13 EL MOMENTO CULTURAL

A toda esta amplia visión de la época filipina faltaba algo muy relevante, aunque no poco fuese diciéndose aquí y allá: el momento cultural; la cultura de una sociedad enmarcada por una Monarquía confesional, de donde se deduce pronto que una de sus notas más destacadas es la de su profunda religiosidad, pero conllevando una intolerancia extrema, que sería su aspecto más negativo. No en vano a principios del reinado se encendían los autos de fe con sus hogueras bien calientes, para disuadir a los dudosos y para aniquilar a los disidentes. En ese ambiente religioso a lo romano, los decretos del Concilio de Trento calan muy pronto, gracias también a la decidida participación de la Corona para que se aplicaran en todo su rigor.

Y es en esa España donde brota el fenómeno del misticismo, y de tal calidad, que por fuerza ha de atraer nuestra atención. No olvidemos que tanto santa Teresa como san Juan de la Cruz realizan su obra reformadora y escriben sus admirables creaciones literarias a lo largo del reinado de Felipe II, y que la admiración del Rey hacia la Santa es un rasgo de su personalidad.

En contraste con ello, nos encontramos con un pobre desarrollo del humanismo, con escasos estudiosos de la Antigüedad romana y rarísimos de la griega. Veremos que la corriente erasmista, que tanto prometía en la década de los años veinte, con figuras como Luis Vives (cierto, viviendo en los Países Bajos) y de Alfonso de Valdés, se adelgaza de tal punto que casi desaparece.

También nos ha de interesar, por supuesto, el eco de los avances científicos, ya que tampoco en este terreno podemos referimos a personalidades hispanas de notorio relieve, aunque sí a curiosos intentos de recepción de los logros del siglo, tanto en el campo del conocimiento del hombre como de la Tierra y del cosmos.

Una nota muy particular de la época es el auge universitario. Hay que añadir en seguida que respondiendo sobre todo a la necesidad de aquel Imperio en expansión por contar con más letrados y más teólogos, cosa propia de una Monarquía confesional. En este caso, un auge universitario donde se alza un modelo incuestionable: la Universidad de Salamanca.

Finalmente, es en ese ambiente donde se forman y crean su obra una serie de artistas y de escritores que ya están anunciando el Siglo de Oro de las letras y de las artes hispanas. Hemos citado el caso de los místicos, de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. Tendremos que decir algo también de artistas como Juan de Juni y de El Greco o de Juan de Herrera —el que dará nombre al estilo arquitectónico que campea en la época—; pero también de músicos como Cabezón o como Tomás Luis de Victoria. Y, sobre todo, de un escritor, poeta esencialmente, pero también profesor del viejo Estudio salmantino, donde y como tal tendría una importante lección sobre las leyes, en notable contraste con la política absolutista cada vez más ostensible que emanaba de la corte, y acaso por ello acabando en aquel ignominioso proceso inquisitorial, del que forzosamente hemos de dar cuenta.

De ese modo terminaremos con la referencia al personaje que mejor sirve de contrapunto al propio Rey, a quien, por lo cual, prestaremos mayor atención. Porque fray Luis de León es uno de los máximos exponentes de la España sobre la que reinó Felipe II.

Lo religioso: espíritu tridentino y misticismo

Lo religioso es, sin duda, lo que más caracteriza a la sociedad española, incluso hasta nuestros mismos días; no digamos en el siglo XVI. La Iglesia es la institución mejor organizada, mejor dirigida, más nutrida y mejor desarrollada por todo el ámbito nacional. Los obispos eran una auténtica potencia, como lo eran a escala menor los párrocos en su parroquia, en especial en el ámbito rural, donde no encontraban obstáculos mayores a su influencia. El púlpito era un instrumento de control ideológico de primer orden, donde con precisión y rapidez se daba semanalmente a un público atento y respetuoso las consignas emanadas de las sedes episcopales. Añádase la acción de las grandes Órdenes religiosas, con sus predicadores, que atraían al público como pueden hacerlo ahora los cantantes más populares.

Y detrás de todo ello, la temible Inquisición.

Lo religioso impregnaba aquella sociedad, no ya sólo en los grandes acontecimientos personales: nacimiento, boda, muerte; o en los sociales: Navidad, Semana Santa, fiestas patronales. Es que, jornada a jornada, desde el primer toque de las campanas parroquiales llamando a misa, hasta la retirada al descanso, pasando por el ángelus del mediodía, la vida entera estaba impregnada por lo religioso. De tal forma, que cualquier cosa que hoy veríamos como privativo de una comunidad determinada se tomaba entonces como algo que afectaba a todos.

Un ejemplo: cuando santa Teresa funda su primer convento reformado de carmelitas descalzas, ello provoca las iras de la antigua Orden, y el conflicto salta al punto a las autoridades municipales.

Es algo que sabemos por la propia Santa, cuyo testimonio aquí resulta imprescindible:

Desde a dos a tres días, juntáronse algunos de los regidores y corregidores y de el Cabildo, y todos juntos dijeron que en ninguna manera se había de consentir, que venía conocido daño a la república[350]

De todo lo cual pronto se hizo eco el pueblo, no hablándose de otra cosa por toda la ciudad, si hemos de creer a la Santa, que aquí vuelve a darnos su testimonio:

Era tanto el alboroto de el pueblo que no se hablaba de otra cosa, y todos a condenarme[351]

Una sociedad así constituida tenía que seguir con la mayor atención el magno Concilio de la Iglesia celebrado a mediados del siglo, entre 1545 y 1563: el Concilio de Trento. Y al obedecer sus decretos, puede afirmarse que un espíritu tridentino acabaría campeando por todo el ámbito nacional, bien orquestado desde la corte por el Rey y sus principales colaboradores en lo religioso, como los inquisidores Fernando de Valdés y Espinosa, o como los confesores regios —verdaderas potencias en aquel reinado—, como fray Bernardo de Fresneda o fray Diego de Chaves.

Espíritu tridentino: esto es, depuración de la vida en vida y estudios, pero también incremento de la intolerancia.

Eso venía a corresponderse con el papel ejercido por la Iglesia española en el Concilio, un papel bien doblado por la acción de la Monarquía, tanto por Carlos V como por Felipe II. No olvidemos que si la presión de Carlos V, tras la paz de Crépy de 1544, había sido decisiva, propiciando la inauguración del Concilio en 1545, la de Felipe II no fue menos importante para que el Concilio reanudase sus sesiones en la tercera y última etapa de los años sesenta, tras la paz de Cateau-Cambrésis. Y al interés de los reyes correspondieron tanto los obispos como los teólogos españoles. Puede decirse que en la primera etapa sólo pudo echarse en falta a fray Francisco de Vitoria, y bien a su pesar, por la grave enfermedad que le tenía postrado en el lecho y que le acarrearía la muerte; lamentable situación de la que se dolería ante el príncipe Felipe en una notable carta que en su día publicamos, cuando la encontramos en el Archivo de Simancas:

… pero, bendito Nuestro Señor por todo —escribía Vitoria al Príncipe—, yo estoy más para caminar para el otro mundo que para ninguna parte déste[352]

Ciertamente, en la segunda etapa de 1551 la resistencia del episcopado español fue mayor, en parte por el conflicto abierto entre Carlos V y Roma, de forma que no pocos obispos alegarían pretextos diversos para esquivar una situación que era tan embarazosa para ellos. Fue algo que investigué directamente en el Archivo de Simancas, encontrando estos resultados de dieciséis respuestas: el arzobispo de Toledo y los obispos de Coria, Plasencia y Zamora se negaron, otros diez opusieron dificultades, alegando falta de salud y hasta penuria económica que les impedía afrontar el viaje, mientras otros dos pedían un aplazamiento; mejor respondieron los teólogos, hasta el punto de suponer casi el 50 por 100 de los que llegaron a Trento. Y en la tercera etapa, ya bajo el signo filipino, la presencia española fue impresionante: más de cien figuras, entre obispos y teólogos, y de la talla de Laínez, Salmerón, Vázquez de Menchaca, Arias Montano, Pedro Guerrero y Covarrubias.

Es en ese ambiente donde poco a poco se va incubando la gran corriente mística representada por santa Teresa de Jesús y por san Juan de la Cruz.

Aquí la teología y la literatura al más alto nivel se dan la mano. En pleno reinado de Felipe II, en 1567, se produce uno de los hechos más importantes de la historia del Quinientos español: el encuentro entre santa Teresa y san Juan de la Cruz, de donde saldría la rama masculina de los carmelitas descalzos. Empieza también una serie de persecuciones, alentadas, cuando no promovidas directamente, por la antigua Orden de los Carmelitas (los calzados), con lances tan duros como el rapto de san Juan de la Cruz, llevado prisionero desde Ávila hasta Toledo, donde sufrió rigurosa cárcel en el convento de los carmelitas calzados.

Esto merece nuestra atención, porque nos pone en relación con el propio Rey.

En efecto, la Santa, en su afán de salvar a san Juan, se dirige al mismo Felipe II. Es cuando el Epistolario de santa Teresa se convierte en una fuente histórica de primer orden, probando, por un lado, la entereza de la Santa y, por otro, la vinculación de la nueva Orden con el Rey.

Eso ocurría a finales de 1577, cuando los sucesos más graves afectaban a la Monarquía, con Flandes en plena rebelión, donde don Juan de Austria era incapaz de sujetar las provincias levantadas contra Felipe II, cuando las acciones de los corsarios en el mar se mostraban más peligrosas y cuando la Hacienda regia se las veía y se las deseaba para atender a tantas necesidades.

El 2 de diciembre de 1577 se producía el rapto de san Juan de la Cruz. A los dos días, la Santa, no sabiendo a quién pedir auxilio, decide hacerlo al propio Rey.

Es una carta que merece ser glosada. Que una monja se dirigiera personalmente al Rey podía parecer falta de respeto, y la Santa lo reconoce desde el principio:

Por amor de Nuestro Señor, suplico a V.M. perdone tanto atrevimiento.

Pero pone por excusa algo que sabe que sonará bien en los oídos regios: que, a su entender, la misma Madre de Dios lo había tomado como amparo de la Orden, con lo cual era claro que a él se debía acudir en los momentos difíciles. Por otra parte, se trataba nada menos que de la prisión y malos tratos que los calzados hacían contra un hombre de Dios:

… un santo, y en mi opinión lo es y ha sido toda su vida.

Atropello de la más elemental justicia, y gran desacato, por haberse hecho además con la agravante de estar tan cerca la corte del Rey: «… que ni parece temen que hay Justicia ni a Dios».

Con lo cual, otra nota alarmante: ¿qué podía opinar la gente? «… dase escándalo al pueblo…».

Así que la Santa acudía al Rey como ultimo recurso:

Si V.M. no manda poner remedio, no sé en qué se ha de parar, porque ninguno otro tenemos en la tierra.

Y una suprema apelación: la cuestión de la honra. La honra de todo lo divino, cuya protección Dios había puesto en manos del Rey[353].

La liberación del Santo no vino, sin embargo, por orden del Rey, sino gracias a su propia fuga de la cárcel conventual toledana en que los calzados le tenían preso[354]. Pero el interés del Rey por santa Teresa es un aspecto bien conocido de su personalidad, como lo mostraría la veneración con que ordenó que el original de su Libro de la vida se custodiase en la Biblioteca del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y su apoyo a que se hiciera una edición completa de su obra, que el Consejo Real encomendaría a fray Luis de León, a poco de morir la Santa.

Atonía del humanismo

Misticismo, por tanto, y de la máxima calidad, no sólo espiritual, sino también literario; pero no olvidemos que con frecuencia bajo sospecha por el celo de los inquisidores de turno, con los que más de una vez hubo de vérselas santa Teresa.

Quizá por ello, a tono con ese rigor inquisitorial, quepa hablar del argollamiento sufrido también por los humanistas del Quinientos, lo que puede explicar la atonía en que cae un humanismo que tanto prometía bajo los primeros años de Carlos V. ¿Estamos ante una gran frustración, como señala Luis Gil[355]? Por su estudio del estado de la cuestión se puede llegar a la conclusión de que el cultivo del latín era escaso, incluso en las aulas universitarias, pese a la obligación —frecuentemente incumplida— de que los profesores explicaran en latín.

Sólo estaban exentos, pudiendo explicar «en romance», los profesores de las cátedras de astrología, música y gramática; pero, de hecho, era el medio habitual en todas, empleando a lo sumo una «jerga macarrónica», como la denomina Rodríguez-San Pedro[356]. Y tan era así, que hasta los que acudían a examinarse para ordenarse sacerdotes estaban «… tan faltos de latín que no entienden cosa dél»[357].

Y si eso era lo que ocurría con el latín, y con los disparates que en ese campo se cometían, provocando la hilaridad de Nebrija, en las mismas sesiones universitarias[358], mucho peor era lo que sucedía con el griego. «Menester es ahora recuperar alientos —indica Luis Gil— antes de adentrarse en un campo aún más yermo, todavía más desolado: el de nuestro helenismo»[359].

Que la Inquisición y el espíritu inquisitorial de la cúpula directiva de aquella Monarquía influyó en la atonía del humanismo, parece evidente. Era algo que trascendía de las fronteras, haciendo decir a Erasmo: «Non placet Hispaniam». Por la misma razón, vemos a Luis Vives residiendo ya en Inglaterra, ya en los Países Bajos, pero sin regresar a España, pese a lo que añoraba su tierra natal valenciana[360]. Quizá lo habría hecho si hubiese podido contar con la protección del duque de Alba, pues dejó constancia de lo mal que le supo perder la oportunidad de educar al futuro tercer duque —el que la historia conoce ya como el Gran Duque de Alba—[361]; aunque eso mismo resulta dudoso, pues por esas fechas la Inquisición procesaba a su familia y procedía incluso contra su madre, pese a que ya había fallecido[362].

También influyó la batalla librada a mediados de siglo en torno a la imposición del Estatuto de limpieza de sangre, auspiciado por el arzobispo de Toledo Silíceo en los años cuarenta. Curiosamente, en un principio no consiguió el apoyo de su antiguo pupilo, el príncipe Felipe. La batalla se libraba en el cabildo catedralicio toledano entre los canónigos vinculados a los linajes de conversos y los llamados cristianos viejos. Como pudo demostrar Sicroff, Silíceo no dudó en acusar a los conversos de falsas maquinaciones con los judíos sitos en Constantinopla, mientras sus contrarios daban la voz de alarma contra la ignorancia de la mayoría de los cristianos viejos. La réplica de Silíceo nos da idea de su bajo nivel cultural, de lo que por otra parte se mostraría orgulloso:

Que se admitan cristianos viejos[363], aunque no sean ilustres nobles ni letrados —replicaría— es mucho mejor que admitir los que descienden de herejes quemados, reconciliados, penitenciados y abjurados, teniendo la calidad de ilustres nobles, letrados, como los hay en esta santa Iglesia…

¿Y eso por qué? Por lo que podía ocurrir, si intervenía la Inquisición. El argumento de Silíceo, en aquellos mediados del Quinientos, resultaba decisivo:

… porque de los ilustres cristianos viejos está muy segura esta Santa Iglesia que no será afrentada llevándoles la Inquisición, como se suele hacer de los que no son cristianos viejos[364].

Fue una batalla larga, que Silíceo acabó ganando, tras acudir a Roma (Paulo III lo apoyaría por un breve de 1548, ratificado por Paulo IV en 1555) y después de conseguir en la corte el apoyo de los poderosos ministros Granvela, padre e hijo[365]. Finalmente, Felipe II lo confirmaría desde Bruselas, en 1556[366]. Y a partir de ese momento se fue extendiendo por toda España, no sólo en el ámbito eclesiástico, sino también en las Ordenes Militares y en los principales cargos de la Administración, tanto a nivel nacional como regional y local.

Con una salvedad, como hemos de ver: la de la Universidad de Salamanca.

En efecto, en el Claustro del Estudio salmantino se puso a debate si, al modo como lo había hecho ya la Universidad de Alcalá de Henares, se imponía también un Estatuto similar de limpieza de sangre:

Atento a que en la Universidad de Alcalá se había hecho un Estatuto, que era muy santo y digno de guardar, que en esta Universidad se hiciese lo mismo: que ninguno que viniese de raza de judío se pudiese graduar de Teología, atento que en estos tiempos presentes había tanta necesidad que los que oyesen y se graduaren en dicha Facultad, fueren cristianos viejos…

Eso ocurría en 1561, el año en que se imponían los severos Estatutos dictados por Covarrubias. Pero, en este caso, aquella medida restrictiva no prosperó:

… el dicho Claustro, oído y entendido, la dicha Universidad y Claustro se resolvió y concluyó en que por agora el dicho Estatuto no se hiciese[367]

Pero estaba claro que la manía de la limpieza de sangre no hacía sino enrarecer el ambiente intelectual, con perjuicio del desarrollo del humanismo, como lo era forzosamente todo crecimiento de la intolerancia. Estaba a la par con el apoyo que continuamente daba la Corona a la Inquisición y a sus representantes, no sólo frente a las autoridades civiles, sino incluso también ante las más altas jerarquías de la Iglesia española, cuando se producía algún conflicto de jurisdicción. En tales casos, la voluntad regia se manifestaba de forma clara y ostensible, como cuando el príncipe Felipe escribía al capitán general de Cataluña en 1547:

Y porque la voluntad de S.M. y mía es que el dicho Santo Oficio sea honrado y favorecido, pues dél se siguen tantos servicios a Dios Nuestro Señor y utilidad de nuestra religión cristiana… vos mandamos que de aquí adelante no os entrometáis a conocer ni conozcáis de las causas tocantes a los dichos oficiales, ministros y familiares de la Inquisición[368]

Rapapolvos semejantes reciben la Chancillería de Valladolid o el arzobispo de Valencia, a tono con el incremento del rigor inquisitorial de mediados de siglo, que desembocaría en los duros autos de fe de 1559, celebrados en Valladolid y Sevilla.

Y no eran los únicos signos de cuán difíciles eran los tiempos. Enumeremos algunos otros de los más significativos: la pragmática regia de 1557, prohibiendo a los estudiantes salir a estudiar en universidades extranjeras, con la excepción, claro, de las pontificias de Roma y Bolonia y de la de Nápoles (ésta como propia), con la excusa de que se corría el peligro de que adelgazasen las nacionales, pero advirtiendo a la princesa Juana, gobernadora entonces de España en ausencia de su hermano, que se hacía para evitar posibles contagios heréticos[369]. Y eso precisamente cuando los españoles refugiados en Ginebra abrigaban la ilusoria esperanza de algún cambio, por la guerra desatada aquel año entre el Rey y el papa Paulo IV[370]. Estaba también la publicación de los Índices de libros entre 1551 y 1559[371], el control aduanero sobre la entrada de libros y, en especial, sobre la actuación de los profesores en sus cátedras universitarias, con las visitas periódicas impuestas a partir de 1561, como tendremos ocasión de ver.

Pésimo ambiente, por lo tanto, para que se desarrollaran libremente los estudios humanistas, tanto más que nunca habían sido nada lucidos. En 1538, Luis Vives dudaba que fuera muy conocido en España, con estos desolados términos:

… mis obras son pocos los que ahí las leen, más pocos los que las entienden y poquísimos los que las compran; tan fríos están en el estudio de las letras nuestros hombres[372].

Además, pues, del desvío general de aquella sociedad hacia las letras profanas, estaba el riesgo en que se podía caer, ante la mirada recelosa del inquisidor de turno, como aquel —cuyo nombre desconocemos— que al censurar un texto de fray Luis de León anotaría al margen de un pasaje que le resultaba oscuro: «No lo entiendo qué quiso dezir esta bestia»[373].

De ese modo aquel «iluminado» trataba al gran poeta.

De hecho, estaba siempre presente el escollo que denunciaba un sufrido humanista, el helenista Pedro Juan Núñez, en carta al cronista Jerónimo Zurita en 1556:

La aprobación que V. m. ha hecho de mis estudios me da muy grande ánimo para passarlos adelante, porque si esso no fuesse, desesperaría, no teniendo aquí persona con quien poder comunicar una buena corrección o explicación, no porque no haya en esta ciudad[374] personas doctas, pero siguen muy diferentes estudios…

Y añade más, declarando ya sus temores:

… y lo peor desto, que querrían que nadie se aficionase a estas letras humanas, por los peligros, como ellos pretenden, que en ellas hay, de cómo enmienda el humanista un lugar de Cicerón, assí enmendar uno de la Escritura, y diziendo mal de comentadores de Aristóteles, que hará lo mismo de los Doctores de la Iglesia…

Ante tamaña estolidez, ¿no era para desesperarse? Así lo sentía aquel sufrido helenista:

Éstas y otras semejantes necedades me tienen tan desatinado, que me quitan muchas vezes las ganas de passar adelante[375]

Así pude escribir yo hace más de veinte años en otro estudio mío, al encararme con una cuestión de tanta actualidad, como es la inquietante situación que con tanta frecuencia vive el intelectual en España:

Se controla con mayor rigor todo lo que está en tomo al quehacer del intelectual, personaje siempre mirado con recelo por el hombre autoritario lanzado a la política, pero ahora mucho más desde que se sospechan posibles desviaciones de la fe. Porque la ortodoxia no es sólo una cuestión religiosa, sino que se entiende que afecta también a la política, en parte por la tradicional obligación de que la espada del príncipe defienda los principios religiosos, en parte porque toda alteración religiosa se considera que trastorna gravemente el cuerpo social de la república, y, por ende, socava también las mismas estructuras políticas. Por ello, y dado que los conversos son tenidos a la par como gente aguda y como sospechosos en su fe —amigos, en suma, de novedades—, todo alarde de talento puede resultar peligroso. El doctor Villalobos, médico de la corte imperial, no se atreverá a disentir públicamente del dictamen que emiten sus colegas en la última enfermedad de la emperatriz, y en carta privada lamentará el que pueda ser tachado de agudo y, en consecuencia, insultando a su abuelo; esto es, teme que sea recordado su linaje, y eso le cohíbe a la hora de mostrar su disparidad en momento tan crítico. Tan arriesgada se convierte la tarea del intelectual, que fray Luis de León temerá que de entre sus alumnos salga un posible delator. Y el hombre del pueblo se mostrará orgulloso de su analfabetismo, que lo ponía a cubierto del brasero inquisitorial, como aquel aspirante al oficio de alcalde que nos evoca Cervantes en su entremés La elección de los alcaldes de Daganzo, lo cual se hallaba en plena correspondencia con los afanes del arzobispo de Toledo Silíceo, cuando quiere imponer los estatutos de limpieza de sangre para el acceso al cabildo de aquella catedral, razonando que más prefería cristianos viejos menos doctos, que otros nuevos más preclaros por sus letras y aun por sus parentescos (eran frecuentes los enlaces entre linajes nobiliarios y conversos), pero más inciertos en la firmeza de su fe. La Inquisición penetra en la Universidad española, escudriña sus bibliotecas, vigila la actuación de su profesorado y advierte repetidas veces a sus Rectores que la tengan al tanto de cualquier novedad sospechosa.

De esta manera, limitados los contactos renovadores con el exterior y enrarecido el ambiente interior, el despliegue de nuestro humanismo tenía que ser por fuerza de pobre cuantía. El que tenía conocimientos e ingenio para criticar a los clásicos también podía hacerlo de los libros sagrados o de los textos de los Santos Padres, y sobre él se cernía una sombra de sospecha. En suma, demostrar profundidad de conocimientos e independencia de carácter era altamente comprometido.

Éste fue el drama de la intelectualidad española del siglo XVI. Así se comprende el exilio voluntario de Juan Luis Vives, las inhibiciones del doctor Villalobos y el heroísmo desplegado en su cátedra por fray Luis de León. Así se comprende, también, el desmedrado desarrollo de nuestras imprentas, en muchos casos en manos de extranjeros, como los Hutz y los Gieser, impresores alemanes que se ven sucedidos en Salamanca por otros italianos, como los Giunta y los Portonari. En Valladolid —que era uno de los centros culturales de mayor tradición— no llegan a cuatrocientos los libros impresos en el siglo XVI. En Madrid hay que esperar al traslado de la corte para que surja la primera imprenta, que no empezará a funcionar hasta 1566. El panorama será más sombrío en otras zonas más apartadas: así, en Oviedo, pese a que su Universidad —el legado del inquisidor Valdés— abre sus puertas a principios del siglo XVII, serán precisos más de cincuenta años para que se instale la primera imprenta, que no hay que decir que es la primera del Principado. No existían imprentas con caracteres adecuados para imprimir textos griegos, salvo en Alcalá de Henares, gracias al amparo de Cisneros, y aun aquel material tipográfico se perdió a poco de la muerte del Cardenal, de forma que cuando Felipe II ordene que se haga una nueva edición mejorada de la Biblia políglota, habrá que intentarlo en Amberes, no en España. Añádase la general penuria de libros. Es cierto que el mecenazgo de Felipe II crea en España una de las más importantes bibliotecas de Europa, con miles de ejemplares (impresos o manuscritos) de extraordinario valor; pero en lugar de vivificar un centro universitario (bien necesitado de ellos, pues la pública de Salamanca sólo tenía unos cientos de obras) enterró aquel tesoro en un lugar tan apartado como lo era entonces El Escorial, fuera del alcance de la mayoría de los estudiosos de su tiempo[376].

El eco de la ciencia

Partamos de la siguiente base: el siglo XVI está lejos de alcanzar en la ciencia resultados tan sorprendentes como los que lograría en el siglo XVII, por algo llamado como el de la revolución científica. Sin embargo, tanto en el mejor conocimiento del hombre como de la Tierra, así como en un atisbo del verdadero ordenamiento del cosmos, sí hubo avances notables, como puede comprenderse con sólo citar figuras como Vesalio y Copérnico. De ahí que sea necesario plantearse en qué medida la España del Quinientos participó en esas tareas, o, al menos, si se hizo eco de lo conseguido por los hombres de ciencia de la Europa occidental.

Lo primero a constatar es que un mayor sentido crítico empieza ya a notarse en los hombres del tardío Renacimiento. A este respecto, suele considerarse a Descartes como el primer hombre moderno, porque rechaza totalmente el principio del magister dixit, elevando la duda a la base de su sistema filosófico, para encontrar una roca firme donde asentar su pensamiento. Pero lo cierto es que ese talante intelectual (sin llegar, por supuesto, a un verdadero planteamiento filosófico, y ése sería el mérito de Descartes) lo encontramos ya en figuras del siglo XVI. Así, Cristóbal de Villalón —o quienquiera que fuese el autor del Viaje de Turquía— hará expresarse de este modo a un personaje de su obra:

¿Por qué tengo yo de creer cosa que primero no la examine en mi entendimiento? ¿Qué se me da a mí que los otros lo digan, si no lleva camino?

Y para remachar más su espíritu crítico, añade:

¿So yo obligado, porque mi padre y mi abuelo fueron necios, a sello[377]?

Pues bien, en el mejor conocimiento de la naturaleza física del hombre se puede recordar el nombre de un español: el médico Miguel Servet, descubridor de la pequeña circulación, o circulación pulmonar. Sin duda, la gran figura del siglo lo fue el belga Vesalio (1514-1564), muy vinculado a la Casa de Austria, como médico de Carlos V y de Felipe II, y, como tal, el autor de la difícil trepanación que hubo de realizar al príncipe don Carlos para salvarle la vida, después de su aparatosa caída por una escalera de su mansión en Alcalá de Henares en 1562.

La fama, y bien merecida, de Vesalio radica en su obra: De humani corporis fabrica, publicada en 1543; está basada sobre su propia experiencia, con el estudio directo del cuerpo humano, hecho sobre numerosas disecciones de cadáveres. Como eco de lo que supuso ese avance científico, nos encontramos en España con la obra de un discípulo de Vesalio, el palentino Juan Valverde de Amusco, que escribió el libro Historia de la composición del cuerpo humano.

Yo pude encontrar otra huella en la documentación de la Universidad de Salamanca, pues en sus claustros se aprueba en 1550 la creación de una nueva cátedra de anatomía, razonándose que para que los futuros médicos supiesen curar tenían que estudiar no sólo en los libros, sino también «ver con los ojos»[378]. Sin duda, era una nueva mentalidad que trataba de superar la vieja rutina de los estudios médicos, hasta entonces basada en la máxima del magister dixit, tal como lo prescribían las antiguas obras de Hipócrates y Galeno.

Y lo cierto es que a mediados de siglo, pocos años por tanto después de que apareciese el tratado de Vesalio, las principales Universidades hispanas crean la cátedra de anatomía: Valencia en 1549, Valladolid en 1550, Salamanca en 1551 y Alcalá de Henares hacia 1560[379].

Por lo tanto, en el campo de la medicina el papel de España es meritorio, con figuras como el segoviano Andrés Laguna, otro anatomista al que vemos trabajar en París, que con su Anatomica methodes seu de sectiones humani corporis, aparecido en 1535, ya empieza a basarse en las observaciones empíricas obtenidas en la disección de cadáveres; algo reconocido también por otro médico español de la época, Luis Lobera de Ávila, al que vemos como médico de Carlos V. Notable también fue el converso Francisco López de Villalobos (1479-1549), médico de la corte de Carlos V, que asistió impotente a los últimos momentos de la emperatriz Isabel, que prestó su atención a la nueva enfermedad que afligía a aquella sociedad: las «pestíferas bubas» o sífilis. A fines de siglo, el médico más destacado es Luis Mercado, destacado cirujano y autor también de un tratado sobre la peste (De natura pestis), aparecido en Madrid en 1598, cuando la temible enfermedad empezaba a extenderse por toda España.

Si en el conocimiento del cuerpo humano apreciamos como un eco —eso sí, importante— de los avances logrados por los hombres de ciencia europeos de la talla de Vesalio, en el conocimiento de la Tierra es donde España se muestra pionera, como no podía ser menos, siguiendo la estela de los navegantes y descubridores que proliferan después de Cristóbal Colón. Aquí sí que los avances, sobre la Antigüedad, eran tan impresionantes como indiscutibles. Como diría Jean Fernel hacia 1530:

Nuestra época no necesita en modo alguno despreciarse a sí misma y contemplar el saber de los antiguos…

Y podría añadir, con razón:

En nuestra época se realizan proezas que la Antigüedad ni siquiera soñó… Si alguno [Platón, Aristóteles y Tolomeo] resucitara hoy, encontraría la geografía tan cambiada que no podría reconocerla. Los navegantes de nuestra época nos han dado un nuevo globo terrestre[380].

Pues bien, evidentemente, en la mayoría de los casos esos navegantes eran españoles, desde los que acompañaron a Colón y Magallanes, como Juan de la Cosa y Juan Sebastián Elcano, hasta Urdaneta. Si Elcano fue el primer hombre que dio la vuelta al mundo (mereciendo el escudo concedido por Carlos V, con una imagen del globo y la leyenda: Primus circundidisti me), Urdaneta fue el primero que, adentrándose en el Pacífico Norte, encontró la corriente marina que permitiría hacer el tornaviaje entre Filipinas y México, asegurando así el enclave español en aquella parte de Asia.

A lo largo del siglo, la Casa de Contratación de Sevilla, fundada en 1503, mantendría una auténtica escuela náutica, con el cargo de piloto mayor, estando al día de los avances cosmográficos y cartográficos, acogiendo a nacionales y extranjeros (entre éstos, a Américo Vespucio) y realizando notables descripciones geográficas de América.

Todo ello se reflejaría en el orgullo con el que los españoles del Quinientos aludían a esas hazañas, en las que se notaban tan superiores a la Antigüedad, como cuando Pedro Lagasca, el pacificador del Perú, describía al rey Fernando (después emperador) lo que había visto en aquellas tierras, y comentaba:

… las diversidades de temples en aquellas tierras, y especialmente en el Perú hay. Y cuán, contra lo que todos los antiguos escribieron de las zonas, especialmente de la Tórrida[381]

Eso tenía que apreciarse en la obra de los estudiosos, y desde muy pronto. Así en 1519, el mismo año en que Carlos V es elegido emperador, se publica en Sevilla la Summa de Geografía, escrita por uno de los más activos descubridores de aquellas fechas, Martín Fernández de Enciso, que participa en la exploración desde las Antillas hasta Tierra Firme. En la portada de su libro, Fernández de Enciso proclamaba que trataba

… de todas las partidas et provincias del mundo, en especial de las Indias…

Pero también discurría sobre el arte de marear en pleno Océano, lejos ya de la vista de la tierra y, por tanto, cuando no se podía seguir la técnica tradicional del cabotaje, sino orientándose por las estrellas.

Más fama alcanzaría un cuarto de siglo después la obra de Pedro de Medina Arte de navegar, hasta el punto de que tendría numerosas reediciones, siendo traducida a los principales idiomas de la Europa occidental: francés, italiano, inglés, alemán e incluso holandés. Una obra que la Casa de Contratación de Sevilla no acogió con agrado, acaso porque temiera que con su difusión perdiera España el monopolio de la ruta indiana, pues, como Pedro de Medina anunciaba, su libro contenía:

… todas las reglas, declaraciones, secretos y avisos que a la buena navegación son necesarios…

Y cosa importante para nuestro intento de presentar la España de Felipe II, Pedro de Medina dedicaba su obra

… al muy serenísimo y muy esclarecido señor don Phelipe, príncipe de España[382]

En ese orden de cosas fueron apareciendo, a lo largo del siglo, otros diversos tratados en los que los españoles ponían su contribución al mejor conocimiento de la Tierra, dado que no en vano eran ellos, junto con los portugueses, los pioneros en la era de los descubrimientos geográficos. Y eso desde ambas orillas del Atlántico, de forma que es a finales del reinado de Felipe II cuando se publica en México la obra de Juan de Cárdenas Problemas y secretos maravillosos de las Indias, donde, entre otras cosas, pone a discusión las teorías de los antiguos sobre las causas de fenómenos como los terremotos, contrastándolas con las experiencias vividas en las Indias[383].

En cambio, poco añadiría de nuevo, salvo la ya confirmación —tan evidente— de la esfericidad de la Tierra, Fernán Pérez de Oliva con su Cosmografía nueva, correspondiente a su curso en la Universidad salmantina de 1526 o 1527[384].

Pero es en el estudio del cosmos donde el Quinientos llevaría a cabo el avance más significativo, y tan revolucionario, que provocaría el gran escándalo, siendo aceptado por muy pocos. Ése sería el caso de la teoría heliocéntrica de Copérnico, expuesta en su libro De revolutionibus orbium coelestium, aparecido el mismo año de su muerte, en 1543, y del que un alumno suyo, el alemán Rhetius, había dado un anticipo en su Narratio prima, publicada en 1540.

Sostener que la Tierra era la que se movía en tomo al Sol, y no a la inversa, tan en contra de lo que los sentidos parecían evidenciar y, sobre todo, tan distinto a lo que se desprendía de las enseñanzas de la Biblia, parecía más que escandaloso: sacrílego. Y como tal lo consideraron la mayoría de las Universidades católicas, empezando por la Sorbona parisina. Y del mismo criterio fueron los más destacados heresiarcas. Para Lutero, en su Tischreden, Copérnico no era sino un pobre mentecato que quería trastornar toda la astronomía. Tampoco salió mejor parado con Calvino, que criticó duramente a quienes ponían tales teorías por encima de las Sagradas Escrituras.

En ese orden de cosas, resulta notable que los Estatutos de la Universidad de Salamanca de 1561 propiciaran la lectura del libro de Copérnico, en estos términos:

Título XVIII. Cátedra de Astrología

En la Cátedra de Astrología el primer año se lea en los 8 meses Esphera y Theóricas de planetas, y unas Tablas; en la substitución, Astrolabio.

El segundo año, seis libros de Euclides y Aritmética hasta las raíces cuadradas y cúbicas y el Almagesto de Ptolomeo, o su Epítome de Monte Regio o Geber o Copérnico, al voto de los oyentes; en la substitución, la Esphera.

En el tercer año, Cosmographía o Geographía, un introductorio de iudiciaria y perspectiva, o un instrumento, al voto de los oyentes; en la substitución, lo que paresciere al Cathedrático, comunicado con el Rector.

Por lo tanto, en la cátedra de Astrología se deja al alumnado la elección de si había de estudiarse a Copérnico, en tema con el clásico Ptolomeo y con Geber, un alquimista árabe del siglo VIII.

A finales de siglo, en 1594, los nuevos Estatutos serían todavía más precisos, no dejando la lectura de Copérnico a juicio del alumno, a escoger en terna con Ptolomeo o con Geber, sino haciéndola obligatoria:

El segundo cuatrienio léase a Nicolás Copérnico y las Tablas Plutérnicas, en la forma dada[385].

Esto plantea la cuestión de si la Universidad de Salamanca fue la primera, y acaso la única, que en el siglo XVI se adscribió a la tesis copernicana. Un tema de tal envergadura, por lo que supondría de novedoso, que me pareció obligado investigar directamente en el archivo del viejo Estudio salmantino.

A ese respecto hay que tener en cuenta lo siguiente: en Copérnico, la mayoría de sus lectores veían dos aspectos; por un lado, el autor de la extravagante teoría de que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol —algo ya sostenido en la Antigüedad por Aristarco de Samos, pero en la que nadie creía, aparte de que se consideraba como una blasfemia, por ir en contra de la letra de las Sagradas Escrituras— y, también, el autor de unas tablas astronómicas más perfectas que las de Alfonso X el Sabio, útiles, por lo tanto, para los horóscopos de los astrólogos. Y había que recordar que en las Universidades no había cátedra de astronomía, sino de astrología, ciencia que se consideraba indispensable para la medicina, para que los médicos supieran curar bien a sus enfermos, según el signo del zodíaco bajo el que hubieran nacido. Lo cierto es que en los Libros de Visitas del Estudio de Salamanca no existe ningún indicio de que se debatiera, en la cátedra de astrología, la tesis heliocéntrica. Es preciso entrar en el siglo XVII para que a finales de 1616 —el año en que Roma lanza su anatema contra Copérnico— se indique del maestro Roales, catedrático de astrología:

Va leyendo la Cosmografía de Ptolomeo y la comenzó ha un mes, por haber estado enfermo. Y va en la cuestión si la tierra se mueve[386].

La permanencia del maestro Roales en su cátedra, al menos hasta el curso 1620-1621, permite asegurar que no se había enfrentado con la decisión romana, sino que la había seguido, excluyendo la tesis heliocéntrica de Copérnico.

Sin embargo, no es poco que hasta ese momento en Salamanca se leyese sin escándalo a Copérnico, demostrando que en el siglo XVI su Universidad seguía abierta a las novedades científicas de la época. Es imposible precisar en qué medida sus alumnos fueron más allá de sus Tablas astronómicas, pero se puede conjeturar que algunos sí lo hicieron, como aquel Diego de Zúñiga, alumno de Salamanca y profesor después de Toledo, acaso el más entusiasta seguidor de Copérnico, hasta el punto de que Roma lo colocaría a su lado, en su condena de 1616[387].

Auge universitario: el modelo de Salamanca

Todos los estudiosos del tema lo señalan: el siglo XVI asiste a un notable despliegue universitario, no sólo porque aumenten los llamados Estudios, sino también porque incrementan su matrícula y ganan en importancia las viejas Escuelas, de las que destacan en la Corona de Castilla las de Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares (ésta fundada por Cisneros a principios del siglo), mientras en la Corona de Aragón lo hace la de Valencia[388].

En el espacio de medio siglo se crean las andaluzas de Sevilla y Granada (1526), mientras en el Norte van surgiendo las de Santiago de Compostela (1501), bajo el amparo del arzobispo Fonseca, y la de Oñate (1542), fundada por Rodrigo de Mercado. Y no son las únicas, pues aparecen también otras en Sigüenza, Toledo, Burgo de Osma (ésta bajo el patrocinio del obispo Acosta), e incluso una con patronato nobiliario, la de Osuna, vinculada a esa casa ducal. En la Corona de Aragón, junto a la ya citada de Valencia, vemos otras en Barcelona, Zaragoza, Huesca y Lérida.

Tal auge universitario es evidente que está al compás de una Monarquía en expansión, que necesita más y más letrados, pero también teólogos, dado que es una Monarquía confesional. Estamos, pues, ante una Universidad prioritariamente al servicio del Estado, aunque también depare médicos, abogados y profesores para la sociedad. Por eso, la Corona vigilaría con cuidado su control doctrinal, aunque no pudiera evitar, por fortuna, que en el momento de su mayor esplendor se plantearan en su seno los más candentes problemas derivados del mismo despliegue del Imperio, como lo haría la Universidad de Salamanca con su puesta al día del tema de la guerra justa, o incluso sobre la licitud de convertir en esclavo al indio americano, dando lugar a la doctrina del derecho de gentes, tan admirablemente defendida por el dominico Francisco de Vitoria[389].

Pero empecemos por el principio, para conocer en qué medida el nivel cultural, en sus diversos grados, afectaba a la sociedad. Debiéramos preguntarnos quiénes estudiaban y qué estudiaban.

En principio, la cuestión parece clara: la cultura, la alta cultura, es un privilegio de las clases dirigentes. Estaríamos ante aquella división social en los grandes apartados (magistrados, guardianes y labradores) marcado por Platón. En ese caso, la cultura, a un cierto nivel, quedaría como privativa de los primeros, junto con esa alta nobleza, que es el trasunto moderno de los guardianes, así como la capa alta de los vinculados al sector económico, los enriquecidos en el mundo del trabajo. Pronto veremos que ese cuadro se complica bastante, pero tiene una base: que se suponga que el pueblo bajo en la ciudad, y más aún en el campo, bastante tiene que hacer para lograr sobrevivir con su trabajo, míseramente remunerado. «De éstos no hay que hablar —leemos en el franciscano del siglo XIV Francesc Eiximenis—, puesto que por fuerza tienen que trabajar si quieren vivir»[390].

En el mundo rural —que constituía, no lo olvidemos, la gran mayoría de la población— el analfabetismo era abrumador. Y ello porque el labriego estaba inmerso en las faenas del campo, sin resquicio para plantearse otra cosa.

Y no porque no tuviera sus horas de ocio, como ocurría en el largo invierno[391], sino por absoluta imposibilidad de escapar al cerco en que vivía, por carencia de maestros o —en el caso de que los hubiera— por imposibilidad de pagar sus enseñanzas. Incluso en el área urbana, el analfabetismo del pueblo era abrumador; eso es lo que encuentran los estudiosos del tema para ciudades como Valladolid[392] o Murcia[393], y todo hace sospechar que ocurría igual por todas partes.

Sin embargo, en una cierta proporción la gente humilde llegaba a los estudios. Tenemos ya la prueba de que en las Universidades la inmensa mayoría de los estudiantes pertenecían al grupo de los manteistas, que vivían de lo que cayese, incluida la llamada sopa boba de los conventos. Los alojados en régimen de pupilaje no eran más que una exigua minoría. Por lo tanto, ese estudiantado paupérrimo procedía de las capas humildes de la sociedad y en algún sitio habían recibido las primeras letras.

Pues descontando los ayos de los hijos de las casas nobiliarias, o los maestros particulares que contrataban para sus casas los enriquecidos en el comercio o en las profesiones liberales, empiezan a extenderse en el siglo XVI escuelas en las ciudades y villas de cierta importancia; eso sí, pagando una cierta cantidad. Así, a principios de siglo el bachiller Diego de Herrera cobraba en Murcia por cada alumno dos ducados anuales[394], que debía de ser la cifra más generalizada, si bien para los rudimentos de la enseñanza, que en otros niveles ya triplicaba o cuadruplicaba esas cifras[395].

¿Quién atendía a los hijos de las familias más menesterosas? Era un problema mal resuelto. En algunos casos, estaban los párrocos, que por pura caridad realizaban esa labor. En ocasiones, también surgía el patronazgo de un poderoso, que costeaba los gastos de un centro primario. Pero lo que empezaron a generalizarse fueron los Colegios de Niños de la Doctrina, como el que hacia 1551 acogió en Medina del Campo a Juan de Yepes, el futuro san Juan de la Cruz; un colegio fundado por don Rodrigo de Dueñas[396].

Esos maestros, tanto los particulares como los que impartían clase en los Colegios de Niños de la Doctrina, enseñaban lo más elemental: a leer, a escribir, las cuatro reglas y el catecismo cristiano. Su sistema, no hay que insistir en ello, era el memorístico y su base la disciplina más severa, incluyendo, por supuesto, los castigos físicos, conforme al lema: «la letra con sangre entra». Lo cual no era una mera frase, como es notorio.

Entre esa enseñanza primaria y los estudios universitarios quedaba una laguna, que debía ser tan manifiesta como para que los jesuitas trataran de salvarla, con sus centros esparcidos aquí y allá desde mediados de siglo. Y otra vez podríamos recordar el caso de san Juan de la Cruz, que acude al que tenía la Compañía en Medina, entre 1559 y 1563, donde aprendería ya el latín, con alguna otra disciplina de humanidades[397].

Ahora bien, que faltaba aún mucho por hacer, para que los hijos de los pobres pudieran ir gratis a la escuela, se echa de ver en que ésa fuera la tarea que se impondría, a principios del siglo XVII, san José de Calasanz, creando ya sus populares «escuelas pías» (de donde el nombre de escolapios que recibirían los padres que las regentaban).

Todo lo dicho vale exclusivamente para el hombre. La mujer tenía mucho más difícil el acceso a la cultura. Salvo los casos de la alta nobleza, que cuidaba de que tuvieran sus propios preceptores o secretarios (algo recogido por la literatura, como lo hace Tirso de Molina en El vergonzoso en palacio), las hijas de las familias acomodadas solían aprender lo más elemental, como a leer y escribir, de manos de su propia madre; tal es lo que representó, de modo admirable, Juan de Juni, con su hermosísima escultura de Santa Ana y la Virgen niña, que puede verse en el coro de la catedral nueva de Salamanca; allí, santa Ana enseña a leer, con un libro en la mano, a la Virgen niña recostada en su regazo. Pero, por lo demás, la mujer quedaba al margen de la cultura y sumida en el mayor de los analfabetismos, ya que ni acudía a las escuelas primarias, ni a los Colegios de Niños de la Doctrina, que eran, como rezaban, para niños y no para niñas, ni a los centros de enseñanza inaugurados por los jesuitas desde mediados de siglo, ni por supuesto a las Universidades, salvo contadísimas excepciones.

Y vayamos ahora al centro mayor donde se impartía cultura: la Universidad. Ya hemos visto cómo proliferan en el siglo XVI. Interesa comprobar ahora su gobierno, su régimen docente, su alumnado y, finalmente, su proyección en la sociedad. Para ello tomemos como modelo la Universidad más antigua y de más prestigio, sobre la que, además, hemos investigado directamente en su archivo. Por otra parte, ése fue el Estudio con el que Felipe II tuvo mayor vinculación, desde que residió en Salamanca durante un mes, en el año de sus esponsales con la princesa María de Portugal, en 1543. Sabemos que en esa ocasión el joven Príncipe asistió a las clases de varios de sus maestros, entre ellos a las del doctor Becerra, cuyo padre había sido médico de la corte. Y la Universidad mostraría su agradecimiento con el arco triunfal dedicado al Príncipe, con motivo de su boda, como en otra parte de esta obra se indica más detalladamente. A su vez, la Corona tendría muy presente a la Universidad y a lo que en ella se impartía, no sólo por lo que redundaba en beneficio de la sociedad, sino también por el temor a que en su seno se produjeran disidencias religiosas.

En cuanto al gobierno de la Universidad, asombra el que tanto el rector como el Claustro de ocho consiliarios fueran estudiantes y elegidos por estudiantes. Lo cual, dicho en esos términos, podría hacer pensar que existiera en el corazón del Antiguo Régimen una institución verdaderamente importante que se rigiera democráticamente, a contrapelo del sistema político vigente, donde la impronta estaba marcada por un rígido sistema monárquico-señorial. ¿Cómo podía explicarse eso? ¿Dónde estaba la clave de esa contradicción?

Para empezar, hay que tener en cuenta la particular estructura del estudiantado universitario, cuya primera condición es que era muy heterogéneo y donde también encontramos la nota del privilegio, tan característica precisamente del Antiguo Régimen.

Ese estudiantado se componía de cuatro grupos muy distintos, tanto por su condición social como por su número. Eran los «generosos» —y ya veremos qué se entendía por los tales—, los religiosos, los colegiales y los manteistas. Los generosos venían anotados en el momento de la matrícula; se correspondían con los segundones pertenecientes a familias de la alta nobleza. Eran, en principio, los mejores, según el sentir de la época, aquellos entre los cuales había que elegir al rector, tal como ordenaban las Constituciones de Martín V de 1422: entre los que fuesen

… dignioribus, melioribus et magis illarum nationum…

El Archivo de la Universidad de Salamanca custodia las listas de esos estudiantes de alto linaje, casi año por año, precisamente para el reinado de Felipe II, listas publicadas por el padre Vicente Beltrán de Heredia en 1972[398].

Naturalmente, son siempre cifras reducidas, que sólo llegan a los 63 en su caso máximo, en el curso 1552-1553. Por lo tanto, no alcanzan al 1 por 100 del alumnado. Pues bien, es de ésa minoría vinculada a la alta nobleza de donde las Constituciones martiniegas ordenaban que se eligiera año tras año al nuevo rector.

Y si el cuerpo de candidatos era reducido, el electoral lo era todavía más, puesto que era el antiguo equipo rectoral (el rector más sus ocho consiliarios) el que elegía al que le había de suceder. Por tanto, estamos ante un gobierno estudiantil adscrito a un grupo reducidísimo, plenamente integrado en la alta nobleza. Y esa norma electoral se cumplía, como pude apreciar yo mismo confrontando la serie de rectores de ese período y las listas de generosos correspondientes a cada mandato.

Las listas permiten comprobar 39 elecciones. Pues bien, 35 de esos rectores aparecen en las relaciones de generosos[399].

Y es fácil de recordar algunos de ellos: así, aparecen seguidores de la casa ducal de Béjar, del Almirante, del contestable de Castilla y de los condes de Benavente, Monterrey y Buendía. Por lo tanto, era esa cúpula estudiantil la que detentaba el poder rectoral, no siempre ambicionado, pues sabemos de varios casos en los que los elegidos trataron de zafarse de su compromiso[400].

Ahora bien, su poder estaba bastante limitado, en primer lugar, por la existencia del maestrescuela, que controlaba la Audiencia del Claustro Universitario, haciendo así de contrapeso al poder rectoral. Y también por la existencia de una serie de claustros, que eran los que tenían a su cargo la buena dirección de la vida universitaria, como el de consiliarios, ya citado, y sobre todo el de diputados, donde eran los catedráticos los que hacían sentir su peso.

De todas formas, y aun con esas limitaciones, competía al rector una función muy relevante, dentro de aquella sociedad confesional, a partir de la reforma universitaria impuesta por Diego de Covarrubias con los Estatutos de 1561: el control de la enseñanza que impartían los diversos catedráticos, pues tenía la obligación de realizar cinco visitas a sus aulas y tomar testimonio ante notario de cómo iba el curso, qué materia explicaba el profesor y qué autoridades comentaba y seguía; un auténtico control ideológico del profesorado, puesto en práctica desde esos principios del reinado de Felipe II y que hay que situar al lado de las demás medidas inquisitoriales adoptadas por aquellas fechas, y a las que ya hemos aludido.

Hemos tratado de precisar en qué medida el hecho de que el rector fuera un estudiante no hay que considerarlo como un reto provocativo de una corporación que trataba de regirse democráticamente, pues no fue así. De todas formas, seguía siendo realidad esa condición suya de estudiante, lo cual debe admirarnos. Y la verdad es que también sorprendía y hasta indignaba en aquel siglo. Sabemos que Ramírez de Villaescusa, el obispo de Cuenca tan vinculado a la Universidad, trató de cambiar aquel estado de cosas en la visita de inspección que realizó en 1512 al viejo Estudio salmantino, por orden de Fernando el Católico[401]. Y sesenta años después, el maestro Sancho —que era entonces el primicerio del Estudio, como figura principal de su profesorado— señalaba indignado:

… que era y es cosa muy recia que la cabeza de tan insigne Universidad sea regida por ocho o nueve estudiantes mancebos, sin experiencia ninguna, lo cual no se hace ni hizo jamás en república ninguna bien ordenada[402]

Por lo tanto, estamos ante una presencia del estudiantado en los órganos del poder universitario, pero con esas restricciones que hemos señalado. Incluso podría decirse que era más general y más efectiva su influencia en la designación del profesorado, pues las cátedras se cubrían, tras oposición, por el voto de los estudiantes vinculados al curso; aunque no mediante la fórmula, según la mentalidad actual («un alumno, un voto»), sino asignando a cada uno cierto número de votos conforme a los años que estuvieran matriculados en aquella facultad, sistema de provisión de las cátedras que se denominaba «al voto de los oyentes»[403]. Y a insistir también que la parcela de autoridad del rector y del Claustro de consiliarios se limitaba preferentemente al control de la tarea del profesorado, incluyendo la convocatoria de las cátedras vacantes y su provisión, por el sistema señalado del voto de los estudiantes con derecho a ello.

Otro aspecto a tener en cuenta, verdaderamente importante, es el de la proyección universitaria en la sociedad. Localmente, en el ámbito urbano, parecían dos mundos separados, distintos y distantes, e incluso hostiles. Los conflictos entre vecinos y estudiantes saltaban cada dos por tres, complicados por la exención del estudiantado frente a la justicia del corregidor; cierto que eso sólo tenía vigencia en el ámbito universitario, simbolizado en las cadenas que lo defendían, pero, de hecho, eran frecuentes las transgresiones de ambas partes y los enfrentamientos entre el maestrescuela, como juez mayor del Estudio, y del corregidor, como cabeza de la justicia urbana[404].

Otra cuestión importa destacar: en qué medida se beneficiaba la sociedad de la labor universitaria. Por supuesto que la Universidad, aparte de proveer de letrados y de teólogos al Estado y a la Iglesia, formaba a los médicos y abogados que demandaba la sociedad. No en gran medida, ciertamente; Rodríguez-San Pedro nos da estas cifras, para la Universidad de Salamanca, entre siglo y siglo: unos diez licenciados de media anual y sobre tres doctores y maestros[405]. Más numerosos eran, por supuesto, los bachilleres. De todas formas, las pequeñas cifras de licenciados y doctores hay que ponerlas en relación con el alto coste de los títulos, que los hacían inasequibles para la mayoría de aquel estudiantado[406].

Ahora bien, la carencia de ese preciado título no dejaba indefenso al estudiante, porque aquella sociedad ya le había otorgado el suyo. En efecto, proclamar a su regreso, en el pequeño lugar de origen, que se había sido estudiante en Valladolid o Alcalá, en Lérida o en Valencia, y, sobre todo, en Salamanca, era como un seguro de vida, como la posibilidad de ganarse el prestigio y la confianza de sus convecinos; de lo cual han quedado no pocos testimonios, como los literarios, y entre ellos el relato cervantino del Quijote, ya citado, decir de Grisóstomo:

… el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.

De forma que todos sus convecinos le consultaban, incluso sobre cómo habían de sembrar sus campos[407].

Otra cuestión debiéramos de plantearnos: la influencia de la Universidad en el mundo de la cultura. Suele decirse que la Universidad del Antiguo Régimen no hacía ciencia, limitándose a transmitir el saber tradicional. Pero eso debería ser matizado. Ya hemos visto cómo la Universidad del Quinientos supo hacerse eco de los avances científicos en la medicina y, de alguna forma, incluso en la astronomía, ordenando la lectura de Copérnico. Pero además también hizo ciencia poniendo a discusión los temas más controvertidos a que daba lugar la expansión del Imperio, tal como lo hizo el padre Vitoria, justamente considerado como uno de los fundadores del moderno derecho de gentes. A su vez, en la época de Felipe II otro profesor del Estudio salmantino puso a crítica los abusos del poder político, de marcada tendencia absolutista, con todo lo que eso suponía.

Ésa sería la labor de fray Luis de León en su curso De Legibus, al que, por su alto significado, nos referiremos posteriormente con más detalle.

Los creadores

Por supuesto, no trataremos aquí de hacer una síntesis de la historia de las artes y de las letras, sino que trataremos de recordar lo más significativo, como panorámica de esa importante faceta de la cultura.

El reinado de Felipe II es, a este respecto, un buen anuncio del gran Siglo de Oro, incluso superándolo en dos campos —el de la arquitectura y el de la música— y con figuras de primer orden, sobre todo en la pintura, con El Greco, y en las letras, con fray Luis de León.

No insistiremos sobre lo que supone la obra de Juan de Herrera, culminada en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, porque lo trataremos con más detalle en otra parte de este libro. Nos centraremos, sobre todo, en el creador más representativo del reinado: fray Luis de León. Pero antes diremos algo de algunas otras figuras que no pueden olvidarse, como Juan de Juni, que tanto destaca en la escultura, o como Cabezón y Tomás Luis de Victoria, que tan alto ponen el nivel musical español a lo largo del reinado, y por supuesto, como El Greco, o santa Teresa, por otra parte tan vinculados al Rey y a la sociedad española de aquel reinado.

En cuanto a Juan de Juni, estamos ante el caso de un artista extranjero que acaba afincándose en España, donde hace su mejor obra, identificándose plenamente con la sociedad que le acoge, hasta el punto de que su imaginería se nos alza como uno de los mejores testimonios de la Castilla del Quinientos, en torno a la década de los setenta. A partir de 1540, es un vecino más de Valladolid, donde muere en 1577; por lo tanto, bien entrado el reinado de Felipe II.

Pero si Juni vive y deja su principal legado en Valladolid, también queda otro de notable interés disperso por el resto de la meseta superior, como hemos de ver: en Medina de Rioseco, en Ávila, en León, en Burgo de Osma. Sus clientes son la Iglesia, sobre todo, y algunos poderosos de la nobleza y de la burguesía. Baste recordar sus retablos para la Antigua de Valladolid o para la catedral de Burgo de Osma, en cuanto a la Iglesia, y por sólo citar ahora dos de sus obras más significativas. En cuanto a la nobleza, se podría recordar el encargo que le hace el almirante Fadrique Enríquez para la iglesia de San Francisco de Medina de Rioseco. Más valiosa sería la obra que Juni realiza, en la misma Medina, para un rico mercader local: Álvaro de Benavente, que se concreta en la famosa capilla de la Purísima (en la iglesia de Santa María), una de las obras maestras de la escultura del Quinientos, a escala de la Europa occidental.

¿Qué suponen la vida y la obra de este notabilísimo artista, nuestro Greco de la escultura del XVI? ¿Qué viene a decirnos, como testimonio de ese Renacimiento tardío?

En primer lugar, su captación por esa España, de tan poderosa personalidad. Una captación que es obra, sin duda, de la mujer española, pues no olvidemos que Juan de Juni se casa ¡tres veces!, y siempre con españolas. Y su hispanización, más fuerte que la del propio Carlos V, se aprecia en que él mismo jamás señala en sus contratos laborales su origen francés[408]. Y eso que, por lo que indican sus biógrafos, su inserción en el mundo hispano se realiza cuando andaba ya muy cerca de la treintena.

La obra que le abre a la alta sociedad española y le asegura fama y clientes opulentos es la que ejecuta para fray Antonio de Guevara, el famoso escritor y cronista del reinado de Carlos V, el autor de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de Relox de principes y de tantas otras tan celebradas en su tiempo. Para su capilla del monasterio vallisoletano de San Francisco, compone Juan de Juni un enterramiento, que hoy puede admirarse en el Museo Nacional de Escultura de la villa; todavía tosco y demasiado gesticulante en muchos de sus componentes, pero con el sello de la raza de escultor que había en Juni, como en el bellísimo rostro de Magdalena. De todas formas, la confrontación de estos enterramientos, que Juni repetirá a lo largo de su obra, no deja de ser interesante. Así, la Piedad que compone para el arcediano Gutiérrez de Castro, sita en el claustro de la catedral vieja de Salamanca, y el enterramiento que ejecuta en los últimos años de su vida para la catedral de Segovia, donde la técnica del artista ha logrado su máxima depuración, creando un verdadero capolavoro.

Es natural o, si se quiere, inevitable que los poderosos de la tierra sean los clientes de este hispanizado escultor. Sin embargo, hay que añadir que una de sus obras más logradas la hace, al parecer, para una cofradía de la que era miembro. Se trata de su famosa Virgen de las Angustias, una de las imágenes más populares de Valladolid.

En cuanto a su temática, y esto es bien significativo, es exclusivamente religiosa, superando en esto a los otros escultores de su tiempo. Y es, sobre todo, en su imaginería mariana donde logra sus mayores aciertos. Ya hemos citado la patética Virgen de las Angustias. Habría que recordar también la deliciosa representación de la Virgen niña aprendiendo a leer, recostada en el regazo de su madre, santa Ana (sita en el coro de la catedral nueva de Salamanca), y la Purísima de la capilla de Benavente, en la iglesia de Santa María de Medina de Rioseco, acaso su capolavoro, su obra maestra, que nos viene a recordar los primeros años del reinado de Felipe II, todavía esperanzados y bonancibles.

Más representativo, si cabe, de esa capacidad de captación que tiene la España del Quinientos es la figura de El Greco, el genial pintor cretense que viene a España entrada la década de los setenta. En 1577 tiene ya su taller puesto en Toledo. Allí pinta en 1580 una de sus obras maestras: El Expolio, que custodia la catedral de Toledo; un cuadro que le deparó grandes admiradores, aunque también no pocos detractores, por las «novedades» que introducía.

Y, a poco, recibe el encargo de pintar para el monasterio de San Lorenzo de El Escorial su célebre lienzo El martirio de san Mauricio y de la legión tebana; cuadro admirable que, sin embargo, como comentaremos después con más detalle, no agradó a Felipe II. Y así, El Greco tornó a Toledo.

Acaso una suerte, porque a su genio renovador le venía mejor un ambiente más abierto, lejos de la rígida censura escurialense.

Así tendrían lugar la serie de pinturas que mejor nos introducen en aquella sociedad, como El caballero de la mano en el pecho o como —y muy especialmente— El entierro del conde de Orgaz, donde nos parece escuchar, como en un susurro, a los hidalgos que conocieron a san Juan de la Cruz o a santa Teresa de Jesús; no olvidemos que el mural de la pequeña iglesia toledana de Santo Tomé se pinta en 1586, cuando hacía sólo cuatro años que había muerto santa Teresa en Alba de Tormes y cuando todavía vivía san Juan de la Cruz.

Muy alto es el nivel que alcanza la música española en el siglo XVI, hecho que no se destaca suficientemente, ni está bastante divulgado, pese a los esfuerzos de especialistas de la talla de Higinio Anglés[409].

Pues no olvidemos que el siglo de Willaert y de Palestrina lo es también de Francisco de Soto, Antonio de Cabezón el Ciego, de Salinas y de Tomás Luis de Victoria. Evidentemente, el renacimiento musical se abre bajo el doble magisterio de Italia y de los Países Bajos, manteniéndose aún viva la polémica de a cuál de los dos países corresponde darle el primer puesto en el reparto de papeles. En todo caso, las conexiones y las influencias son muchas entre las dos naciones. Sirva de ejemplo el caso de Willaert, el flamenco llamado en 1527 —esto es, el año del saco de Roma— a Venecia, para ocupar allí el puesto de maestro de capilla de la iglesia de San Marcos. La segunda mitad del siglo está presidida por Palestrina, desde Roma, y por Orlando Laso (cuyo nombre italianizado no debe engañarnos, pues nació en Mons), desde la corte de los Wittelsbach en Baviera; un italiano y un flamenco, si bien el hecho de que Orlando Laso italianice su nombre es de suyo harto significativo. Pues bien, también aquí apreciamos cuán breve es nuestro Renacimiento, quizá porque cuando empieza a manifestarse llegan muy pronto las noticias del desgarramiento espiritual de la Cristiandad, fruto de la Reforma. Sabido es que la furia iconoclasta de los reformados dejó la vía libre para la expansión de la música sacra, revitalizada con transfusiones de música popular, tal como vemos hacer a Lutero. Todo el norte de Europa empieza a salir del canto gregoriano, fenómeno que ciertamente apuntaba en la misma España, hasta que el Concilio de Trento volvió a entroncar fuertemente con la tradición musical.

Con Cabezón nuestra música toma ya ese aire grave propio de nuestro primer barroco. Y es Cabezón un buen exponente de la asimilación de la doble influencia ítalo-flamenca que en este terreno (como en el de las artes) venía recibiéndose en España. Mientras Carlos V sigue con su capilla musical flamenca (una de las más renovadoras de su tiempo), Antonio de Cabezón, el organista ciego, pasaba de la capilla musical de la Emperatriz a la de su hijo, el príncipe Felipe. Bien conocida es la influencia que Cabezón ejercía con su música sobre el que sería Rey Prudente; tanta que, según Rastuer, es la muerte de Cabezón lo que provoca en Felipe aquella aguda crisis taciturna de la que ya no saldría. Lo cierto es que Cabezón, por deseo expreso del Príncipe, no le abandona nunca, acompañándole en sus largos desplazamientos por Europa, como cuando casa con María Tudor en Inglaterra o cuando acude a los Países Bajos para presenciar, como primer testigo, la abdicación de su padre, el Emperador. Y el Rey tenía en su palacio el retrato de su músico ciego, como se complace en recordárnoslo el hijo, Hernando de Cabezón.

Mas Cabezón pone el sello hispano sobre el legado que recibe, sea de Italia o de Flandes. Óigase, si no, su canción Ultimi mei suspiri, en la que glosa una canción profana del flamenco Verdeloth; canción que en él se toma profundamente grave, se concentra hasta la máxima espiritualidad. No cabe duda: también con el lenguaje musical España está entrando de lleno por la vereda mística que se corresponde con la fase manierista o de un primer barroco. Quizá podría decirse que también aquí Carlos V agrupa las formas renacentistas europeas, mientras que en España Felipe II marca la evolución hacia el barroco. Por algo —y volvemos ahora al terreno del arte— casi todos los monumentos de nuestro Renacimiento se ponen bajo la simbólica protección de las alas del águila bicéfala de Carlos V, y eso en Salamanca como en Úbeda o en Ciudad Rodrigo. Su capilla musical era tan valorada que, cuando abandona el poder, Maximiliano —el futuro emperador— la pide con suma instancia, obteniendo de su primo y cuñado la respuesta de que accedería a todo lo que le pidiera menos a eso, por lo mucho que para él representaba, como puede verse por la correspondencia que guarda el Archivo Imperial de Viena (el famoso Haus, Hof und Staats Archiv) y que tuve la suerte de encontrar y de estudiar en aquella capital.

Estamos, por tanto, ante una música cortesana y palaciega, como la que podía ejecutarse también en la corte de los virreyes de Valencia, Germana de Foix y Fernando, duque de Calabria; como la que podía sostener también, por supuesto, cualquiera de los Grandes de España por aquellas fechas.

Pero será el abulense Tomás Luis de Victoria (1535-1611) el que mejor capte el ambiente religioso que campeaba en la corte madrileña, donde se instala en 1596, como capellán de la emperatriz María. El genial compositor, a la altura de Palestrina, y sin duda uno de los grandes creadores de la música hispana de todos los tiempos, compondría entonces su Officium defunctorum, considerada como su obra maestra. Se trata de una misa de réquiem a seis voces, en homenaje a la memoria de la emperatriz María, su protectora.

Fray Luis de León

Fray Luis de León, el riguroso contemporáneo de Felipe II[410], que nace en Belmonte (Cuenca) hacia 1527 y muere en Madrigal en 1591, tiene su máximo interés como altísimo poeta; eso es obvio. Pero también pueden destacarse otras facetas de su personalidad, y muy particularmente la de teórico del Estado, por lo que eso supone para comprender el panorama político de la España del Rey Prudente.

También es sumamente revelador todo lo que concierne a su famoso proceso incoado por la Inquisición. Todo ello como profesor insigne de la vieja Universidad de Salamanca, donde había iniciado sus estudios en 1542 y donde aparece inscrito como alumno de la Facultad de Teología en el curso 1546-1547.

Era una Universidad pronto marcada por el rigor inquisitorial desatado para combatir algunos brotes literarios (sic) surgidos en Castilla y en Andalucía.

Algo que se refleja muy pronto en la Universidad de Salamanca. El 9 de octubre de 1558 la princesa gobernadora doña Juana de Austria escribía apremiando al rector para que visitara las librerías de la Universidad y para que inquiriese

… si hay algunos libros reprobados y sospechosos en poder de algunas personas dessa Universidad. Y, con el citado cuidado que el caso requiere, entenderéis y procuréis de saber si algunos estudiantes tienen y enseñan errores lutheranos y doctrinas que no sean cathólicas.

Y de lo que halláredes y cerca desto supiéredes daréis luego aviso a los inquisidores dese partido, para que provean lo que convenga…

De acuerdo con ese rigor se procede a la nueva ordenación universitaria implantada por Covarrubias en Salamanca. Y es ahora cuando conviene tener en cuenta que el obispo de Ciudad Rodrigo, además de notable jurista, había sido también uno de los dos auxiliares más cercanos y más eficaces del inquisidor general Fernando de Valdés, y como tal recomendado por éste a la gracia del Rey.

Por lo tanto, hemos de ver en los Estatutos de 1561 algo más que un mero deseo de implantar una mayor disciplina académica, como se ha dicho con frecuencia. Pues es entonces cuando se imponen las cinco visitas anuales a las cátedras, a cargo del rector, quien, entrando de improviso en el aula, acompañado del escribano para que hiciese de notario, interrogaba a dos estudiantes sobre la forma de explicar del profesor y acerca de su puntualidad y demás aspectos disciplinarios; pero también sobre la materia que explicaba y los libros que seguía y cuáles eran sus comentarios. Por lo tanto, estamos ante otro de los aspectos de aquel rígido control ideológico que impone el gobierno de Felipe II a mediados del siglo XVI.

Y eso importa, y mucho, tenerlo en cuenta, porque es en esa Universidad donde fray Luis iniciará sus tareas como catedrático, el 24 de diciembre de 1561, cuando gana la cátedra de santo Tomás de Aquino. Un mes más tarde, día por día, sufriría fray Luis la primera de las visitas rectorales, recogida en el Libro de Visitas.

No seguiremos detallando la vida profesoral de fray Luis de León, a quien tantas páginas hemos dedicado en otros libros nuestros[411], sino solamente los aspectos más vinculados con el Rey, como sus argumentaciones políticas en su curso De Legibus, el eco de algunos sucesos de la corte y, claro, su conocido proceso inquisitorial.

El curso 1570-1571 trae su novedad en la vida académica de fray Luis de León; fue entonces cuando, siguiendo una gloriosa tradición de los maestros del Estudio salmantino —piénsese en Francisco de Vitoria o en Domingo de Soto—, fray Luis impartiría su lección sobre un tema de alto porte político, con un título que volvía a demostrar su vinculación con los clásicos: De Legibus[412]. Un curso dedicado, pues, al Estado, a los problemas éticos derivados del quehacer del gobernante y de las relaciones, tanto de gobernantes como de gobernados, con la ley. Aunque por el título podía pensarse en la influencia mayor de Platón, lo cierto es que en el escrito se evidencia la de Aristóteles, en menor medida la de Cicerón y, por supuesto, entre los pensadores medievales, la de santo Tomás. Entre los modernos, fray Luis demuestra conocer mejor a Soto que a Vitoria, lo cual no es sorprendente, dada la admiración que sentía por quien había apadrinado su licenciatura. En todo caso, la multitud de citas que salpican su texto nos demuestra que fray Luis acomete aquel curso tras una sólida preparación y una cuidadosa meditación.

¿Qué resaltaríamos del pensamiento político de fray Luis de León? Súbdito como lo era de la Monarquía autoritaria más poderosa de su tiempo, que había dado tan ostensibles muestras de arbitrariedad, hasta el punto de detener sin acusación pública y sin proceso nada menos que al príncipe heredero, o de mandar ejecutar en prisión a personajes como el barón Montigny, nos interesa averiguar si cuestiones como la base legítima del poder o los límites de ese poder, a la luz moral, son planteados por fray Luis de León.

En primer lugar, la base legítima del poder, pero no de un poder abstracto, sino del que disfrutaban —o padecían— los españoles del Quinientos, y más concretamente los súbditos de Felipe II. Lo que era tanto como poner a discusión si, por el origen legítimo de su poder, los reyes lo eran por la gracia de Dios, entroncando de ese modo directamente su quehacer político con la divinidad, o bien si lo eran por el consentimiento del pueblo que gobernaban, planteando así el grado de participación de aquella sociedad. Para fray Luis de León el problema se resolvía, sin duda alguna, a favor del factor popular. Fray Luis tendrá duras palabras contra la tiranía, subrayando los límites que debían tener los reyes en el ejercicio de su poder, añadiendo rotundamente en su latín escolástico:

Item sic: reges, si vere reges sunt, omnem suam potestatem et omne ius dominandi habent a república, nam reges non habent a natura ut imperent aliis, sed consensu populi vel expresso vel tacito factum est ut unus caeteris praesset et illis ius diceret.

Por lo tanto, rotunda negación del origen divino del poder regio, algo que evidentemente tenía sus claros antecedentes medievales y que aparece recogido entre los pensadores políticos de la llamada Escuela de Salamanca. Lo que importa subrayar aquí es que se volviera a proclamar en pleno reinado de Felipe II. Fray Luis añadiría, además, que los reyes debían ejercer su poder sobre hombres libres, no sobre esclavos, y, por lo tanto, con los límites que el respeto a tal libertad exigía. Por decirlo con sus propias palabras:

Itaque, reges sunt domini dominatione política, non tamen dominatione despotica, quae in servos exercetur.

De igual modo se expresaría sobre la ley y su puesta en vigor. Aquí fray Luis tomaría el ejemplo de la Roma republicana, «cuando era libre», subrayando el papel del pueblo: los magistrados —el Senado— eran los que discutían las nuevas leyes, pero después debían proponerlas al pueblo, pues sólo cuando el pueblo las aprobaba era cuando se convertían en verdaderas leyes. En consecuencia, nadie quedaba al margen de la ley, ni con potestad para desligarse de su cumplimiento, y menos que ninguno el mismo Príncipe, pues si él la quebrantaba, su pecado era mayor, por la agravante del escándalo que suponía.

De cara a sus propias relaciones con el poder, hay motivos para considerar que la valiente actitud de fray Luis de León, denunciando la ilegitimidad del poder ejercido arbitraria y despóticamente, pudo acarrearle la animadversión del gobierno de la época. ¿Arranca de aquí el inicio de la actuación inquisitorial? ¿Sería ésa la razón de su proceso, y no los conflictos religiosos? De hecho, una cosa es cierta, aparte de que sería pocos meses después de su curso sobre De Legibus cuando se iniciaría la actuación inquisitorial; y es que entre esos documentos reclamados por la Inquisición, para proceder contra fray Luis, estaban los relacionados con su curso De Legibus, como puede comprobarse por los que posee la Real Academia de la Historia: «Los papeles pertenecientes a la causa del maestro fray Luis de León», que en su día localizó el notable investigador padre Vega, en la Biblioteca de la Academia.

Añadamos un suceso de particular gravedad ocurrido en la corte por aquellos años: la muerte en prisión del príncipe don Carlos; un acontecimiento sonado que llenó de estupefacción a los contemporáneos. Para situarlo en su debida proporción, baste recordar lo que el cronista Cabrera de Córdoba nos dice en torno a ello: que cualquier ruido callejero llenaba de alarma al propio Rey, que se asomaba a las ventanas del alcázar madrileño, temeroso de que fuera el inicio de un motín popular. Lo cual nos trae a la memoria los versos del epitafio dedicado al desdichado Príncipe, precisamente atribuidos a fray Luis de León, y que rezan así:

Aquí yacen de Carlos los despojos:

la parte principal volvióse al cielo,

con ella fue el valor; quedóle al suelo

miedo en el corazón, llanto en los ojos.

Es de notar la clara condena del poeta contra aquella oscura muerte. Por una parte estaba el hecho de la afición popular hacia su Príncipe, viendo en él la esperanza de una renovación de la Monarquía, acaso por carecer de información en cuanto a sus muchos extremos de locura, y, por otra, el evidente gesto de un monarca autoritario, que ponía en prisión sin proceso a su propio hijo, cuya muerte a los pocos meses cabía atribuir al exagerado rigor paterno. De ahí ese reproche del poeta: aquello del «miedo en el corazón, llanto en los ojos».

Tratemos ahora lo más destacado de aquel proceso inquisitorial que tanto afligió al poeta.

Estamos ante el acontecimiento más grave —y más famoso— de la vida de fray Luis de León: su proceso y encarcelamiento por el Tribunal inquisitorial de Valladolid. Todo se inició, al menos de un modo formal, por las denuncias puestas contra el maestro agustino en las que se le acusaba de delito de herejía, por las declaraciones públicas que había hecho desde su cátedra contra la validez de la versión latina de la Biblia debida a san Jerónimo, conocida por la Vulgata, y que el Concilio de Trento había declarado como la mejor para el creyente. También se denunciaba su atrevimiento al poner en romance el Cantar de los Cantares, del Antiguo Testamento, contra la expresa prohibición del mismo Concilio. En aquellas denuncias habían intervenido dos profesores del Estudio: León de Castro y fray Bartolomé de Medina; éste, un dominico que parecía personificar entonces la rivalidad que existía en el Estudio entre la Orden de Predicadores y la agustina, a la que pertenecía fray Luis. Todo hacía pensar, pues, que aquello no pasaría de ser unas meras rencillas entre claustrales, agudizadas por las tensiones existentes entre las Órdenes religiosas rivales; todo ello incrementado por el apoyo que encontraban los frailes más radicales en bandas de estudiantes, en particular las que se denominaban a sí mismas como «del bando de Jesucristo».

Ante aquellas denuncias, el Tribunal inquisitorial de Valladolid envió un comisario con amplias facultades, para hacer las oportunas averiguaciones y proceder en consecuencia, si lo creía necesario, incluso con la prisión del supuesto culpable. En cuanto dicho comisario, el inquisidor Diego González, comprobó los antecedentes conversos de fray Luis de León, dio por supuesto que todas aquellas acusaciones tenían visos de verosimilitud y, sin más preámbulos, decidió encarcelarlo y enviarlo a Valladolid, para que se iniciara su proceso.

Tal ocurría el 26 de marzo de 1572. Diez días después, el 5 de abril, fray Luis de León sufría el primer interrogatorio inquisitorial, y el 18 de aquel mismo mes redactaba su primera defensa. No cabe duda de que su talento y su amplia formación le ayudarían en aquellos difíciles momentos, como años antes le había ocurrido a Carranza. El 5 de mayo sabía ya a qué atenerse, al notificársele una acusación con ocho puntos, con referencia precisa a su ascendencia judía, a su atrevimiento al poner en romance el Cantar de los Cantares y al afirmar que la Vulgata tenía mucho que mejorar. Pero, de momento, nada más que sospechas, en cuanto al posible delito de herejía.

Pese a ello, pasarían cerca de dos años hasta que, en el mes de marzo de 1574, se le planteasen 17 proposiciones en latín y 30 en romance, extraídas de sus escritos, para concretar la inculpación expresa de herejía, que tanto tardó la acusación inquisitorial para tratar de acorralar a fray Luis, dispuesta a sostenello antes que a enmendallo. ¿Es entonces cuando el inquisidor que rastrea en sus papeles anota su desprecio? Me refiero al manuscrito que posee la Real Academia de la Historia. Como ya hemos visto, en un apartado en el que fray Luis trata del amor divino, que pide su correspondencia con el amor del hombre, el fiero inquisidor, poco propicio a tales especulaciones, anota al margen, como un escupitajo: «No lo entiendo qué quiso dezir esta bestia». ¿Está furioso también porque no acaba de encontrar la prueba acusatoria que le demandan sus superiores? Pues ni él ni los otros inquisidores pueden encontrar más que minucias, no siendo capaces de añadir nada nuevo a los primeros indicios que señalaban a fray Luis como sospechoso de herejía. Así que pasan otros dos años largos. Cada vez parece más insostenible la postura de los inquisidores de Valladolid, de tal forma que en septiembre de 1576 —cuando fray Luis lleva más de cuatro años en prisión— dos de ellos plantean la conveniencia de poner a tormento al irreductible fraile agustino; otros, en cambio, convencidos sin duda de su inocencia, pero temerosos del descrédito que les acarrearía su puesta en libertad (pues si era inocente, ¿cómo justificar su larga prisión?), proponen una sentencia moderadamente condenatoria, limitándose a pedir la privación de la cátedra y una pública reprensión del acusado.

En cualquiera de los dos casos, aquello hubiera supuesto un mal resultado para fray Luis. Pero la solución vendría de más arriba. En efecto, el 7 de diciembre de 1576 el Tribunal Supremo de la Inquisición —que ya en marzo de 1576 había recomendado abreviar el proceso—, presidido por el cardenal Quiroga, anulaba los últimos acuerdos del Tribunal provincial de Valladolid, fallaba de una vez por todas absolviendo plenamente al reo y ordenaba su inmediata puesta en libertad. La única condición que se le ponía a fray Luis —y sólo en el terreno disciplinario— era que debía ser retirada del mercado su traducción del Cantar de los Cantares, de acuerdo con lo que disponían los decretos tridentinos. Eso sí, se advertía severamente a fray Luis que debía guardar secreto sobre todo lo que se había tratado en el proceso, so pena de ser castigado con el máximo rigor.

Es difícil pronunciarse sobre cuáles fueron las razones que movieron a la Suprema de Madrid a desautorizar tan radicalmente al Tribunal de Valladolid. Podía pensarse en la intervención de un poderoso personaje, gran amigo y admirador del fraile agustino: el arzobispo Portocarrero, que había sido estudiante en Salamanca y rector del Estudio en dos ocasiones: en 1556 y 1566; quizá en 1556 sólo coincidieran unos meses en Salamanca —recordemos que fue el año en el que el agustino se matriculó en la Universidad de Alcalá de Henares—, pero la segunda vez sí coincidirían plenamente y en un período brillante de la vida de fray Luis, cuando regentaba la cátedra Durando y era administrador del colegio San Guillermo, siendo además la cabeza indiscutible de aquella escuela poética de Salamanca, sin duda celebrada en el ambiente estudiantil salmantino.

También pudo acaecer la directa intervención del propio monarca. Recuérdese que en aquel mismo año de 1576 moría en Roma otra víctima de la Inquisición española, aquel Carranza que había sido nada menos que arzobispo de Toledo. También entonces había quedado de manifiesto el rigor inquisitorial. Acaso Felipe II no quiso que ocurriera algo semejante, incurriendo en otro grave error judicial contra fray Luis de León.

Estaba la cuestión del escándalo, tan temido por los inquisidores. De ello se hace eco el propio fray Luis, quien ya en 1575 había denunciado aquel planteamiento:

Me han tenido tres años preso sin razón alguna, y no sólo no merezco pena, antes se me debe premio y agradecimiento, como es notorio.

Y todavía, con marcada arrogancia, añadiría:

… y si de todo este escándalo que se ha dado y prisiones que se han hecho queda en los ánimos de vuestras mercedes algún enojo, vuélvanlo vuestras mercedes, no contra mí, que he padecido y padezco sin culpa, sino contra los malos cristianos que, engañando a vuestras mercedes, los hicieron sus verdugos y escandalizaron la Iglesia y profanaron la autoridad del Santo Oficio…

El 30 de diciembre de 1576, «con gran acopio de gente», fray Luis de León hacía su entrada en Salamanca. Regresaba a la ciudad de su destino, después de haber sufrido casi cinco años de prisión en las cárceles inquisitoriales de Valladolid. Algunos de sus biógrafos dan en decir, como descargo a lo actuado por la Inquisición, que no padeció en demasía durante su encierro, puesto que no fue sometido a tormento y no se le negaron los libros que solicitó. Sin embargo, lo que no se puede negar es que sufrió por la pérdida de libertad, durante tanto tiempo padecida. Y de ello dejaría expresa confesión en algunos pasajes de su gran obra en prosa, De los nombres de Cristo, como cuando al tratar de la pasión del Señor habla del morir y del temor de morir, y añade:

¿Qué tormento tan desigual que éste con que se quiso atormentar de antemano? ¿Qué hambre, o digamos mejor, qué codicia de padecer? No se contentó con sentir el morir, sino que quiso probar también la imaginación y el temor de morir lo que puede doler.

Eso sería probar, hasta el fondo del vaso, el sabor de la muerte:

… probar hasta el cabo cuánto duele la muerte, esto es, el morir y el temor de morir…

Se podía suponer que fray Luis de León denunciaría al cruel Tribunal que tan mal le había parado, y eso parece que nos da a entender en varios pasajes de su obra en prosa, como cuando en De los nombres de Cristo escribe:

… la forma de juicio y el hecho de cruel tiranía; el color de religión adonde era todo impiedad y blasfemia; el aborrescimiento de Dios, disimulado por defuera con apariencias falsas de su amor y su honra…

Al escribir así, fray Luis vulneró aquella prohibición de la Suprema de no tratar nada sobre su proceso, ni directa ni indirectamente, so pena de sufrir todo el rigor de la Inquisición, pero fray Luis afrontó el peligro. Nadie era capaz de hacerle callar. Es más, bien podría ser que uno de los motivos profundos que le impulsaron a escribir su obra magna en prosa (De los nombres de Cristo) fuera ese deseo de volcar en sus páginas toda la amarga experiencia sufrida en las cárceles inquisitoriales. Téngase en cuenta que se imprime por primera vez en Salamanca, en 1583, y que obra tan cuidada no se escribió en unos meses; es, sin duda, el primer gran fruto después de la libertad de fray Luis, y con toda la carga de los años pasados en las cárceles inquisitoriales de Valladolid.

Más cuidadoso de las formas fue cuando reanudó sus clases en el Estudio salmantino, en el momento en el que, según la tradición, pronunció su célebre frase: Dicebamus hesterna die… («Decíamos ayer…»). No hay pruebas concluyentes de que lo hiciese así, siendo la frase recogida por primera vez en un texto de bien entrado el siglo XVII, pero pudo ser fruto de una transmisión oral, aunque tampoco puede rechazarse de plano que pronunciara esa frase u otra muy similar, pues fray Luis sabía que todo el Estudio, incluso toda Salamanca, estaba pendiente de cuál sería su primera intervención, una vez recuperada su cátedra. Y lo cierto es que aquella frase expresaba muy bien su estado de ánimo, aunque con ella defraudara al principio a sus amigos y admiradores. Pronto empezarían todos a comprenderla, en su verdadero significado. ¿Había victoria mayor sobre la terrible Inquisición y sobre sus enemigos? Toda aquella saña con que había sido maltratado no era nada; un espíritu estoico encuentra en su interior la fuerza que le hace indestructible. ¿Es ése el secreto de que la frase se hiciera tan popular, que corriera por toda España, que se comentara en todos los círculos, que resonara en la corte, que se cuchicheara en el interior de los conventos, que corriera por calles y plazas y que llegara hasta los más recónditos lugares? Podría decirse que pocas veces una frase como esa hizo tan famoso a su supuesto autor para el pueblo ignaro, tanto o más que su fabuloso legado poético.

Tenemos, pues, a fray Luis de nuevo como profesor del Estudio salmantino. Y como su cátedra antigua era cuatrienal, pronto oposita de nuevo a una perpetua, la de Filosofía Moral, que había quedado vacante en 1578. Manteniendo todo su espíritu de lucha, fray Luis libra de nuevo su batalla opositoril, teniendo en esa ocasión como único rival a un fraile mercedario, fray Francisco Zúmel. Pese a ello, fueron unas oposiciones muy reñidas, y aun enconadas, por las descalificaciones que ambos opositores se arrojaron mutuamente: fray Luis acusó a Zúmel de sobornar a los estudiantes con derecho a voto, y Zúmel a fray Luis nada menos que de tramar su muerte violenta, valiéndose de un matón. Al fin, fray Luis ganó aquellas oposiciones por 301 votos personales frente a los 122 conseguidos por su rival.

A pesar de que desde entonces ya gozaba de una cátedra perpetua, fray Luis no duda en opositar de nuevo cuando en 1579 quedó vacante la cátedra de Biblia; era, sin duda, la plaza más anhelada para un teólogo. En aquella ocasión tuvo por rival a fray Domingo de Guzmán, figura conocida en la época, como hijo que era del famoso poeta Garcilaso de la Vega. Fray Luis volvió a vencer, pero esta vez por tan estrecho margen de votos, y aun con dudas respecto a la validez de algunos de los emitidos, que hubo pleito, ganado al fin por fray Luis. De ese modo comenzó su última etapa como profesor del Estudio.

No fueron años tranquilos. En 1582, con motivo de unas denuncias en el Claustro contra un jesuita (Prudencio del Monte), sobre el tema de la predestinación, fray Luis salió en su defensa, lo que le valió el ser de nuevo procesado por la Inquisición, aunque aquella vez todo quedara en una reprensión.

En 1590, no andando demasiado bien de salud, fray Luis fue enviado por el Estudio a Madrid, para negociar cuestiones de la Universidad ante el Consejo Real. Contaba ya sesenta y tres años, no poca edad para aquellos tiempos. Su salud tampoco era buena, aquejado fray Luis de un mal grave, acaso el inicio de un proceso cancerígeno; los documentos hablan de una lupia, o tumor, posiblemente maligno, hasta el punto de que los médicos recomendaran a fray Luis el mayor reposo. Pero eso se lo impedía su propia fama. En el verano siguiente, corriendo el mes de agosto, la provincia castellana de su Orden agustina convocó capítulo en Madrigal, y allí acudió fray Luis. Su prestigio era ya tan grande, que sus hermanos en religión le eligieron padre provincial. Por poco tiempo. Su dolencia iría a más, y tanto, que a poco, el 23 de agosto de 1591, fray Luis de León moría en Madrigal de las Altas Torres.

Digamos, finalmente, que fray Luis de León fue uno de los personajes más representativos del reinado de Felipe II, en especial por todo lo que supuso su obra como crítica al poder establecido.

En ese sentido, su proceso inquisitorial nos prueba en qué situación debía realizarse la tarea de los creadores de aquel reinado.

De ese modo, nuestra visión de la cultura en la España de Felipe II es más completa. Podrían realizarse grandes obras, como lo prueba el propio monasterio de El Escorial, pero está claro que el rigor inquisitorial no resultaba el más propicio para el vuelo del pensamiento.

Como se lamentaría el humanista Pedro Juan Núñez:

… que querrían que nadie se aficionase a estas letras humanas, por los peligros, como ellos pretenden, que en ellas hay…

Y no hay que aclarar quiénes eran «ellos» para Pedro Juan Núñez.