9 LOS AÑOS SETENTA

El galeón de Manila

El año 1571 no es sólo el de Lepanto; también por entonces un gobernante de gran talante fundaba una ciudad de inmenso futuro: Manila. Se comenzaba a consolidar, de esa manera, la implantación del único enclave de la cultura occidental y cristiana en Extremo Oriente, que por algo lleva el nombre del Rey Prudente.

Estamos hablando, pues, de las Filipinas. Y el hombre que gobernó aquellas lejanas tierras, combatiendo, negociando y fundando, fue Legazpi. Pero no es el único nombre a recordar, pues si se pudo consolidar esa penetración hispana en Extremo Oriente, que se mantendría más de tres siglos, fue porque hubo otros navegantes que colaboraron en la empresa. Entre ellos, el más destacado fue el vasco Urdaneta, al que le cupo la gloria de encontrar la ruta de retorno.

Fue una dificultad que los marineros españoles tardaron en superar. La expansión por el inmenso Pacífico —todavía hoy inmenso, no digamos en el Quinientos— partiendo de las costas occidentales de América, bien de las mexicanas, bien de las incaicas, se había iniciado bastante antes.

En efecto, dejadas las expediciones pioneras que salieron de España, como las de Magallanes, Elcano y Jofre de Loaisa, pronto se puso de manifiesto que si alguna tenía éxito, en ese intento de penetrar en el Pacífico y de lograr un asentamiento, eso tenía que ser partiendo de las costas occidentales de América, de cara al ignoto Océano, dada la reducción de tiempo que se lograba; lo cual venía a realzar la importancia de los asentamientos indianos.

Ya Hernán Cortés había mandado a Álvaro de Saavedra, en 1528, en una operación de descubrimiento en el Pacífico; ello entraba en la dinámica de aquel notabilísimo caudillo. Entonces Álvaro de Saavedra alcanzó Nueva Guinea. Y en la década de los cuarenta, bajo el gobierno de uno de los mejores virreyes mandados por Carlos V, don Antonio de Mendoza, partió López de Villalobos, que alcanzó Amboina, y allí murió, siendo asistido por un misionero de excepción, otra de las grandes figuras del siglo: san Francisco Javier; impresionante encuentro de dos figuras españolas del XVI, del navegante y del misionero, del hombre de acción y del santo, cada uno siguiendo rutas distintas hacia el Oeste y hacia el Éste, para tener ese encuentro en el fin del mundo en 1546; un año antes de Mühlberg, lo que da idea de la magnitud del empeño español.

Ahora bien, todos esos intentos estaban condenados al fracaso, porque luchaban con una gran dificultad natural que parecía insalvable: lograr el tornaviaje, poder regresar al punto de partida, que permitiese un contacto periódico y asegurase que los expedicionarios no se perdiesen en aquella inmensidad, como lo era el Pacífico para los galeones del Quinientos. ¿Será preciso insistir aquí que harían falta dos siglos para que otro país, en este caso Inglaterra, lograse dominar el Pacífico con los viajes de Cook? Dos siglos de avances náuticos, tanto en las naos, en su velocidad, en su seguridad y en su capacidad para hombres y para víveres, como en el instrumental científico que les ayudara a navegar, y en el cartográfico, que les daba ya con precisión las distancias, las tierras, las corrientes y los vientos.

Pero el hombre del Quinientos navegaba todavía al albur. Lo cual suponía también tener que afrontar otro riesgo: el miedo a lo desconocido, el temor a perderse en aquellas inmensidades sobre las que no había referencias precisas.

El personaje que fijó aquí el destino —como en el Mediterráneo lo estaba haciendo don Juan de Austria—, más que Legazpi, con toda su grandeza, fue Andrés de Urdaneta.

Urdaneta tenía en la década de los sesenta una experiencia impresionante. Y ello porque en realidad estamos ante un representante de la época de Carlos V, con uno de los integrantes de la expedición a las Molucas organizada por el Consejo de Indias en 1525 —el año de Pavía—, expedición dirigida nada menos que por Sebastián Elcano; durante diez años, Urdaneta navegó, negoció, combatió y, en todo caso, consiguió una valiosísima información sobre el vasto territorio que comprendía las que después se llamarían islas Filipinas y las Molucas. Mientras tanto, Carlos V, en un gesto conciliador con Portugal que causó consternación en Castilla, había cedido sus derechos —que eran los del reino— a las Molucas, por el tratado de Zaragoza de 1529. A partir de ese momento, la presencia de Urdaneta en aquella zona resultaba ilegal, y aunque aún se mantiene allí durante algunos años, al fin debe regresar a la Península, como lo hace en 1535. Por lo tanto, estamos ante el que ha realizado el segundo viaje de circunnavegación a la Tierra, si bien en dos etapas interrumpidas por diez años.

Ya entonces pudo observar Urdaneta las peculiaridades de las corrientes y los vientos en el Pacífico central. En 1528, estando en las Molucas, enlazó con la expedición de Álvaro de Saavedra, el que había sido mandado por Hernán Cortés, en un intento de alcanzar la zona de las islas de las Especias desde Nueva España; precisamente, Álvaro de Saavedra trató en dos ocasiones de regresar a Nueva España, siéndole imposible vencer los vientos contrarios, incapaz de encontrar la ruta adecuada.

La fama de Urdaneta en Castilla hacia 1538 era tan grande, que cuando el célebre Pedro de Alvarado —el lugarteniente de Hernán Cortés en la conquista de México— organiza una expedición para explorar en el Pacífico, no duda en buscar su colaboración como piloto mayor de la empresa. Eso le lleva a Nueva España, donde le vemos en los años cuarenta como valioso colaborador en la obra de gobierno del gran virrey Antonio de Mendoza, como corregidor y visitador.

Representante típico de la España descubridora, conquistadora y pacificadora, pero también misionera, Urdaneta deja el mundo para ingresar en los agustinos de México en 1553. Era, a miles de kilómetros de distancia, una réplica de la imagen que poco después daría el mismo Carlos V en España en 1555.

Pero Urdaneta acabaría volviendo a la vida activa, cuando el virrey Velasco proyectó otra expedición en el Pacífico. Autorizada por Felipe II, la expedición no saldría hasta 1564, cuando ya Urdaneta había franqueado ampliamente el medio siglo. Quizá Urdaneta aceptó el nombramiento de piloto creyendo que el objetivo sería la expedición del Pacífico meridional, pero las instrucciones regias marcaban dirigirse a las islas Filipinas, el nombre dado por Ruy López de Villalobos en 1542, en honor del entonces príncipe de Asturias. Sería para pensar lo que un título, un nombre, una designación pueden condicionar un futuro, y hasta qué punto el gesto de López de Villalobos influyó en el ánimo del Rey para no dejar interrumpida aquella tarea descubridora y pobladora. Lo cierto es que la expedición de 1564, dirigida por Legazpi, iba a lograr los dos objetivos básicos: asentamiento y repoblación, con la fundación de Manila de 1571, que hay que considerar como uno de los acontecimientos principales del reinado de Felipe II, conseguido el mismo año de Lepanto.

Algo verdaderamente impresionante. A miles y miles de kilómetros de distancia, los españoles eran capaces de vencer al Turco en pleno Mediterráneo y de poner las bases del único enclave de la civilización cristiana y occidental en el corazón del Extremo Oriente asiático.

Pero para que aquel asentamiento pudiera cuajar era preciso la conexión continua de las Filipinas con España, a través de México. Era por tanto imprescindible encontrar aquella ruta del tornaviaje, tarea en la que habían fracasado sucesivamente Álvaro de Saavedra y Ruy López de Villalobos.

Sería la hazaña de Urdaneta.

El 1 de junio de 1565 partió el galeón pilotado por Urdaneta, con la orden de Legazpi de regresar a Nueva España. Consciente de que en aquellas latitudes la ruta hacia el Éste era infranqueable, Urdaneta decidió dirigirse al Norte, tanteando el camino viable. Tuvo que subir así cerca de 30°, desde el paralelo 14°, hasta que en el paralelo 42° encontró la corriente de Kuro Shivo, a la altura del Japón, que le llevó, venturosamente hacia el Éste, poniéndole sobre las costas californianas. Ya, costeando, llegó sin dificultad mayor a las costas de Nueva España, el 8 de octubre: cuatro largos meses de navegación, llenos de incertidumbre (sobre todo los primeros, pues si no se hubiera alcanzado la corriente de Kuro Shivo la tripulación hubiera perecido sin remedio), pero coronados al fin por el éxito.

A partir de entonces, el galeón de Manila, o de Acapulco, sería una realidad, que una o dos veces al año uniría Nueva España con las Filipinas.

Tres años más tarde, y en la capital de México, moría Urdaneta el 3 de junio de 1568, ese annus horribilis del reinado de Felipe II de España, pero que, contemplado desde la perspectiva de lo que se estaba consiguiendo en las Indias, toma otros matices.

Logrado el tornaviaje por Urdaneta, ya podía Legazpi fundar Manila en 1571.

La década de los setenta daba así la réplica adecuada en el Lejano Oriente a lo conseguido en el viejo mundo frenando al Turco en Lepanto.

Pero era también el comienzo de una década que pronto mostraría su faz sombría a la Monarquía católica, con el recrudecimiento de la cuestión de Flandes.

La cuestión de Flandes

No se puede negar que Felipe II echó mano de lo mejor que tenía, entre sus hombres más allegados, para hacer frente al problema de Flandes: el duque de Alba, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio no tuvieron igual como soldados, y Requesens había probado sus habilidades como diplomático en Roma y no era ajeno, ni mucho menos, a las cosas de la guerra.

Lo que ocurría es que el problema flamenco tenía otras raíces que no podían ser arrancadas por la fuerza de las armas. Era una cuestión que tampoco dependía mucho de la habilidad negociadora. Requería, en todo caso, valerse de la una y de la otra, y por eso el que más cerca llegó a obtener el éxito fue Alejandro Farnesio, sin duda una de las cabezas más claras no ya de la Monarquía católica, sino de todo el Quinientos europeo.

El disparate de Flandes —que como gran disparate hay que tenerlo— estribaba en la pretensión de mantener bajo la misma corona a flamencos y castellanos. Pocas veces se había visto un intento similar de unidad política con tamaña discontinuidad territorial, teniendo por el medio una nación tan poderosa y tan celosa de la grandeza ajena —pero ¿no es ése el caso de todos los pueblos?— como era Francia. Acaso la Monarquía católica estaba mal acostumbrada por lo que había logrado en Italia, pero entre los reinos de Cerdeña, Sicilia y Nápoles, por un lado, y España, por otro, no estaba por el medio ninguna poderosa monarquía, sobre la que hubiera que realizar el gran salto, sino el mar, que no dividía, sino que unía; aparte de que las condiciones, el hábitat y los ideales de vida —tanto en la política como en la vida cotidiana— entre catalanes, valencianos, sardos y sicilianos era mucho más familiar que no entre españoles y flamencos, pues hasta la misma lengua era más asequible.

Se nos dirá: también era ése el problema en tiempos de Carlos V y pudo afrontarlo, después de superada la fase inicial de reajuste. Sí, pero Carlos V tuvo a su favor su carácter cosmopolita, que le permitió acomodarse al aire de España sin perder su raíz flamenca. Y él mismo comprendió que era oportuno encontrar una solución mejor para sus herederos, como lo prueba lo estipulado en la boda de Felipe II con María Tudor, con aquella cláusula de que sus hijos, si los hubiere, heredarían Inglaterra y los Países Bajos.

El fallo estuvo, claro, en que la solución era incompleta, dejándola a merced de la fecundidad de la Reina, con lo cual Felipe II acabó heredando todo el magno conflicto, larvado desde un principio, desde aquellas jornadas de Bruselas, el 25 de octubre de 1555, cuando Felipe II fue incapaz de dirigirse a los Estados Generales allí reunidos en su lengua, teniendo que delegar en Granvela.

Un problema, por lo tanto, heredado, no buscado. Ahora bien, eso no libera a Felipe II de su responsabilidad como hombre de Estado. Éstos se miden, precisamente, por su capacidad de resolver los más difíciles problemas. La cuestión de Flandes la heredó Felipe II de Carlos V, pero su propia personalidad hizo que pronto tomara un sesgo especial. Y la solución definitiva, o al menos la que aliviaba la tensión, sólo la adoptó al final de su reinado, al desgajar Flandes de la Corona para cedérselos a su hija Isabel Clara Eugenia.

Es evidente que hubo más cosas, y que los problemas políticos no fueron los únicos; también se añadieron los religiosos. La intransigencia de Felipe II, su intolerancia religiosa rayana en el fanatismo —cierto, algo asimismo heredado e incluso señalado como consigna de Carlos V desde Yuste— agravó todos los males, poniendo en su contra a gran parte de la nobleza del país, tanto a la media y baja como a la alta.

Y en eso sí que encontramos una diferencia con Carlos V, lo que distingue al movimiento comunero castellano de la rebelión calvinista de los Países Bajos. En Villalar, Carlos V tuvo a su lado a la alta nobleza, que fue la verdadera vencedora; Felipe II, en cambio, tendrá que llevar al cadalso a los condes de Egmont y de Horn y poner fuera de la ley al príncipe Guillermo de Orange.

El contraste no puede ser mayor.

Acaso me preguntará el lector cómo estoy afrontando esta etapa de la historia, si en pro o en contra de Felipe II, porque tomar una de esas posiciones es ya adoptar una postura política actual, de derechas o de izquierdas, incluso con sus ribetes de patriota o de antipatriota, como si ese pasado histórico fuera patrimonio de un solo sector de la sociedad. Pues bien, en todo caso quiero señalar que estamos ante una etapa de la historia de Europa y que ésa es la que queremos escribir; no, pues, la historia de España o de los Países Bajos, sino un aspecto de la historia europea.

Eso nos ayudará a no caer en interpretaciones sesgadas o incompletas.

Es más, la primera conclusión que sacamos es que lo importante a destacar no es tanto la lucha de Felipe II por dominar la rebelión de los Países Bajos, sino la pugna de las Provincias Unidas por conseguir su independencia.

Pues el hecho más notable —posiblemente uno de los de mayor importancia de todo el Quinientos— radica en que es entonces cuando surge una nueva nación, Holanda, que pronto será una de las grandes protagonistas de la historia universal; de modo que, en esta parte, en lugar de hablar del tiempo de Felipe II, bien podríamos decir el de Guillermo de Orange.

De ahí que empecemos recordando a ese personaje.

Guillermo De Orange (1533-1584).

Guillermo de Orange, aquel personaje de carácter reservado, que le valió el apelativo de el Taciturno, era la figura más eminente de la alta nobleza de los Países Bajos, educado en la corte de Carlos V, quien había visto en él, evidentemente, al futuro gran hombre de Estado, cuya mirada reflexiva supieron captar Antonio Moro y Mierevelt.

Cuando acompaña a Carlos V en la jornada de la abdicación, tenida en Bruselas el 25 de octubre de 1555, Orange tenía veintidós años y era ya una promesa. Tres años después, Felipe II le designa para que forme parte del selecto equipo de políticos que negocian en Cateau-Cambrésis la paz con Francia; por lo tanto, también el Rey se ha fijado en él.

Al marchar el Rey de los Países Bajos, dejando el poder en manos de Granvela, Orange iniciará una resistencia, desplazándose cada vez más a la oposición. Dado que la estructura política montada por el Rey en los Países Bajos descansaba más en hombres salidos de la Administración y de la Universidad, estaríamos curiosamente ante un Orange defensor de viejos intereses nobiliarios, de signo arcaizante, frente a un régimen moderno. Es la etapa que Mousnier denomina la revolución aristocrática. Pero cuando estalla abiertamente la gran rebelión, Guillermo de Orange irá asumiendo poco a poco su papel de líder de un país que lucha por sus libertades; en un principio respetando todavía —al menos, formalmente— la figura del Rey, como si hubiera que liberarlo de quienes le tenían secuestrado, para acabar ya proclamando la libertad de la patria frente a la opresión extranjera y promoviendo que los Estados Generales depongan a Felipe II como señor de los Países Bajos en 1581. Entre esas dos fechas, en esos veinte años que van desde la salida de Felipe II en 1559 hasta esa declaración de 1581, se produce ese profundo cambio de quien intriga solamente por un protagonismo político en la corte de Bruselas, a quien dirige ya la rebelión frente al lejano Rey español.

Sin embargo, el proceso interno se da antes. Parece claro que ya en 1567, cuando el duque de Alba inicia la tremenda represión contra los causantes de los disturbios religiosos de 1566, el príncipe de Orange se refugia en Alemania no sólo para escapar a la justicia del Duque, sino para organizar la lucha armada contra el poder regio. En esa lucha se verá con frecuencia vencido por las superiores cualidades militares de los enviados por Felipe II: Alba, Requesens, don Juan de Austria y Farnesio. Pero a Orange le salvará, en último extremo, su condición de excelso hombre de Estado. Frente a la Blitzkrieg, tan buscada por los tercios viejos y por soldados como Alba o don Juan de Austria —que era la que convenía a una Monarquía tan débil en sus finanzas—, aplicará el sistema de prolongar la guerra, a no dejarse abatir por los reveses, a superar los peores desastres, en que ve perecer a algunos de sus mejores colaboradores y a sus mismos hermanos, como será el caso de Luis de Nassau. Y al menos sabrá aplicar la táctica más conveniente al territorio en que se mueve, aprovechar los puntos débiles del enemigo. Dado que se combate en los Países Bajos, sabrá hacer del mar el mejor aliado, llegando a la rotura de los diques, que haga inexpugnables a las ciudades rebeldes, frente a la furia de los tercios viejos; una notable variante de la tierra quemada, tan antigua en los ardides de la guerra. No pudo jugar con los grandes espacios, pero sí con las particularidades de aquéllos en que se movía, en que las tierras bajas podían ser anegadas por las aguas del mar, haciendo de las plazas que dominaba verdaderos bastiones inexpugnables, capaces de resistir campañas enteras, como sería el caso del famoso asedio de Leiden.

Cuando lo creyó necesario, supo retirarse a tiempo, aun comprendiendo lo que suponía como pérdida de prestigio, pero consciente de que lo importante era poder mantener la lucha y sabiendo también que el tiempo jugaba a su favor, hasta hacer verdadera la frase de cuán difícil resultaba a la Monarquía castellana poner una pica en Flandes.

Los factores en juego

Los historiadores positivistas, formados en las escuelas de Ranke, Gachard o Lavisse, marcaban la nota militar en la larga pugna entre los rebeldes de los Países Bajos y los tercios viejos enviados por Felipe II. En España, esa crónica militar, que había tenido sus clásicos en las plumas de Bernardino de Mendoza y de Carlos Corona, se había plasmado en una farragosa enumeración de lances militares, grandes y chicos, de marchas y contramarchas, de asedios y tomas de plazas, en una serie interminable. Ya historiadores de la talla del francés P. Frédéricq habían sabido dar la interpretación más valiosa de las complicaciones ideológicas —en este caso, religiosas—, pero viendo las implicaciones políticas. De ese modo, la aplicación de los decretos del Concilio de Trento, con una reorganización episcopal que aumentaba el número de obispados en los Países Bajos, era una medida encaminada a un mayor celo por la vida espiritual del pueblo, pero también a un incremento del poder de la Corona sobre la Iglesia, al modo como ya lo tenía en España, al pasar el derecho de presentación de los candidatos a las nuevas vacantes de los cabildos catedralicios a la Corona.

El mismo Frédéricq había constatado algo que después probaría ampliamente el XVII duque de Alba: que el Duque de hierro había cumplido la primera parte del plan cuidadosamente elaborado en la corte madrileña, el de la represión, y que después de poner en marcha el Tribunal de los Tumultos, después de apresar, ajusticiar y desterrar a miles de inculpados, confiscándoles sus bienes, colmado todo ello con la rigurosa sentencia de ejecutar públicamente a los condes de Egmont y de Horn, tras una detención tenida por la opinión pública como odiosa —y no sin razón, pues lo fue al acabar una sesión a la que habían sido honorablemente convocados—, todo ello rematado con fulminantes victorias en el campo de batalla sobre los rebeldes capitaneados por Luis de Nassau y por el propio Orange; tras todas esas medidas de implacable rigor, en lo punitivo, tras las fáciles victorias, en lo militar, con un control casi completo de todo el país, bajo un auténtico régimen de terror, cumplía llevar a cabo la segunda etapa: la representada por la clemencia, a desarrollar por Felipe II:

… era parte integrante del programa acordado entre el Rey y el Duque; la llegada del primero a Flandes y, realizadas las ejecuciones, para presentarse [el Rey] como pacificador, hacer olvidar las crueldades y calmar los ánimos, con un perdón general y afirmar así la autoridad del Rey… y obtenido esto, el Duque se retiraría abrumado con el odio universal[672].

Eso es lo que hizo el duque de Alba, cumplir su cruel parte como si se tratara de un deber. Con razón le recuerda a Henri Pirenne la figura posterior de Robespierre:

Inaccesible al sentimiento…, caminó inflexible a su fin, tranquila la conciencia. El sentido del deber y no la crueldad dictó sus sentencias de muerte, y podría compararse su serenidad de ánimo ante sus víctimas con la de Robespierre. En ambos la sinceridad es tan completa y tan inflexible, y uno y otro reclamaban la responsabilidad de la sangre que hicieron correr[673]

En efecto, a finales de 1568 el duque de Alba pedía al Rey que cumpliera su parte, presentándose en Bruselas; ejecutado el rigor, era la hora de la clemencia, que sería la que podría asegurar la obediencia[674]. Pero ¿podía hacerlo Felipe II? El error estuvo en proyectar en el otoño de 1566 algo dudoso de efectuar en 1568. Acaso Felipe II fue entonces sincero, cuando afirmó que iría a los Países Bajos. Pero en 1568, después de la muerte de don Carlos en prisión y de la de su esposa Isabel, y tras el inicio de la rebelión de los moriscos granadinos, ¿era ya aconsejable?

De ese modo, el duque de Alba hubo de seguir gobernando con la espada los Países Bajos durante otros cinco años.

Fue entonces cuando surgió el problema económico. Probablemente, el duque de Alba proyectaba un sistema de financiación de su ejército con nuevos impuestos en los Países Bajos, pero en todo caso el problema se le agudizó cuando el medio millón de ducados enviados desde España por el mar de Poniente fueron interceptados por la armada inglesa de William Hawkins, el hermano del famoso corsario, en 1568; precisamente, a poco de que John Hawkins, entonces en plena correría por las Indias Occidentales, hubiera sufrido el descalabro de San Juan de Ulúa, en aguas mexicanas.

La expedición de John Hawkins se había iniciado el 1 de octubre de 1567, en Plymouth, llevando las naves bien pertrechadas, en especial de baratijas y de armas, las primeras para trocarlas en el África central por esclavos negros y las segundas para imponer por la fuerza su comercio allí donde llegase. Antes de su partida, John Hawkins visitó al embajador español en Londres, Diego Guzmán de Silva, prometiéndole que no tocaría con su armada en ningún lugar de los vedados por el rey de España en las Indias Occidentales, tanto en las islas como en Tierra Firme.

La expedición estaba costeada, en parte, por la propia Reina, ya que dos de las naves eran suyas, entrando, pues, a la parte de los beneficios que resultaren.

Era el tercer viaje de John Hawkins a las Indias Occidentales, y en él cumplió el itinerario habitual: las Canarias, Guinea, «a las minas nuevas, que están delante de la Mina que llaman de Portugal». [675], y finalmente a las Antillas. El 16 de septiembre de 1568, tras casi un año de navegar, comerciar y piratear, alcanzó San Juan de Ulúa, en el golfo de México. Allí fue sorprendido por la armada española y deshecho, escapando a duras penas, con algún otro de los suyos, entre los cuales hacía su aprendizaje de corsario alguien que se haría justamente célebre: Francis Drake.

Fue una afrenta, de la que los navíos ingleses pronto se tomaron el desquite, cuando a poco las naves de William Hawkins sorprendieron en el mar del Norte a las naos españolas que portaban el dinero para el pago de los tercios viejos del duque de Alba en Flandes, y se apoderaron de ellas y de todo lo que llevaban dentro.

Un duro golpe para los planes de Alba, que se vio precisado a precipitar su decisión de que los Países Bajos soportaran el coste de su ejército.

Es aquí donde entran las consideraciones económicas, ese otro factor que jugó también su importante papel en todo el entramado de la rebelión de los Países Bajos. Algo por lo que se han interesado otros historiadores, que han podido probar la simultaneidad de los disturbios con la crisis de subsistencia que se acusaba en los Países Bajos en los años sesenta.

A ello no fue ajena la guerra del Norte entre Dinamarca y Suecia, que cerró el comercio del Báltico e interrumpió la importación del trigo. Pero además bajó la demanda de los productos manufacturados, los sueldos cayeron por debajo de los precios y aumentó el paro; un grave cuadro social, en suma, que hace cundir la desesperación en la población neerlandesa y que facilita la tarea proselitista de los predicadores calvinistas. Así, cuando el hambre agota a la población trabajadora, resulta más convincente el argumento preferido por los seguidores de Calvino: ¿podía tolerarse que las iglesias papistas atesoraran tantas riquezas, mientras el pueblo de Dios pasaba tantas necesidades?

Llegó el hambre en 1566. Una brusca subida de precios en agosto de aquel año puso los alimentos por las nubes e hizo cundir la desesperación. Resultado, el estallido de la revuelta, con los saqueos de las iglesias por todo el país, empezando por la rica catedral de Amberes, que vio destruidos, en unas horas, los inapreciables tesoros artísticos que custodiaba.

A su vez, si el factor económico resultó tan importante en la rebelión, también lo sería en el campo gubernamental. El estrangulamiento de la vía del mar del Norte, con el apresamiento de las naos hispanas que llevaban las pagas, el oro para el duque de Alba, forzará al Duque de hierro a tomar la decisión de imponer aquellas cargas en los Países Bajos, que no sólo desató la revuelta, sino que además fomentó el sentimiento nacionalista de repulsa contra la presencia española. Y, como veremos, cuando las remesas de Indias sean menos pródigas, en los años setenta, Felipe II se verá abocado a la quiebra de 1575, los soldados se quedarán sin paga y promoverán su propia revuelta, en este caso poniendo a saco a la opulenta —y, al mismo tiempo, desgraciada— ciudad de Amberes, dejando ya un penoso legado para la historia: «la furia española», esto es, la imagen ya estereotipada de un país opresor. De esa forma, Felipe II se va convirtiendo paulatinamente en algo muy distinto a sus orígenes; ya no será visto como el señor natural, el que había heredado el poder de manos de Carlos V y como tal había sido jurado, sino como el rey extranjero que, desde muy lejos, oprimía al país y cuyo yugo había que sacudir.

Aún había que considerar otros factores, en especial el de la política internacional. Muy pronto, en efecto, se descubrieron los contactos de los rebeldes flamencos con la Europa reformada. Si Orange encontraba refugio en la Alemania luterana y su hermano Luis de Nassau lo hallaba en los hugonotes franceses, con la protección del poderoso Coligny, no pocos eran los que lo conseguían en la corte de la reina Isabel de Inglaterra. Y en ese terreno, Orange se mostraría extremadamente hábil, ayudándose de un medio cada vez más poderoso: la propaganda. Sobre esto volveremos, porque es de particular importancia. De momento, adelantaremos que aquí Orange se mostró muy superior a Felipe II.

En cuanto al apoyo de las otras potencias occidentales a la rebelión, suele señalarse como un resultado de la reacción de esas potencias a las medidas de fuerza adoptadas por Felipe II con el envío del duque de Alba en 1567. Tan poderoso instrumento militar llenó de recelos a unos y a otros, con la consiguiente interrogante: ¿qué objetivo tomaría Alba tras vencer la rebelión? De ahí la gran coalición internacional contra el poderío de Felipe II, para contrarrestar su amenaza. Felipe II no sería sólo el opresor del pueblo flamenco, sino también el que aspiraba a la Monarquía universal, el que amenazaba a las libertades de toda la Europa occidental.

Sin embargo, en este sentido la documentación nos señala otros planteamientos: la conjura existió desde un principio. Ya en 1559, sin duda por temor a los acuerdos firmados entre Felipe II y Enrique II, familias enteras de protestantes flamencos empezaron a refugiarse en Inglaterra:

Vienen la casa entera —informaba el embajador Quadra a Felipe II—, con sus mujeres e hijos, y tienen sus predicadores[676]

En noviembre de 1559 eran recibidos por la reina inglesa, quien les alentaba: ella haría todo lo posible por introducir la Reforma en Flandes. Y cuando al año siguiente el tratado de Edimburgo le aseguró en cuanto a la frontera de Escocia, negocia con los príncipes luteranos alemanes: Felipe II en los Países Bajos era ya una amenaza, que se podía combatir. La forma, tanteando por la vía del enfrentamiento religioso:

Todo lo que urde —avisaba Quadra— es contra V.M., para procurar alterar los Estados de Flandes por vía de religión…

Pero también saltaban los intereses económicos:

… discurriendo que algunas ciudades se harían francas[677]

Para Isabel de Inglaterra ya estuvo claro desde los principios de su reinado: su grandeza sólo podía alzarse a costa de la de Felipe II, debilitando su posición en Flandes, hasta lograr expulsarle. De ahí que apoye la rebelión de la alta nobleza contra Granvela[678].

Claro que Granvela le pagaba en la misma moneda, e Isabel lo sabía, y así lo decía públicamente, que el único que en los Países Bajos la estimaba mal era Granvela:

… ahí —en Flandes, informaba Quadra a Granvela el 10 de octubre de 1562— los demás dessos señores no solamente no serán contrarios a la Reina, pero antes ella está cierta que la ayudarán[679].

En 1563 ya se atrevía Quadra a profetizar desde Londres lo que era un lugar común en la corte inglesa: que los Estados de Flandes se alterarían contra Felipe II y que a la cabeza de la rebelión estaban los principales personajes de la alta nobleza flamenca, empezando por Orange y Egmont:

… al Príncipe [Orange] y a Daigmont traen por las bocas y por los pulpitos[680]

Por lo tanto, se perfilaba una lucha por la supremacía mundial, en la que el factor político venía doblado por el religioso y el ultramarino. Felipe II era el enemigo a batir, como el molesto señor de los Países Bajos, pero también como el que dominaba las rutas oceánicas de Occidente, que eran las anheladas por Inglaterra y Francia, y la vía más segura para hacerlo era minando sus bases, provocando en ellas conflictos religiosos.

Era el punto débil de la Monarquía católica hispana, y sus enemigos lo aprovecharon al máximo.

Por eso la solución de la fuerza, a la larga, y tan lejos de sus bases, como las mesetas castellanas, era algo más que ruinosa: inviable.

De ahí la rotación de gobernadores mandados por Felipe II, que por unas u otras razones fueron fracasando, aunque consiguieran éxitos parciales en el campo de batalla, incluso de forma brillante. Y el primero que siguió esa suerte fue el duque de Alba, que, con su maestría táctica, acorraló a Luis de Nassau en Jemmingen, sobre el estuario del Ems, provocando tal descalabro en sus filas que sus soldados sólo tuvieron que golpear, herir y matar, como si se tratara de un terrible entrenamiento, con esta increíble proporción: un muerto en sus filas por cada millar en las enemigas. A poco, y en el otoño de aquel año, el Duque de hierro remató aquella campaña destrozando igualmente al príncipe de Orange, que se había atrevido a plantarle cara en los llanos de Brabante. En campo abierto el duque de Alba, con sus tercios viejos, era el mejor general de su tiempo y contaba con la máquina militar más puesta a punto, de forma que desbarató con suma facilidad al ejército de Orange, provocando otra gran mortandad en sus filas y obligándole a refugiarse otra vez en Alemania.

Durante los años siguientes, el poderío de Alba en Flandes se mostró sin fisuras, y Felipe II pudo creer que había encontrado la fórmula adecuada a la cuestión de Flandes.

No tardó en comprender su error.

Todavía en el 68, al plantearse el problema como el castigo del Rey al pequeño grupo de los radicales iconoclastas, la población asistió, encogida, a la implacable represión montada por Alba, afianzada por su incontestable superioridad militar sobre el príncipe de Orange y sus seguidores. Pero Alba tenía que mantener sus soldados en pie de guerra continuamente y para ello le hacía falta una cobertura económica. Y ahí se demostraría que el hecho de actuar tan lejos de España, que al final era la base de todo, acabaría convirtiéndose en una dificultad insuperable.

Ya ésa lejanía había obligado a Felipe II a mandar por el mar del Norte aquella suma importante destinada al pago de los tercios viejos, antes citada, en unos momentos de penuria económica de la Hacienda regia y cuando la rebelión de los moriscos granadinos agobiaba aún más a la corte. Por eso, cuando las naos de William Hawkins apresaron a la armada española y se apoderaron de ese dinero, el problema económico empezó a argollar al duque de Alba. Era impensable pretender que la Hacienda regia le enviase otra remesa similar. Ahora bien, licenciar a su ejército era quedarse a merced de los rebeldes, siempre prontos a reorganizar sus fuerzas, bien en Alemania, bien en Francia. Aislado de España, cercado por tantos enemigos, Alba llegó a la conclusión de que no tenía más que una salida: que los Países Bajos financiaran su ejército, cargando sobre ellos nuevos impuestos, y en especial el de la alcabala, que tan buenos resultados daba a la Corona en Castilla.

Pero los Países Bajos no eran precisamente Castilla. Pretender recabar un 10 por 100 sobre las compraventas en país tan industrioso era algo que quebrantaba los usos y costumbres tradicionales, que el Rey había jurado mantener, y era castigar a todo el país, como si todos fueran rebeldes. De modo que, de pronto, los Países Bajos se alzaron por doquier contra el Duque.

Ya no se trataba de castigar a unos rebeldes iconoclastas. El problema religioso, y de orden público, se había complicado con el económico. En 1572, los mendigos del mar, que hasta entonces habían buscado su refugio en Inglaterra, se aprovecharon del descontento general para apoderarse de un puerto importante, al tener noticia de que había quedado desguarnecido: se trataba del puerto de Brielle, estratégicamente situado en una isla de la desembocadura del Mosa. Fue como la voz de la libertad. Al punto, la cercana Flessinga también se alzó contra el Rey, y con ella la mayoría de las tierras bajas, favorecidas por su situación entre ríos y canales, donde los tercios viejos se movían con dificultad. Además, en Flessinga hubo algo más que la ocupación de una plaza desguarnecida. En Flessinga, la población, levantada en armas, había aniquilado al pequeño destacamento que la dominaba, actuando con el mismo rigor que había sufrido: los odiados soldados del Duque fueron ejecutados y su jefe ahorcado.

De pronto, todo el territorio al norte del Mosa se declaró en rebeldía: Holanda, Zelanda, Güeldres, Frisia, Utrecht. En toda esa amplia zona, Orange era reclamado para que les gobernase, mientras Luis de Nassau, rehecho tras su anterior traspié, volvía a la carga entrando por el Sur, apoderándose de Mons y de Valenciennes.

De forma que Alba apenas si dominaba más tierra en los Países Bajos que la que pisaba. Todo su anterior poderío y su prestigio como soldado y como gobernante quedaban en entredicho. No sólo se veía amenazado por el Sur, con la pérdida de Mons y de Valenciennes, y por el Norte, con la rebelión de todas aquellas provincias, sino que además también Orange entraba de nuevo en lid, con un ejército no pequeño, reclutado en Alemania —a costa de su propia fortuna—, que le había permitido apoderarse de plazas tan fuertes como Roermond, en julio de 1572. Y en un avance casi incontenible, se había adueñado de Malinas —la antigua corte de Margarita de Saboya— y llegado hasta las mismas puertas de Bruselas.

En tan grave situación, la matanza del día de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, con la muerte de Coligny y de sus principales seguidores, que metió a París y a buena parte de Francia en un baño de sangre, con la muerte de 7000 a 8000 hugonotes, hizo que aflojara la presión internacional sobre Alba y que éste pudiera reaccionar. El 18 de septiembre, Mons era recuperada, el Sur quedaba bajo control de los tercios viejos y el Duque se podía aprestar a la lucha por el Norte. Aún consiguió otras victorias, sobre Malinas y Haarlem —ésta heroicamente defendida por los holandeses—, practicando en todas partes la política del terror más despiadado. Pero los tercios viejos se estrellaron frente a los muros de Alkmaar. Leiden se haría famosa, asimismo, por su legendaria defensa. Los diques eran destruidos y los tercios viejos acorralados por la inundación provocada en las tierras bajas. Y la marina del Rey, mandada por Bossu, era aniquilada en Enkhuizen.

Se iba a cumplir la sentencia militar: quien fuera dueño del mar lo sería de la tierra.

A partir de ese momento, la guerra se prolongaría sin que los tercios viejos pudieran conseguir la victoria definitiva. Eso sería ya inasequible para el poderío de Felipe II, convertido cada vez más en el rey extranjero, mirado como un opresor por los Países Bajos. Los tercios viejos conseguirían, de cuando en cuando, algunos éxitos parciales, en una guerra interminable, que desbordaría con mucho la vida del monarca. Se había puesto en marcha la guerra más larga de la Edad Moderna, una guerra de ochenta años, que no terminaría hasta la paz de Westfalia de 1648, marcada por uno de los grandes principios de la historia: que cuando un pueblo combate con entusiasmo por su libertad, hasta el punto de los mayores sacrificios —como el de provocar la inundación de sus tierras, para minar la fuerza del adversario—, a la larga resulta indomable.

Y de nada serviría que Felipe II reemplazase en 1573 al duque de Alba por Requesens, con una misión más apaciguadora, que llegaba demasiado tarde; o que emplease después la baza de la personalidad que parecía irresistible de su hermanastro, don Juan de Austria, el héroe de Lepanto, en todo caso con excesivas restricciones. Pareció acertar, es cierto, cuando designó a su sobrino Alejandro Farnesio, posiblemente el hombre de Estado más competente de su tiempo, que aunaba el talento del soldado con la habilidad del político; pero él mismo, el propio Rey, se encargaría de arruinar sus prometedores logros, tras la Unión de Arras, imponiéndole tareas tan distintas y tan imposibles como la invasión de Inglaterra o la intervención en Francia, como tendremos ocasión de ver.

Es cierto que los tercios viejos, dirigidos por Sancho Dávila, vencerían en Nimega en 1574, y cuatro años más tarde, el 31 de enero de 1578, en Gembloux con don Juan de Austria. Pero también que la impotencia ante aquella guerra interminable quedaba reflejada en la atroz acción de esos tercios viejos sobre Amberes, con el devastador saqueo de la ciudad durante tres días, a merced de la titulada furia española, que bien podría tener otros calificativos más duros.

La complicación inglesa

Desde el ultraje del apresamiento de las naves españolas por William Hawkins, las relaciones con Isabel de Inglaterra se deterioraron de forma notable, hasta el punto de considerarse cada vez más seriamente el proyecto de una posible invasión de las islas.

A ello había contribuido además otro hecho, de singular relevancia, con amplia repercusión en las artes y las letras y en la imaginación de los hombres: las dramáticas peripecias de la reina de Escocia, María Estuardo. Precisamente el año 1568, aquel annus horribilis del reinado de Felipe II, fue cuando María Estuardo, derrotada por sus vasallos rebeldes, se vio obligada a refugiarse en Inglaterra, buscando la protección de su prima Isabel.

No vamos a entrar aquí en la serie de lances, algunos todavía de origen harto dudoso, que habían precedido al derrumbamiento del reino de María Estuardo, como los asesinatos de su favorito David Rizzio, o de su marido, lord Darnley, o como sus relaciones con el conde Bothwell. Nos vamos a detener, sin más, en ese momento en el que María Estuardo cruza la frontera entre Escocia e Inglaterra, porque ello repercutiría hondamente en la política internacional.

Y se explica fácilmente: María Estuardo era católica y, a los ojos de Roma, la reina que tenía más derechos a la corona inglesa, dados los orígenes de Isabel, la hija de Ana Bolena, además de la inclinación de Isabel hacia la Reforma. De forma que con su llegada a Inglaterra, aunque entrara pidiendo amistosamente la protección de su prima, María Estuardo se convirtió al punto en algo mucho más serio que una simple refugiada política: en una seria amenaza para la seguridad de Isabel. Conocida la noticia, los católicos ingleses vieron en ella su soberana, y las intrigas empezaron a menudear. Pero no sólo los católicos ingleses.

Los terribles y oscuros sucesos de 1565 y 1567, además del asesinato de lord Darnley, habían convertido a María Estuardo otra vez en reina viuda. Es cierto que hubo rapto y boda de nuevo, esta vez nada menos que con lord Bothwell, a quien todos señalaban como el homicida de Darnley. Pero tras el alzamiento de la nobleza escocesa y la derrota de María Estuardo, Bothwell desaparece. Se decía que había logrado refugiarse en Dinamarca, lo que no dejaba libre del todo a María Estuardo. Pero ¿había sido legal aquel extraño matrimonio? ¿Quién había visto la boda, hecha como a hurtadillas? Y, además, ¿no era cierto que Bothwell estaba ya casado? ¿No había publicado él mismo que su divorcio de su primera mujer era inválido? ¿Y no era él un fugitivo, alguien que contaba tan poco, y que bien podía haber muerto? En suma, pronto se hablaría de María Estuardo como de una reina casadera, entrando en el juego de las especulaciones diplomáticas de todas las cortes de la Europa occidental.

Y, claro es, ocurriendo también eso en la misma España.

Por otra parte, sería María Estuardo la que se pondría inmediatamente en contacto con la embajada española en Londres. Ya lo había hecho tras fugarse del cautiverio escocés en Lochleven, el 2 de mayo de 1568. El mensajero de María Estuardo enviado entonces a la corte inglesa se vio también con el embajador español, Diego Guzmán de Silva. Sus instrucciones eran convencer por esa vía a Felipe II de cuán inocente era de todos los escándalos que se le achacaban, que seguía firme en sus convicciones religiosas y que si encontraba el suficiente apoyo (y el de la corte de España era tan necesario) volvería a triunfar de sus adversarios[681].

No fue así, como es bien sabido. Obligada a refugiarse en Inglaterra, no tarda en comunicarse de nuevo con el embajador español, enviándole a Fleming, uno de sus hombres de confianza. María Estuardo pide consejo a Silva: ¿cómo debía comportarse con Isabel? Ahí estaba ya el tanteo hacia una posible conjura, caso de obtener el apoyo de la poderosa Monarquía católica, cuando el duque de Alba marcaba su poder desde la cercana Bruselas. No hemos de olvidar que estamos en 1568, y que aquella presencia y poderío del ejército mandado por Alba ya suscitaban grandes recelos entre los consejeros de Isabel, llegando a decir Cecil:

… que la nación española era extraña y se quería hacer señora del mundo[682]

Ahora, con María Estuardo en Inglaterra, ¿qué tramaría el poder español? Diego Guzmán de Silva, el embajador de Felipe II, era, sin embargo, contrario a nada que hiciese peligrar la delicada paz que existía entre las dos cortes, y así se lo manifiesta a los emisarios de María Estuardo:

Yo les respondí que su Reina mostrase gran confianza désta y se gobernase en estos principios de manera que no pudiese tener la Reina causa para dexar de ayudarla o tratarla bien, con algún color[683]

Con algún color, y por supuesto con el más espinoso de que se entendiesen sus aspiraciones al trono:

… que se guardase de dar sospecha de ninguna pretensa a Reino en vida désta…

Curiosamente, pues, el embajador español no conspira contra Isabel, de la que parece haberse ganado la confianza, pese a su condición de clérigo católico, canónigo del cabildo catedralicio de Ciudad Rodrigo y familiar del que había sido todopoderoso ministro de Carlos V, el cardenal Tavera, pero, sobre todo, en relación con la corte de Felipe II, pariente de Ruy Gómez de Silva y, como él, formando parte del partido pacifista, no del belicoso[684].

Quizá por ello, y por su propia condición de persona grata en la corte de Londres, no lo fuera tanto en la de España, que en 1568 decidió su relevo[685]. Es verdad que Silva se lo había pedido al Rey, poniendo como argumento algo que tenía que hacer mella en el ánimo de Felipe II: que las largas embajadas en Londres eran peligrosas para la fe de los ministros, por la carencia de vida religiosa al modo católico:

La falta de la frecuentación de las iglesias y ordinarias doctrinas y oficios santos resfría la devoción…

Así plantea Silva su cese en la embajada:

En otra ocasión, al no tener adecuado alojamiento Silva en una jornada de la corte al castillo de Windsor, Isabel le da muestras de inusitado afecto: «Cuando llegó a la cámara volvióse a mí y díxome: “¿Cómo no os han dado a vos posada? Los míos lo sentirán de manera que se entienda lo que con vos se debe hacer, y estaréis en mi mesma cámara y os daré mi llave.” Y tomóla para dármela. Yo le sosegué…».

A cuya causa me ha parecido suplicar humildemente a V.M. que si hoviese otra parte a donde yo pueda servir, aunque sea de muy mayor trabaxo y cuidado, me mande ocupar en ello…

Para Silva el momento era propicio, porque Inglaterra estaba en sosiego y las relaciones con la Reina eran muy buenas:

… la amistad de la Reina tan entera[686]

Es claro que, con los otros ejemplos que tenemos sobre el proceder de Felipe II, no acabaremos de saber si la tal petición de Silva no fue precedida de una indicación del Rey para que así procediera, ocultando de ese modo ante la corte sus verdaderos designios. Lo que es indudable, por las pruebas documentales que poseemos, es que el Rey estaba muy quejoso de Isabel, por el proceder del embajador inglés en Madrid, John Man; y el mismo hecho de que Isabel hubiera mandado a España a un antipapista tan radical le había parecido un insulto intolerable. En el orden internacional, y en aquella hora de 1568, no era la Monarquía católica quien tenía que aguantar lo que le viniese encima, sino, en todo caso, lo contrario; así se pensaba en Madrid y así lo creía el propio Rey, y de ese mismo modo se lo hizo saber a Silva, al informarle sobre la expulsión del embajador inglés de la corte: había procedido de forma tan grave en las cosas de la religión, que si no hubiera sido por su cargo habría merecido ser entregado a la Inquisición y que le esperase la hoguera. ¡Nada menos que la amenaza de la hoguera inquisitorial! Era como hacer cierta la propaganda que corría en toda Europa sobre cómo se las gastaba la Inquisición española:

Se dexó decir pública y desvergonzadamente [el embajador inglés, John Man] —y es el Rey quien tal escribe— que sólo yo era el que defendía la secta del Papa, pero que, en fin, el Príncipe de Condé y su religión y secuaces prevalecerían, y que el Papa era un frailecillo hipocritilla, y otras palabras tales que por ellas merescería muy dignamente el castigo que le dieran los de la Inquisición…, si no se tuviera respeto a ser persona pública y ministro de serenísima Reina, con quien yo tengo buena amistad y vecindad[687]

A su vez, la expulsión de John Man fue tomada en Londres como una grave ofensa y signo de ruptura de la antigua alianza entre las dos coronas, tal como Cecil señaló, airado, a Silva:

… entró en tanta cólera que me dixo que aquella manera de proceder jamás se había tenido con embaxador de ningún Príncipe amigo, salvo en tiempos que se buscan ocasiones de guerra[688]

Era cuando ya Silva tenía a punto su marcha, dejando tras sí un único aspecto verdaderamente dificultoso: la cuestión de María Estuardo. Silva había sostenido la postura de que la reina de Escocia se mantuviese alejada de cualquier conjura del partido católico inglés contra Isabel; en suma, buscando que no se diera ocasión a una ruptura. Pero ¿cuál sería el comportamiento de su sustituto? ¿Cuáles las instrucciones de Felipe II a su nuevo embajador?

Por la correspondencia de Gerau de Spés, que tal fue el nuevo embajador de Felipe II, se comprueba que el Rey no estaba decidido todavía a un apoyo sin reservas a María Estuardo, fomentando una rebelión del partido católico inglés que hiciera a la escocesa reina de Inglaterra, aunque sí de mantener una relación secreta con María Estuardo; relaciones secretas, sospechadas por la corte de Isabel, que no iban más allá de ayudarla en lo posible a salir de su cautiverio y a reponerla en su trono de Escocia.

Fue Gerau de Spés quien tomó a su cargo alentar a María Estuardo en sus pretensiones a Inglaterra. El 9 de octubre de 1568, a poco de su llegada a Londres, ya escribía a Felipe II:

… no sería difícil hacerla soltar [a María Estuardo] y aun mover alguna gran guerra a esta Reina, y no parescería que por parte de V.M. se entiende en ello[689]

El signo de hostilidad hacia Isabel dado por la corte de Madrid al expulsar a John Man, el relevo de embajadores en Londres, y posiblemente el efecto del impresionante poder que suponía la presencia en Bruselas del duque de Alba con su temible ejército, que con tanta facilidad desbarataba a sus enemigos, todo ayudaba a que el catolicismo inglés levantase cabeza. Los contactos de la nobleza católica inglesa con Gerau de Spés cada vez eran más frecuentes, y la propia María Estuardo se atrevía a cambiar de actitud, pasando de una exiliada que pedía protección y amparo a la Reina, a una conspiradora pura y dura:

… diréis al ambajador [Gerau de Spés] —declara a un miembro de la embajada española en Londres que la visita— que si su amo me quiere socorrer, antes de 3 meses yo seré reina de Inglaterra y la misa se celebrará por toda ella[690]

Esperanza compartida por Gerau de Spés ampliamente, que ya antes señalaba al Rey:

Está la cosa en tal término que a tener esta Princesa favor, quizás le sería fácil, de prisionera, ser libre y reina deste Reino[691]

Y a principios de 1570, cuando no era la mejor ocasión para España, dado que aún no se había zanjado la rebelión de los moriscos de Granada, y cuando se negociaba la Santa Liga para proceder contra el Turco en el Mediterráneo, es cuando Felipe II se plantea la posibilidad de derrocar a Isabel, incluida la invasión de las islas. Evidentemente no fue ajeno a ello las instancias que a Madrid llegaban de la nobleza católica inglesa. Por entonces, conspiraban ya contra Isabel, buscando la promoción de María Estuardo, figuras como el duque de Norfolk, que incluso aspiraba a casarse con ella, y el conde de Arundel, y se producía a mediados de noviembre de 1569 la rebelión de los condes de Westmoreland y Northumberland contra la reina Isabel.

Tales noticias, que debieron llegar a España ya en diciembre, fueron las que movieron sin duda a Felipe II a tomar en consideración una intervención armada en Inglaterra; pero, conforme a la lentitud de sus decisiones, en principio recabó la opinión del duque de Alba, y pocos podrían poner objeciones a ello, si no fuera la demora con que lo hizo. En efecto, fue el 21 de enero de 1570 cuando el Rey escribía al Duque pidiéndole su parecer. Contra lo que pudiera creerse, Alba se mostró contrario. Su talento como soldado le hacía ver lo desatinado de aquella medida. Era cierto que Isabel había afrentado de forma intolerable a tan gran monarca como era el rey de España:

¡Cuánto más se debe resentir el ánimo de V.M. —le dice— siendo quien es, y no habiendo de sufrir de ningún Príncipe del mundo éstas ni otras demasías!

Por lo tanto, Alba, por convicción o por adulación, admite que la grandeza de Felipe II hacía intolerable la conducta de Isabel; pero, prudentemente, añade:

Pero, señor, de tal manera han de salir los hombres a vengar sus injurias, que no reciban otras mayores yéndolas a vengar[692].

El Rey preguntaba al Duque en qué manera se podía invadir Inglaterra:

Y para venir a lo que V.M. me manda en este despacho —las cartas de Felipe II de 21 y 22 de enero del 70—, digo hay tres maneras para invadir el reino de Inglaterra: la primera, ligándose V.M. con el rey de Francia, y hacer juntos la conquista. La segunda, haciéndolo V.M. a su aventura sólo. La tercera, habiendo en Escocia o en Inglaterra algunos sujetos a quien poder fomentar debajo de mano, y que éstos abriesen el camino.

Por esta notabilísima consulta hecha al gran soldado, se nos abre una ventana impresionante por la que nos podemos asomar a la época y a su compleja política. El Duque sigue con los pros y contras de cada una de las tres vías, y por ello confirmamos lo que ya hemos apuntado anteriormente: que en 1559, cuando se estaban firmando las paces de Cateau-Cambrésis con Francia, ya se había discutido la posibilidad de intervenir en Inglaterra para derrocar a Isabel, entonces tan reciente en su reinado, siendo rechazada por el Duque:

… no quise entonces admitir la plática al rey Enrico que me la propuso…

Aun así, Enrique II presionó sobre Felipe II, que también la rechazó, siguiendo el parecer de su gran general[693]. Y reiteradas veces —y hay que pensar que desde que el duque de Alba gobernaba los Países Bajos— le habían vuelto los franceses a presionar, reiterándose siempre el Duque en su primer juicio: que aquello no traería más que inconvenientes, tal como había ocurrido en el reino de Nápoles, con referencia clara al tratado de Barcelona de 1493 de los Reyes Católicos con Carlos VIII. Menos dañina sería la segunda vía, pero sin ver que se pudiera lograr:

… sería menos dañosa, pero no en que se pudiese tener fundamento…

De forma que sólo restaba la tercera, la de apoyar bajo cuerda al catolicismo inglés y ver si de aquello se sacaba algún fruto. Y de todas formas, el que se supiera que Felipe II aspiraba a domeñar Inglaterra traería la enemiga del resto de la Cristiandad, incluso con invasión de los Países Bajos, de forma que el resultado sería peligrosísimo:

V.M. sea cierto que la hora que se entendiese que V.M. miraba hacia Inglaterra, ternía huéspedes luego en estos Estados[694]

¿Quién animaba a Felipe II en la línea dura de llegar incluso a la invasión de Inglaterra? Al menos una de las personalidades de la corte a quien el Rey más apreciaba, y que conocía bien las interioridades de la corte de Londres: el duque de Feria, aquél que había sido su alter ego cerca de María Tudor y su primer embajador con Isabel de Inglaterra. En mayo de 1571 escribía Feria al secretario Zayas:

Yo entiendo que lo que pretendemos es tener amistad con Inglaterra, porque ser señores della y de Irlanda por ahora no es de emprender, y ya lo fuimos y lo dejamos.

Ahora bien, esa alianza, ¿cómo se podía conseguir si el que detentaba la corona no era católico? Y sin tal alianza, ¿cómo se podría mantener España en Flandes? He aquí, pues, apuntada la cuestión clave: todo lo que ocurría en Inglaterra era de suma importancia para España y su imperio:

Esta amistad, si el Príncipe —de Inglaterra— no es católico, yo creo que será muy dificultoso de conservar, y por el consiguiente, los Estados del País Bajo…

¿Se podía mantener la paz? Y si la guerra era inevitable, ¿no sería mejor apoyando a los rebeldes católicos?

Yo temo —añadía Feria— que lo que hacemos para excusar la guerra nos la meterá en casa, y hallarnos hemos perdido los católicos[695], y con las armas en la mano[696]

Por otra parte, estaba el hecho gravísimo de la ayuda que Isabel prestaba a la rebelión de los Países Bajos.

La peligrosa vecindad que suponía una Inglaterra regida por Isabel y Cecil como amenaza contra Flandes es señalada constantemente por nuestros embajadores. La acusación contra Isabel de apoyar desde un principio los movimientos de los nobles flamencos descontentos es expresada por Gerau de Spés, lo mismo que lo había sido anteriormente por Silva y Quadra:

Yo tengo por cierto —decía Spés a poco de llegar a Londres— que esta Serenísima Reina ha ayudado a Oranges con dinero, y ahora ayudará al de Condé, y le toma ordinariamente en Amberes.

Y en otro despacho, añadía Spés:

Más apasionados están los herejes de aquí que los del campo del Príncipe de Oranges[697].

¿Había incitado el gobierno de Isabel a la rebelión de los condes de Egmont y de Horn y del barón de Montigny contra Felipe II? No deja de ser significativo que en febrero de 1569 Spés informe al Rey de la llegada a Londres de criados de aquellos nobles flamencos, procedentes de Madrid. A cuyo despacho el Rey, que todo lo leía, apuntaría al margen:

¡Ojo! Aunque no sé qué criados están aquí[698].

Pero, en definitiva, y pese a la enemiga creciente del gobierno de Isabel, incrementada por la rivalidad en las aguas del Océano, en la ruta de las Indias Occidentales, Felipe II de momento se atendría al consejo del duque de Alba: aún era más aventurado intentar una intervención directa en las islas.

Lo que, inevitablemente, hacía también cada vez más difícil el sostenimiento en los Países Bajos.

El recrudecimiento de la guerra

Existen varios motivos que explican las dificultades que tuvo que afrontar el duque de Alba en su misión de Flandes. En primer lugar, no podía ser bienquisto por su condición de noble español, de soldado con fama de mano dura. Sería la primera vez que los Países Bajos se gobernasen por alguien que no era de sangre real. De forma que la primera condición del rey Felipe de ser el señor natural de los Países Bajos se iba a enturbiar, hasta ser suplantada por la impresión que iban teniendo aquellos súbditos de ser gobernados por un extranjero y oprimidos por un ejército de ocupación, un ejército que además tenía fama probada de aguerrido e invencible, pero también de temible y de opresor.

¿Eso sería bueno?

Ya lo había señalado el embajador veneciano Soriano en 1559:

El Rey tiene en España —atención: no en Castilla o en Aragón, en España— un plantel de hombres pacientes, fuertes de corazón y de cuerpo, disciplinados, aptos para las campañas, para las marchas, para los asaltos y para la defensa de las plazas; pero son tan insolentes, tan ávidos de los bienes y del honor de las personas, que se duda si estos bravos soldados han sido más útiles a sus soberanos que no les han hecho daño en sus últimos años; pues así como han sido los instrumentos de sus victorias, igualmente les han hecho perder el corazón y la voluntad de los pueblos, maltratando a éstos. Y el corazón de los súbditos es la mejor fortaleza que puede tener un Príncipe[699].

Ésa era la idea que Europa tenía de España y de los españoles el año de la paz de Cateau-Cambrésis, según el sentir del embajador veneciano Soriano. Se puede comprender la impresión que produjo que ocho años después el Rey pusiera el gobierno de los Países Bajos en manos de un veterano de las campañas de Carlos V, como el duque de Alba, al frente de un fuerte ejército, en el que destacaban como fuerzas de choque los tercios viejos.

Además de la opresión militar y de la persecución contra los disidentes religiosos, patentes en los severos juicios del Tribunal de los Tumultos, otras medidas agravaron la situación. Aparte del gesto, difícil de explicar, de alzar un monumento para glorificar su obra[700], estaba el temor a que se produjese un intento de unificación lingüística imponiendo el castellano; tal era lo que aconsejaba el erudito español Arias Montano al duque de Alba, iniciándolo con la creación de una cátedra de español en Lovaina, aduciendo el ejemplo de la Roma antigua cuando imponía el latín para «… confirmar su Imperio en la tierra…»[701].

El análisis del pensamiento de Arias Montano nos hace ver que una parte de la opinión pública en España consideraba fundamental el mantenimiento del dominio sobre los Países Bajos. Se partía del principio de que a España le competía la defensa del catolicismo en Europa, como si fuera ya un lugar común:

Lo cual afirmo —apuntaba Arias Montano— por haberlo ansí oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania en que he andado[702].

Para esa defensa del catolicismo, la posesión de Flandes era fundamental, hasta el punto de que, según Arias Montano,

… por ningún género de riesgo, dificultad, interese, respeto ni otra consideración humana se deben desamparar ni dejar perder[703].

Estaba, además, el hecho de que los Países Bajos eran las tierras de más activo comercio de Europa, y se tenía por entendido que el que las dominase aventajaría a los demás Príncipes[704].

Por lo tanto, principios ideológicos —la defensa del catolicismo— y económicos —el control del comercio europeo—, pero también tácticos y estratégicos: Flandes como antemural, para frenar la enemistad de los demás pueblos del occidente de Europa y para tenerlos a raya:

Desde estos Estados se pueden tener a raya todas las tierras de Alemania y se enfrena a Francia y se ata a Inglaterra…

Al contrario, ¿qué podía ocurrir si se perdían?

… y no teniéndose esto, siguro no lo está España de Francia e Inglaterra, ni lo están las cosas de Italia[705]

Por lo tanto, no sólo el Rey, o sus consejeros más inmediatos. Tenemos otros testimonios que, como el de Arias Montano, nos permiten asegurar que existía un importante sector de la opinión pública que a mediados del XVI veía como necesaria, tanto para el mantenimiento del predominio en Europa como para la misma seguridad de España, la presencia en Flandes.

Una locura, sin duda, de la que se tardaría en despertar. Una aventura, al menos, que había que financiar, porque la guerra en Europa era un mal negocio, España cada vez estaba más empobrecida y las Indias eran un recurso azaroso.

Por lo tanto, había que acudir al propio Flandes, sobre todo desde que los envíos de oro en 1568 habían sido apresados por las naos inglesas de Hawkins.

Ése sería el plan del duque de Alba: sostenerse in situ, pero con cierta prudencia, en principio. Esto es algo que sabemos también por Arias Montano. Nada de imponer un servicio como la alcabala, que gravase a toda la compraventa, entre otras razones porque los comerciantes flamencos sólo obtenían un 3 por 100, de forma que para ellos sería ruinoso soportar el 10 por 100:

… hablando muchas veces con el Duque —es Arias Montano el que nos informa— me dijo que no se echaría diez por ciento sino en las cosas que aquí se consumían en la tierra, como era pan, vino y cerveza, carne y vestidos; mas no en las mercaderías, porque esto es averiguado que de cient suertes de mercadurías, en las noventa no se ganan ordinariamente a tres por ciento.

Tampoco cabía hacerlo en la producción industrial, especialmente en el obraje de paños:

Pues echarlo en las manufacturas —según Arias Montano— es despoblar la tierra de artífices, como se despobló Lovaina de pañeros[706]

Sin embargo, el duque de Alba acabó imponiendo la alcabala y agudizando con ello el problema flamenco, convirtiéndolo en una sublevación general. ¿A qué se debió tal cambio? Es una pregunta que también se formuló Arias Montano. Para él, la respuesta estaba en que se le hubiera mantenido tanto tiempo como gobernador, habiéndose anunciado ya que sería sustituido por el duque de Medinaceli[707].

Pero en eso Arias Montano estaba equivocado. Bien se podría comprender que materia tan delicada y que tan directamente incumbía al Rey, como la creación de nuevos impuestos, el Duque no se atrevería a ello sin su expreso consentimiento. Pero hubo más, como pudo demostrar G. Parker. Fue del Rey de quien partió la idea. España —y más concretamente Castilla—, que durante el gobierno de Margarita de Parma había estado ayudando a compensar el déficit de los Países Bajos enviando alrededor de los tres cuartos de millón de florines al año, se estaba empobreciendo. En consecuencia, Felipe II, aunque al mandar al duque de Alba en 1567 aún le facilitó más de millón y medio de florines, planeó un cambio sustancial: que los Países Bajos soportaran íntegramente los gastos de gobierno:

… es más que necesario dar orden cómo haya renta firme, cierta y perpetua para la sustentación y defensión de esos Estados sacada dellos mismos, pues está claro que de aquí no se ha de llevar siempre el dinero… para ello[708].

De acuerdo con eso, Alba impuso el centésimo sobre todas las rentas y logró un subsidio que liberó de momento a la Monarquía de los gastos de Flandes en 1570 y 1571; precisamente los años del triunfo en Las Alpujarras y en Lepanto, y con razón Parker lo resalta[709]. Pero a primeros de 1572 Felipe II apretó al Duque para que impusiese también el décimo sobre las compraventas, y Alba obedeció. El resultado es bien conocido.

Tampoco había ayudado la dureza desplegada por el Duque:

Pero así —añade Arias Montano— tengo éste haber sido el clavo que ha fijado los corazones de Harlem y Holanda, que primero estaban malos, pero dudosos[710]

Y ésa fue la suerte de Malinas, saqueada por las tropas filipinas mandadas por el hijo de Alba, don Fadrique, en 1573. En Haarlem, que había resistido casi ocho meses el asedio de los tercios viejos, cuando se rindió el 11 de julio, fueron degollados todos sus defensores, salvo los alemanes y 400 de sus patricios, escapando la ciudad del saqueo mediante el pago de 250 000 florines.

Era la guerra llevada a sus últimos extremos; en frase militar, la guerra a sangre y fuego. No cabe duda de que el Duque confiaba en imponerse por el terror.

Fue al contrario. Al atacar Alkmaar, Alba se encontró con una resistencia desesperada. Y la ciudad se salvó además acudiendo al ya célebre recurso heroico, como el que suponía la ruina inmediata: el anegamiento del campo, con la ruptura de los diques. Era el consejo de Orange, imposibilitado de librarla por otras vías, pero que obligó al Duque a levantar el asedio.

Tal hazaña de los sublevados y su victoria naval sobre la flota española mandada por Bossu marcarían ya el cambio de la suerte de las armas: España tendría ante sí una guerra interminable, con éxitos parciales pero con un final inexorable: el desgaste continuo, la ruina, la derrota.

Algo fijado pronto por la conciencia nacional en algunas de sus frases, desde entonces grabadas en la psicología colectiva, como «poner una pica en Flandes», para señalar algo dificilísimo y costosísimo, o como aquella otra:

España, mi natura;

Italia, mi ventura;

Flandes, mi sepultura.

No sería el duque de Medinaceli el sucesor de Alba, aunque llegara a Flandes en 1572, porque el Duque se negó a entregar el mando hasta no recuperar Mons; pero sí lo hizo don Luis de Requesens el 29 de noviembre de 1573.

Requesens era un hombre muy de la confianza de Felipe II, vinculado además al Rey por los servicios de su familia, como hijo de don Juan de Zúñiga —el que había sido ayo del Príncipe en su niñez y adolescencia— y de doña Estefanía de Requesens. Un año más joven que su Rey, Requesens había sido su paje cuanto tenía apenas siete años, y desde entonces siempre muy apreciado tanto por Carlos V como por Felipe II.

Dejando a un lado los cargos y honores conseguidos bajo el Emperador, vemos que también Felipe II le distinguió como hombre fidelísimo y que había mostrado cualidades diplomáticas y militares. Había sido embajador en Roma en 1563 y favorecido, con éxito, la elección de Pío V en 1565. De regreso a España, se le vio asistir a don Juan de Austria, tanto en su cargo de general de la Mar como en sus campañas de Las Alpujarras y sobre todo en la jornada de Lepanto. En 1573, se hallaba como gobernador del Milanesado y parecía la pieza de recambio más apropiada para sustituir al duque de Alba.

A un país en guerra, iba con instrucciones de negociar una solución con los rebeldes menos radicales. Tenía amplia experiencia, tanto diplomática como bélica, contaba a la sazón cuarenta cinco años y parecía el hombre adecuado para aquella misión.

Sin embargo, no sería capaz de lograrla, porque la resistencia victoriosa de Alkmaar había provocado un gran entusiasmo en el campo rebelde. La actuación de Leiden sería buena prueba de ello.

Y lo que es más admirable: cuando Orange ofreció a Leiden una recompensa, la ciudad pidió ser el asiento de una Universidad.

Estaba claro que Holanda era ya algo más que un pueblo rebelde: tenía espíritu de auténtica nación libre.

En otro lugar lo he comentado: un comportamiento tal marcaba ya un pueblo seguro de su destino, un pueblo que luchando por sus libertades, era invencible.

Tampoco tuvo éxito Requesens en su intentos apaciguadores, aunque suprimió el Tribunal de los Tumultos; ni menos en sus negociaciones con Orange, para captarlo de nuevo al servicio del Rey. Eso ya era demasiado tarde. Y aunque tuviera alguna fortuna en varias acciones militares, particularmente en Moock, la escasez de numerario le maniataba demasiado, dándole el penoso resultado de no poder controlar su propio ejército, mal pagado.

A principios de 1575, Requesens veía tan mal la situación («… lo de aquí está en tan estrechos términos…») que aconsejaría al Rey una vuelta a la antigua manera de gobierno, mandando un gobernador de su linaje regio y cediendo en todo, con tal de que se salvara el principio religioso: «… como se salve lo de la religión…»[711]

Pero claro estaba que eso era mantener a los calvinistas fuera de la ley, lo que Felipe II ya no estaba en condiciones de imponer por la fuerza.

Cabe destacar, como indicio de la mentalidad del Rey, que concediendo Felipe II a Requesens que negociara con lo rebeldes, reuniéndose los comisionados de una y otra parte en Breda, lo único que Requesens ofreció fue que los protestantes que no quisieran volver al catolicismo pudieran vender sus bienes y exiliarse.

No hay que decir que aquellas negociaciones habían nacido muertas antes de empezar.

La muerte de Requesens el 5 de mayo de 1576 produjo un vacío de poder en los Países Bajos, bien aprovechado por Orange, que el 25 de abril conseguía que Holanda y Zelanda se uniesen en un Estado federativo que le elegiría como mandatario, desvinculado ya de la Corona de España y con derecho a designar un príncipe extranjero como protector de la nueva nación, si así lo exigían las circunstancias; se buscaba de ese modo el amparo de una potencia, dado el poderío de la Monarquía católica de España.

Por parte del territorio aún bajo el dominio español, interinamente sometido al gobierno de un Consejo de Estado, se pidió a Felipe II que nombrase con urgencia un nuevo gobernador y que éste fuese de la familia real, para volver así a la situación anterior a la rebelión y como primera medida que facilitase la pacificación del territorio.

Entonces Felipe II pensó en su hermanastro don Juan de Austria.

Sería una misión que se adivinaba de dificilísimo logro y para don Juan algo perturbador, cuando ya se hallaba en Italia ejerciendo el altísimo cargo de vicario general que le ponía al frente de la Italia hispánica, si bien no con el título de Alteza que tanto ansiaba; algo, de todas formas, podía hacerle más llevadero su nuevo cargo en Flandes: la cercanía a las islas Británicas, de donde los católicos escoceses e ingleses le llamaban, pensando en una boda con María Estuardo, ya por entonces la cautiva de la Reina inglesa.

Pero don Juan de Austria, por una vez cauto, quiso asegurarse el apoyo del Rey, y desoyendo su mandato en aquellos finales del año 75, en vez de marchar a los Países Bajos —como era la reiterada orden regia—, se presentó en la corte de España. Felipe II lo recibió en El Escorial y no le negó su apoyo, aunque tampoco se comprometiera del todo.

Fue suficiente. Don Juan se dispuso a ir en busca de su destino. De momento, y muy de acuerdo con su novelesca vida, para que este capítulo no lo fuese menos, se fue a despedir de aquélla que había sido para él como una madre, desde que Carlos V lo había puesto en sus manos, de doña Magdalena de Ulloa, a cuyo cargo quedaría disfrazarle de criado morisco, pues como tal había de ir en el séquito de un noble italiano, Octavio Gonzaga. Y de esa manera, como un criado morisco, atravesó toda Francia.

Importaba ganar tiempo. Y aun así, ya los acontecimientos se habían precipitado. En efecto, y de modo sincrónico a la llegada de don Juan a los Países Bajos, se producía, en aquel noviembre de 1575, el terrible saqueo de Amberes por los tercios viejos —la furia española—, que vendría a enrarecer más el ambiente.

Era cuando la situación de la Hacienda Real, no podía pasar por una fase más crítica, lo que imposibilitaba a Felipe II atender las peticiones de ayuda que le hacía su hermano. Pues fue cuando, el 1 de septiembre de 1575, se producía la segunda quiebra de la Hacienda Real, con tan graves resultados que, si hemos de creer a Felipe Ruiz, hizo «estremecer a Europa»[712]. En todo caso, cuando Felipe II había recibido a su hermano ya era consciente de que no podría atender a su necesidades.

Era como si quisiera hacer frente a los problemas de Flandes con el prestigio del nombre de su hermano; o acaso también para hundir en el fracaso inevitable a quien tanta gloria había logrado en el Mediterráneo. Porque lo cierto es que el Rey, contra el parecer de algunos miembros del Consejo de Estado —y concretamente del que más experiencia tenía en los asuntos de Flandes, el duque de Alba—, siguió el consejo de Antonio Pérez.

Don Juan de Austria llevaba órdenes precisas de buscar la vía de la negociación, al modo como antes lo había hecho Requesens. Y en esa línea, aceptar el Edicto Perpetuo, tratar con Orange y licenciar sus tropas, en particular los tercios viejos; eran las condiciones de los rebeldes para reconocerle como gobernador.

De ese modo don Juan pudo entrar en Bruselas, donde también lo hizo Orange.

No sólo ellos dos. A poco llegaba el archiduque Matías. A Felipe II le salía un asombroso competidor, pues el Archiduque pretendía que los Países Bajos se incorporaran a la corte de Viena.

Era todo un reto que Felipe II no podía tolerar. En su día había cedido ante los hechos y renunciado a los acuerdos de Augsburgo de 1551, por los que se suponía que llegaría a recibir la Corona imperial. Pero los Países Bajos los había recibido en herencia de su padre, Carlos V, y Felipe II —que se consideraba de hecho como el protector de la corte de Viena— iba a demostrar que todavía podía sostener la guerra, si ello era preciso. Alejandro Farnesio recibió la orden de regresar con los tercios viejos desde Italia, y con tan admirable refuerzo don Juan atacó a los rebeldes derrotándolos en Gembloux, consiguiendo que gran parte de los Países Bajos del Sur volvieran a la obediencia del Rey.

Tal ocurría el 31 de enero de 1578. Pero, de repente, media Europa creyó que era el momento de intervenir en Flandes. El duque de Anjou penetró por el Sur, con un ejército francés, apoderándose de Mons, aquella plaza por la que tanto había combatido el duque de Alba; y en aquel mismo año de 1578 lo hacía también desde el Este Juan Casimiro, con un ejército costeado por Isabel de Inglaterra.

Era el caos. Y con la falta de dinero, para don Juan, el verse como prisionero en los Países Bajos. De ahí su angustiosa llamada de socorro a Felipe II, enviándole a su hombre de confianza, el secretario Escobedo. Ya veremos el dramático final de su misión, con su alevosa muerte, a la que no fue ajeno el propio Rey. Para don Juan, la noticia de aquel desenlace no podría suponer más que una cosa: que el Rey le había abandonado a su suerte.

No tardaría en caer en una profunda depresión, falleciendo en su campamento de Namur el 1 de octubre de 1578. La causa oficial de su muerte, el tifus. Pero, en realidad, ya se había resignado a dejar una vida tan desatinada. El último deseo sería que sus restos descansaran cerca de su padre, y su última orden al ejército, que aceptasen por jefe a Alejandro Farnesio.

Y curiosamente, Felipe II, magnánimo con el hermano muerto como no lo había sido en vida, dio por buenos ambos hechos: los restos de don Juan fueron repatriados y enterrados en El Escorial, mientras una orden del Rey designaba a su sobrino Alejandro Farnesio —el hijo de Margarita de Parma— como el nuevo gobernador de los Países Bajos.

Para entonces, ya había muerto en una oscura batalla dada en Marruecos (en Alcazarquivir) el rey don Sebastián de Portugal.

Una nueva etapa se iniciaba en la Monarquía de Felipe II.