10 LA AVENTURA INGLESA
En 1553, Carlos V está en repliegue sobre los Países Bajos, atento ya a defender sus tierras natales, olvidado de recuperar las plazas del Imperio perdidas por la ofensiva de Enrique II, e incluso renunciando a sus últimos planes sobre Alemania; tanto en lo relativo a que Felipe II heredara en su momento el título imperial, como por lo que se refiere a conseguir domeñar a los príncipes alemanes.
Era una situación defensiva, un poco a la desesperada: al menos, salvar los Países Bajos del acoso francés.
En ese mismo año de 1553, Felipe II tiene órdenes concretas de acudir junto a su padre. Para ello era necesario resolver la cuestión de quién quedaría al frente del gobierno de España en su ausencia, puesto que María se hallaba en Viena y no cabía pensar en ella, tras la ruptura del acuerdo familiar de Augsburgo, y las reticencias de Maximiliano, y Juana estaba en Lisboa como mujer del príncipe Juan Manuel de Portugal. Por lo tanto, era conveniente que Felipe II se desposara de nuevo, para lo que había una princesa a punto: aquélla María de Portugal, la hija de Manuel el Afortunado y de Leonor de Austria, prima carnal, por tanto, del príncipe Felipe, de la que se esperaba una dote sustanciosa.
¿Qué era lo que movía al Emperador a volver a llamar a su hijo? Para mí que, conociendo el grave estado de su madre, Juana la Loca, entiende que pronto habría ocasión para su retirada del poder y para que se cumpliera el relevo en la cumbre que tanto anhelaba, pero en el que no podía pensar mientras viviese su madre. Aquella fórmula de: «Doña Juana, Reina de Castilla, etcétera, y Don Carlos, su hijo…», había dado resultado, pero no se podía poner en marcha otra similar, en la que en vez del hijo apareciese el nieto.
Estaba claro. Era preciso esperar. Por otra parte, las noticias de Tordesillas, los achaques de la Reina madre y aquella otra enfermedad irreversible, la de su avanzada edad para la época (había cumplido ya los setenta y tres años), hacían prever que aquella situación duraría poco.
Por consiguiente, había que prepararse adecuadamente. Asimismo, como siempre, era obligado reunir buena cantidad de dinero:
Y como V.M. dice que el principal fundamento della —la ida a los Países Bajos— es ir muy bien proveído de dineros, se mirará y trabajará y tratará los qué podré haber y juntar, y de dónde y cómo y a qué tiempo..[1110]
Un escollo difícil de superar:
… me tiene con la pena y congoxa que es razón, por no poder proveer a V.M. como quisiera[1111]…
Ésa era la situación en Castilla cuando un nuevo acontecimiento estaba ya trastocándolo todo.
El 6 de julio de 1553 moría Eduardo VI de Inglaterra. Se sucedieron unos días confusos, dada la pretensión del lord protector Somerset de hacer coronar a lady Juana Grey. Pero a finales de mes el panorama se había aclarado: María Tudor había sorteado con gran valor las primeras dificultades y podía sentirse segura como reina de Inglaterra. El apoyo del pueblo de Londres había sido decisivo.
¡Una reina soltera! Sin duda, nada moza, pues había nacido en 1516.
Y no eran los únicos defectos, pues las continuas privaciones, el temor constante, la adolescencia pasada en una corte tan violenta como la de su padre, Enrique VIII, aquel arbitrario y sangriento monarca, el apartamiento en que había vivido María y la propia incertidumbre ante su vida, hicieron de aquella princesa una mujer ajada antes de tiempo.
¡Pero era una reina! La soberana de una de las naciones históricas de Occidente y de uno de los tres pueblos más poderosos de la Cristiandad, cuya alianza se disputaban los monarcas del continente, ya fueran franceses, ya españoles, ya austríacos.
Algo a tener en cuenta. Y así lo pensaron al punto los círculos diplomáticos de París y de Bruselas, de Madrid y hasta de la propia Viena. Sobre todo cuando, tras las primeras jornadas inciertas, en que se podía suponer que el Lord protector saldría victorioso en su intento por colocar en el trono a Juana Grey, se vio a una María Tudor animosa, acudiendo al pueblo londinense para ganarse su apoyo como la legítima heredera de su hermano Eduardo VI.
Una oportunidad que había que aprovechar y que Carlos V lograría. Acorralado como se hallaba por las continuas ofensivas francesas contra sus tierras de los Países Bajos, desmoralizado como lo estaba con su prestigio imperial tan dañado por la rebelión de su antiguo aliado en Alemania, Mauricio de Sajonia, y por su fracaso ante su intento de recuperar Metz, que le había arrebatado, junto con Toul y Verdún, Enrique II de Francia, el Emperador comprendió que el ascenso de María Tudor podía depararle un desquite, al más alto nivel, en aquellos postrimeros años de su reinado.
De ese modo, Felipe II tuvo una inesperada noticia. Dado que aquella alianza inglesa era tan importante para el futuro de la Monarquía, y teniendo en cuenta que Carlos V estaba ya tan gastado —aunque, en principio, hubiera sido el candidato idóneo, por la edad y porque ya había sido el propuesto en los anteriores acuerdos matrimoniales entre las dos casas, en los años veinte, cuando todavía vivía Enrique VIII y Carlos V aún estaba soltero—, Felipe II debía aceptar la presentación de su candidatura.
Lo cual plantearía al Príncipe no pocos problemas. En septiembre de 1553 tenía casi ultimado su matrimonio con la princesa María de Portugal. Al fin, Juan III había alargado la dote de su hermana hasta los 400 000 ducados[1112]. Por fortuna, la flota de las Indias (cinco naos de Tierra Firme y cuatro de Nueva España) había arribado en octubre con buena cantidad de dinero: unos 3 000 000 de ducados, de ellos, 456 888 para las arcas imperiales[1113].
Por otra parte, se ve a Felipe II con ánimo de gobernar con ideas propias, rectificando viejas posturas de su padre, incluida aquella tan poco afortunada de haber vendido las Molucas por el tratado de Zaragoza de 1529. ¿No era conveniente revocar aquel acuerdo? Al Príncipe le aseguraban que cada año el rey de Portugal sacaba de aquel comercio pasado el millón de ducados. ¡Y eso un año tras otro! Sin embargo, su padre lo había vendido por 350 000 ducados. ¡Bonito negocio!
Está claro el reproche del hijo en su advertencia al padre:
Lo del Moluco está de la manera que V.Mt. sabe, y por la copia de la scriptura, que está otorgada cerca dello entre V.Mt. y el rey de Portugal, que va con ésta, verá V.Mt. que en cualquier tiempo que se vuelvan al rey de Portugal los 350 000 ducados que dio, parece que queda libre, y de la manera que fue declarado en tiempo de los Reyes Católicos y el rey don Juan de Portugal[1114].
¿Se podía mantener aquella cesión? ¿No era el momento de recobrar lo perdido? Tal pensaba el Príncipe:
Y pudiéndose V.M. aprovechar de la venta de la specería no es cosa que se debe perder porque me certifican que vale al rey de Portugal más de un millón de ducados en cada año[1115]…
Era también cuando Felipe II ya está gobernando de hecho España, procediendo directamente a la designación de los más altos cargos que iban quedando vacantes, como el de virrey de Cataluña, para el que nombra al marqués de Aguilar:
… le he proveído del dicho cargo —notifica a su padre—, teniendo por cierto que V.Mt. será bien servido dél[1116].
Para esas fechas, ya Carlos V había mandado a Inglaterra uno de sus mejores diplomáticos, Simón Renard, y había conseguido inclinar el ánimo de María Tudor a su matrimonio con Felipe. No había sido fácil, sobre todo por la resistencia de la corte inglesa a ver a su reina casada con un extranjero; pero, al final, la diplomacia imperial logró la victoria, sorteando la enemiga de los franceses y hasta la rivalidad de su hermano Fernando, que quería poner a un hijo suyo en el trono de Londres.
Y Felipe II es advertido a principios de diciembre de 1553: María Tudor se mostraba cada vez más partidaria del pretendiente español:
He tenido cartas de Inglaterra, le escribía Carlos V a su hijo desde Bruselas el 3 de diciembre de 1553 en que afirman que aunque por parte del rey de Francia y del embajador de Venecia y otros se hacía toda la instancia posible por impedír y estorbar la plática del matrimonio entre vos y la serenísima Reina, todavía está en los términos que os he avisado y se confirma cada día más su buena voluntad[1117]…
De forma que era hora de ir aprestando las cosas. Y entre ellas, la armada que había de llevar al Príncipe y a su cortejo. Pero ¿qué cortejo? ¿No existía el peligro de que media Castilla quisiera embarcarse con el Príncipe? ¡Cuidado con esto!
Y en lo de los Grandes y otros caballeros principales que han de venir con vos en esta jornada, como es razón, os lo remito, mirando sean de edad y que más os satisfarán. Solamente os ruego les prevengáis de dos cosas: la una, que vengan con moderación y de manera que puedan durar y no hagan en breve tiempo los gastos que suelen que los fuerçe a tomarse. Y la otra, que traigan criados honrados[1118]…
En cuanto al dinero, las Indias se habían portado tan bien, que el Príncipe podía ir muy rico; según el consejo de Carlos V, Felipe II podía llevar consigo un millón de ducados, y que fuera «… en oro cumplido…».
Sí, las Indias se estaban portando a las mil maravillas:
… de que habemos holgado, porque será a coyuntura para lo de vuestra pasada acá[1119]…
Se mantenía la duda en cuanto a quién había el Príncipe de dejar en Castilla gobernando España. Felipe II pensaba en su propio padre, pero la idea no debió agradar al Emperador; realmente, hubiera sido inusual que el padre representara a su hijo, y Carlos V lo orilla[1120].
Inesperadamente, la solución llegó de la Península. El 2 de enero de 1554 moría el príncipe Juan Manuel de Portugal, el esposo de la princesa Juana, la hija menor del Emperador. Y aquella joven viuda paría dieciocho días después un niño, el futuro rey don Sebastián de Portugal. ¡Por lo tanto, aquella viuda podía volver a Castilla! Que el príncipe niño quedara al cuidado de sus abuelos. Ésa sería la misión que a toda prisa se encomendó a Luís Venegas de Figueroa, y doña Juana obedeció, acaso por su sentimiento de estar al servicio de la dinastía, quizá por su afán de protagonismo, ante aquella ocasión de gobernar la nación más poderosa de la época; posiblemente, por los dos motivos entrelazados.
Una dificultad aún: ¿qué se debía decir a la corte portuguesa? ¿Qué, en especial, a la princesa María, la hija de Leonor de Austria, aquella cuya mano se había solicitado y que ahora se olvidaba? El Emperador tendrá la respuesta:
Y en lo de la infanta doña María en que también habló —el embajador de Portugal Bernardo de Zamora— apuntando su descontentamiento y la causa que tenía, habiendo pasado tan adelante la plática del matrimonio, le replicamos —es Carlos V quien escribe a Felipe II— lo necesario, sin querer justificar ni ahondar en la materia, en lo del cumplimiento de la dote y en lo demás, porque cuando estas cosas son pasadas, lo mejor es disimular[1121]…
Evidente confesión de cuán mal se había tratado a la portuguesa y de que era difícil o, por mejor decir, imposible una clara satisfacción: «… lo mejor es disimular…»[1122]
Y se puso en marcha el cortejo, acaso el más fastuoso de la historia de España. Allí estaban las cabezas principales de la nobleza castellana: el almirante de Castilla, los duques de Alba y Medinaceli, los condes de Feria, Olivares, Fuensalida y Chinchón, los marqueses del Valle y de Pescara, y don Antonio de Toledo. Iba, por supuesto, el íntimo amigo desde la infancia de Felipe, Ruy Gómez de Silva, y como secretario, Gonzalo Pérez.
Era sólo la cumbre de un impresionante cortejo, pues cada uno de esos Grandes se hacía acompañar de una pequeña corte ¡Había que deslumbrar a los ingleses! El propio Felipe daba por descontado que, en conjunto, serían en torno a los tres mil. ¿Y cuántos no irían como aventureros, al olor de una jornada que se asemejaba a una conquista? Era como si se pensara: nuestro Príncipe se adueña del lecho de la Reina y nosotros de sus tesoros.
Precisamente lo que Carlos V temía que se produjera. Pero los hechos estaban así, y el propio Felipe II lo reconocía al embajador Simón Renard:
En lo que scribís que la Serenísima Reina querría saber la gente que irá en nuestro acompañamiento y servicio, no se podría decir lo cierto, pero todavía no dexarán de ir hasta tres mill personas de nuestra Casa y Corte, sin la gente que irá para seguridad de la armada, que serán hasta otros seis mill, [y] sin la gente mareante…
¿Aquello no se parecía más a una invasión? ¿Acaso se confiaba en el deslumbramiento, en el efecto de aquel millón de oro? Carlos V lo tenía muy claro, que los españoles fueran a dar, no a recibir:
Con éste [correo] —le dice a su hijo— se os envía copia de un memorial que, con comunicación de la dicha Serenísima Reina, se han hecho de las personas a quien se ha de dar pensiones y en qué cantidad; paresce que debe ser en vuestra Casa, porque conoscan que de vos resciben la gracia y beneficio y que os han de servir y seguir[1123]…
Dos cuestiones, por tanto: cómo había de quedar la gobernación, de Castilla y de qué forma se había de hacer el viaje a Inglaterra. En cuanto a lo primero, no cabe duda: Carlos V nombrará a Juana, su hija, como lugarteniente y gobernadora, pero no por motu proprio, sino inducido por Felipe; y en relación a la segunda cuestión, el viaje no se podía demorar porque la Reina lo estaba deseando y los peligros de novedades en Inglaterra crecían. Ésa era la impresión del Emperador, que merece algún comentario.
Pues en cuanto a dejar a Juana en Castilla se aprecian las reticencias del Emperador, no muy contento del modo en que se había comportado Juana en Portugal. En los despachos de Carlos V se aprecia que no tenía demasiado buen concepto de su hija pequeña y que le preocupaba el que hiciese algo indebido, tanto en el gobierno del reino como en el de su casa. De forma que para lo uno y lo otro le pide a Felipe II que la atase corto.
Y pues conocéis que la Princesa es más ativa[1124] y entonces ovo tales desórdenes, mirad que dexéis expresamente proveído que no sólo ella se temple en lo que ha de proveer, para los del Consejo que se lo han de consultar…
Y añade, en cuanto a la corte de la Princesa:
Y miraréis si conviene que estuviese cerca de su persona alguna mujer principal de edad y buen exemplo…, y que se le modere la Casa, que soy avisado que para lo que tenía en Portugal había menester 40 000 ducados cada año, que es cosa desordenada[1125].
Cierto: Felipe II tenía mejor concepto de su hermana, así que rebate las acusaciones paternas[1126] y al fin impone su criterio, si bien procurará dejarla bajo severo control del equipo de gobierno que quedaba en Castilla, en particular del secretario Juan Vázquez de Molina[1127]. También, tanto o más que por el fraternal deseo de verse con su hermana, por la exigencia de puntualizarle algunos extremos del gobierno que le dejaba, Felipe II acude a esperarla a la frontera, en Alcántara, desoyendo los apremios del Emperador para que sin más dilación embarcase para Inglaterra:
… yo habré de salirle al camino por la posta y vella y comunicalle algunas cosas que converná advertilla. Y no fuera razón dexar de vella por tan pocos días, quanto más que no se perderá tiempo porque mandaré partir mi casa y irla he alcanzar por la posta[1128].
Por supuesto, los veintisiete años eran lo que al Príncipe le permitían aquellos alardes de coger una y otra vez la posta, el medio más rápido de la época, aunque, con mucho, también el más fatigoso.
Para entonces Felipe II había mandado ya a un emisario especial a la corte de Londres, el marqués de Las Navas, su mayordomo, con carta de su mano para la Reina y con un regio presente, acaso la famosa perla Peregrina, que era una de las rarezas del tesoro real[1129].
Felipe II hizo su viaje saliendo a recibir a la princesa Juana, su hermana, en Alcántara, para ir con ella a visitar a la abuela Juana, aquella pobre Reina que se consumía lentamente en Tordesillas, donde llevaba recluida tantísimos años; visita que hay que interpretar como algo más que por un sentimiento familiar de los dos nietos hacia su abuela. Para mí, Felipe tiene un encargo de su padre, o acaso se lo plantea él mismo: conocer con más seguridad el estado de la pobre loca, y si era ya inminente su evasión de este mundo, dejando de una vez por todas el camino expedito para aquel relevo en la cumbre por el que ya suspiraba Carlos V.
En Tordesillas se separarían ambos hermanos; Juana con dirección a Valladolid, donde pondría su corte, y Felipe hacia La Coruña, donde al fin embarcaría a mediados de julio para dirigirse a Inglaterra.
Eso sí, a Inglaterra no iría sólo como Rey, sino también como hombre; no sólo el obediente hijo del Emperador, sino aquél que tanto gustaba de la vida amorosa.
Y como era harto dudoso el que en ese terreno la reina María Tudor le diera las satisfacciones que anhelaba, se llevaría consigo aquellas pinturas eróticas encargadas a Tiziano, en las que no es difícil ver o adivinar al propio joven Rey, y que no dudamos de que también se recogía, con el disimulo de los relatos mitológicos, a su propia enamorada, a Isabel de Osorio.
El maravilloso cuadro de Dánae recibiendo la lluvia de oro, una de las obras maestras de la pintura del Quinientos, está ofrecido por Tiziano a Felipe II en carta fechada el 23 de marzo de 1553; por lo tanto, se trata de un encargo del Príncipe antes de conocer su futuro destino inglés. Y la pregunta salta, al momento: ¿fue sólo un deseo de poseer ese cuadro erótico, con la mera referencia al tema mitológico? ¿O quiso Felipe II, encubriéndolo con ese pretexto, que el mejor pintor de cámara de su tiempo hiciera el desnudo que le recordara para siempre a su enamorada? Se nos dirá: Tiziano no conoció a Isabel de Osorio. Pero eso no es totalmente seguro. Desconocemos si entre aquella nube de acompañantes o con aquel nutridísimo cortejo del Príncipe en 1548 no iría Isabel de Osorio. Y aunque así no fuera, por el temor de Felipe II a que llegase la noticia al Emperador, bien podía Tiziano acometer aquel encargo, sin haber visto a la retratada, como lo hizo, en un plano distinto, pero sin conocer a la persona, cuando retrató a la otra Isabel, a la Emperatriz, nueve años después de su muerte.
También debe tenerse en cuenta: estamos ante el cuerpo desnudo de una mujer concreta, en el momento de entregarse al amor, no de una figura estereotipada.
Y lo que resulta significativo: es el príncipe Felipe el que hace el encargo al artista de una pintura erótica, cuyos rasgos son recogidos por la documentación del Rey que custodia nuestro Archivo de Simancas, como pudo confrontar Fernando Checa:
Uno de los amores de Júpiter cuando en lluvia de Oro vino a amar a Dánae[1130].
Pero es más revelador el otro cuadro erótico que por esas fechas encarga Felipe II a Tiziano: Venus y Adonis. Aquí el comentario que hace Lafuente Ferrari es un punto de referencia obligado.
En el cuadro de Tiziano, sabemos que el pintor prometió enviárselo al Príncipe en 1553, posiblemente por un encargo hecho dos años antes, durante la estancia de Felipe II en Augsburgo en la primavera de 1551. Y es muy revelador que al demorar Tiziano su obra hasta 1554, cuando Felipe II ya está en Inglaterra, el Rey-Príncipe pida que se lo manden a Londres.
Esto, en la biografía del Rey, en la visión del hombre, es algo que hay que destacar.
Porque resulta evidente que Felipe II quiere tener consigo, en esa etapa tan desabrida de su matrimonio con María Tudor, aquella pintura que le traía a la memoria sus amores con Isabel de Osorio. En el cuadro, ¿con qué nos encontramos? Con una hermosa mujer desnuda (Venus-Isabel), de espaldas al espectador, que se esfuerza en sujetar a su amado (Adonis-Felipe II), cuya mano siniestra sujeta a dos perros de caza. Es el tema mitológico: la diosa griega trata de retener al hermoso Adonis, que se dispone a ir a la cacería donde encontrará la muerte, por el ataque de un feroz jabalí.
Es evidente que tal tema no está encargado al azar. Si Felipe II quiere tener esa visión de su amada, está claro que en Adonis quiere que el pincel de Tiziano le tome a él como modelo. En suma, que el pintor capte una escena de la vida amorosa del Príncipe, disimulándolo bajo el simbolismo del tema mitológico. Y por algo el rostro de Adonis, inclinado hacia Venus, permite la semejanza sin llegar a una precisión que podría parecer escandalosa; pero si comparamos este cuadro con el retrato que Tiziano hizo a Felipe II en 1551 en Augsburgo, hemos de reconocer que el parecido existe: de entrada, Adonis es un joven rubio en el que, como en el retrato de Augsburgo, se apunta bigote y barbilla.
Pero Felipe II, ya lo hemos señalado con el detalle que se merece, no descuida sus deberes con su nueva esposa, María Tudor, con la que intercambia los retratos de rigor: por su parte, envía a la corte de Londres el que le había hecho Tiziano en 1551, mientras que recibe de la reina inglesa el famoso cuadro de la mujer con la rosa roja.
Aquí el arte viene en ayuda del historiador.
Veamos primero el retrato de Felipe II. Es el que pintó Tiziano en la primavera de 1551, durante la estancia del Príncipe en Augsburgo. Por lo tanto, cuando tenía veinticuatro años. Y acaso porque todavía aspiraba al Imperio, donde tan temibles eran las ofensivas del Turco, aparece armado de caballero y espada al cinto, si bien el casco y los guanteletes de hierro quedan sobre una mesa cercana. No es todavía más que el heredero, y ese hecho de sumisión al Emperador, su padre, parece que trasciende del cuadro; pero, y quizá por ello, más propicio para enamorar a la reina inglesa, a quien al fin sería mandado desde Bruselas, pues al principio Felipe II se lo envió a su tía María de Hungría. Y aunque nos parezca un cuadro soberbio, no agradó a Felipe II, acaso porque hubiera deseado encontrarse más arrogante, más dominador. De hecho, sabemos que se quejaría a María de Hungría: «Si hubiese tiempo, yo se lo tornaría a hacer».
Pongámoslo frente a frente del retrato de María Tudor hecho por Antonio Moro, precisamente para Felipe II.
Sin duda, es un excelente retrato, aunque no sea el de una hermosa mujer. Es el retrato de la reina María Tudor, el de la reina de la rosa roja en su diestra mano, desbordante de joyas, desde la diadema que luce sobre el tocado hasta las pulseras y anillos, pero sobre todo por el regio cordón anudado al talle y la soberbia perla que cuelga de su cuello, que bien pudiera ser la famosa perla Peregrina ofrecida por Felipe. Todo, como si de ese modo se quisiera compensar la falta de belleza de un rostro prematuramente ajado y carente de encanto, que más despierta la compasión, como de un ser desvalido, que la admiración por la hermosura que el artista no puede reflejar; aunque, eso sí, esté orgulloso de su obra, y por eso la firma bajo la bocamanga derecha de la Reina: «Antonius Mor pingebat 1554».
Presentados los dos principales personajes, vayamos al encuentro, con aquel desembarco español en Inglaterra de 1554.
Ya hemos comentado el regio cortejo que consigo llevaba Felipe II; era el ceremonial borgoñón que había impuesto Carlos V a la corte castellana. Mayordomo mayor, el duque de Alba. Entre el rico ropaje de Felipe, cinco trajes de corte, a cuál más lujoso. ¡Y un cofre lleno de joyas, que se decía eran para regalar a manos llenas! Los Austrias hispanos estaban decididos a demostrar que no habían tenido por móvil, en aquella boda, enriquecerse a costa de los ingleses, sino al contrario. Felipe II llevaba consigo un tesoro cercano al millón de ducados, y los Grandes que le acompañaban también iban bien provistos; todos querían competir en su «grandeza», de forma que en Castilla empezó a faltar el dinero, pues se habían quebrantado todas las normas que prohibían la saca de moneda del reino. Y eso lo sabemos por el propio Felipe II, que el 11 de mayo de 1554, en las vísperas de su viaje a Inglaterra, escribía desde Valladolid a su padre, el Emperador:
Con llevar yo hasta 870 000 ducados, de más de 200 000 ducados que se habían gastado en el armada, poco más o menos, y con lo demás desto llevaré para mi gasto ordinario y con lo que llevarán los que fueren conmigo y con lo que se sacará a hurto y con lo que han sacado de algunas licencias que V.M. ha dado y el embaxador de Génova otorgado en los asientos que ha hecho por mandado de V.M., el Reino quedará muy falto de moneda[1131]…
Y ya hemos visto que el Emperador le había mandado a su hijo un Memorial, consultado con María Tudor, de los personajes de la corte inglesa que debían recibir pensiones, insistiendo Carlos V en que el Príncipe debía dejar, claro que tales pensiones las recibían de su mano.
¿Qué temía entonces el inglés medio? La propaganda francesa, hábilmente montada por el embajador Noailles, aireaba los viejos temores: Inglaterra perdería su libertad, el español la metería en sus incesantes guerras en el exterior e introduciría la espantosa Inquisición en el interior. Estaba, sí, el contrato matrimonial, que limitaba grandemente la posible influencia del rey consorte en el reino, y que parecía que daba todas las ventajas a Inglaterra: el hijo que tuvieran heredaría no sólo Inglaterra, sino también los Países Bajos, e incluso, si moría don Carlos, la propia España. Por otra parte, se especificaba con toda precisión que Inglaterra permanecería neutral en las temidas —y constantes— guerras entre Francia y España.
Ahora bien, por encima de los tratados estaban los soberanos, y sin duda era lo que animaba a Carlos V. ¿Acaso no iba a poder influir Felipe II sobre su esposa? Y eso que el Emperador no pudo más que intuir el grado de enamoramiento a que llegaría María Tudor. Pero algo debió barruntar cuando, al notificar a su hijo los términos del contrato matrimonial, que parecía tan desfavorable para Castilla, le indicaba:
Vos deberéis prestar juramento de respetar las leyes y privilegios de Inglaterra…
Eso era lo que, en principio, debía hacer Felipe II; pero su poder sería muy otro, porque María Tudor le sería propicia para cambiar las cosas. Y así le añadía el Emperador:
… pero la Reina en confidencia nos asegura que secretamente se hará todo conforme a nuestra voluntad, y Nos la creemos[1132].
De momento, el Emperador es prudente: que Felipe II no dé ni el menor indicio de querer meter a Inglaterra en la guerra con Francia; tal es la consigna que le manda a fines de junio de 1554, cuando sabe que está a punto de embarcar para Inglaterra:
Y habéis en todo caso de excusar que no se apunte ni platique —en las consultas con María Tudor y su Consejo— que queréis traer ingleses —a los Países Bajos—, porque no piensen ni sospechen que venís con fin de ponerles y meterlos en guerra…
Y añadía:
… antes, que habéis de procurar continuamente por vuestra parte que estén en paz y quietud y que no se vaya contra la neutralidad[1133]…
En el esquema imperial lo que contaba, sobre todo, era establecer una firme alianza entre Inglaterra y la Monarquía católica, aunque fuera a costa de que los Países Bajos se desgajaran en el futuro de España; eso hubiera sido suficiente para contrarrestar el poderío francés.
Ahora bien, eso estaba condicionado a que la Reina tuviera sucesión, que naciese algún hijo de aquel enlace. Cuando se vio que toda aquella trama diplomática era vana, Felipe II cambió de idea: ¡al menos, que su sacrificio sirviera para algo! Y ese algo sería el apoyo inmediato en la guerra contra Francia, cuando la alianza entre Enrique II y el papa Paulo IV lo ponía todo más difícil, como hemos de ver.
De momento, cuando la armada española llega a las costas inglesas, a mediados de julio de 1554, Felipe II se apresta al desembarco en Southampton con su impresionante cortejo: en torno a las 3000 personas, quedando en la armada un pequeño ejército —pequeño pero aguerrido— de 6000 soldados, en principio destinados a incorporarse al frente activo que Carlos V sostenía en la frontera con Francia, pero probablemente también para advertir a los ingleses que el Príncipe que llegaba a sus costas era un poderoso señor y que cualquier desacato podía costar caro.
Sin embargo, de momento todo transcurrió normalmente, desde el recibimiento al Príncipe en Southampton por el enviado de la Reina, sir Anton Browne, hasta la recepción oficial en palacio por la propia María Tudor.
Pero ¿cómo se entenderían? He ahí una de las claves del problema planteado. ¿No debe todo buen monarca estar atento a las necesidades y a los deseos de su pueblo? ¿Y cómo puede hacerlo si desconoce su idioma? Tal había sido la reclamación de los castellanos cuando llegó a sus tierras un soberano extranjero, de nombre Carlos. Y tal ocurría ahora, aunque el problema fuera menor, dado que el nuevo soberano era sólo rey consorte. Aun así, no pudo menos de causar mal efecto que la gente escuchara a sir Anton Browne, el noble enviado por la reina María Tudor, que se dirigía a Felipe II en latín, para ofrecerle un presente regio: un hermoso caballo blanco enjaezado de terciopelo carmesí y oro[1134].
Asistamos al encuentro de los dos novios: anhelado por la Reina, que al fin parecía salir del túnel de sus angustias y de sus soledades, y temido por el Príncipe, que ya era Rey, pues Carlos V le había cedido el título sobre Nápoles. Y hagámoslo de manos de un gran historiador inglés, uno de los primeros grandes hispanistas dados por el Reino Unido, hoy poco menos que desconocido, de nombre Martin Hume.
Inglaterra acogió a la comitiva española con una lluvia pertinaz, que empapó a Felipe hasta el punto de tener que cambiarse de traje, antes de pasar a ver a la Reina[1135], y que le provocaría un fuerte resfriado. En Winchester, tras oír misa en su catedral, fue visitado en su alojamiento por el conde de Arundel para notificarle que la Reina le aguardaba:
Al entrar Felipe II —es Martin Hume quien describe la escena—, la Reina se paseaba con impaciencia. Estaba, como de ordinario, magníficamente ataviada, con muchas joyas sobre su vestidura de negro terciopelo, alto talle y basquiña de argentada labor.
Hubo besos, a la usanza de ambos pueblos: el galante del beso en la mano, según la costumbre española, y el de la boca, al gusto inglés. Y ya María Tudor puede decirse que mostró cuán vulnerable era:
De la parte de ella —otra vez Martin Hume es quien escribe—, desde el primer momento fue todo amor. La pobre dama, famélica de amor toda su vida, traicionada y vejada por los que más obligados estaban a mostrarle rendimiento, dotada de un espíritu reconcentrado en sí misma, había encontrado al fin en aquel joven hermoso y apuesto, y 10 años más joven que ella, un ser a quien amar sin temor ni falta[1136]…
Un historiador de nuestros días, acaso el que ha escrito la mejor biografía sobre Felipe II, lo resume de este modo, en cuatro palabras: «… Mary who adored him…»[1137]
No es vana referencia de una crónica social. Está claro que el grado de influencia que Felipe II pudiera conseguir sobre María Tudor era importante de cara a que la aventura inglesa fuese afortunada. En ese sentido, Felipe II amplió con creces su cometido, y Carlos V, su padre, lo había de reconocer. A su mismo campamento de batalla le llega por todas partes esa información:
… del contentamiento y satisfacción que todos me certifican que tienen allá —en Inglaterra— de vuestra persona y del buen tractamiento y acogimiento que les hazéis[1138]…
El protagonismo de Felipe II irá creciendo en la gran política europea. Ya no es el mero hijo obediente del Emperador, el simple ejecutor de sus órdenes, Carlos V le ha cedido el reino de Nápoles y le ha dado el ducado de Milán; algo para ponerle a nivel de su esposa, la reina de Inglaterra. No es un príncipe español el que desembarca en las costas inglesas, no únicamente el heredero de las Españas. Es ya el que tiene la decisión en sus manos de lo que ocurra en Italia, aunque siempre consulte con su padre. Y eso se percibe al punto, en dos cuestiones importantes: en la política a seguir en Italia, ante la nueva situación planteada en Siena, y en el comportamiento de la corte inglesa con la princesa Isabel, la hermanastra de María Tudor, la hija de Enrique VIII y de Ana Bolena.
En cuanto a lo acontecido en Siena, es preciso remontarse a 1552 para comprenderlo. La crisis política, a escala europea, abierta con el doble asalto del rey francés, Enrique II, y del príncipe alemán Mauricio de Sajonia al poderío de Carlos V tuvo su inmediata repercusión en la pequeña república italiana, donde el partido popular, apoyado por Francia, se alzó contra la oligarquía nobiliaria aliada con el Emperador. La revuelta alarmó a Carlos V, porque Siena podía convertirse en un punto conflictivo, un paso estratégico que en manos de Francia podía tanto cortar las comunicaciones entre el Milanesado y el reino de Nápoles como facilitar las antiguas incursiones francesas sobre Italia. Pero la reacción de la Monarquía católica tardó en producirse, sin duda por haberse volcado en el apoyo a Carlos V en Alemania y en la campaña contra Enrique II, cifrada en el asedio a Metz, y también porque la muerte en 1553 de don Pedro de Toledo, el virrey de Nápoles, al que se le había encomendado la misión de someter a Siena, dificultó las cosas, hasta el punto de que en 1554 el problema seguía en pie.
En 1554, cuando Felipe II estaba dando un paso más en su protagonismo político, Italia ya había sido puesta en sus manos por el Emperador. No sólo por el reino de Nápoles, hábil gesto que ponía al Príncipe al nivel debido frente a la reina de Inglaterra, sino también por la cesión del gobierno del Milanesado, que en agosto de 1554 Felipe II se apresura a tomar en sus manos:
Habiendo de enviar una persona a Lombardía y al Estado de Milán, para que en cumplimiento de la merced que V.M. me ha hecho de dexarme la administración del Estado de Milán entienda en lo que allí se habrá de hacer en mi nombre…
Así escribía Felipe II a su padre desde Richmond, el 17 de agosto de 1554[1139]. Con igual autoridad quiere intervenir desde aquel momento en el conflicto de Siena, que se prolongaba en demasía; incluso enfrentándose con su padre, pues el Emperador deseaba una solución pactada, mientras Felipe II piensa ya en un control por la fuerza de los principales enclaves de la zona, que resolviese de una vez por todas la cuestión.
Para Carlos V eso tenía un inconveniente: que se acusase al nuevo rey de prepotencia, de un deseo de aumentar sus dominios, con lo que todos los pequeños potentados de Italia entrarían en recelos y sería dar la razón a la propaganda francesa. Aparte del gasto insufrible para la Monarquía.
¿Cuál sería la respuesta del Príncipe? ¿Someterse al criterio del Emperador? En absoluto. En una carta, no exenta de pasión, respetuosa en la forma pero enérgica en el fondo, Felipe II marcaría con firmeza su postura: él nada deseaba en cuanto a nuevos dominios, pero Siena en manos de Francia ponía en peligro la seguridad de Nápoles, y eso no lo iba a consentir:
Si no nos queremos engañar —escribe Felipe II al Emperador—, bien podemos entender que ya estando en estos términos franceses, no se pueden echar de allí si no es con la fuerça…
¿Avasallador de otros dominios? Cierto, era una acusación que había que afrontar:
Yo querría mucho justificar mis actiones para con todo el mundo de no pretender Estados ajenos, y para con V.M. no sólo las actiones, más aún los pensamientos; pero también querría que se entendiese de mí que he de defender aquello de que V.M. me ha hecho merced, y que tanto trabajo de su persona y sangre de sus súbditos le ha costado.
Y la razón era clara:
Muy entendido está ser el estado de Sena la principal y derecha puerta para ofender el rey de Francia al Reino de Nápoles y asimesmo el baluarte para su defensa. Y siendo esto ansí, no puede nadie con razón juzgar que lo que se pretende con justo título para defender lo propio, y no más, sea ambición de nuevos señoríos[1140]…
Se pondría en marcha por tanto, desde Inglaterra, la operación militar y diplomática que daría por resultado la anexión de Siena al Estado aliado de Toscana, con el establecimiento de una serie de guarniciones en puntos clave de aquella costa; serían los presidios toscanos, en manos españolas, de que terdremos ocasión de hablar.
Mientras tanto, Felipe II seguía en Inglaterra su política de atracción de la corte inglesa y de apoyo a María Tudor para la recatolización del reino y su reincorporación al seno de la Iglesia romana.
Un móvil que era un lugar común en Castilla, tomando así como una misión a lo divino el enlace de su Príncipe con María Tudor y la consiguiente marcha a Inglaterra.
Tal se puede constatar por la documentación de la época. Cuando san Francisco de Borja intenta reducir el alterado ánimo de la reina Juana, la pobre reclusa de Tordesillas, que había dado en inquietantes manifestaciones religiosas, en apariencia heterodoxas, le argumenta que, puesto que su nieto Felipe había aceptado el sacrificio de su boda con María Tudor, para ayudar a la conversión de Inglaterra, sería en gran daño de su misión si allí se supiera la forma en que vivía ella —la reina Juana— en Castilla:
… qué dirían los que con él vivían —en Inglaterra— sino que, pues S.A. vivía como ellos sin misas y sin imágenes y sin sacramentos, que también podían ellos hacer lo mismo, pues en las cosas de la fe católica lo que es lícito a uno es lícito a todos[1141]…
El mismo hecho del acompañamiento de Felipe II, con aquel escogido grupo de teólogos —entre los que destacaba Carranza—, da idea de que ése era uno de los objetivos principales de la misión que se llevaba a Inglaterra.
En su breve reinado en Inglaterra, de poco más de cuatro años, Felipe II tuvo que afrontar tres problemas principales, dos de ellos de inmediato, el tercero provocado por las circunstancias, después del relevo del Emperador; y esos tres problemas eran la cuestión religiosa en Inglaterra (su reingreso en la Iglesia de Roma), la sucesión y la neutralidad inglesa en la guerra entre la Monarquía católica y la de Enrique II.
En la cuestión religiosa, la intervención de Felipe II estribó en principio en aportar el equipo de teólogos españoles, entre los que destacaba el dominico Carranza, después arzobispo de Toledo, y más tarde procesado por la Inquisición. En la represión llevada a cabo por María Tudor y su gobierno, menor sin duda que la realizada en los anteriores reinados de su padre, Enrique VIII, y de su hermano Eduardo VI, la Reina se ganó el epíteto de María la Sanguinaria por la posterior historiografía inglesa, efecto sin duda del hecho de que al fin Inglaterra, bajo Isabel —la hija de Ana Bolena—, volviese a romper con Roma, convirtiéndose en una de las cabezas de la Reforma en Europa.
En todo caso, Felipe II tuvo también un papel importante en el primer desenlace. Cuidó de que el cardenal Reginald Pole, legado de Roma para la reincorporación de Inglaterra al seno de la Iglesia romana, aguardase en los Países Bajos hasta el momento oportuno. Y el Rey estuvo presente, por supuesto, en las jornadas posteriores, hizo públicos votos porque todo se resolviese de acuerdo con los deseos de la Reina y, cuando al fin se proclama aquel retorno de Inglaterra al catolicismo, lo comunica feliz a España; a su hermana Juana le expresaría su contento:
… la alegría que por ello hemos sentido…
Se sentía, Felipe, satisfecho de haber logrado aquella misión, que era la que España —y no sólo Carlos V— había puesto en sus manos:
Sabemos el gozo que os producirá —añade a su hermana, al darle la noticia—, y también a todos en España[1142].
Y así era la verdad. Incluso Juana veía en ello la vía abierta para que también se redujese a la fe de Roma la misma Alemania, retornando de ese modo la antigua unidad de la Universitas Christiana:
Nuestro Señor ha sido servido encaminallo para que por la mano de Vuestras Altezas se haya acabado un negocio tan grande en tanto servicio suyo y bien desse Reino y de nuestra religión, y que se haya abierto camino para tener esperanza que lo de Alemania podrá tener remedio[1143]…
De modo que el retorno de Inglaterra se tomó como particularísima victoria del príncipe Felipe, y de esa manera se celebró en toda España, empezando por la corte, donde hubo
… procesión solemne, en que se halló el Señor Infante [don Carlos], mi sobrino, y los Grandes y perlados que aquí estaban[1144].
Pero vinculado al problema religioso estaba el de la sucesión. Felipe, como María Tudor, sabían perfectamente que para que aquella reconversión de Inglaterra fuese duradera, para afianzar su obra, era preciso dar un heredero a la Corona. Ése era el cálculo, evidentemente, de Carlos V cuando planeó la alianza matrimonial con la Casa Tudor. Y en un principio surgieron esperanzas, el rumor corrió: la Reina estaba embarazada.
Falsa esperanza, que el tiempo se encargó de esfumar. De modo que Felipe II se planteó otra alternativa: si no surgía el anhelado heredero, ¿quién sucedería a la Reina? Una pregunta tanto más razonable cuanto que la salud de María Tudor no era buena.
Sabemos la respuesta, que otra vez marca ya el protagonismo de Felipe: la protección a la princesa Isabel, en contra de los consejos del Emperador. Una protección que valió para salvar a la Princesa no sólo tras la conjura de Thomas Wyatt, sino también la de Dudley.
Algo que le sería reprochado por la España inquisitorial, representada en este caso por el cronista Cabrera de Córdoba:
El Consejo condenó a muerte a Isabel —recoge el cronista de Felipe II— mas el Rey no quiso se ejecutase, aunque disgustó a la Reina, diciendo que era muchacha y engañada… Y Dios la guardó para que le inquietase, gastase y diese cuidadosa vejez, por haber antepuesto la comodidad del señorío guardando la que fue enemiga de la Iglesia Católica, de cuyo nacimiento, crianza y mala vida había perversos efectos…
Y añade, sentencioso, el cronista Cabrera de Córdoba:
Son castigados los consejos cuando se prefieren a los celestiales. También afearon esta blandura en prudencia humana muchos, diciendo: «No muerden los muertos, y guardar en prisión Príncipe de sangre real era difícil»[1145].
Derrochó, por tanto, Felipe II esfuerzo y dinero por atraerse a Inglaterra y afianzar su alianza, según la consigna que en 1553 había dado Carlos V a su embajador Simón Renard:
A toda costa es nuestro deseo que Inglaterra y los Países Bajos resulten aparejados, con el fin de que se proporcionen mutua ayuda contra sus enemigos[1146]…
La esterilidad de María Tudor hizo fracasar todo aquel empeño; el reingreso al catolicismo de Inglaterra duraría lo que el breve reinado de la segunda esposa de Felipe II, y poco más la alianza entre las dos Coronas.
La duda que puede formularse es si Felipe II no arrojó demasiado pronto la toalla, en la cuestión de conseguir sucesión de María Tudor. A esos efectos, apenas si se pueden computar los trece meses de su primera estancia en Inglaterra. ¿No era demasiado poco? ¿Hubo algo más? Felipe II salió de Londres, camino de los Países Bajos, llamado por su padre, como protagonista destacado en el acto del relevo; pero esa jornada de Bruselas transcurrió el 25 de octubre, y Felipe II dejaría pasar año y medio antes de regresar a Londres, y eso a paso de carga, por espacio de sólo cien días. Y ya no volvería a visitar Inglaterra. No cabe duda: la operación «Londres» se torna ingrata para el Rey, y cuando llega a la conclusión de que no conseguirá descendencia de la Reina, abandona presuroso la empresa.