1 LA MONARQUÍA CATÓLICA

¿Cómo hemos de titular aquel Estado? Porque el título es lo primero para entendernos. ¿Monarquía hispana? Eso parecería lo más adecuado, pues, a fin de cuentas, de la historia de España se trata. Pero dado que estamos en unos tiempos en que se produce el gran despegue de aquella Monarquía, con un cuerpo principal en la Península, pero con otras partes importantes fuera de ella, parece oportuno aplicarle el nombre que le daban ya los contemporáneos, que tiene un signo ideológico, más que nacional: Monarquía católica; si se quiere, Monarquía católica hispana.

Con lo cual, ese título lleva ya implícitos tres aspectos que la caracterizaban: su nota confesional, su condición supranacional y el hecho de que España constituía, en todo caso, su fundamento, su zona nuclear, el asiento de su corte.

La nota confesional es una de las que primero han de destacarse. La vinculación de la Monarquía al catolicismo más acendrado venía ya marcado desde los fundadores de aquel Imperio naciente, a los que por algo conocemos como los Reyes Católicos por antonomasia: Isabel y Fernando. Lo cual ya marcará unos particulares destinos a la Monarquía, tanto en el interior como en el exterior y ello precisamente en un tiempo de fuertes pugnas religiosas, en la época de Lutero, de Calvino y de san Ignacio de Loyola, la era de la Reforma y del Concilio de Trento, en la que no cabían neutralidades, sino tomas de postura bien diferenciadas y hasta radicales. Lo cual traería consigo la puesta en funcionamiento de un duro aparato represivo en el interior (la Inquisición) y un despliegue ofensivo en el exterior, para combatir a los considerados enemigos de la verdadera fe, tanto los de dentro como los de fuera; de todo lo cual tendremos ocasión de tratar ampliamente.

Una confesionalidad de la Monarquía que marcará unos objetivos a sus reyes que les impondrá unos deberes, comprendidos y aun exigidos por sus súbditos que estará presente tanto en su quehacer diario del gobierno de sus pueblos como en el de sus relaciones con los otros Estados de su tiempo.

Asimismo, un signo muy particular de aquella Monarquía era su carácter supranacional, lo cual llama todavía más la atención por cuanto que las corrientes políticas del Renacimiento iban ya hacia la constitución, el fortalecimiento y el despegue de las monarquías nacionales.

Es más, ese aspecto supranacional, que podría considerarse patente en la unión de las dos Coronas de Castilla y Aragón, lo es más por desbordar los límites peninsulares; es una nota que salta de la misma España, por la vinculación de la Monarquía católica con diversos reinos extrapeninsulares, y eso desde el primer momento. Y esto es así hasta el punto de que las conexiones políticas a ese nivel de reinos españoles e italianos se produce con anterioridad a la formación de la dualidad castellano-aragonesa.

En efecto, suele pasarse por alto que cuando Fernando el Católico es todavía el príncipe aragonés que entra en Castilla para desposarse con la princesa Isabel, lo hace con un título regio en el bolsillo, por cuanto su padre, Juan II, le ha transferido ya el reino de Sicilia. Por lo tanto, la vinculación de castellanos y sicilianos, en aquella Monarquía de nuevo cuño y de tanto alcance, se produce antes que la de castellanos y aragoneses; poco antes, cuatro o cinco años sólo, pues en 1480 la muerte de Juan II ya convierte a Fernando en rey de la Corona de Aragón, pero en todo caso dando esa peculiaridad, marcando esa condición de una Monarquía supranacional hispano-italiana.

Supranacional, pero con su núcleo en España y, dentro de España, en Castilla. Es algo también establecido desde el reinado de los Reyes Católicos, que pudo ponerse en duda cuando se introduce en España la dinastía de los Austrias con Carlos V, por su condición de Emperador de la Cristiandad, pero que volvería a quedar patente con Felipe II, aquel Philippus Hispaniarum Princeps que en España pondría su corte y que, a partir de 1559, ya no saldría de ella, salvo para la empresa de Portugal, que, a fin de cuentas, también se podría entender como parte de España.

Ahora bien, esa Monarquía católica, supranacional e hispana, ¿cómo se gobierna?

Partamos de un hecho cierto: la Monarquía hispana en el siglo XVI es una Monarquía autoritaria, con tendencia al absolutismo; un absolutismo que en determinadas —y solemnes— ocasiones sus reyes anuncian que ejercen como algo a lo que tienen derecho, e incluso a lo que se ven obligados.

Es cierto, un absolutismo muy particular, a cuyo derecho no quieren renunciar los reyes, para aplicarlo cuando lo creyesen necesario, pero proferido en tales términos que ya reconocen que su uso debía ser limitado.

No de otro modo creo que puede entenderse aquella declaración de Isabel la Católica en su Testamento, cuando revoca algunas de las mercedes hechas por sus antecesores, como las de Enrique IV a la ciudad de Ávila.

Entonces la Reina se expresaría con estas firmes razones:

E de mi proprio motu e çierta sçiençia e poderío real absoluto…

Y al punto añade, como advirtiendo que sólo camina por ese sendero en casos contados y buscando el bien común:

… de que en esta parte quiero usar e uso[17]

Expresiones que Carlos V hará suyas, como cuando en 1529 ordena que se tenga a su mujer por gobernadora del reino:

Nos, por la presente, de nuestra cierta ciencia e proprio motu e poderío real e absoluto…

Y añade, también autolimitándose:

… en cuanto a esto toca e atañe[18]

Ahora bien, eso, ese uso de prácticas absolutas, no es general, ni en el tiempo ni en todos los campos del quehacer del Rey. Existen cuestiones políticas para las que el Rey requiere la asistencia de las Cortes, tanto en Castilla como en Aragón; así el problema de la sucesión, o bien el de la imposición de los servicios. Y de tal modo, que las Cortes castellanas reunidas en Valladolid en 1518 le recordarán valientemente al rey Carlos V que él era su mercenario, que existía un contrato callado que obligaba a las dos partes: al Rey, a gobernar bien, administrando buena justicia; a los súbditos, ayudando al Rey con el dinero de sus servicios.

Por recordar las palabras de aquellos procuradores castellanos, formuladas a través de su portavoz, Zúmel, el procurador por Burgos, al recordar al rey Carlos su estricta obligación de ser un buen rey y administrarles buena justicia:

… pues en verdad, nuestro mercenario es, e por esta causa asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos e ganancias suyas e le sirven con sus personas todas las veces que son llamados…

De ahí sacaba Zúmel la oportuna conclusión:

… pues mire Vuestra Alteza si es obligado, por contrato callado, a los tener e guardar justicia[19]

Ahora bien, debe tenerse en cuenta que la Monarquía católica estaba inmersa en la Europa occidental, donde en aquellos años se desarrollan dos corrientes políticas de muy distinto signo, encabezadas por dos pensadores excepcionales: Maquiavelo y Erasmo, ambos encontrando un eco en los autores españoles del Quinientos, como no podía ser menos, dadas las estrechas relaciones de todo tipo —políticas, culturales, económicas y hasta militares— de España, tanto con Italia como con los Países Bajos.

Dos pensamientos políticos esencialmente opuestos: por un lado, la concepción maquiavélica de que la política tiene sus propias normas, al margen de la moral, y que al Príncipe todo le es permitido, si le sirve para afianzarse en el poder, resumido en su frase sobre el trato que debía tener con sus súbditos:

Se plantea aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente.

Y tras ese planteamiento, concluye con lo que sin duda le dicta su experiencia:

… pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido primero que amado[20]

A su vez, Erasmo dejaría expreso su pensamiento político en aquel pequeño tratado que dedicó precisamente a Carlos V, como su señor natural, como un compendio de las normas a que debía sujetarse el buen príncipe cristiano, precisamente con motivo de su salida de los Países Bajos para hacerse cargo del gobierno de España; sería su famosa Institutio principis christiani, con la que Erasmo correspondería por su nombramiento de consejero real que le había otorgado el nuevo rey de España. Y mientras Maquiavelo exhortaba a los príncipes a que se adiestrasen en las armas para estar prestos siempre para la guerra, Erasmo le daría a su señor el consejo terminante de que huyese de las guerras como del fuego.

De suyo se entiende que la tradición senequista, tan fuerte en la cultura española, la hacía más receptible al mensaje erasmista que al de Maquiavelo.

Y eso se refleja en la obra de Alfonso de Valdés, el secretario de cartas latinas de Carlos V, donde encontramos un eco notorio del pensamiento de Maquiavelo antes mencionado, para su palmario rechazo. Y así, hace aconsejar al buen rey Polidoro en su lecho de muerte a su hijo:

Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el señorío…

El temor creaba enemigos; el amor, fieles guardianes:

Mientras fueres solamente temido, tantos enemigos como súbditos ternás; si amado, ninguna necesidad tienes de guarda, pues cada vasallo te será un alabardero[21].

Es cierto que la evidente afición a las armas de Carlos V nos hace dudar de que fuera un discípulo fiel del pensamiento erasmista, aunque sí lo encontramos con esa carga ética que anima sus acciones de gobierno. Hasta qué punto eso influyó en Felipe II es algo que hemos de ver. En todo caso, encontramos entre los pensadores españoles una tercera vía, entre la utópica postura erasmista de repudio absoluto de la guerra, y la maquiavélica, con la descarnada razón de Estado de que cualquier guerra era lícita si con ello se favorecía el poder del Príncipe. Y esa vía intermedia sería la representada por la neoescolástica propugnada por los profesores del Estudio salmantino, como Vitoria y Soto: reconociendo la realidad insoslayable de la guerra, intentan someterla a un control ético, con su distinción entre guerras justas e injustas y con la fijación de las condiciones a que debían ajustarse las guerras justas.

Como señala el padre Vitoria:

… ad bellum iustum requiritur causa iusta, ut scilicet illi qui impugnantur, propter aliquam culpam impugnationem mereantur[22].

Pero la guerra justa no venía fijada solamente en cuanto a sus requisitos pura desencadenarla (entre los cuales estaba, además, el que sólo podía hacerlo la autoridad competente), sino a los medios que se empleaban en la guerra y, sobre todo, en cuanto al objetivo que se fijaba. Puesto que se requería una causa justa (el quebrantamiento de la justicia, por ejemplo), los medios a emplear estarían en relación al restablecimiento de esa justicia, que sería el fin exclusivo, ya que el Príncipe, obligado a desencadenar la guerra justa, se convertía así en juez de su enemigo, y debía imponerle, en el momento de la victoria, una paz justa, sin aprovecharse de su triunfo para el aniquilamiento de su adversario. Nada, pues, de guerras totales, porque el exterminio del enemigo nunca podría ser una paz justa.

Como indicaría fray Luis de León, la guerra había que acometerla con el menor daño posible; esto es, todo lo contrario de la guerra total:

Et quod bellum debet administrari quam minimo detrimento[23]

Cabe preguntarse en qué medida todo este quehacer de los teóricos políticos afectaba a los monarcas; esto es, en qué medida aquellos reyes, con tan pocas trabas en el ejercicio de sus funciones, tenían en cuenta los consejos morales que venían a limitar su poder.

Y en ese sentido, cuando se examina el proceder de Carlos V al concluir paces con sus adversarios —piénsese en el Tratado de Madrid de 1526 con Francisco I, o en el acuerdo con Clemente VII, tras el saco de Roma de 1527—, resulta evidente que el Emperador se ajustó a los principios jurídicos marcados por la Escuela de Salamanca, o porque los conociera y los aceptara, o porque su sentido ético de la existencia —que es lo más probable— le llevara a coincidir con los frailes del viejo Estudio salmantino. Y eso se comprueba en las advertencias que hace a su hijo Felipe en sus Instrucciones de 1548, cuando le dice que debe respetar las treguas que había firmado con el Turco[24].

Pero tanto o más importante es afrontar la cuestión de cómo la teoría política del Quinientos presentaba las relaciones entre el poder del Rey y sus súbditos. En ese sentido, apreciamos que la actuación del soberano debía tener siempre por norte el bien común. No existía un poder de la Corona por la gracia divina, sino que esa base del poder, de origen divino, residía en el pueblo, y era éste el que lo entregaba al Rey, con la obligación de que gobernase bien. Porque el Rey debía reinar y gobernar, no dejar el poder en manos de otros, dado que se le consideraba el primer juez del reino, y por lo tanto no podía descansar dejando su oficio en otras cabezas. Y ya hemos visto que de esa manera se expresaban las Cortes castellanas de 1518 ante Carlos V.

Ahora bien, ¿quién podía protestar cuando el Rey no cumplía sus obligaciones? Y, sobre todo, ¿qué sistema se podía poner en marcha para aplicar el oportuno remedio?

Se contestaría, en cuanto a lo primero, que para ello estaban las Cortes, que aunque no representaran del todo más que a un sector del país, podían alzarse con la representación moral del mismo, como de hecho lo harían en más de una ocasión. De ahí la importancia de su operatividad y de ahí también las pocas ocasiones en que las convocaron los Reyes Católicos, a partir de 1480, y del esfuerzo de Carlos V por someterlas a sus dictados, en cuanto el fracaso de las Comunidades de Castilla le dio mayor libertad de acción.

Hay que tener en cuenta, por tanto, el grado de eficacia de las reclamaciones de las Cortes, aquellos cuadernos de peticiones presentados a la Corona, con sus quejas, señalando los fallos advertidos y planteando los posibles remedios; unos remedios que quedaban al arbitrio del Rey, si recibía en primer lugar los servicios que debían votar los procuradores.

Y ése sería el forcejeo de las primeras Cortes Carolinas: los procuradores castellanos exigiendo que primero se atendiese al remedio de sus quejas; el Rey, que ante todo las Cortes concediesen los servicios para las arcas regias, de forma que el Rey actuase después como un generoso soberano y no obligado por sus súbditos.

Por recordar al propio Carlos V, en una de sus primeras intervenciones personales de que tenemos constancia ante las Cortes de Castilla, y no a través de un tercero (el presidente de las Cortes), como solía ser la costumbre.

En efecto, en las Cortes castellanas de 1523, ante la rotunda oposición de sus procuradores a conceder el servicio antes de que fueran atendidas sus quejas, Carlos V les habló en estos términos:

¿Cuál [cosa] os parece que sería mijor, que me otorgásedes luego el servicio, pues como yo ayer os lo prometí e agora de nuevo os lo prometo, yo no alzaré las Cortes hasta haber respondido e proveído todas las cosas que me pidiéredes como sea justo e más cumpla al bien destos Reinos, y que parezca que lo que proveo y las mercedes que hiciere lo hago de mi buena voluntad, o que primero os respondiese a los capítulos que traéis, y se dixese que lo hacía porque me otorgásedes el servicio?

Apelando a que tal era lo que se había hecho con sus antepasados, concluía:

Y pues las necesidades que a esto me mueven fueron por causa de muchos males, vosotros, que sois buenos y leales, los remediad, haciendo lo que debéis, como yo de vosotros espero[25].

Aun así, dado aquel inevitable forcejeo, la Corona acudió sistemáticamente al soborno de los procuradores, práctica bien asumida por Felipe II desde sus primeras Cortes, como pude demostrar en mi edición del Corpus documental de Carlos V[26].

Por lo tanto, habría que plantearse cuál era el idearium de los Reyes, puesto que su actuación personal resultó a la postre tan decisiva; aspecto tan revelador, dada la realidad de su gobierno autoritario, con clara tendencia al absolutismo. A ese respecto diríamos que Felipe II recibe unas normas con una fuerte carga ética (y tan importantes, que en su momento será preciso comentarlas con todo detalle). Y también que en él, como en sus antecesores, obrará la conciencia de la importancia de su cargo regio, de unas tareas nimbadas de providencialismo, con la inevitable tentación de creerse, por ello, sólo responsable ante Dios.

Sería aquello que formularía Felipe II, al declarar la detención de su hijo don Carlos, que lo había hecho, sobre todo:

… para satisfacer yo a las dichas obligaciones que tengo a Dios…

El Rey solo frente a Dios. Eso era tanto como poner al Rey por encima de la ley. Y en qué medida eso se llevaría a cabo durante el gobierno de Felipe II, será ocasión de ver y de comentar. Pero añadamos que si parte de la opinión pública daba por bueno ese comportamiento regio, había también algunas voces que discrepaban de ello.

Y así es preciso recordar otra vez a fray Luis de León cuando advertía que, si tal ocurría, se vulneraba el justo y buen gobierno de los pueblos, como lo hizo en su curso dictado en la Universidad de Salamanca sobre las leyes (De Legibus), al proclamar:

Aliis legibus, quae ex aequo ad omnes pertinent, principes et legumlatores, quamvis summi, obligantur in concientia.

O lo que es lo mismo:

Los príncipes y legisladores, aunque soberanos, están obligados en conciencia por las leyes, que atañen a todos por igual[27].

Que otra cosa era tiranía.

Y tal denuncia bien pudo costarle al poeta y profesor del viejo Estudio salmantino el acoso inquisitorial. Su curso De Legibus lo daría en 1571, acaso como un eco de la reclusión y muerte en prisión del príncipe don Carlos, sin que se le conociera ninguna vía de proceso. Y al año siguiente, la Inquisición echaría mano a fray Luis de León.

Algo para meditar.

Por lo tanto, estamos ante una Monarquía autoritaria, con clara tendencia al absolutismo. Una Monarquía confesional —la Monarquía católica—, en unos tiempos de duros enfrentamientos religiosos. Una Monarquía supranacional, en franca expansión.

Era la España imperial.

Todo ello unido daría un particular significado a su trayectoria histórica. Aquella Monarquía católica en su momento cenital aunaría lo religioso y lo político hasta un grado extremo. Y para su buen funcionamiento se articularía en un sistema de Consejos —el sistema polisinodial—, ya iniciado por los Reyes Católicos, cuando en 1480 reorganizaron el Consejo Real, del que pronto se desgajarían otra serie de ellos.

Serían los instrumentos del nuevo Estado, cuya importancia es tanta que preciso es detallarlos en capítulo aparte.