12 LA VIDA COTIDIANA

La vida cotidiana también nos da la clave de no pocas cosas, de no pocas actitudes. Por ejemplo, la vida familiar, reproduciendo a ese nivel la vida política, a modo de mil reinos dentro de un reino, donde la Monarquía autoritaria que ejerce el pater familiae es aún más fuerte, más sin freno alguno que el que pueda tener el Rey dentro del reino. Lo cual hace comprender lo que sería para un hijo que el padre fuera padre y rey a un tiempo, un poder sobre otro, un doble monarca, con un peso insufrible, como el que padeció Juana la Loca con Fernando el Católico. Cierto que con Carlos V esa pesadumbre se alivió con las ausencias del Emperador, pero volvió otra vez con Felipe II. ¿Influyó eso en el sentido de ansia de libertad del joven Príncipe, el príncipe don Carlos, el príncipe rebelde que murió en prisión? Será algo que hay que tener en cuenta.

También será importante ver en esa estructura familiar y, en general, en la vida de aquella sociedad, la función de la mujer, un papel siempre de segundo orden, como si se tratara de una menor de edad. Y eso también tendría su repercusión en la vida pública, en el mismo gobierno de la Monarquía. Porque ese invencible recelo hacia la mujer haría que Felipe II intentase una y otra vez tener hijos varones, pese a que la sucesión de la Corona estaba asegurada con sus dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, ambas mujeres de gran valía, con el resultado de que, al final, España quedara bajo el gobierno del mediocre Felipe III y que saliera para los Países Bajos, para gobernar lo que quedaba de leal a la Monarquía, aquella Bélgica donde Isabel Clara Eugenia demostraría con creces que tenía un gran talento político.

Pero antes de entrar en la vida familiar y en el papel de la mujer, hay que plantearse los rasgos diferenciales de aquella época que más la distinguían de la nuestra. En primer lugar, la carencia de megalópolis, aunque ese término sea relativo. Las casas eran normalmente de una o dos plantas, como máximo de cuatro. No había contaminación urbana, pero tampoco luces nocturnas, de forma que el hombre estaba más inmerso en la Naturaleza, disfrutando —o padeciendo— sus aires limpios y sus tinieblas, los rigores estivales y los crudos inviernos. La dificultad y la lentitud en las comunicaciones hacían muy problemático el remediar los años de malas cosechas, con las necesarias importaciones; de ahí que con tanta frecuencia hiciese acto de presencia el hambre. El atraso en la medicina traía consigo que las enfermedades hiciesen verdaderos estragos, sobre todo en los niños, de forma que la mortandad infantil era altísima, y de eso no se libraban ni las más altas familias; el propio Felipe II vería morir a cuatro hijos suyos en tierna edad: Fernando, a los siete años; Carlos Lorenzo y María, a los dos, y Diego, a los seis.

Estaba, además, el dolor físico, del que no se libraba nadie, por el desconocimiento de eficaces anestesias; de ahí el terror a los sacamuelas, que operaban en vivo, cosa de la que, a lo largo de la vida, nadie se libraba. A ese respecto, los pintores costumbristas nos dan un testimonio de un valor inapreciable. Valga como muestra el cuadro El cirujano, pintado en pleno momento de la extirpación de una especie de tumor en la frente de un paciente que se retuerce desesperado, esa pequeña obra maestra de Van Hemessen que posee el Museo del Prado; un sufrimiento que salpica a los familiares y que, en este caso, supone la conmoción del padre del paciente. Una obra pintada hacia 1555, esto es, el mismo año en el que Carlos V abdica en su hijo Felipe II. ¿Y cómo olvidar que el príncipe don Carlos hubo de sufrir una operación aún más dolorosa? La trepanación que le realizó Vesalio en 1563, tras aquella caída que sufrió en Alcalá, cuando se golpeó tan bruscamente en la cabeza al bajar rodando por una mala escalera de servicio.

Dichas estas generalidades, veamos algo sobre la familia.

Lo primero, y contra lo que pudiera creerse, las familias numerosas eran una excepción, y no porque los matrimonios procurasen el control de la natalidad, sino porque la terrible mortandad infantil se encargaba de ello. Piénsese en el mismo modelo de los Austrias mayores, que no pasan, ni el padre ni el hijo, de los tres hijos logrados. Ésos son los que tiene Isabel, la Emperatriz: Felipe, María y Juana. Y los mismos Felipe II: Isabel Clara Eugenia, Catalina Micaela y Felipe III.

El matrimonio es una acción que realizan a su gusto los padres de los futuros contrayentes, que podían no conocerse. Se daba por sentado que la hija de familia, la doncella, era totalmente ignorante en materia de sexo y que aceptaba por bueno lo que sus padres le ofrecieran.

Aquello que decía la madre de Melibea respecto a los deseos de la hija en cuanto a cuál debía ser su marido:

… si alto o baxo de sangre, o feo o gentil de gesto le mandaremos tomar, aquello será su placer, aquello habrá por bueno[307]

Algo que se trataba de justificar por aquello de que el amor era ciego y en los jóvenes podía ser un deslumbramiento engañoso. Y dado que nadie quería más a los contrayentes que sus padres, éstos eran los que mejor podían escoger la adecuada pareja para sus hijos; un planteamiento que en el fondo escondía intereses familiares, viendo en el matrimonio de los hijos una operación socioeconómica que mantuviera las cosas en su sitio.

¿Y las consecuencias? Que lo amoroso, incluido lo erótico, quedara orillado. Con lo cual, la vida amorosa podía brotar en el matrimonio, como le ocurrió a Carlos V, pero lo más fácil era que brotase fuera, con un sinnúmero de infidelidades; las del varón, por supuesto, mas también las de la mujer, en particular cuando la negra suerte le deparaba un marido ya cascado, como en el novelado caso de El celoso extremeño, y aquí la referencia literaria a Cervantes resulta obligada.

Separación, por tanto, las más de las veces, entre vida amorosa y vida matrimonial.

Pleberio, el padre de Melibea, divide su vida en dos etapas: la primera, la de la juventud, dedicada al amor; la segunda, ya entrados los cuarenta, en que se conforma con el matrimonio. Por lo tanto, una vez más vemos ese distingo, esa separación, ese cambio: la vida amorosa por un lado, los lazos familiares por el otro:

¡Oh amor, amor!… Herida fue de ti mi juventud, por medio de tus brasas pasé… Bien pensé que de tus lazos me había librado, cuando los cuarenta años toqué, cuando fui contento con mi conyugal compañera[308]

Pues bien, ése era el modelo obligado que debía dar la Corona, donde los matrimonios son auténticas acciones de Estado, como el de Felipe II con María Tudor. Como víctima que sabe el sacrificio al que va, el Rey encarga a Tiziano, con destino a su nuevo hogar de Londres, un cuadro erótico: Venus y Adonis, que hoy podemos admirar en el Prado. Venus trata de sujetar amorosamente a Adonis, que se zafa, bien a su pesar, del amoroso abrazo, en busca de su amargo destino. El escorzo desnudo de la diosa es un espléndido regalo para la vista; sin duda, lo fue para el afligido Rey, camino de su destino, y no es difícil reconocer en el rostro de Adonis el del propio Felipe II, entonces en la flor de la edad, a sus veintisiete años, dejando en Castilla a su amada, Isabel de Osorio, para encaminarse a su destierro londinense.

Es evidente, y nadie lo duda, que Felipe II había aceptado su matrimonio con María Tudor como un penoso deber. Tan así era el ambiente, que san Francisco de Borja lo pudo emplear como un argumento ante la pobre Juana la Loca, que por entonces en su cautiverio de Tordesillas daba en no querer practicar vida religiosa alguna: que pensara bien que su nieto había tomado sobre sí la misión de Inglaterra para ayudar a la conversión de aquella tierra, y que de poco serviría su sacrificio si los ingleses tenían noticia de que la Reina, su abuela, tampoco vivía muy cristianamente[309].

O sea que era del común sentir que Felipe II se casaba cumpliendo un deber. Era repetir el caso de Pleberio. De ese modo, el modelo literario —Pleberio— se anteponía al histórico: el padre de Melibea, al hijo del César; el personaje de ficción, al de carne y hueso.

También era eso lo que sucedía en otras escalas. Garcilaso de la Vega, nuestro altísimo poeta del Renacimiento, el que cantó como nadie las penas del amor (aquello de «Salid sin duelo, lágrimas corriendo»), es el que desposa por mandato regio (a fin de cuentas, él era un contino, esto es, un noble palaciego) no con el gran amor de su vida, sino con una dama de la reina doña Leonor de Austria, de nombre Elena de Zúñiga, que le llevaría una notable dote y que sería la madre de sus hijos. Así cumplió Garcilaso sus deberes de cortesano, aunque sus amores serían otros, los dirigidos hacia aquella portuguesa de la corte, que había acompañado a la emperatriz Isabel y que rivalizaba con ella en belleza, de nombre Isabel de Freire:

Salid sin duelo, lágrimas corriendo.

Porque se tenía por vergonzoso e inmoral que el hombre buscara placer en el matrimonio. Eso lo habían sentenciado ya los moralistas más sesudos, como lo haría nada menos que Luis Vives, nuestro pensador más destacado de la época imperial, respondiendo al sentir de aquella sociedad:

A través de la esposa, ¿qué es lo que se busca?

Eso se cuestionaba el valenciano universal, y al punto añadía su reflexión, que parecía dictada por el sentido común:

No creo yo que sea un placer feo o fugaz…

Claro que el matrimonio también deparaba sus sorpresas, y entre ellas, acaso la mayor, la del enamoramiento. Aquí de nuevo hay que acudir a las cumbres, por ser donde encontramos testimonios irrecusables. La diplomacia española negoció la boda de Carlos V con la princesa de Portugal buscando afianzar la paz y con el señuelo de una cuantiosa dote, como sólo podía otorgarla entonces la corte de Lisboa; sin embargo, tan prosaicos principios desembocaron en un matrimonio enamorado desde el primer momento. En otros casos, el juego amoroso fue tan ardiente, que destruyó la parte más débil, que —no hay que dudarlo— lo era el varón, como le ocurrió al príncipe don Juan, el hijo de los Reyes Católicos. El propio Felipe II se inició en el amor con su primera esposa, María Manuela de Portugal, y la danza de aquella joven pareja en Tordesillas, a petición de su abuela la reina Juana, fue una de las pocas alegrías de aquella desventurada mujer. Y sabemos que el Rey acabó subyugado por la gracia exquisita de su tercera esposa, Isabel de Valois, la flor de París, que también enamoró al desdichado príncipe don Carlos.

En todo caso, el matrimonio se concertaba de acuerdo con normas precisas, siendo tres las más imperiosas: primera, la de «cada oveja con su pareja»; después, ya señalada, la de que era algo tan serio que debía quedar a cargo de los padres o, en su caso, de los representantes de la anterior generación, y la tercera, que había que tener en cuenta los intereses económicos; de ahí que tantos segundones, que se adornaban con sus ilustres apellidos, buscasen esposas con sustanciosas dotes. Algo que, a otra escala, también regía en el mundo rural, cuando se procuraba que los nuevos matrimonios reportasen la unión de tierras próximas. Y cuando las cosas no iban así, al punto los transgresores sufrían las consecuencias. Que Garcilaso de la Vega se atreviese a ser el padrino de la boda secreta de su sobrino homónimo con una dama de la alta nobleza le valdría el duro castigo del destierro en una isla del Danubio. Que Gonzalo Yepes, el padre de san Juan de la Cruz, se enamorase en Fontiveros de una hermosa pero humildísima mujer, de oficio tejedora, hasta el extremo de casarse con ella, provocaría el repudio familiar y que se quedara sin recursos, hasta el punto de que el hambre entrase en el nuevo hogar, acabando él mismo por ser la primera víctima de una vida llena de penurias.

Esa estructura familiar, montada en principio como un negocio, con su contrato estipulado en términos muy precisos, se constituía como un pequeño reino en el que los padres se convertían en reyes absolutos. En líneas generales, se repartían las funciones: el mundo exterior quedaba para el varón, para el pater familiae, donde proyectaba sus empresas, llevaba a cabo sus tratos o, simplemente, volcaba sus ocios; mientras que el hogar era el dominio de la esposa, como administradora de aquel territorio, que debía gobernar en ausencia del marido, quedando bajo su mandato hijos, criados y esclavos, aunque guardando las distancias. No se permitían familiaridades ni con los mismos hijos. El idioma lo reflejaba. Los padres tuteaban a los hijos, pero ese trato no era recíproco: éstos debían tratar respetuosamente a los padres. Incluso en un hogar que se nos antoja tan abierto como el del Caballero del Verde Gabán, el hijo tratará al padre con el mayor respeto:

¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuestra merced nos ha traído a casa?

Ante cuya pregunta, el padre le contestará:

No sé lo que te diga, hijo…; háblale tú…

Ahora bien, el pater familiae también tratará ceremoniosamente a su esposa:

Recibid, señora, con vuestro sólito agrado, al señor don Quijote de la Mancha[310].

Un doble lenguaje, marcando las jerarquías, que también encontramos entre el ciego y su lazarillo. Recordemos el divertido lance de las uvas:

—Lázaro —dice el ciego—, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.

—No comí —dije yo—; mas ¿por qué sospecháis eso?

Respondió el sagacísimo ciego:

—¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas[311]

Por lo tanto, un doble lenguaje, ceremonioso hacia arriba —o en la misma cumbre—, confianzudo hacia abajo, hijos incluidos. Es cierto —y acaso sea una característica de la sociedad hispana— que los criados viejos también pueden tomarse semejantes familiaridades con sus amos, secuela sin duda de los años en que los tuvieron, cuando eran niños, bajo su cuidado. Pero, en general, no cabe duda de que nos encontramos con el idioma al servicio de una sociedad fuertemente jerarquizada, empezando por la misma vida familiar.

En esa sociedad, ¿cuál era el papel de las mujeres? El de una menor de edad. Según una tradición milenaria, que no se ha desvanecido hasta nuestros días, la mujer era un ser inferior al que no había que dar demasiadas funciones, porque sería incapaz de acometerlas. Las propias, las tareas del hogar, o desempeñándolas o dirigiéndolas; entonces ya estaba atareada. Los problemas empezarán cuando esas tareas terminaban. Seguramente se dedicaría a chácharas con poco fundamento; así al menos pensaba Luis Vives, quien se pregunta:

¿De qué cosas hablará? ¿Hablará siempre? ¿No se callará nunca?

Porque si se dedicara a pensar, acaso fuera peor, pues:

Veloz es el pensamiento de la mujer y tornadizo por lo común y vagoroso y andariego y no sé bien a dónde la trae su propia lubricada ligereza[312]

Interminables serían las citas en cuanto al mal concepto que se tenía de la mujer; baste recordar que el anónimo autor del Viaje de Turquía una de las pocas cosas por las que alababa a la sociedad turca era porque la mujer estaba tan orillada y marginada como a su juicio debía estarlo; o bien al propio fray Luis de León, que en su obrita La perfecta casada llegará a decir que la mujer era de su naturaleza

… flaca y deleznable más que otro animal y de su costumbre y ingenio una cosa quebradiza y melindrosa[313]

No es de extrañar que santa Teresa tuviera este desahogo en su Camino de perfección, un desahogo, por cierto, censurado por la Inquisición:

… que no hagamos cosa que no valga nada en público ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto…

Y añade la Santa en su queja a Dios:

… no lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que como son hijos de Adán y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa[314]

Aunque quizá lo refleje aún mejor esa degradada posición de la mujer la brutal anécdota que nos refiere Esteban de Garillay y Zamalloa —otro contemporáneo de Felipe II, que muere en 1599—, al relatar la reacción del condestable de Castilla ante un correo que le llevó la noticia de que su hija había parido dos niñas, una viva y la otra muerta. El correo, conforme la costumbre, pidió albricias al Condestable, que mandó darle 50 ducados (lo que era una bonita suma), pero advirtiéndole:

Mirad que estos 50 ducados no os los doy por la viva, sino por la muerta[315].

Eso tenía su correspondencia en el mundo laboral, al que la mujer no accedía más que a los trabajos más humildes: lavandera, hilandera y, por supuesto, criada, en un servicio doméstico del que normalmente no recibía más que techo y comida, y la promesa de algo para su dote si salía para casarse, aunque, las más de las veces, para donde iba era para la mancebía, después de ser seducida por el hombre de la casa (el padre o los hijos varones), con el añadido de verse vituperada por ello por el ama de la casa; otra realidad cotidiana que llegó hasta la España de ayer mismo, y bien reflejada por la literatura de la época.

… con una saya rota de las que ellas —las dueñas— desechan, pagan servicio de diez años.

Es Areusa, una antigua criada que «había mejorado», dejando aquel oficio por el de ramera, la cual sigue recordando a su vieja ama:

E cuando creen cerca el tiempo de la obligación de casallas, levántales un caramillo que se echan con el moço o con el hijo o pidenlas celos del marido o que meten hombres en casa o que hurtó la taça o perdió el anillo…

Lo que da pretexto al ama para echar a la calle a la criada, deshonrándola:

… danles un ciento de açotes e échanlas la puerta afuera, las haldas en la cabeça, diziendo: allá irás, ladrona, puta, no destruirás mi casa e honra[316]

La estructura familiar tiene su reflejo en la comida y en la vivienda; en la comida, donde hay dos platos, el de los señores y sus hijos y el de los criados, y aun en el seno familiar, el amo será el amo: «cuando seas padre —según el dicho popular—, comerás sopas». Cierto, el servicio hará trampas en esto como en la paga, cobrando su propio impuesto, si de ese modo queremos titularlo, con la sisa. Y cosa notable: la Iglesia lo tomará como un pecadillo. Unas diferencias que también se verán en las habitaciones, generalmente en la zona noble de la casa para la familia, mientras que las guardillas, mal aireadas —y, sobre todo, mal caldeadas—, serán para el servicio, donde se hielan en el invierno y se abrasan en verano.

La casa y la familia. La casa, reflejando la estructura familiar de este modo: las habitaciones de los hijos son de paso, están bajo control del pater familiae; la de los padres es la última del fondo, el sanctasanctórum, lo más sagrado de la casa familiar.

Una casa donde impera la jerarquización, el principio de autoridad, con un horario que sujeta a la juventud masculina, que a hora temprana debe hallarse en casa, puesto que las jóvenes apenas si salen, y de mañana, para el oficio religioso o para acompañar a la madre en las compras que tenga que realizar. La frase «a las diez en casa» no es de nuestros padres; pertenece al más remoto pasado. Se corresponde con la hora que se cierra el portal, pues la morada familiar ha de quedar cerrada a cal y canto durante la noche, y eso varía del invierno al verano; en general, a las seis la mayoría del año y a las nueve en los meses estivales.

Era el mismo horario que se seguía en las casas de pupilaje en las ciudades universitarias, y eso lo sabemos muy bien. Así, dichas casas tenían por norma cerrar la puerta a las seis de la tarde entre San Lucas (el 17 de octubre) y el 1 de mayo, y a las nueve el resto del año[317].

De este modo se mantenía, aparentemente al menos, la disciplina familiar y el buen nombre de la casa. Otra cosa suponía dar motivo a peligrosos comentarios del vecindario.

No trataremos pormenorizadamente todo lo referente a la vida cotidiana, sino aquello que más condicionaba la época. En ese sentido, es imprescindible la referencia a la higiene, algo que preocupaba a los pensadores, y aquí de nuevo es preciso aludir a Luis Vives. En la Surrectio matutina, Beatriz, la criada, coge al vuelo a los muchachos que se iban a la escuela sin ver el agua:

Beatriz: ¿Cómo, sin lavaros manos y cara?

Tanto exceso provoca la protesta de los chicos:

Manuel: … Paréceme que no vistes a un muchacho, sino que acicalas a una novia.

Otra norma era lavarse las manos para sentarse a la mesa; tal lo querían los humanistas. Pero poco más. Los baños entre los ciudadanos de las repúblicas cristianas eran raros, en contadas ocasiones y muy sonadas. Algunos diarios de la época, hechos con preocupaciones económicas más que literarias, y por eso más fiables, nos dan una pobre estampa. Así, Girolamo da Sommaia, el estudiante florentino que vive en Salamanca a principios del siglo XVII, sólo anota en su Diario algún que otro lavado de pies y un baño particularmente cuidadoso, el día de su santo[318].

Por supuesto, eso en relación al área urbana, pues en el campo la situación era mucho más penosa. El campesino se ensuciaba con las tareas del campo y, harto fatigado con la dura jomada de cada día, sucio iba del trabajo a la mesa y así se acostaba. El mismo estiércol le manchaba manos y ropas, que para las tareas campesinas eran puros andrajos, guardando sólo cuidadosamente otras mejores para los días festivos. Eso lo hemos visto hasta en fechas recientes. No hay que olvidar que el abono de sus tierras, con el que mejoraba sus cosechas, era básicamente el conseguido con la cama vegetal de su ganado, beneficiada con las defecaciones de las bestias, particularmente del ganado mayor. Incluso también con el humano, pues sus viviendas podían ser de dos plantas —eso era ya un signo de prosperidad—, y en la segunda, sobre el establo, estaba el dormitorio familiar, con un hueco y su tapadera, por el que los hombres, mujeres y niños hacían sus necesidades, contribuyendo así al abono generado en la cuadra, al tiempo que lo hacían a resguardo de la intemperie. Peor era, ciertamente, cuando toda la familia compartía la misma habitación que los animales, de cuyo calor se beneficiaban en el invierno, tan largo y duro en la meseta castellana; pero, claro, también compartiendo sus olores y, en suma, la suciedad que generaban.

Una suciedad que quedaba bien de manifiesto en las partes del cuerpo, como el detalle tan significativo de un Sancho Panza que cuando quiere arrimarse a su señor Don Quijote, en la temerosa jornada nocturna de los batanes, nos dirá Cervantes que no se separaba del buen hidalgo ni la luna de una uña; luna que, cierto, era de color dudoso. Y así leemos en el texto cervantino:

… mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo[319]

Porque, y eso es lo que parece claro, lo suyo es que las gentes, al menos el común de ellas, llevaran las uñas «teñidas» de ese color.

Suciedad, pues, y vivir con ella era algo habitual. Por consiguiente, chinches y pulgas eran las compañeras inevitables en el lecho, como los piojos lo eran en el cuerpo. Ya Luis Vives advertía de lo arriesgado que era llevar camisas con muchos dobladillos, porque en ellos se alojaban más fácilmente los bichejos:

… no quiero esta camisa del cuello colchado —nos dice—, sino aquella otra del cuello llano, porque estas arrugas en este tiempo, ¿qué otra cosa son sino nidos y cobijos de piojos y de pulgas[320]?

De nuevo bien vale el testimonio cervantino, en este caso en la aventura de la navegación en barca por el Ebro, cuando Don Quijote supone que ya han recorrido tanto trecho que bien podría ser que hubieran franqueado la raya equinoccial, y para cerciorarse no había como comprobar si aún quedaban piojos, porque tenía por cierta la leyenda de que los tales sucumbían en aquel instante; así que pide a Sancho Panza que lo averigüe en su persona:

—Y tórnote a decir que te tientes y pesques —urge Don Quijote a su escudero—, que yo para mí tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco.

Tentóse Sancho —continúa el relato— y llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la corva izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo:

—O la experiencia es falsa, o no hemos llegado adonde vuestra merced dice, ni con muchas leguas.

—¿Pues qué? —preguntó Don Quijote—. ¿Has topado algo?

—¡Y aun algos! —respondió Sancho[321]

Si bien este mismo relato nos está diciendo que también aquí, en la higiene del cuerpo, se aprecian dos niveles. No es Don Quijote el que puede comprobar si habían pasado la línea equinoccial. Ha de acudir a su escudero Sancho Panza. Era el pueblo el hundido en la suciedad.

Ahora bien, mayor suciedad supone también mayor propensión a coger enfermedades, y eso es algo que hay que tener en cuenta.

¿Mejora o empeora la higiene? ¿Aumenta o no la preocupación por la limpieza? Si nos atenemos a la evolución de la moda, antes da la impresión de un retroceso. El Renacimiento es más abierto a la hora de mostrar el cuerpo, o de resaltar sus formas, con generosos escotes en el vestido femenino, que dejan al aire brazos y cuello, mientras que, conforme avanza la segunda mitad del siglo, el traje lo oculta casi todo, dejando ver tan sólo manos y rostros, con faldas acampanadas y con los cuellos de las camisas —las complicadas gorgueras— que suben desde la nuca hasta las orejas, como las que lucen las infantas reales Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela en los cuadros que nos ha dejado de ellas Sánchez Coello, que pueden admirarse en el Museo del Prado y que fueron pintados a principios de los años ochenta. Pero eso era en las clases privilegiadas, en la corte, la alta nobleza o el patriciado urbano. El pueblo vestía pobremente. El aldeano, con andrajos que apenas le resguardaban de las inclemencias del tiempo; el menestral de la ciudad, con ropa vieja. No deja de ser revelador el texto del Lazarillo, aun con toda su posible exageración, cuando nos cuenta su anónimo autor que Lázaro, tras cuatro años puesto en el oficio de aguador, pudo ahorrar

… para me vestir muy honradamente de la ropa vieja, de la cual compré un jubón de fustán viejo y un sayo raído de manga tranzada y puesta y una capa que había sido frisada y una espada de las viejas primeras de Cuéllar[322]

Sí, exageración; pero lo cierto es que entonces existía la profesión de ropavejero.

La casa, la higiene, la moda. También hemos de tratar de la comida, de la salud y la enfermedad, el trabajo, el ocio.

La comida, ese aspecto de la vida que hoy preocupa tanto, el de una cuidada dieta alimenticia, como una de las premisas de una vida sana. Lo que se observa entonces es el contraste entre la obligada frugalidad del pueblo, día tras día, y los atracones que se daba cuando la oportunidad lo permitía; algo bien reflejado en nuestro refranero popular.

Se oye la voz del caporal:

¿Cuál es la ley del pobre?

Y la asamblea, unánime:

¡Reventar, antes que sobre!

Cuando el pan cae al suelo, es recogido amorosamente y besado, con la consiguiente exclamación que ha llegado hasta nuestros días: «¡Es el pan de Dios!».

El pan sagrado, porque es el que puede quitar el hambre, en tiempos en los que Europa aún no conocía ni la patata ni el maíz, los dos grandes regalos de América, que no llegarán hasta el siglo XVII y que no se popularizarían hasta el XVIII. Y de ese modo, tras la comida se recogen cuidadosamente todos los trozos de pan sobrantes, los mendrugos que acaban llenando la bolsa familiar destinada a ese fin, que pueden servir para que el ama de casa haga un plato con pan y leche, o para entregar a los más necesitados que una vez a la semana suelen llamar a la puerta para pedir limosna.

Cuatro eran las comidas del escolar, según Luis Vives: almuerzo, comida, merienda y cena, y todo parcamente, donde la base la constituía el pan. Y así dice en su relato:

Pan, todo el que queramos; de las viandas, cuanto basta no para hartar, sino para alimentar[323].

El pan: algo que nos recuerda «el paraíso panal», tan añorado por Lázaro, cuando malvive bajo las garras del clérigo de Maqueda. Un pan al que anhela añadir algo de carne, al menos en la comida, pues el pescado es mirado con recelo, acaso por lo difícil que era conseguirlo fresco en la España del interior. A lo que añadir, en ocasiones, fruta, lechuga, en suma algo de huerta.

Veamos dos testimonios dispares: las comidas en las casas de pupilaje y las que Cervantes nos señala para el hidalgo de La Mancha.

La comida de los pupilos salmantinos, ¿de qué constaba?: «La olla es constante». ¿En qué consistía? Carnero cocido, a veces algo de vaca, tocino y alguna verdura o nabo. Pero las quejas abundan: el pan podía ser duro, la olla con más tocino que carne, el pescado dudoso y la fruta podrida[324].

También en la dieta de Don Quijote la olla podía tener más de vaca que de carnero y en todo caso la carne era lo preferido, pues a la vaca la sustituía el salpicón «las más noches» (esto es, carne picada, siempre más barata, aprovechando restos de las comidas) y algún palomino para los días de fiesta. De legumbres, lentejas, pero sin asomo de fruta. Y los cuadros costumbristas nos dan también vistas de parcas comidas: huevos (La vieja friendo huevos que pintó Velázquez), cebollas, queso y pan.

¿Qué impresión sacamos? Que la penuria también se aprecia, y acaso más que en ninguna otra cosa —salvo en la ropa—, en la frugal comida del pueblo; de ahí que, cuando puedan, saquen las tripas del mal año, como en los banquetes rurales, del tipo de las bodas de Camacho, o cuando el clérigo de Maqueda se hartaba en las comidas de funerales:

… en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo[325]

Y cuerpos mal alimentados son cuerpos desmedrados, con pocas defensas y propensos a las enfermedades.

La enfermedad que sorprende siempre, porque no se conocen bien sus causas ni sus efectos y a la que se combate un poco a tontas y a locas, con remedios crueles que antes aceleran el final del enfermo que le ayudan a curarse: purgas y sangrías están a la orden del día con resultados catastróficos. A los médicos se les temía por ineficaces y por bárbaros maltratadores del género humano. Y así Luis Vives se preguntaba qué abundaban más, si los médicos o los tontos[326]. Aunque en algo empieza a destacar la medicina de la época: en el mejor conocimiento del cuerpo humano, gracias sobre todo a Vesalio, el médico belga de la corte imperial, y a su obra: De humani corporis fabrica, impresa en 1543.

El cuerpo debía aguantarlo todo, a la enfermedad y a los medicamentos, sin nada que aliviase el dolor; la asistencia al enfermo pobre era deficiente. Se organizaba a través de hospitales, cuyos recursos procedían de las mandas de almas caritativas y las más de las veces tan en precario que a duras penas subsistían. De forma que cuando el pobre superaba ligeramente su mal, al punto debía dejar su cama al siguiente, yéndose a la rúa en plena convalecencia, con lo que las recaídas eran muy frecuentes y con final mortífero. Ésa sería una situación que se prolongaría por siglos. Todavía en el siglo XVIII, en el año 1788, el regidor salmantino Santocildes denunciaría el hecho. En el pleno municipal celebrado el 20 de septiembre de aquel año diría:

… se ven con horror de humanidad, arrojando esos enfermos babaza por las calles, tirados en los suelos[327]

Sin embargo, se habían producido avances. Los Reyes Católicos habían establecido a fines del siglo XV el Tribunal de Protomedicato de Castilla, para controlar a los médicos que podían ejercer como tales. Lo que ocurre es que tal medida, aun con toda su importancia, sólo era eficaz para el mundo urbano, quedando el rural —que era con mucho el mayoritario— abandonado a curanderos, saludadores y ensalmadores.

Tampoco puede silenciarse el esfuerzo de san Juan de Dios en la creación de hospitales, con nuevas trazas, y apuntando ya a la separación por salas y no sólo por sexos, sino sobre todo por enfermedades, para aislar a los muy contagiosos. Ya existían lazaretos, para el temible mal antiguo de la lepra, entonces en regresión, y apuntan los dedicados a la enfermedad de la época, contagiada por los indígenas del Nuevo Mundo, la sífilis, conocida popularmente como mal de las bubas. Y también se va teniendo más atención al cuidado específico de los enfermos mentales, con las casas de los locos, como las que existían en las principales ciudades[328].

Entre los hospitales, modélicos serían el de los Reyes Católicos, en Santiago, y el de la Santa Cruz de Toledo; el primero bajo el patronato regio, el segundo la fundación del cardenal Mendoza.

Referencias magníficas en su detalle, obras maestras de la arquitectura renacentista, pero que dejaban un amplísimo sector de la sociedad escasamente atendido.

De ahí que la sociedad acudiese con frecuencia no sólo al médico, sino también al curandero. Y eso a todos los niveles. Cuando el príncipe Carlos sufrió la aparatosa caída por una escalera de su vivienda de Alcalá, golpeándose la cabeza, antes de que le interviniera el médico —y nada menos que el propio Vesalio—, lo haría un oscuro curandero valenciano: el morisco Pinterete; experiencia que a punto estuvo de costarle la vida al Príncipe. Tampoco debe olvidarse que también se acudiría entonces al recurso milagrero, metiendo en el lecho del paciente, cuando estaba entre la vida y la muerte, la momia de fray Diego de Alcalá, lo que hace sospechar que el propio susto de verse en tal compañía animaría a don Carlos a dejar la cama.

En el horizonte del pobre, fruto de su mísera y famélica vida, estaban el hambre y el hospital, si caía enfermo, y también la cárcel, si entraba en la delincuencia, porque también la delincuencia le era vecina. Por lo tanto, la cárcel en el horizonte, y con ella, o en ella, el tormento.

Aquí una cosa debe aclararse: las grandes diferencias con el sistema penitenciario actual.

De entrada, no existía unidad. Las múltiples jurisdicciones en materia de justicia daban por resultado distintos regímenes penitenciarios. Aunque la cárcel estuviera en principio bajo el control regio, dos terceras partes de España (la España señorial) tenían por delegación su propio sistema, bajo el mandato señorial. Y estaba, además, la cárcel inquisitorial, con unos fines y un régimen totalmente distintos a la cárcel ordinaria.

Y no eran las únicas cárceles. La Audiencia escolástica tenía la suya propia, bajo el mandato del maestrescuela del Estudio, con jurisdicción tanto sobre los estudiantes universitarios como sobre los profesores. Finalmente, había que recordar que los conventos tenían también su celda carcelaria, como aquella del convento de los carmelitas calzados de Toledo, donde estuvo preso san Juan de la Cruz.

Algo que podría sorprender y hasta ser puesto en duda, pero de lo que existen pruebas evidentes, como las que nos da santa Teresa en sus Constituciones de los conventos de carmelitas descalzas:

Haya cárcel diputada adonde éstas tales están[329]

Las «tales» eran, por supuesto, las monjas que incurrían en gravísima culpa.

En cuanto a la cárcel inquisitorial, tenía su propia peculiaridad: una férrea soledad del inculpado. Los efectos psicológicos sobre el reo podían ser mayores que en las cárceles regias, por el riesgo no tanto del tormento (el tormento era algo propio del sistema procesal de la época), sino por la temible posibilidad de que el final fuese la hoguera; pero, en el aspecto del régimen interno, la cárcel inquisitorial era superior a la regia, en cuanto a comida (que corría a cargo de la institución) y a la propia celda.

Pero veamos lo que ocurría en la cárcel ordinaria o, si se quiere, en la cárcel real. La primera característica a reseñar es que la alimentación del preso no corre a cargo de la Hacienda Real. La cárcel no supone ningún gasto prácticamente para la Monarquía, que sólo ha de facilitar el local —y no siempre— y el material que asegurase el control del preso: esposas, grilletes, cadenas… Ni siquiera la cama la ponía la justicia regia. Y como el preso había de pagarse comida y lecho, y eso lo controlaba el alcaide de la cárcel, otra vez se imponían las diferencias marcadas por el privilegio: los que tenían posibilidades, de entrada sobornaban al carcelero, recibían la comida que le llevaba la familia y metían su propia cama en la cárcel. Igual sucedía con el régimen de visitas, e incluso con las salidas, viviendo en un régimen abierto.

Cuando el reo era pobre, la cosa cambiaba, pues tenía que vivir de la caridad pública. Y lo mismo sucedía con el lecho. Si no podía allegar el propio, tenía que alquilarlo al alcaide, con los consiguientes abusos. Felipe II trató de poner coto, estableciendo un curioso arancel: el alquiler de la cama individual a diez maravedíes y seis si compartía lecho con otro reo. ¡Pero aún había otra posibilidad para los más míseros!, un lecho para tres, abonando cuatro maravedíes[330]. Por lo tanto, el lecho marcaba también las diferencias sociales, como ocurría en ventas y posadas.

Con lo dicho queda claro que la cárcel, como la mancebía, era un negocio, y que el alcaide, que conseguía su cargo o por compra directa al Rey o por arriendo del que hubiese adquirido el cargo, se constituía en un hombre de empresa, que había invertido un capital y que le sacaba el máximo beneficio. Y como había que estimular a los remisos, la crueldad era su arma de presión, de la que usaban inmisericordemente, conforme al planteamiento de que cuanto más desesperada se hiciese la vida al preso sin recursos, más desearía el resto llegar a un acuerdo con su prepotente carcelero.

¿Quiénes estaban en la cárcel? Aquí habría que precisar el tipo de cárcel, pues si en las inquisitoriales podía encontrarse hasta un prelado —el caso del arzobispo Carranza lo pone de manifiesto— y en las universitarias cualquier profesor —aunque lo más frecuente es que fuesen estudiantes—, en las ordinarias —regias o señoriales—, los delincuentes mientras durase su proceso, pues lo usual era que la condena cumplida (castigos corporales o multas) ponía en libertad al preso, salvo en el caso de que lo fuese por deudas. Otras penas eran el destierro (preferentemente para los miembros de los sectores privilegiados) y, por supuesto, la terrible de las galeras; terrible, pero que contribuía a que la población carcelaria fuese escasa. Naturalmente, también la pena de muerte.

Era algo ya implantado por Alfonso X el Sabio, en cuyas Partidas se declaraba que el juez no debía sentenciar a cárcel al condenado, sino que se aplicara la pena corporal que le correspondiera:

Non le debe el judgador mandar meter en la prisión después [de la sentencia], mas mandar que fagan de él aquella justicia que la ley manda[331]

Puesto que el pobre debía malvivir en la cárcel de la caridad pública, el hecho se agudizaba cuando sucedían años malos, y cuando a las pertinaces sequías sobrevenían catastróficas inundaciones; en suma, cuando el hambre afligía a la población. Entonces los reclusos sin recursos finaban de hambre; así lo recoge la documentación de la época, como la que encontró José Luis Martín del hospital de Cuenca sobre los años cuarenta del siglo XVI.

Las penas más frecuentes de cárcel eran las que sufrían los deudores insolventes. Al punto nos viene a la memoria que ésa fue la que afligió al padre de Cervantes e incluso al propio autor del Quijote. Naturalmente, aumentaban peligrosamente en los años de carestía, como el propio rey Felipe II señalaba a su padre, el Emperador, en aquel texto ya comentado de 1545: los vasallos de señorío habían llegado a tal penuria que no podían pagar las rentas a sus señores. En conclusión, eran en su inmensa mayoría deudores y estaban dando con sus huesos en la cárcel:

Y las cárceles están llenas —testimonia el Príncipe— y todos se van a perder[332].

Las condenas más frecuentes, aun por robos de escasa cuantía, eran las de varios años a galeras. En las cifras manejadas por José Luis de las Heras, el mejor conocedor del tema, las condenas a galeras suponían el 80 por 100 del total. Eso tiene una explicación, como en su momento comentamos: la imperiosa necesidad de suministrar galeotes a las galeras del Rey.

También José Luis de las Heras nos da un dato verdaderamente importante: el número de galeotes de las galeras de España en la época de Lepanto rondaba los 4500, de ellos, 3300 enviados por la justicia castellana.

En todo caso, algo hay que tener presente: la pobre gente acababa con frecuencia en la cárcel, ora por verse agobiada de deudas, ora porque su mala ventura le llevase a atentar contra la propiedad ajena, en cuyo caso lo que podría esperarle era la galera.

Lo indicado podría dar una falsa visión: la cárcel sólo para la gente pobre y desvalida. Y eso porque nos falta tener en cuenta el preso que hoy llamaríamos político, el incurso en delitos de lesa majestad, de rebelión frente a la autoridad regia; un delito sacrílego, en cuanto que el Rey era la cúspide de una Monarquía sacralizada, la Monarquía católica. El principio de autoridad exigía el máximo rigor contra el que se atreviera a rebelarse contra el Rey.

Evidentemente, y por la propia ideología de aquella sociedad, ese tipo de rebeldes a la Corona era rara avis; aun así, no podemos olvidar ni a los comuneros, que conmocionaron los primeros años de Carlos V, ni a los aforados aragoneses, alborotados y soliviantados por Antonio Pérez, bajo Felipe II. De ese modo, nos encontramos con presos políticos que conocieron la cárcel como prisioneros de Estado; una cárcel particularmente vigilada, como puede suponerse, que los Austrias situaron en el castillo de Simancas. Allí fueron encerrados tanto el famoso Acuña, el obispo comunero, como el barón de Montigny, al que la justicia filipina sospechó implicado en el alzamiento de los nobles calvinistas de los Países Bajos, y ambos acabarían recibiendo la pena de muerte: Acuña, ahorcado en 1524, y Montigny, por medio del garrote en 1570.

Sin duda, el prototipo de presos de alto relieve, por motivos confesionales o políticos, lo darían el arzobispo de Toledo Carranza, apresado por la Inquisición en 1559, y el secretario de Estado Antonio Pérez, detenido veinte años después, y que vería prolongado su proceso año tras año, hasta que la crisis de 1588 precipitara su resolución. No debe olvidarse el caso especialísimo del príncipe don Carlos, muerto en prisión en 1568.

Casos todos ellos de tal envergadura y con tales resonancias sociales y políticas que nos obligarán a tratarlos con más detenimiento a lo largo de esta historia.

Podría decirse, para resumir este apartado sobre la cárcel en el horizonte de la sociedad del Quinientos, que la nobleza y el clero también aquí notaban sus privilegios, siendo la pena más frecuente la del destierro, incluso para aquéllos que se atrevían a tomarse la justicia por su mano, como aquel señor de Peñafiel que hizo colgar de una almena de su castillo a su secretario, al que el Consejo Real carolino condenó a secuestro del castillo y pena de destierro, pena conmutada antes del año por otra pecuniaria a favor de la familia de la víctima, eso sí, teniendo en cuenta también a sus hijos naturales[333].

Cuando el condenado lo era por delito de lesa majestad, la pena de muerte era por degüello, si eran nobles (tal fue el caso de Lanuza), y no por ahorcamiento, que era considerada como infamante. La cárcel por deudas era la que esperaba a los que iban sorteando, mal que bien, cada mes del año, abocados por sus muchas necesidades a endeudamientos que les resultaba imposible de pagar; mientras que a la gente del pueblo, la gente llana, bordeando la pobreza, cuando no sumidos en ella, ante la tentación de hurtos o robos, lo que les aguardaba eran años en galeras.

¿Y el trabajo? ¿Y el ocio?

El trabajo es la principal base de la riqueza de los pueblos; he ahí un concepto formulado por Adam Smith en 1776, plenamente asumido por la España de nuestros días. Pero no lo era así en el Quinientos. Entonces se consideraba que era el allegar tesoros de oro y plata lo que daba esa riqueza, aunque ya algunos teóricos, como Luis de Ortiz, advirtieran que de nada serviría esa acumulación de numerario si un trabajo debidamente regulado y en competencia con el de las otras naciones no ayudaba a establecer una ventajosa balanza de pagos en el comercio con el exterior.

Pero eso era una excepción. La mentalidad nobiliaria era la que imperaba. Y esa manera de pensar tenía por cosa vil el ganarse la vida con el trabajo de las manos; de ahí el tratamiento despectivo hacia la población productiva, hacia artesanos y menestrales. De forma que la nobleza, aun la de los grados elementales de hidalgos y escuderos, pese a su escasez de recursos, antes preferían finar de hambre que desprestigiarse con un trabajo manual, y los pecheros anhelaban salir de su situación traicionando a su clase, cosa que sólo podían hacer, claro está, los que como los mercaderes o algún que otro villano rico —como aquel labriego de la obra de Lope El villano en su rincón— tenían recursos para ello, comprando un título de hidalguía, de los que la Corona —siempre escasa de recursos— ponía a la venta a lo largo del siglo.

Por lo tanto, era una mentalidad nociva al desarrollo económico que ponía a España en desventaja con el resto de la Europa occidental; algo ya señalado en nuestro comentario al Memorial de Luis de Ortiz, pues aquel arbitrista había comprendido bien la raíz del mal, pidiendo una nueva legislación que valorase el trabajo de los que vivían por sus manos:

… como se hace en Flandes y en los otros Reinos, donde hay ordenadas Repúblicas con estas libertades[334]

También lo había pedido treinta años antes Alfonso de Valdés en su Diálogo de Mercurio y Carón, pero nada se conseguiría. Aquí sale cierto que cada pueblo tiene las leyes que desea, y el pueblo español estaba en otra línea de conducta. Algo que el ojo certero de Guicciardini, el famoso humanista y diplomático florentino de principios de siglo, había captado claramente, al enjuiciar al homo hispanicus de su tiempo: «… todos tienen en la cabeza ciertos humos de hidalgos…»[335]

Los artesanos trabajaban cuando eran apretados por la necesidad, pero después: «… descansan mientras les duran las ganancias…».

Con lo que su conclusión no podía ser otra: «… la nación en general, es opuesta al trabajo…».

Añadiendo, además, un juicio certero, adelantándose medio siglo al Memorial de Luis de Ortiz:

Prefieren enviar a otras naciones las primeras materias que su reino produce, para comprarlas después bajo otras formas, como se observa en la lana y en la seda, que venden a extraños, para comprarles después sus paños y sus telas[336]

De ahí tres consecuencias: que el trabajo fuera caro, que hubiera un vacío laboral y que acudieran de Francia y de otras naciones europeas, al olor de las fáciles ganancias, a llenar aquel vacío.

Frente al trabajo, el ocio. Y el ocio hay que llenarlo con algo. ¿Cuáles eran las diversiones del español medio del Quinientos? No serían iguales las del hombre de la ciudad que las del campesino, ni las de las clases altas que las del pueblo. También se encontrarían diferencias entre las diversas regiones. Pero no dejaría de haber rasgos comunes.

En la ciudad, ya ha empezado la afición por el teatro, que en el siglo XVII haría furor, y que calaría tanto en el pueblo como en la nobleza y hasta en el clero, si es que el hecho de que Tirso de Molina fuera mercedario quiere decir algo. También eran generales juegos como los de las cartas. Después estaba la caza, que era la gran pasión de los reyes[337], pero que atraía igualmente a grandes y menudos. Tampoco podían faltar, cuando se celebraban las fiestas del santo patrón o cualquier acontecimiento, los toros, aunque fuera con unos lances bastante diferentes a los de las actuales corridas; de ahí la impopularidad de la medida del papa san Pío V, que trató de prohibirlos.

Tampoco la Iglesia veía con muy buenos ojos las fiestas de carnaval, pero de igual manera le fue imposible hacerlas desaparecer. Sabemos, por ejemplo, que en 1586 Madrid se aprestó a festejarlas por todo lo alto, y que el mismo Ayuntamiento pediría licencia al Consejo Real

… para que estas Carnestolendas se hagan algunas máscaras, para regocijar el lugar[338]

Máscaras por carnaval y toros por San Juan y por Santiago, era lo tradicional en la corte, donde también abundaban los saraos que montaba la nobleza, mientras el pueblo tenía sus propias danzas, tan distintas según las regiones.

Pero una cosa era la diversión popular, de los días sonados del año, y otra la del noble cortesano.

¿Cómo se divertiría un caballero ocioso, que debía llenar sus horas, todos los días del año, sin un trabajo que le tuviese atareado? Guevara nos lo dirá en sus Epístolas familiares:

Acá, señor —le recuerda a don Pedro Girón—, érades muy bien afamado y nombrado de montero famoso, de volar una garza, matar un puerco, jugar a la primera, servir a una dama, escribir requiebros, hacer banquetes, frecuentar palacios, regocijar la Corte, acostaros a la una y levantaros a la once[339]

Por supuesto, estaban las tertulias, y eso hasta en los más pequeños lugares, bastando que se juntasen tres o cuatro personas con una mediana cultura; tertulias como la que Don Quijote tenía con el cura y el barbero de su lugar.

Pero ningún festejo tan vivo y con tanto colorido como el de los toros, que ya llamaba la atención de los extranjeros, como le ocurrió a Tetzel, un viajero checo que llega a Salamanca a mediados del siglo XV y cuenta cómo vio en la plaza toros bravos, contra los que combatían a caballo la nobleza del lugar[340].

Habría que referirse, asimismo, a la lectura, con la siguiente advertencia: no se crea que era tan sólo para la gente culta, pues la abundancia de analfabetos hacía que el que sabía leer no escondiera su habilidad, sino que organizase lecturas colectivas, como las que describe aquel ventero que acogió a Don Quijote:

… cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos y rodeámonos dél más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas[341]

Pero la diferencia mayor con los tiempos actuales —aparte de la carencia de diversiones al estilo de las facilitadas por la técnica moderna, como cine, radio, televisión, etc.— estaría en los viajes y en algunos extremos de los festejos religiosos.

En los viajes, por supuesto, porque entonces cualquier desplazamiento de más de diez leguas obligaba ya a uno o varios altos en el camino, con el consiguiente alojamiento en míseras ventas con dudosas comidas y más dudosos lechos, sin hablar de los riesgos y las fatigas del mismo viaje, con bandoleros acechando en tierra y con la amenaza cierta del cautiverio que acabase en mazmorra turca o argelina, cuando había que arrostrar un viaje por el mar Mediterráneo. Y aunque esos riesgos se sorteasen, estaban los que afectaban a la propia vida, por los hielos del invierno o los ardores del verano, que hacían a tantos tratar de evitarlos.

Tan grandes eran los peligros que afrontaban los viajeros, que les vemos hacer antes testamento, como lo haría Garcilaso de la Vega antes de salir para Italia en 1529[342].

De ahí los temores de Gonzalo Pérez cuando tiene que acompañar al príncipe Felipe en su viaje por Italia, Alemania y los Países Bajos en 1548; un viaje que duraría tres años largos y que le hace exclamar, antes de embarcar en Cataluña:

Dentro de cuatro o cinco días estaremos a punto para esperar lo que el Cielo dispone de nosotros. Dios nos lleve con bien[343]

En ese ambiente, se comprenden las oraciones por el caminante, entonces tan usuales, cuando arreciaban las inclemencias del tiempo, poniendo compasión en el corazón de las buenas gentes. Y también, claro, que no se viajara por placer, como se hace hoy en día, sino sólo por necesidades del propio oficio. De ahí que los tipos de viajeros fueran siempre los mismos: mercaderes, en busca de ventajas para sus tratos; arrieros, que eran los transportistas de la época; diplomáticos y soldados, en ruta a sus destinos; estudiantes, camino de sus Universidades; peregrinos, fueran romeros o jacobeos; algún que otro fraile, de los que el autor del Lazarillo llamaría trotones, y, por supuesto, los pobres a la búsqueda de nuevos sitios donde allegar limosnas, como el ciego y amo de Lázaro, cuando se traslada de Salamanca a Toledo.

Ahora bien, los alojamientos que podían encontrar en el camino eran tan malos que obligaban a conformarse con cualquier cosa a los menesterosos, o bien a llevar su propia impedimenta a los poderosos, como lo haría el oidor del relato cervantino:

Señor —dirá la ventera para justificar su primera negativa—, lo que en ello hay, es que no tengo camas; si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buena hora[344]

Y ésta sí es una nota diferenciadora de aquella época, en la que hasta el lecho podía ser un bien escaso y, por ende, que llevara a situaciones para nosotros impensables.

El dormir, la obligación del descanso nocturno, la necesidad, por tanto, del lecho. También aquí nos encontramos con penurias asombrosas. No es posible rastrearlas en la vida familiar, porque los que testaban eran gentes poderosas que estaban por encima de tales miserias, y los que las sufrían, no tenían qué testar, y no dejaban tras de sí esas referencias. Pero podemos alcanzarlas por las que padecían los viajeros que acudían a alojarse a las ventas y posadas, sobre lo cual legislan las Ordenanzas de la época.

Tres tipos de viajeros valoran las Ordenanzas: la «gente honrada», que llegaba cabalgando, acaso sobre buena mula frailera, los caminantes y los recueros (los que conducían recuas de mulas y, por tanto, se dedicaban al transporte) o arrieros, nombre con el que se les conocía más popularmente. Como es natural, cada uno tenía un trato diferente, con un pago proporcionado. Y aquí se aprecia que también la cama puede convertirse en un artículo de lujo o, al menos, en un bien escaso que es preciso compartir. Está claro que si a una venta o a un mesón llega un grupo de arrieros y se junta con otros trajinantes, con volatineros, con algún estudiante, o incluso con algún fraile, siempre yendo y viniendo de un convento a otro de su Orden, y si en ese momento llega también un golpe de «gente honrada», está claro, insisto, que los inquilinos pueden desbordar el número de camas con que cuenta la venta o el mesón.

Deséchese la idea de habitaciones individuales. En su mayoría se tratará de amplios espacios, destartalados, por supuesto, camaranchones con frecuencia, con varios camastros donde se echan rendidos los fatigados viajeros, como en la venta cervantina que acoge a Don Quijote. Los más afortunados, cuando lo pueden pagar, dormirán en su propio lecho; la mayoría, de dos en dos, y cada cual pagando su precio justo, cual marcaban las Ordenanzas salmantinas:

Yten, que cualquiera mesonero e persona que acoxiere pueda llevar por una persona honrada, que venga cabalgando e duerma sólo en una cama, diez e ocho maravedís por sí e su mula[345]

Se suponía, pues, que los poderosos que llegaban cabalgando en mula podían pagarse su propio lecho. En cuanto a los caminantes, eso ya era más problemático:

Yten, que por un hombre caminante que va a pie, si durmiere sólo, doce maravedís; e si durmiere con compañía, ocho maravedís[346].

En fin, los arrieros tenían otras tarifas: ocho maravedíes si dormían solos, «sea en cama o en cabezales», y cuatro si lo hacían acompañados. También hay que suponer que en la mayoría de las ocasiones sería sobre un puro banco, donde se ajustaba ese cabezal que, como nuestra Real Academia nos advierte, en una de sus acepciones, se trataba de un «colchoncillo estrecho para dormir en los escaños». Quizá fuera lo mejor, que los colchones o colchoncillos descansasen sobre duro tablón, para que así el viajero no se hundiese demasiado, encontrándose en el centro con un compañero de fatigas. Cierto que en el invierno podían darse calor, aunque en el verano sería insufrible tamaña proximidad, pues puede que no mantuviesen mucha conversación, pero a buen seguro que sí compartirían las chinches, las pulgas y los piojos, que irían placenteramente de uno a otro en las largas horas nocturnas. Porque entonces los piojos acompañaban al mísero caminante como la sombra al cuerpo.

Y en cuanto a los festejos religiosos, al lado de los que se mantienen año tras año y siglo tras siglo, como las procesiones de Semana Santa, estaban otros ahora ya orillados o suprimidos. Entre éstos, los que tenían por protagonistas a los grandes oradores sagrados, que eran las estrellas de la época, que podían convocar a multitudes para escucharlos, como aquel fray Luis de Granada, tan famoso, instalado en sus últimos años en Lisboa, y que haría decir a Felipe II, aunque apremiado de tiempo, cuando desde Lisboa escribía a sus hijas:

Por ser tarde no tengo tiempo de deciros más, sino que ayer predicó Fray Luis de Granada y muy bien, aunque es muy viejo y sin dientes[347]

Claro que la gran diferencia estaba en otro acto, entre punitivo y religioso: los autos de fe. Esos sí que atraían a grandes multitudes, superando, por supuesto, lo que podían hacer los más destacados predicadores. Unas multitudes ávidas de contemplar el suplicio de los condenados por la Inquisición, máxime cuando entre ellos estaban poderosos personajes, caídos así desde la cumbre de todo favor a la más mísera de las suertes, que podía llevar acompañada la sentencia de la hoguera.

Tal lo que ocurrió en el auto de fe celebrado en Valladolid el 20 de mayo de 1559, presidido por el príncipe don Carlos y por la princesa doña Juana. Un testigo, que relata lo entonces acaecido, nos dice:

Fue tanta la gente que vino de fuera que, dos días antes, no se podía andar por las calles[348]

Algo que el propio inquisidor general, Fernando de Valdés, confirmaría a Felipe II:

… [fue] tanto número de gente que aquí concurrió a ver este acto, de diversos lugares del Reino, que no hay memoria de que en un día se haya juntado tanta[349]

Claro que autos de fe como aquél de mayo de 1559 eran raros, tanto por la importancia de los reos —entre ellos, el doctor Cazalla, que había sido predicador de la corte, y varios miembros de la alta nobleza— como por la dureza de las penas impuestas, siendo no pocos entregados a la hoguera, aunque sólo uno —el bachiller Herrezuelo— fuese quemado vivo.

Lo cual era harto espectáculo, a todo color, e incluso con el hedor de la carne quemada.