12 EL HOMBRE DE ESTADO

Hace ya algunos años el historiador inglés Koenigsberger formuló su teoría sobre Felipe II como hombre de Estado, en un ensayo que circuló ampliamente y que tuvo general aceptación, avalado por la categoría intelectual del autor: el Rey español nunca había tenido un plan claro y preciso de gobierno:

… ni el propio Felipe ni ninguno de sus ministros redactaron nunca un plan político completo…

¿Qué explicación cabía encontrar para tal anomalía? El propio Koenigsberger nos lo dirá:

Para este fallo no puede haber más que una sola explicación razonable: no tenían tal programa o plan, y, con toda seguridad, no durante los primeros veinticinco años del reinado[1165]

Tal aserto sobre el hijo de Carlos V, cuando el idearium carolino era uno de los temas preferidos de los modernistas de la época, ahondaba aún más las diferencias entre ambos soberanos: no sólo entre el rey-soldado y el rey-papelero; no sólo entre el emperador cosmopolita y el rey castellano; no sólo entre el viajero sempiterno, siempre yendo y viniendo por los caminos de media Europa, y el monarca sedentario que apenas si salía del alcázar madrileño o de su refugio de El Escorial; no sólo, en fin, la gran diferencia entre el que llevaba tras sí la corte ambulante y el que había fijado de una vez por todas su corte en Madrid, capital del Imperio hispano, sino que ahora se añadía esta otra entre el gran hombre de Estado con su idea imperial y el rey que gobernaba sin un concreto plan de gobierno.

Pero cabe la pregunta: ¿eso era cierto? A mi entender, y ya lo expresé en más de una ocasión, la tesis de Koenigsberger no resiste al más mínimo estudio de la obra política de aquel monarca.

Veamos, por ejemplo, lo que respecta a la política internacional. En ese terreno, Felipe II muestra tener unas ideas muy claras: liquidación de la añeja rivalidad con Francia, poniendo su acento en una paz duradera que le asegure el predominio hispano sobre Italia, como ya hemos visto que logrará a través de la paz de Cateau-Cambrésis de 1559; por lo tanto, a los pocos meses de la muerte de Carlos V, y en lo que muchos historiadores ven el comienzo verdadero de su reinado.

Se podría argumentar que ése había sido el consejo dado por Carlos V en sus Instrucciones políticas de 1548 (lo que se ha venido en llamar el Testamento político del Emperador); esto es, que aquí, como en muchos otros aspectos, Felipe II no hace sino mostrarse un dócil discípulo de su padre. Aun así, ¿no vendría eso a demostrar que el Rey tenía un plan de gobierno? Al menos, el que había recibido de Carlos V. Un plan de gobierno, de cara a la política internacional, asumido por Felipe II en sus líneas maestras, aunque en ocasiones introdujera algunas variantes.

En general, cierto, los grandes problemas internacionales ante los que se ve inmerso son una herencia imperial, salvo precisamente el de las tierras germánicas, de las que se descuida por completo. Varios de esos problemas Felipe II los asume íntegramente. Y es más, consigue darles una respuesta satisfactoria. Tal, la paz con Francia, que no se verá rota hasta los últimos años de su reinado. Tal, la defensa de Italia, frente a la ofensiva turca; recuérdese a este respecto lo que supone la liberación de Malta, en 1565, o la Liga Santa —réplica de la que había forjado Carlos V en 1539—, que con Felipe II tendrá el logro tan decisivo de Lepanto; logro del que es muy consciente y de ahí que quiera perpetuarlo con la magia del pincel de Tiziano, aunque por desgracia el viejo pintor ya no consiga precisamente una obra maestra en el cuadro que hace por encargo del Rey.

¡Y está Trento! ¿Cómo olvidar que el Rey luchó lo indecible por conseguir que las nuevas sesiones del Concilio fueran una continuación de las que se habían celebrado en tiempos del Emperador? De modo que bien pudo decirse que si el Concilio de Trento se había iniciado gracias al apoyo imperial, en 1545, también podía afirmarse que se concluyó en el mismo lugar en 1563, merced a la decisiva intervención de Felipe II. Aquí, el hijo vino a coronar la obra de su padre, a continuarla, a ser como la prolongación de su brazo, después de su muerte.

Del mismo modo, resulta evidente que Felipe II asumió la política de sus antecesores de cara a la unidad peninsular; algo que Carlos V no había declarado expresamente en sus Instrucciones de 1548, pero que había insinuado cuando la muerte del príncipe Juan Manuel dejaba entreabierta la cuestión sucesoria portuguesa. Desde Yuste, Carlos V pugnó entonces por los posibles derechos de su nieto Carlos, en caso del prematuro fallecimiento del rey-niño don Sebastián. Fue don Carlos quien murió primero, pero cuando el que fallece, en 1578, y sin sucesión, es don Sebastián, la cuestión estaba ahí, y en la lucha que llevó a cabo Felipe II, como pretendiente con mejores derechos al trono luso, no haría sino seguir lo marcado por Carlos V en 1557, e incluso sesenta años antes por los Reyes Católicos, como es tan notorio.

Hemos hablado de algunas variantes al esquema imperial. Ciertamente. Así, en relación con la posible boda inglesa —la de Felipe II e Isabel de Inglaterra, tanteada por el Rey a finales de 1558— se eliminaría la cláusula por la cual los hijos de aquel matrimonio heredarían, además de Inglaterra, los Países Bajos, argumentando que eso hubiera sido en perjuicio de los derechos del príncipe don Carlos.

Aquí es donde topamos con una de las cuestiones personales de Felipe II: su visión del mantenimiento de la herencia recibida. Nada de mermas, ni siquiera en relación con aquellas tierras tan lejanas y tan difíciles de mantener en paz. Será necesario que transcurran treinta años de luchas terribles para que el Rey se plantee una solución a la cuestión de Flandes, dejándolas a su hija Isabel Clara Eugenia «… para alivio destos Reynos…», como señalaría en el Codicilo a su Testamento, hecho en 1597.

Y estaba el principio general de la paz. Felipe II no era hombre de armas, no amaba la guerra, ni la deseaba, a fin de conquistar nuevos reinos a costa de sus vecinos.

Quizá parezca poco apropiada la estampa del rey pacífico para un soberano tan metido en guerras, pero eso es lo que se corresponde con lo que se plantea a principios de su reinado; otra cosa es que sean sus vecinos los que invadan sus dominios y le obliguen a combatir, como ocurrió en 1557, ante la enemiga del papa Paulo IV y de Enrique II de Francia. Pero una vez asentada la paz de Cateau-Cambrésis, Felipe II no volverá sus armas contra Francia, pese a la crisis interna por la que atraviesa el reino galo bajo los reinados de Francisco II y de Carlos IX. No trataría de alterar más las cosas de su vecino, apoyándole, en cambio, en su lucha contra los hugonotes. Las guerras de los Países Bajos arrancan de una necesidad distinta: la de castigar a unos súbditos rebeldes. Cuál era su idea a este respecto lo dejaría bien reflejado en sus consejos a Catalina de Médicis para que obrara de igual modo en Francia:

Señora: Este gentilhombre me dio una carta de V.M. y otra…, por ellas… entendí particularmente la malvada conspiración que algunos vasallos rebeldes del Rey, mi hermano, tenían concertada contra su persona y la de V.M…

Se hace eco de lo que su embajador, don Francés de Álava, le informaba sobre su decisión de castigar a los culpables:

… de castigar a los dichos rebeldes, como lo meresce su maldad…

¿Cuál es el consejo del Rey?

… así lo suplico yo a V.M. cuan encarescidamente puedo, y que en ninguna manera afloxe de tan sano y sancto propósito, pues de otra manera cada día se verían en peores aprietos, trabajos y peligros[1166]

Ésa sería una norma que mantendría hasta el fin de sus días: mano dura con los rebeldes, el más implacable rigor contra los súbditos que se resistieran a sus órdenes. Y eso le llevaría a verdaderas acciones de guerra, dentro y fuera de España, en los Países Bajos o en el reino de Granada o contra los amotinados aragoneses que habían tratado de liberar a Antonio Pérez.

Ese esquema de paz con los reinos vecinos de la Europa cristiana será una constante hasta la década de los ochenta. A partir de entonces, la oportunidad de hacerse con la herencia de Portugal le hará cambiar de signo.

Curiosamente, no será el rey-joven el deseoso de guerrear con medio mundo, sino el de los últimos años, el más belicoso.

¿Y en cuanto a política interna? ¿Muestra el Rey algún plan de acción, algún programa concreto? Diremos en seguida que aquí nada encontraba en las instrucciones paternas, salvo el que mantuviera un firme apoyo a la Inquisición o que gobernara a sus súbditos con justicia. Pero pese a ello, a pesar de esos pocos indicios, sí resulta evidente que, en el planteamiento del gobierno interno de la Monarquía, Felipe II es el que innova, apartándose ciento ochenta grados de la política imperial. Y eso en dos terrenos: en el económico y en el de la administración central.

En el económico, porque ya desde los tiempos en los que gobernaba España, en nombre de su padre, había comprobado la extrema penuria en la que se estaba hundiendo el país, en especial los reinos de la Corona de Castilla. Eso es lo que resuena en todos los despachos del Príncipe desde 1544, cuando le insta tan apretadamente a la paz con Francia:

… la cual importa tanto para el bien y remedio de la Cristiandad y aún destos Reinos, que están tan necesitados y exhaustos que no sé con qué manera de palabras se lo pueda encarescer[1167]

En 1554, tras los gastos ocasionados por el viaje de Felipe II a Inglaterra, como esposo de María Tudor, el estado de la Hacienda era tan calamitoso, que todas las rentas estaban empeñadas hasta seis años después, lo que provocaría esta señal de alarma dada por la princesa Juana, entonces regente de España:

Está consumido y gastado casi todo lo que se puede sacar de rentas ordinarias, extraordinarias, bulas y subsidios, hasta fin de 1560[1168].

A finales de 1556 la situación no había hecho sino empeorar, llegando la deuda de la Hacienda Real a una cantidad aproximada a siete millones de ducados[1169], cifra que suponía el doble de los ingresos de la Corona en 1554, que sólo habían alcanzado los 2 865 818 ducados.

Eso explica la decisión de Felipe II de suspender los pagos, la quiebra formalizada en junio de 1557. Era, a juicio de Vicens Vives, un intento de consolidar la deuda flotante, cuyos intereses se venían pagando desde 1552.

Por lo tanto, una situación económica agobiante, casi desesperada. ¿Y no responde a eso los oídos que se prestan en la corte a los consejos que da por entonces un arbitrista que luego se haría famoso, Luis de Ortiz? El contador burgalés prometía desempeñar la Hacienda Real con sus buenas medidas, que hoy consideraríamos de tipo mercantilista, por las que se trataba nada menos que de conseguir «el supremo mando e imperio del mundo».

No vamos a insistir más en ese tema del Memorial de Luis de Ortiz, que antes estudiamos con tanto detenimiento, sino de resaltar la atención que el Rey le prestó, indicio claro de las reformas que estaba deseando realizar en el campo económico. De ese modo, por una cédula suya de 27 de febrero de 1558, promete al contador burgalés los premios y ventajas que le demandaba, si su plan salía bueno, y de la forma más solemne:

… os doy mi fe y mi palabra real que todo lo susodicho se os cumplirá, sin faltar cosa alguna dello[1170]

Sabemos que las reformas económicas propugnadas por Luis de Ortiz no acabarían cuajando y que la atención que les prestó el Rey sólo hay que tomarlo como un indicio de sus planes de cambio en la Hacienda; medidas que se mostraron además en el decreto de junio de 1557, con la orden de la suspensión de pagos, convirtiendo la deuda flotante en consolidada para obtener un respiro de tiempo con el que poder cambiar las cosas.

Una de ellas, y de las que más insufribles parecían, era la presencia de los asentistas extranjeros, alemanes y genoveses principalmente. ¿Cómo desplazarlos? ¿Cómo poder aliviar a la Hacienda regia de los altos intereses que llevaban? Creando una banca nacional. Y eso fue precisamente lo proyectado en 1560, a raíz del regreso de Felipe II a España[1171]. Ciertamente, poco fue lo conseguido, pero lo que ahora importa es resaltar que también en este campo, tan importante, el Rey tuvo un plan de reformas que trató de llevar a cabo.

Felipe Ruiz Martín, «La Banca en España hasta 1782», en VV.AA., El Banco de España. Una historia económica, Madrid, 1970, págs. 20 y sigs.

Pero, a todas luces, lo que marca el afán de cambio del Rey y su logro mayor fue, evidentemente, la creación de la capitalidad, convirtiendo a Madrid en la corte de la Monarquía, acabando con la pesadilla de la corte ambulante que se arrastraba desde la época de los Reyes Católicos. Con lo cual nos encontramos con dos notas singulares: una, que el Rey rompía abiertamente con el esquema de gobierno de sus antepasados y, por supuesto, con el de su padre, el Emperador, y la segunda, que con ello demostraba que no quería dejarse arrastrar por los acontecimientos, que trataba de canalizar el futuro.

Naturalmente, eso en la medida de lo posible, pues ¿qué gobernante puede escapar a la presión de los acontecimientos? ¿Cómo podía evitar Felipe II, por ejemplo, la muerte sin sucesión de María Tudor? Está claro que los acontecimientos también mandan y que los estadistas deben tenerlos en cuenta y, con arreglo a sus principios políticos, darles el debido tratamiento.

Con lo cual debemos afrontar una de las principales cuestiones: las normas políticas y morales por las que se guió Felipe II. A mi juicio, fueron éstas: acendrado sentido de su responsabilidad como gobernante; sentimiento también de la suprema e indiscutible dignidad regia de sus funciones; defensa del patrimonio recibido, que debía legar a sus herederos; recta administración de la justicia, con tendencia a la severidad e incluso al implacable rigor contra los que considerase culpables o meramente disidentes, y, por último (aunque no fuera la postrera norma, sino acaso la primera), extrema religiosidad. Pautas en conjunto positivas (aunque ya veremos que algunas no tanto), pero que se vieron perjudicadas en su aplicación por otros rasgos de la personalidad del Rey, en particular su carácter receloso.

En cuanto al sentido de su responsabilidad como Rey y de cómo debía aplicarse al gobierno personal de la Monarquía, sin escatimar esfuerzo alguno, tenemos no pocos ejemplos. Yo diría que fue una máxima recibida de Carlos V, en las célebres Instrucciones carolinas de 1543, y que el Príncipe ya no olvidaría; aquello de que:

… más os ha hecho Dios para gobernar que no para holgar[1172]

Esa máxima del gobierno la asumió Felipe II plenamente. De ahí que, cuando algunos consejeros le insten en 1559 a seguir en los Países Bajos, apuntando a que el regreso a España era disfrutar plácidamente de su reinado, olvidándose de sus deberes de gobernante, lo tome como un agravio, y así lo anote de su mano al margen de una carta de su hermana doña Juana en la que la princesa le advertía que los reinos de Castilla estaban tan exhaustos que no podrían socorrerle con ningún dinero para que se sostuviese con la corte en Bruselas.

Ante esa advertencia, Felipe II anota al margen de su mano:

No ay qué decilles sino averme parecido bien lo que dicen. Y no se vea en qué, ni mostréis a nadie este capítulo, que no quiero aprovecharme destas cosas sino de hazer lo que sé que más me combiene qu’es irme, sin andar aprovechándome de parecer de nadie.

Y añade, dolido:

De algunas cosas del memorial sé que han rreydo allá harto, y en algunas han mirado y vna dellas se me acuerda que hera de yo no pensase ir a holgar, o cosa desta manera[1173].

¿Por qué se muestra el Rey tan dolido? Porque había tomado como la decisión más conveniente la de regresar a España, no por desertar de sus deberes regios. Eso no lo haría jamás, manteniéndose en el tajo mientras las fuerzas se lo permitiesen. En una consulta del Consejo de Indias anotó la ya harto cansada mano del Rey:

Creed que lo deseo harto —resolver la petición que se le hacía—, mas no se puede más, y esta noche pasada me llevó hasta la cuarta en un pie[1174]

Por lo tanto, el Rey despachando hasta la madrugada, hasta que no puede más y ha de rendirse, dejando su oficio de gobernante hasta la nueva jornada. Y esa norma marcada por su padre, y que tan de veras quiere cumplir y cumple, es la que transmite a su hijo, dándonos la prueba de hasta qué punto la tenía por un deber inexcusable:

Debéis hurtar las horas de tus comodidades —advierte a su hijo Felipe III— para emplearlas en trabajar y atender a los negocios de tu Reino y al bien común de tus vasallos…

Pues ¿qué cosa era ser rey? ¿Una preeminencia, sin más? ¿Un privilegio para gozar de la vida por encima de los demás mortales?

Nada de eso:

… porque el ser rey —añade Felipe II, con buen conocimiento de causa—, si se ha de ser como se debe, no es otra cosa que una esclavitud precisa, que la trae consigo la corona[1175]

Por lo tanto, el Rey esclavo de su oficio, que era velar por el bien común de sus vasallos.

Ahora bien, tan admirable sentido de la responsabilidad tenía su contrapartida, en una Monarquía autoritaria, con marcada tendencia al absolutismo, en la que el Rey se consideraba elegido por la gracia de Dios; y era el sentido de la imponente majestad del cargo regio y, en consecuencia, lo indiscutible de sus decisiones, máxime cuando el Rey se sentía asistido por la Divina Providencia, en justa contrapartida a su entrega total para cumplir fielmente sus designios.

Dicho de otra manera: cuando Felipe II se ponía el manto real se convertía en la personificación del poder absoluto, en una prolongación del brazo divino, en algo sagrado, tan intocable como indiscutible. De ahí su tendencia al rigor contra cualquier tipo de disidentes, políticos, religiosos o sociales, como ya hemos comentado. Asimismo, esa inclinación a la estricta administración de la justicia, nota ya advertida por los contemporáneos. Una rigurosidad que saltaba de repente, para provocar mayor impacto con el temor de lo imprevisto. Baste recordar la frase de su cronista Cabrera de Córdoba, que le había tratado personalmente y que le conocía bien: «… su risa y su cuchillo eran confines…».

Una propensión a la severidad que deja traslucir en sus Instrucciones escritas, en este caso a su hermanastro don Juan de Austria:

No olvidando por esto —por la justicia— la templanza y la misericordia, que ésta es tan infinitamente grande en Dios como la Justicia…

Posteriormente, después de esas consideraciones generales, añade el Rey algo que parece enteramente suyo:

… y el mucho rigor causa, a veces, tanto daño como la mucha clemencia. Debéis medir el medio de las dos…

Un texto que yo comentaba hace casi treinta años:

… vuelve a notarse en el Rey Prudente la mayor tendencia a la severidad…, cosa bien manifiesta en el concepto que se le desliza, yo creo que dejando obrar al subconsciente, en esa frase suya: «… el mucho rigor causa, a veces, tanto daño como la mucha clemencia». O dicho de otro modo: la mucha clemencia siempre es dañina; el rigor excesivo, sólo a veces[1176]

Y tan cierto es eso, que el propio Rey lo precisaría inmediatamente:

Debéis medir el medio de los dos —añade en los consejos a su hijo Felipe—, mas cuando sea preciso, obre el rigor y la entereza.

¿Comentamos esta frase? Para Felipe II sólo los débiles de carácter se mostraban blandos a la hora de gobernar. Por el contrario, los grandes reyes era ahí donde evidenciaban su entereza; esto es, su fuerza. Y de ese modo, a juicio del soberano, los resultados eran óptimos:

… mas cuando sea preciso, obre el rigor y la entereza, que así, castigando a unos, escarmientan todos[1177]

Tal era lo que aconsejaba Felipe II a su hijo en 1597; por tanto, a finales de su reinado. ¿Recordaba, acaso, la represión contra los amotinados de Zaragoza de 24 de septiembre de 1591 y su orden de que tan pronto supiera la detención de Lanuza le llegara también la noticia de su degüello? ¿Recordaba los severos escarmientos infligidos sobre los sufridos vecinos de Ávila, que en aquel mismo año se habían atrevido a protestar contra el nuevo impuesto, tan gravoso, de los millones? ¿Se había olvidado ya de lo que había supuesto el implacable rigor mostrado con los flamencos, y las consecuencias de la ejecución de los condes de Egmont y de Horn, junto con la terrible represión montada por el Tribunal de los Tumultos, aquél que el pueblo flamenco había titulado Tribunal de la Sangre?

En suma, con toda la experiencia acumulada, casi en las vísperas de su muerte, Felipe II seguía manteniendo la máxima de que el buen gobernante debía tener la mano dura en el ejercicio de su poder. Y, satisfecho con lo que había realizado, se lo quiere decir a su hijo, para que siga por el mismo camino.

Y ello porque, a su juicio, el Rey debía inspirar no sólo respeto, sino también temor.

Pues el Príncipe debía saber revestirse con el manto solemne de la majestad, y de esa forma se lo advierte Felipe II a su hijo: «A todos vuestros vasallos os debéis presentar como Rey».

Porque en él coexistían dos personalidades: la humana y la regia, pero no simultáneas, sino sucesivamente:

Debes persuadirte —le insiste a su hijo— y entender muy bien que desde el instante que ocupes el solio y llegues a la majestad, debes despojarte de ti mismo, dejando juntamente con el vestido, todos tus apetitos y deseos y divertimientos, y vestirte de la majestad, intregridad y respeto que corresponden a un rey.

Con ese majestuoso porte debía presentarse el Rey ante sus misinos ministros, reflejando en su semblante lo que de ellos sentía; por lo tanto, claro y abierto ante los buenos servidores, pero muy al contrario con los que no tuviere por tales:

Otras veces, que deberá ser con más frecuencia —y atención a esa advertencia—, mostrará el rey su semblante áspero, saturnino y encapotado y con sobreojo, especialmente con aquellos consejeros y ministros desidiosos y tardos en alguna cosa, para que ansí procuren clarificar, con su aplicación y trabajo, el mismo real semblante.

Y eso era lo que daría grandeza al Príncipe. Felipe II está pensando en la fama perpetua para su hijo, en darle las normas que, si las seguía fielmente, le convertirían en

… uno de los reyes de vuestra línea de más nombre y gloria[1178]

Entre esas normas prevalece sobre todas la de que el Rey debía ser en extremo, más que justo, justiciero, entendiéndolo tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española, en su segunda acepción:

justiciero.—2. Que observa estrictamente la justicia en el castigo de los delitos.

Y así, con esos términos se expresa el Rey, tanto a su hermano don Juan de Austria, cuando le nombra general de la Mar en 1568, como a su hijo Felipe, en sus Instrucciones citadas en 1597. A su hermano le dice:

De la Justicia usaréis a un mismo tiempo con igualdad y rectitud y, cuando sea necesario, con el rigor y exemplo que el caso requiera…

A su hijo Felipe le insta apretadamente a que fuera «recto y justiciero», añadiéndole, conforme a esa tendencia suya que ya hemos comprobado hacia la severidad:

Todos han de saber muy bien que te precias mucho de recto y de justiciero, y que aun los mismos consejeros no estarán tan libres de tu descontentamiento si algo disiden y determinan injustamente…

Esto es, nadie, ni las más altas cabezas de su reinado, debían creerse libres de su posible enojo, con las terribles consecuencias que eso podía traer consigo. Y eso no eran meras palabras. Felipe II podía recordar lo que le había acontecido al arzobispo Carranza o al secretario Antonio Pérez, cuando añadía en sus consejos al hijo:

Y en haciendo algunos fuertes exemplares, está cierto que serás respetado mucho y la Justicia estará autorizada como debe[1179]

¿Y la religiosidad? ¿Debemos omitir este aspecto, si es que queremos presentar a un verdadero hombre de Estado en la Europa del Quinientos? Ciertamente que no. Está claro que tal cuestión, en el siglo de las guerras de religión, se convierte en una de las principales.

Pero no sólo porque en aquella época la política estaba, con frecuencia, al servicio de las ideas religiosas, sino también por las consecuencias que traía el que un soberano como Felipe II se creyera el brazo armado de la Divina Providencia.

Por otra parte, era algo que estaba en la época y de lo que muy pocos escapaban. De forma que, cuando parecía que el Rey se apartaba de esa norma, se consideraba que era justamente castigado por los cielos, como cuando Cabrera de Córdoba reprochaba a Felipe II el haber apoyado en su juventud a la princesa —y luego reina— Isabel de Inglaterra, la hija de Ana Bolena:

… son castigados los consejos cuando se prefieren a los celestiales[1180]

Nos llevaría largo, y fuera de momento, explicar la política filipina de apoyo en sus primeros pasos a la reina Isabel de Inglaterra; algo, por otra parte, ya realizado en esta obra. Lo que importa ahora señalar es que Felipe II siempre tuvo el norte de la defensa de la religión católica, dentro y fuera de sus fronteras, en el ámbito de la Europa occidental, que era la que consideraba que caía bajo su hegemonía y, por tanto, bajo su responsabilidad; dejando las cosas del Imperio germano y de la Europa oriental sometidas a la Casa de Austria de Viena, de lo que podía desentenderse, como de hecho así ocurrió.

Pero no en lo que se refería a la Europa occidental, insisto en ello, y en particular, claro está, a sus reinos y señoríos. Sabía muy bien, y estaba orgulloso, que era el rey de la Monarquía católica, título concedido por Roma a sus antepasados Fernando e Isabel y que él había heredado. Él era «el Rey católico», y eso imprimía carácter. En sus Instrucciones a su hijo Felipe III se lo recuerda vehementemente:

Debéis estar cierto, hijo, que no habrá cosa que mal os venga si a nuestra santa religión obedecéis, seguís y amáis y defendéis con todo vuestro corazón[1181]

Y en su Testamento de 1594, junto con las referencias generales de tipo religioso, similares a las que se encuentran en el Testamento de Carlos V, en las que se marcaba también la protección regia a la Inquisición, se añade por Felipe II algo que denota que era muy consciente de los problemas religiosos de su tiempo y de las consecuencias políticas que comportaban, dentro y fuera de las fronteras de sus reinos: la defensa de la Inquisición, porque

… en estos tiempos peligrosos y llenos de tantos errores en la fe, conviene aún tener más cuidado y advertencia que en los pasados[1182]

Por lo tanto, lo que importa destacar no es que el Rey practicara asiduamente las ceremonias religiosas, conforme a un firme creyente, y que de ese modo se lo recomendara a su piadoso hijo Felipe III —que, por cierto, en esto sí que le salió un aventajado discípulo—, sino que con su decidida enemiga de los disidentes de la fe católica y con su apoyo sin fisuras a la Inquisición protagonizara tan duras jornadas, dentro y fuera de España, como la represión de los calvinistas flamencos, a partir de 1567, o como los autos de fe inquisitoriales de principios de su reinado, celebrados en Valladolid y Sevilla entre los años 1559 y 1561.

De igual modo, puede afirmarse que su particular sentido de sus relaciones con la Divinidad tendría amplias repercusiones a escala internacional, como lo probaría el descabellado ataque marítimo a Inglaterra a cargo de la Armada Invencible, que tan claro estaba que al punto dejaría de serlo, y ello pese a cuantas advertencias se le hicieron, como en la parte correspondiente de esta historia se detalla debidamente; tan cegado como estaba el Rey de que nada podía ir mal, cumpliendo como cumplía los designios divinos.

Por lo tanto, podríamos resumir diciendo que en Felipe II nos encontramos con el representante de una Monarquía autoritaria, con marcada tendencia al absolutismo, y que el Rey se mostró en todo momento con un gran sentido de la responsabilidad de sus funciones, imbuido de un providencialismo divino, que le llevaba a no escatimar esfuerzo alguno para la resolución de los problemas de Estado y, en suma, para el debido gobierno, tal como él lo entendía, de sus reinos. Un gobierno de sus súbditos impartiendo la más severa de las justicias —la nota de rey-justiciero, que ya hemos comentado—, mientras que en el exterior pasaría de una política pacifista a otra de continuas guerras, desencadenadas precisamente por la influencia de sus esquemas religiosos, que acaban imponiéndose sobre sus ideales de paz, con los que había iniciado su gobierno.

En definitiva, no puede afirmarse que no tuviera un plan de gobierno. Lo tuvo, y muy claro, en parte heredado de su padre y también propio y personal. Lo que sí puede decirse es que en la ejecución de ese plan, no siempre acertado, destacó, con más frecuencia de lo deseado, su marcada tendencia a la severidad, con el castigo implacable de los que se enfrentaban con sus decisiones.

Pero seríamos injustos si no señaláramos nada más que sus violencias y sus errores. Tuvo también aciertos, y aciertos insignes, como convertir a Madrid en capital de la Monarquía, modernizando notoriamente las estructuras del Estado. Y, de una forma u otra, con lo conseguido en Lepanto y en Lisboa, puede afirmarse que en sus tiempos se alcanzó el cénit del Imperio español.

Acaso, es cierto, apuntando ya algunas grietas que acabarían provocando la ruina de aquella grandiosa Monarquía, pero tampoco sería justo cargarle con los errores de sus sucesores.

Las Indias entrevistas por Felipe II

Aunque no sea del caso un estudio pormenorizado de la historia de las Indias en el reinado de Felipe II —lo que sería ir más allá del objetivo de esta biografía—, sí parece pertinente plantearnos en qué medida Felipe II tuvo conciencia del fenómeno indiano y, además, cómo sentía a ese respecto lo que eran sus responsabilidades como Hispaniarum et Indianarum Rex.

De entrada, a Felipe II, cuando todavía era un muchacho, tenía que conmocionarle lo que iba oyendo sobre las gestas de los españoles en las Indias: descubridores, conquistadores y misioneros. Personajes como Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Pedro de Valdivia; Vasco Núñez de Balboa, Magallanes, Elcano. Sucesos como la primera circunnavegación del globo o como las conquistas de México y del Perú —las primeras transmitidas a las crónicas, la segunda vivida ya en su niñez— o la feroz resistencia de los araucanos, tuvieron que serle familiares, como a todos los castellanos de su tiempo; como lo fue, en su momento, la polémica entre Las Casas y Sepúlveda en Valladolid y en 1550 sobre los justos títulos de la conquista, aunque por esas fechas el Príncipe se hallara con su padre en tierras del Imperio.

No hay que decir lo que las nuevas de las Indias suponían en el ánimo de los españoles de la época que no salían del Viejo Continente, empezando por los propios gobernantes. Era como una maravilla que se renovaba de año en año. A la increíble noticia del Descubrimiento se había seguido la de la conquista de imperios fabulosos, como el de los aztecas y los incas, la llegada constante de los metales preciosos, la penetración en las inmensidades del océano Pacífico y la primera circunnavegación del globo.

De eso quedan testimonios en los escritos del tiempo, tanto en los documentos oficiales como en las crónicas de los mismos protagonistas de aquellos sucesos. No se dejaba pasar ocasión sin que se hicieran referencias a ello, como cuando el obispo Mota habló, en su discurso a las Cortes de Castilla en 1520, de la existencia de

… otro Nuevo Mundo de oro fecho para él[1183], pues antes de nuestros días nunca fue nascido[1184]

El pasmo continuo de aquella sociedad ante aquellos prodigios y ante quienes los protagonizaban, lo vemos en el relato —ingenuo, sin duda, pero por ello más fidedigno— del cronista Bernal Díaz del Castillo, cuando al relatar el regreso de Hernán Cortés a España, en 1528, nos dice aquello ya comentado:

La fama de sus grandes hechos volaba por toda Castilla…

Y ese vuelo era el de la imaginación de los españoles, su orgullo de ser el pueblo pionero, el que estaba llegando hasta donde nadie había llegado y descubriendo prodigios que los antiguos romanos ni siquiera habían supuesto.

Lagasca, el pacificador del Perú, lo diría a mediados del siglo, cuando ya Felipe II había entrado en el gobierno de la Monarquía, como alter ego de su padre, el Emperador; él podía asegurar cómo había visto y conocido lo que no había sospechado la Antigüedad; aquello de

Y cuán contra lo que todos los antiguos escribieron de las zonas, especialmente de la Tórrida[1185]

Era ya un lugar común. Incluso un veterano de las guerras de Flandes a finales del siglo, como Diego de Villalobos, se haría eco de ello:

… siendo con sus virtudes el nombre español casi inmortal, desde las regiones más antárticas del mundo hasta las árticas de nuestros polos, pasando las calurosas regiones de lo equinocial, siguiendo el presto camino del sol, dando vueltas a la mar y a la tierra, sin dexar parte donde las cruces españolas no hayan sido conocidas…

Y añade, pleno de orgullo:

… donde tan lexos estuvo de llegar la potencia romana..[1186]

Todo ese orgullo tuvo que sentirlo también Felipe II, y ya desde muy niño. Está claro que su maestro Sepúlveda, tan partidario de las hazañas de los conquistadores, no se las silenciaría. Y de hecho sabemos que el Príncipe gustaba de preguntar a Lagasca sobre cosas de las Indias, cuando el pacificador del Perú, de regreso a España, pasó al Imperio para dar cuenta a Carlos V del éxito de su misión y se vio con él en Mantua[1187].

Si Felipe II siguió, ya desde niño, las noticias de las gestas españolas en las Indias, desde la conquista del Perú por los Pizarro y los Almagro en los años treinta, cuando él todavía era un chiquillo entre los ocho y los doce años, también lo tenemos que imaginar como el Príncipe cada vez más sumido en sus obligaciones hacia sus nuevos súbditos. El formidable debate entre Las Casas y Sepúlveda ocurriría en Valladolid y en 1550, cuando el Príncipe estaba ausente de España, pero no ajeno a lo que en ella sucedía, aunque nada de ello aparezca en la correspondencia de Maximiliano de Austria, entonces gobernador de España por la ausencia de Felipe[1188].

En esas fechas, la expansión española en América había sido tan grande, que en el ánimo del Príncipe se hace paso la idea de que es preciso imponer un nuevo estilo: frente a la conquista, la pacificación, con la consolidación de lo ganado. La hora de los conquistadores ha pasado. Es llegada la etapa de la colonización.

Y eso se aprecia en las Nuevas Ordenanzas de Población y Descubrimiento de 1573, que el Rey encarga a Juan de Ovando, donde campea ya otro espíritu, marcando las tres premisas a que debe sujetarse la expansión hispana en las Indias: la primera, descubrir; la segunda, poblar, y la tercera, pacificar. Se orilla, por tanto, la palabra conquista, que ya tenía para entonces connotaciones negativas[1189]. Y todo ello marcado con dos justificaciones: la expansión de la fe y el buen gobierno de los indios, lo que quedaría ya recogido en la Recopilación de Leyes de los reynos de Indias, con la siguiente de Felipe II:

Porque el fin principal que nos mueve a hacer nuevos descubrimientos es la predicación y dilatación de la Santa fe católica y que los indios sean enseñados y vivan en paz y policía: ordenamos y mandamos que antes de conceder nuevos descubrimientos y poblaciones se dé orden de que lo descubierto, pacífico y obediente a nuestra Santa Madre Iglesia Católica, se pueble, asiente y perpetúe, para paz y concordia de ambas Repúblicas[1190]

Por lo tanto, unas nuevas Ordenanzas de Indias para aplicar bajo este reinado. Y así, cuando el virrey Francisco de Toledo refiere al Rey los abusos que cometían algunos de los españoles afincados en el Perú, Felipe II le contestará:

… lo que sobrello hay que decir de presente es que guardéis y hagáis guardar la instrucción que se os envía cerca dello[1191]

Exponente también de la preocupación filipina por las Indias lo encontramos en las medidas para su defensa, de los ataques corsarios, tanto en la ruta oceánica como en las mismas Indias. Ya hemos visto el apoyo que da a Pedro Menéndez de Avilés, en los primeros años de su reinado, para que asegurase esa ruta y para que eliminase los intentos de penetración de los calvinistas franceses en los años sesenta. También hemos podido seguir su forcejeo diplomático con la reina Isabel de Inglaterra, para que prohibiese las incursiones de sus vasallos en las Indias, con resultado cada vez más negativo, siendo ese uno de los motivos que llevarían a la desastrosa expedición de la Armada Invencible. Pero si no se consiguió vencer a Inglaterra en el mar, al menos se preservó a las Indias de una invasión enemiga, con el excelente sistema de formidables fortificaciones de sus principales plazas marinas, como La Habana, Veracruz o Cartagena de Indias. Por otra parte, el alto nivel poblador y pacificador conseguido en los dos grandes virreinatos de México y Perú permitirían realizar en su reinado la hazaña de la incorporación de Filipinas, con el descubrimiento de la ruta marina del tornaviaje entre Filipinas y México, gracias al talento de Urdaneta, que recogemos en otra parte de este libro.

Todo ello permitió un florecimiento de los asentamientos hispanos en Indias, reflejado en el rápido incremento de las relaciones económicas entre las colonias y la metrópoli, como se comprueba por el espectacular aumento de las remesas de metales preciosos, a lo largo del reinado[1192].

Tuvo la fortuna Felipe II de contar con algunos buenos colaboradores, entre los que destaca el virrey Toledo, que ejerció su mandato en Lima entre 1569 y 1581 y que puso las bases del gobierno del virreinato de forma tan firme, que perduraría hasta el siglo XVIII, gracias a su detenida visita del territorio, a lo largo de sus dos primeros años, que le permitiría su adecuada organización administrativa.

Los avances en la expansión hispana no fueron espectaculares durante este reinado, pues, en verdad, en la conciencia de todos estaba que lo que importaba era asegurar lo conquistado; aun así hay que mencionar, además de las Filipinas, ya recordadas, los asentamientos en la zona del mar de la Plata, con la definitiva fundación de Buenos Aires en 1580 por Juan de Garay; mientras en Chile, al sur de los poblamientos realizados por Valdivia a mediados de siglo, la nota constante era el estado de guerra contra los indios araucanos, que darían lugar al poema épico La Araucana, de Alonso de Ercilla.

Es algo que merece la pena destacarse, porque el poema se imprimió en Madrid a lo largo del reinado de Felipe II: la primera parte en 1569, la segunda en 1578 y los siete cantos últimos en 1589. No olvidemos que Alonso de Ercilla (1533-1594) es un contemporáneo riguroso de Felipe II. Y es notable cosa la alabanza que hace de sus enemigos:

Son de gestos robustos, desbarbados,

bien formados los cuerpos y crecidos,

espaldas grandes, pechos levantados,

recios miembros, de niervos bien fornidos,

ágiles, desenvueltos, alentados,

animosos, valientes, atrevidos,

duros en el trabajo, y sufridores

de fríos mortales, hambres y calores.

Este poema, tan propio de la España imperial, está dedicado a Felipe II, y el Rey tuvo que conocerlo en sus líneas generales, aunque no lo leyera por menudo.

No fueron los araucanos los únicos quebraderos de cabeza del Rey en las Indias, pues varias rebeliones se suscitaron a lo largo del reinado, ocurriendo las más sonadas en la década entre 1561 y 1571. Sería la primera la del sangriento Lope de Aguirre, miembro de la expedición que el virrey del Perú, marqués de Cañete, había encomendado a Pedro de Ursúa, para que descubriese las tierras de El Dorado; un sueño de gran parte de los conquistadores, tanto de uno como de otro virreinato indiano, que aquí daría lugar a una notable incursión en la ruta del Amazonas. Iniciada el 26 de septiembre de 1560, pronto surgieron los descontentos, culminados por el asesinato de Ursúa el 1 de enero de 1561. A partir de ese momento se desarrollaría una carrera de atrocidades, bajo el signo de la rebelión más abierta contra el Rey, con propósito de nombrar un príncipe del Perú. Aguirre llevaría la expedición por el Amazonas hasta lograr la salida al Océano, entrando pronto en colisión con los conquistadores asentados en la costa venezolana, pereciendo finalmente el 27 de octubre de 1561 aquel «rebelde hasta la muerte», como le escribiría a Felipe II.

Cinco años después sobrevendría en México la rebelión de Martín Cortés, hijo del famoso conquistador, frente al gobierno del virrey don Luis de Velasco, con propósito de proclamar la independencia de Nueva España, con el apoyo de los criollos descontentos por la supeditación a la corte del Rey. La muerte del Virrey, en 1564, agravó la situación, pero la Audiencia actuó con energía, apresando a los principales conjurados, y entre ellos al mismo Martín Cortés. Contra lo que cabía esperar, el nuevo virrey, Gastón de Peralta, marqués de Falces, puso en libertad a Cortés, que pudo volver y vivir en España sin mayores quebrantos, hasta su muerte en 1589.

Mayor repercusión tuvo la rebelión y muerte en el Perú del inca Túpac Amaru, bajo el virreinato de Francisco de Toledo. Hacia 1571, Túpac Amaru estaba refugiado en Vilcabamba, que era un foco de rebelión permanente contra el gobierno de Lima y como el último baluarte del antiguo poderío inca. Francisco de Toledo envió una expedición de castigo que venció a los rebeldes, ocupó Vilcabamba y apresó a Túpac Amaru. Llevado al Cuzco, tuvo un rápido proceso, siendo condenado a muerte y ejecutado, queriendo así el Virrey extremar el rigor para cortar de raíz cualquier intento de rebelión indígena en contra del dominio español.

Curiosamente, y pese a que ésa era la política del Rey ante casos similares ocurridos en España, el rigor del Virrey no fue bien visto en la corte y criticada la muerte del joven inca, a la edad de treinta años. En la versión del inca Garcilaso nos encontramos ante un juez cruel —el virrey Toledo— y un inocente: Túpac Amaru.

Es dudoso que Felipe II pronunciara una frase adversa contra la justicia de su Virrey, pero, evidentemente, siguió con atención el desarrollo de aquel suceso. En todo caso, lo cierto es que Francisco de Toledo, pese a sus servicios a la Corona, sería relevado de su cargo y condenado en España al destierro de la corte, muriendo sin recobrar la gracia del Rey en 1582.

Todo lo dicho nos permite concluir que Felipe II tuvo siempre muy presente las cosas de las Indias, que para él suponían algo verdaderamente importante: la expansión de la fe, aquello de seguir la obra de los primeros apóstoles, de lo que dejaría constancia en su Testamento, con aquella notable consigna dada a sus sucesores: que se mantuvieran siempre unidas las Coronas de Portugal y Castilla, porque eso era lo mejor para su seguridad, aumento y buen gobierno,

… y para ensanchar nuestra Sancta fe cathólica y acudir a la defensa de la Iglesia[1193].

Esto es, para que se mantuviera también la expansión del Evangelio; eso de «ensanchar» la fe, de que tanto se preciaba el Rey Prudente.

Curiosamente, se encontrará a finales de su reinado con un fenómeno preocupante, verdaderamente inesperado: que la proyección en el Pacífico puso en contacto al virreinato de Nueva España no sólo con las Filipinas, sino también con el rico comercio chino, de donde los comerciantes asentados en México obtenían múltiples mercancías exóticas muy demandadas, pero con el resultado del desvío de la plata mexicana hacia el Lejano Oriente. Y eso preocupa tanto al Consejo de Indias como al propio Rey, que se ven obligados a intervenir, prohibiendo aquel comercio en 1593, e incluso el de Filipinas para los mexicanos, sólo autorizando a los asentados en Filipinas el realizarlo con México, para mantener la ruta comercial con el galeón de Manila. Y así se legisla el 11 de enero de 1593:

Porque conviene que se excuse la contratación de las Indias Occidentales a la China y se modere la de Filipinas, por haber crecido mucho, con diminución de la de estos Reynos, prohibimos, defendemos y mandamos que ninguna persona de las naturales ni residentes en la Nueva España, ni en otra parte de las Indias, trate ni pueda tratar en las islas Filipinas[1194]

Por lo tanto, también las Indias como garantía de unos tesoros que han de venir a España. En definitiva, la imagen de aquel nuevo mundo de oro, de que hablaba el obispo Mota en 1520, sigue operando bajo Felipe II y a lo largo de todo su reinado. Y como también se mantiene la nota religiosa, como ya hemos comprobado, puede afirmarse que la fiebre del oro y la fiebre de la fe son las dos constantes más nítidas. Pues bien, en las Indias entrevistas por Felipe II se mezclarían, a buen seguro, ambas imágenes: la del ensanchamiento de la fe, como la misión encomendada por Dios a la Corona, y la del oro, como la recompensa divina a la Monarquía católica.