grandes personajes de la historia queremos conocer esos detalles. Son menudencias, naderías, aspectos de la vida cotidiana de la corte, que aquí alumbran también esa necesidad del poder de hacer pública su presencia, de popularizar la Monarquía, de asegurar la adhesión a los sentimientos dinásticos. De ese modo el pueblo se olvidaba un poco de sus miserias y vivía con la familia imperial sus altibajos: las buenas nuevas, como la boda o el nacimiento de los príncipes; las tristísimas, como la muerte del infante Fernando, o simplemente las cotidianas, como un día de campo de la Emperatriz y sus hijos.
Y en ese sentido puede decirse que la familia imperial cumplió ese aspecto de atender a la opinión pública con el mayor esmero, compensando con ese ir y venir entre villas y ciudades, pero también entre los pueblos más escondidos de Castilla, lo que ahora se hace aprovechando los grandes medios de difusión.
Sitios preferidos serían Medina del Campo —donde pasarían la Emperatriz y sus hijos casi diez meses, de diciembre de 1531 a agosto de 1532— y el alcázar de Segovia, donde permanecerían en el otoño de 1532. Pero después el lugar preferido de Isabel sería el alcázar madrileño, donde ya había estado entre noviembre de 1532 a mayo de 1533, y donde despediría al César en mayo de 1535 y allí permanecería hasta junio de 1536.
En 1533, una gran noticia conmovió a la corte: el inminente regreso del Emperador. Hacía cuatro años que Carlos V había salido de España para aquella coronación suya en Bolonia. El tiempo transcurrido era mayor que el convivido con la Emperatriz, pues a los dos años y medio de las bodas imperiales había partido Carlos V para Italia. Eso sí, en términos populares, había cumplido con Isabel: ¡en dos años y medio le había hecho tres hijos!
La ausencia no había disminuido el hondo cariño de los esposos, algo tan raro en los matrimonios de Estado, que aquí se logró a la perfección. Los médicos que atendían al Emperador señalaban su alicaimiento y, como presa de una extraña enfermedad que no acertaban a curar, opinaban, al fin, que la cura la tenía en la mano la Emperatriz cuando el César regresase a su lado.
Y así le aconsejan los médicos —en 1532— que trabaje de volver a España para que acabe de sanar[898].
Por lo tanto, puesto que el regreso se anunciaba para el mes de abril, había que ponerse en camino. El viajero llegaría por mar a Barcelona y quería tener allí esperándole a su mujer y a sus hijos.
¿Habría sido cierto que Margarita le había hecho su recomendación? Aquello que había escrito en 1530 a la Emperatriz:
… yo solicitaré tanto más a S.M., cuando le viese, que os vaya a ver, para que comience otro, que gracias a Dios él no ha menester otra cosa sino hijos…
Un viaje muy largo, ciertamente, en la perspectiva del Príncipe niño, que entonces aún no había cumplido los seis años. El 17 de febrero Isabel salía con sus hijos de Madrid, por la ruta interior: Guadalajara-Medinaceli-Calatayud-La Almunia-Zaragoza-Igualada-Barcelona, donde se hallaba ya a finales de marzo. Aún había de esperar un mes al Emperador, que, habiendo embarcado en Génova el 9 de abril, llegaría a Rosas el 21, dejaría ya la flota y —atención al dato—, cogiendo el servicio de postas, entraría en Barcelona por tierra el 22. ¡De forma que hizo aquellas 22 leguas en dos jornadas! He ahí un dato revelador. La pasión amorosa llevó a Carlos V en volandas.
La seca prosa documental lo deja bien reflejado:
S.M. tomó tierra el 21 de Abril en Rosas en su condado de Rosellón, donde desembarcó acompañado del duque de Alba, conde de Benavente y otros gentileshombres de su cámara y tomó la posta al encuentro de la Emperatriz que se hallaba en Barcelona[899].
Y al día siguiente:
S.M. el Emperador y Rey nuestro señor entró en esta ciudad [de Barcelona], viniendo por la posta, dejando en Rosas la escuadra que le había traído. Hizo su entrada entre nueve y diez de la mañana[900].
¡Por lo tanto, había estado cabalgando día y noche! De otro modo hubiera sido imposible tal hazaña, que de todas formas parece casi increíble, pues si el caminante no solía pasar de los 25 kilómetros diarios (unas cuatro leguas), el jinete sin prisas nunca lo doblaba. Había que referirse al correo del Rey para encontrarse con más de los 100 kilómetros diarios, y eso es lo que haría Carlos V precisamente en un verdadero alarde, al cubrir el trayecto de Rosas a Barcelona en veinticuatro horas.
Al fin el Príncipe tenía ante sí al Emperador, su padre, al hombre cuyas ausencias tantas lágrimas costaba a su madre. Para el niño, una estampa nueva, una figura desconocida, grande, inmensa; pues siempre lo es el padre para los hijos pequeños, ¡qué no sería para Felipe cuando el que veía era además el Emperador, reverenciado por todos!
Durante mes y medio la familia imperial residió en Barcelona. La ciudad era grata para Carlos V. Allí le había cogido, catorce años antes, la noticia de su elección al Imperio y había podido comprobar la satisfacción de los consellers, orgullosos de que por unos meses Barcelona se convirtiera en la capital del imperio carolino.
La convocatoria de las Cortes de Aragón en la villa de Monzón obligó a Carlos V a salir de Barcelona a mediados de junio, dejando en la Ciudad Condal a su mujer y a sus hijos. No andaba buena la Emperatriz, siempre de frágil salud, y eso obligó al Emperador a visitarla a principios de julio[901]. La gran duración de las Cortes tiene a Carlos V en Monzón el resto del año, para unirse con su familia en Zaragoza a mediados de enero de 1534. En pleno invierno se traslada la corte a Toledo, en cuyo alcázar parece que van a gozar de cierta calma.
No será así. De nuevo le entra a Carlos V el ansia de ir y venir por sus reinos, y en el mes de junio se embarca en la empresa de visitar las principales ciudades y villas de Castilla y León, dejando en Toledo a su familia. El 13 de junio estará en Alba; el 17, en Salamanca, donde parará cuatro días para acudir al Estudio y escuchar a sus maestros; el 23 lo vemos en Zamora, donde tendrá un recibimiento espectacular[902]; el 26, en Toro; el 29, en Valladolid, donde reposará veinte días; el 27 de julio, en Palencia, donde tendrá su estancia más larga, sorprendentemente, de más de dos meses, permaneciendo allí hasta el 5 de octubre, y el 10 de octubre, de nuevo en la meseta inferior, ya en su alcázar madrileño, donde vuelve a reunirse con la Emperatriz. Pero ya para entonces había llegado la noticia a España de la pérdida de Túnez, a manos de Barbarroja, lo que ponía a Italia en tremendo peligro, en especial a los reinos de Nápoles y Sicilia.
Y otra vez los deberes imperiales se imponen a los sentimientos familiares. El 2 de marzo, Carlos V dejaba familia y corte para encaminarse a Barcelona.
Estaba en marcha su gran empresa contra Barbarroja para recuperar Túnez.
En aquella ocasión, el príncipe Felipe contaba ya casi ocho años. A partir de ese momento, tendría ya bien clara la estampa de su padre, el rey-viajero y el rey-soldado, el Emperador de Europa, que anteponía sus deberes imperiales a sus sentimientos familiares.
Era cuando apuntaba la primavera de 1535. Y, como le había aconsejado su tía Margarita, de nuevo dejaba Carlos V a la Emperatriz con «el encargo» de un nuevo hijo, que llegaría puntual el 24 de junio.
Por segunda vez Carlos V se hallaría ausente en esos delicados momentos en que su mujer, la Emperatriz, de suyo tan frágil, tenía una hija: la futura Juana de Austria.
Pero las victorias logradas en Túnez no traerían el regreso del Emperador. Sabemos el desconsuelo de la Emperatriz. Carlos V le había prometido que al acabar aquella campaña regresaría de inmediato a España, para pasar con ella el invierno. En vez de lo cual, con un horizonte internacional cada vez más complicado, el Emperador cambia de planes.
Consciente de lo mucho que su decisión afectaría a la Emperatriz, le insta a mostrar su entereza.
Es una carta entrañable, acaso la más íntima de las escritas por Carlos V a su mujer. Es cuando, con un tono personal y directo, le dice la frase que deja entrever tantas cosas de aquella pareja enamorada:
Por eso, Señora, no son menester aquí soledades ni requiebros.
Ensanche ese corazón para sufrir lo que Dios ordenare[903]…
Era que estaba en marcha su visita a Roma de 1536, su vehemente alocución ante Paulo III y el Colegio cardenalicio, en que acusaría tan duramente a Francia por perturbar la paz —su famoso discurso pronunciado en español, que duraría casi una hora, y que dejaría asombrados a todos los presentes—, su difícil campaña contra Francia, en aquel verano, y su retroceso al Milanesado. De forma que sólo en diciembre de 1536, casi dos años después, Carlos V regresa de nuevo a España. En esta ocasión, no estarán a esperarle la Emperatriz y sus hijos.
En efecto, Carlos V tiene un proyecto familiar más ambicioso: pasar las Navidades con los suyos al lado de aquella pobre desventurada, su madre, Juana la Loca, que llevaba tantos años recluida en Tordesillas.
Ésa es la razón por la que Isabel, la Emperatriz, con sus tres hijos —Felipe, María y Juana—, se dirige a Tordesillas a mediados de diciembre, para aguardar allí al Emperador. Fueron diez días, sin duda, especialmente emotivos.
¿Sabía el Príncipe algo de la existencia de aquella pobre enferma? A sus nueve años tuvo que impresionarle su abandono y soledad. Acaso por ello, como veremos, tendría después con ella particulares atenciones: la visitaría en los momentos más importantes de su juventud, como a raíz de su primera boda con la princesa María Manuela de Portugal; o cuando se dispone a embarcar, para efectuar su segunda boda con la reina María Tudor de Inglaterra.
Fue en 1537 cuando ocurrió aquel suceso que nos cuenta doña Estefanía de Requesens, la esposa de don Juan de Zúñiga, el ayo del Príncipe:
Dos dies a que lo Princeps y sis altres xisc feren una travesura en lo aposento del Emperador, no sent allí don Juan [de Zúñiga], do que Su Majestat se enutjá molt ab son fill y los altres.
Para mí ésta es una de las más vivaces y simpáticas estampas del Príncipe niño, cuando ya rondaba los diez años: lo vemos capitaneando un grupo de sus pajes e irrumpiendo temerariamente en la cámara imperial, sin respeto al protocolo. No menos vivaz es la estampa de aquella pelea entre dos de sus pajes, uno de ellos el que sería después tan importante personaje de la corte, Ruy Gómez de Silva; en el ardor de la lucha, uno de los golpes cambió de destino, cayendo sobre el Príncipe. No pocos cortesanos consideraron aquello como una grandísima ofensa a la dignidad intocable del heredero de la Corona y clamaron por un adecuado y severo castigo, con intervención incluso de la justicia.
Entonces sucedió lo que me parece verdaderamente importante: la intervención decisiva de la Emperatriz —estaba ausente el Emperador—, que no consintió ningún castigo, pues no había culpables:
… porque aquéllos eran muchachos y rapaces, y no era menester que otra Justicia entendiese en ello[904].
Tal decisión, dictada por el sentido común, nos prueba el talante humano de la Emperatriz, bien acreditado en el prudente gobierno del reino durante las continuas ausencias del Emperador; de forma que, en los doce años que vivieron casados, fue más el tiempo en que Castilla estuvo gobernada por Isabel que por Carlos.
Por lo tanto, una infancia, del Príncipe, con las continuas ausencias del padre, el Emperador, pero con la serena presencia de la Emperatriz, madre y gobernadora de aquel hogar donde crecía el príncipe Felipe junto a sus hermanas María y Juana. Y en una corte donde la Emperatriz mantenía su serenidad, pese a la oposición de algunos Grandes, que habrían querido que el Emperador les hubiera dejado al frente de la Monarquía, y no a «la portuguesa». En especial, el Almirante —acaso recordando su antiguo cargo de gobernador durante las Comunidades— se consideraba muy agraviado:
… no cesa de continuar a decir y escrebir y procurar con Grandes y otras personas cosas escandalosas y contra la reputación de la gobernación de estos Reinos[905]…
Pero el Almirante no lograría su propósito. Antes al contrario, Carlos V confiaría cada vez más en las dotes de su esposa, como se comprueba en el poder que le dejó en 1535 para que gobernara la Corona de Castilla en su ausencia. Allí proclama el Emperador:
… la experiencia que tenemos de su buena y loable gobernación y administración en la dicha ausencia pasada que hicimos[906]…
De forma que la Emperatriz había mostrado su amor a Castilla y, a su vez, Castilla entera la amaba, reverenciaba y acataba como su buena señora:
… el amor que a estos nuestros Reinos y súbditos tiene, … que así por consiguiente es dellos amada, reverenciada y acatada[907]…
Pero quizá debiéramos añadir una pregunta, para hacernos una idea más cabal sobre la corte en cuyo seno transcurrió la infancia y la niñez del príncipe Felipe: ¿estamos ante una corte sencilla en su trato? Si tenemos en cuenta que sería en 1548 cuando Carlos V impone la etiqueta borgoñona en la corte de Castilla, estaríamos tentados a pensar que en la época anterior, en los tiempos de la emperatriz Isabel, sería tan sencilla como lo había sido bajo los Reyes Católicos, y que las complicaciones vendrían después. También abundan en esa idea algunos de los trazos que hemos marcado, como cuando veíamos a la Emperatriz castigando por su mano las travesuras del Príncipe, su hijo.
Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que la corte siempre es la corte, y que la etiqueta de una casa imperial siempre tiene que suponer algo fuera de lo corriente. Y que las cosas no eran tan sencillas bajo la emperatriz Isabel, lo sabemos por un testigo directo; en este caso, fray Antonio de Guevara, el reputado humanista de aquellos años. Pues precisamente Guevara, y atendiendo a una curiosidad manifestada por un amigo suyo (el marqués de los Vélez), acerca de cómo eran las comidas públicas de la Emperatriz, hace una viva descripción, poniendo de relieve todo el aparato cortesano y el rígido ritual que las presidía, con un doble precio y no pequeño: que la Emperatriz comiera en silencio y sola, y que lo que comiese lo fuera frío:
A lo que decis —contesta Guevara al marqués de los Vélez— qué come y cómo come la Emperatriz, séos, señor, decir que come lo que come frío, y al frío, sola y callando, y que la están todos mirando…
Porque la Emperatriz había impuesto una nueva costumbre, al modo de su país:
Sírvese al estilo de Portugal: es a saber, que están apegadas a la mesa tres damas y puestas de rodillas, la una que corta y las dos que sirven, de manera que el manjar traen hombres y le sirven damas…
Ésa era la escena pública, ante el resto de las damas de la corte, bien entretenidas mientras tanto en discretear con los caballeros que las cortejaban, y, a las veces, con demasiado parloteo:
Todas las otras damas —sigue Guevara describiendo la escena— están allí presentes en pie y arrimadas, no callando sino parlando, no solas sino acompañadas; así que tres de ellas dan a la Emperatriz de comer y las otras dan bien a los galanes qué decir…
Una etiqueta, rígida para quien representaba el poder, y abierta para el resto de la corte, que llama la atención de Guevara. Y así comenta asombrado:
Auctorizado y regocijado es el estilo portugués…
En ocasiones, el contraste era tanto y el parloteo de damas y galanes tan atrevido, que acababa provocando el enojo de la Emperatriz[908].
Eso ocurría en 1532, cuando Carlos V estaba ausente, en tierras del Imperio, preparando la defensa de Viena, tan amenazada por el turco Solimán el Magnífico.
Por esas fechas, el Príncipe niño contaba cinco años, y aquellas escenas maternas sin duda las vivió y quedarían grabadas en su mente. Era una corte presidida por «la Emperatriz doña Isabel, mi señora y madre», como muchos años después la titularía Felipe II en su Testamento.