17 EL HOMBRE DE EL ESCORIAL

El hombre de El Escorial, en efecto. Felipe II es sobre todo el hombre por cuya voluntad se alzó el imponente monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y por ello será siempre recordado. De forma que el Rey y su obra quedan por los siglos emparejados. Todos los que se acercan a ver esa impresionante fábrica piensan al punto en el Rey que ordenó su construcción. Y sienten que cualquier mensaje que escuchan cuando franquean su recinto, o cuando ven la obra desde cualquier perspectiva, les dice algo sobre la personalidad del Rey.

Eso es lo que intentaré yo ahora. No tanto disertar sobre los mil detalles de que nos hablan los historiadores del arte acerca de cómo se empezó, cómo se ejecutó y cómo se concluyó aquella magna obra, sino reflexionar sobre todo lo que nos puede aportar su conocimiento y su visión para comprender mejor a Felipe II.

Naturalmente, una de las primeras cuestiones es tratar del motivo que le llevó a ello. En eso casi todos los historiadores parecen de acuerdo: estamos ante un voto, una promesa hecha por el Rey para desagraviar a la Divinidad, al comprobar consternado cómo la victoria de San Quintín, la primera que alcanzaban sus armas en los comienzos de su reinado, había supuesto la profanación y destrucción de un convento de monjas, y eso precisamente el mismo día en que la Iglesia recordaba el martirio de un santo español, san Lorenzo, lo que suponía como otro agravio añadido. Por supuesto que todo eso ocurrió y que todo eso habrá que tenerlo en cuenta.

Pero hubo algo más. De entrada, la magnificencia con que está proyectada la obra, desde un principio —aunque hubiera importantes cambios en los primeros años—, nos está dando una pista sobre la personalidad del Rey: la firme creencia en su propia grandeza. Una grandeza que vinculaba a las gestas de su padre, aunque él tratara después de continuarlas de otra forma y con otros hábitos.

Quiero decir con ello que, a mi entender, Felipe II comenzó a proyectar algo en ese sentido antes de la batalla de San Quintín. Es más, que hizo partícipe de sus pensamientos a su padre, Carlos V. Bajo esa luz cobran sentido los términos en que se expresa el Emperador en su Codicilo cuando, al tratar de su enterramiento, revoca una primera decisión respecto a Granada y apunta a Yuste, pero acaba dejándolo todo en manos de su hijo, con tal de que no olvide su deseo de que sus restos descansaran junto con los de la Emperatriz:

… sin embargo desto, tengo bien de remittillo, como lo remito, al Rey, mi hijo, para qu’él haga y ordene lo que sobrello le parecerá, con tanto que de cualquier manera que sea, el cuerpo de la Emperatriz y el mío estén juntos, conforme lo que acordamos en su vida[1418]

A este respecto, nada como leer con cuidado la carta fundacional de Felipe II.

En ella, lo primero que destaca es la nota piadosa del Rey —lo cual es obvio, pues en definitiva se trata de una fundación religiosa—, pero con un marcado sentido providencialista que no puede pasarse por alto. Y al punto, la referencia concreta al Codicilo paterno.

Reconociendo los muchos y grandes beneficios que de Dios Nuestro Señor habemos rescebido y cada día rescebimos, y cuánto Él ha sido servido de encaminar y guiar los nuestros hechos e los nuestros negocios a su sancto servicio, y de sostener y mantener estos nuestros Reinos en su sancta fe y religión y en paz y en justicia…

Una clara manera de agradecer aquellos beneficios que el Rey creía tan firmemente que debía a la Divinidad, lo cual se corresponde, por otra parte, con el hecho de la radicalización ideológica de aquella Monarquía (la «Monarquía católica»), Y después de referirse a la fundación religiosa, donde precisamente se oraría por la dinastía («por Nos e por los Reyes nuestros antecesores e subcesores»), viene ya la referencia concreta a Carlos V y al codicilo de su Testamento:

… teniendo ansimismo fe e consideración a que el Emperador y Rey, mi señor e padre, después que renunció en mí estos sus Reinos e los otros sus Estados e se retiró en el monasterio de Sanct Hierónimo, donde fallesció y está su cuerpo depositado, en el cobdecilo que últimamente hizo nos cometió e remitió lo que tocaba a su sepultura y al lugar y parte donde su cuerpo y el de la Emperatriz y Reina, mi señora y madre, habían de ser puestos y colocados…

La carta de fundación la firma Felipe II el 22 de abril de 1567[1419], cuando ya hacía años que se había iniciado la construcción del monasterio; pero demuestra que el Rey tenía muy presentes los motivos que le habían movido a hacerlo. Como indica con razón Fernando Checa, los fines funerarios son básicos para comprender la obra de El Escorial[1420].

Todo ello arrancó de su última etapa de los Países Bajos. Decidido a emprender aquella magna obra, Felipe II lo primero que hizo fue recabar información. Quería saber cuáles eran las edificaciones religiosas más notables de Europa para sobresalir por encima de ellas. Y a tal fin encomendó a su arquitecto regio, Gaspar de Vega, para que recorriera Europa y recabase noticias sobre los mejores monumentos existentes.

Y una cuestión importante: el estilo en que había de edificarse el monasterio. Superado ya el arcaizante goticismo —tan presente todavía en España a principios del Quinientos, como lo prueba la catedral de Salamanca—, el Rey se inclinaría por un clasicismo sobrio. Había que elegir el arquitecto capaz de plasmar las ideas regias. Fue cuando Felipe II pensó en Juan Bautista de Toledo, que ya había dado muestras de su talento, vinculado además nada menos que a la figura gigante de Miguel Ángel, bajo cuyas órdenes había trabajado como aparejador en las obras acometidas por él en el Vaticano, y que por aquellas fechas era el arquitecto del virrey de Nápoles, don Pedro de Toledo.

Y desde los Países Bajos Felipe II designa ya a Juan Bautista de Toledo como el arquitecto que había de acometer la nueva fundación religiosa. Pues atención a esa fecha. Fue en Gante, el 15 de julio de 1559, dos meses, por tanto, antes de su partida para España, cuando Felipe II firmó la cédula regia de aquel nombramiento de su nuevo arquitecto.

De manera que ya antes de su regreso a España Felipe II está decidido a emprender la gran obra que recuerde a las generaciones siguientes aquel tiempo que él había enseñoreado. Eso quiere decir que está convencido de hallarse viviendo en una época de plenitud. Pero también habría que recordar que ya para entonces, como piedra angular de su deseo de renovar el sistema de gobierno, ha decidido también fijar su capital en Madrid, tal como lo había hecho a lo largo de los años de 1551 a 1554, cuando había gobernado España en nombre de su padre, el Emperador. Y ambas decisiones tienen algo en común, porque lo que todavía no se había marcado era el lugar donde se asentaría el nuevo monasterio, aunque sí la Orden religiosa que lo había de regentar, que no podía ser otra que la Orden jerónima, a la que tanta devoción tenían los Austrias hispanos, y que había sido ya la elegida por Carlos V para escoger el lugar de su retiro; precisamente en el convento jerónimo de Yuste. Ahora bien, en cuanto al emplazamiento del nuevo monasterio, quedaría supeditado a esa circunstancia de que estuviera cerca, naturalmente, de la villa de Madrid, donde ya en 1559 proyectaba el Rey poner su corte.

Algo que yo estudié con cierto detenimiento hace más de treinta años, con motivo del centenario de aquel acontecimiento.

Decía yo entonces:

… dos cosas parecen de todo punto indudables: que cuando Felipe II regresa a España en 1559 viene dispuesto a fijar su capital y que, al tiempo, desea fundar un monasterio en honor de San Lorenzo en el corazón de Castilla. Puede afirmarse que ambas cuestiones andan ligadas en el ánimo del Rey, ya que obra de tanto empeño y para tantos años como el monasterio que pretendía construir —y bajo su inmediata vigilancia, conforme a su idiosincrasia— exigía que la Corte estuviera cercana[1421]

Es cierto que para un personaje del relieve de Gonzalo Pérez, el secretario del Rey, todavía no estaba muy claro a mediados de abril de 1561 dónde iría la corte, si a Madrid o a Segovia:

S. M. ha hecho dar gran prisa en la labor del alcázar de Madrid —escribía por entonces al duque de Alba— y quieren decir que nos mudaremos allí, otros que a Segovia. Yo no lo sé cierto[1422]

Ambas ciudades reunían ciertas condiciones imprescindibles, como poseer alcázar regio y estar cercanas a la sierra donde se quería alzar el nuevo monasterio-palacio; pero Madrid tenía mejor emplazamiento, en cuanto a sus comunicaciones tanto con el sur andaluz como con la Corona de Aragón, y mejor clima de cara al largo invierno meseteño. Además contaba con otra ventaja, decisiva para aquel monarca: estar cercana a las florestas de Aranjuez y a los bosques tan llenos de caza de El Pardo.

Por otra parte, parecía que la decisión estaba tomada de antemano, si se tiene en cuenta dónde había instalado Felipe su corte en 1551, cuando todavía era el Príncipe heredero y vuelve a España para gobernarla en nombre de su padre, el Emperador. Y de hecho, sabemos que el entonces todavía conde de Feria, mucho más cercano a las posibles confidencias del Rey, aconsejaba por aquellos años a la Compañía de Jesús que alzasen un colegio en Madrid en el que se pudiese educar a los hijos de la alta nobleza.

Por lo tanto, desde el radio de acción de la villa madrileña, lo que urgía era buscar el lugar idóneo, el mejor emplazamiento para la nueva fundación religiosa y palaciega. Y pronto una comisión regia recorrería la vertiente meridional de la sierra durante cerca de dos años, y tras sus informes el Rey se decidiría por El Escorial, desechando otros como Manzanares el Real, convencido de que aquel sitio

… era el mejor que en el contorno de la comarca de Madrid se podía hallar[1423]

Por consiguiente, El Escorial, escogido, entre otras razones, porque era un lugar serrano cercano a Madrid, donde ya se había decidido situar la corte, y no a la inversa, que Madrid estuviera en función de su cercanía a El Escorial. De forma que en la primavera de 1562, casi un año después de que Madrid fuera ya «la villa con Corte», se procedía al acotamiento del terreno y a desbrozarlo, tarea no pequeña que permitiría un año después iniciar las obras y colocar la primera piedra del monasterio.

Era ya en 1563. Veintiún años más tarde, el 13 de septiembre de 1584, el Rey asistiría a la colocación de la última piedra.

Y eso es ya algo para anotar, porque quiere decir que aquella fundación religioso-palaciega se haría toda ella a lo largo del reinado filipino, superando las enormes dificultades técnicas que suponía realizarla en lugar tan apartado y abrupto, amén del fuerte coste económico que tuvo que afrontar el Rey, dueño, sí, del mayor imperio de la época —y como jamás se había conocido ni se llegaría a conocer, sobre todo después de la incorporación de Portugal y de sus dominios de Ultramar a la Corona—, pero también con el reino de Castilla, que era el corazón de aquel inmenso Imperio, cada vez más endeudado y más empobrecido. Pese a todo, la obra continuó sin tregua año tras año, conservando su unidad, que sería una de sus más notables características; algo que sólo un largo reinado, como el de Felipe II, y el haberse iniciado en sus comienzos, permitió asegurar. Con lo cual, la unidad de la obra sería uno de sus rasgos más notables.

Pero no bastaba con su remate. Una obra olvidada no tarda en convertirse en una ruina, y eso el Rey lo sabía muy bien. De ahí que procure asegurar el mantenimiento del monasterio, incluso después de su muerte, con las cláusulas pertinentes insertas en su Testamento.

En primer lugar, con la solemne recomendación a sus sucesores:

Iten, encargo mucho al Príncipe, mi hijo, y a otro cualquiera que por tiempo venga a suceder en estos Reinos, la casa y monasterio de Sanct Lorenzo el Real y todo lo que le toca y tocare a aquella fundación, para que sea ayudada, mirada y favorecida…

¿Y por qué? Al punto lo declarará el Rey, señalando dos razones. La primera no sin cierta arrogancia, por haber sido decisión suya, movido de un sentimiento devoto, que cada vez se iba haciendo más fuerte en el ánimo regio:

… por haberla yo fundado para el servicio de Nuestro Señor…

Y la segunda, por representar el monumento fúnebre de la dinastía, de forma que aquella fundación, como a continuación declara Felipe II, se había hecho también

… para mi enterramiento y de las demás personas reales, cuyos cuerpos están allí trasladados y sepultados[1424], y los demás sucesores míos que en el dicho monasterio se quisieren enterrar[1425].

Con lo cual se confirman algunas de las principales características de la magna obra filipina. Pues por la carta fundacional conocemos perfectamente cuáles eran los motivos regios, por otra parte bien visibles a través de la estructura del edificio y del destino de sus diversas partes. Lo que ocurre, y esto es ya decisorio, es que en su Testamento, fechado en 1597, a los trece años de la terminación de la obra escurialense, el Rey nos vuelve a declarar esos dos motivos personales: el fervor piadoso y el ansia de dejar un testimonio grandioso de la dinastía, que sirviera de perpetuo recordatorio, con los enterramientos de sus padres, el césar Carlos V e Isabel, la Emperatriz, con el suyo propio y el de sus familiares y sucesores.

Porque ésa es la cuestión: que Felipe II, aunque no conociera directamente Yuste y el palacete mandado construir por su padre —que apenas si era una modesta casa de campo impropia de cualquier personaje de la alta nobleza, cuanto más de tan gran Emperador—, como si hubiera escuchado las quejas de los miembros del séquito imperial (y acaso habían llegado hasta sus oídos), cuando comparaban el castillo de los condes de Oropesa en Jarandilla, que les había servido de alojamiento provisional en el invierno de 1556 a 1557, con lo que les deparaban las estrecheces de Yuste, Felipe II decide salvar tal ofensa y marcar que también ante la muerte la dinastía regia era la dinastía.

Por lo tanto, junto a esos fines devotos que le caracterizan, los dinásticos.

Era preciso alzar un monumento tal como nadie pudiera tener, ni por aproximación. Un monumento digno de la memoria de sus padres, los Emperadores de la Cristiandad.

Pero lo cierto es que esa referencia aparece en seguida, impregnada de respeto filial. De forma que cuando proyecta los dos grupos fúnebres que han de presidir la basílica del monasterio, reservará el lugar de honor para sus padres.

Y en ello también había novedad, ya que la costumbre de todas las fundaciones religiosas era que apareciesen en la capilla mayor el enterramiento del fundador, o si acaso, de la pareja fundadora, y no más. Felipe II eso lo querrá ampliar con un grupo familiar numeroso compuesto por cinco personajes, lo cual era algo insólito. Pero además, y eso resulta más significativo, porque serán dos grupos fúnebres, uno frente al otro, y porque el lugar de privilegio, el del Evangelio, lo dejará para honrar la memoria paterna, y de esa forma lo declarará en su Testamento, que a este respecto se convierte en un documento del mayor interés, pues nada de eso cabía sospechar a través de la carta fundacional.

Era todavía un proyecto, pues, como es sabido, los tales enterramientos no se terminarían totalmente hasta años después de la muerte del Rey. Pero por eso Felipe II quiere dejar constancia de ello en su Testamento, para que no cupiera duda alguna. El Rey lo tenía ya todo pensado y precisado:

… los bultos, postura y forma de nuestro enterramiento quiero que se hagan por la orden que tengo dada para ello y conforme a las traças que están hechas al propósito…

Y añade, impregnado de acatamiento filial, con el recuerdo emocionado de sus progenitores:

… prefiriendo en el lugar a mis padres, por el mucho amor y respeto que yo les devo y tengo…

Ya en la primera cláusula del Testamento filipino se hace referencia al monasterio de San Lorenzo y se insiste en los motivos regios que habían dado lugar a la majestuosa fundación:

… que yo, en algún reconoscimiento que de las mercedes y beneficios que de Nuestro Señor he rescibido, hize fundar y dotar [el monasterio] para poner en él los cuerpos del Emperador don Carlos, mi señor y padre, y de la Emperatriz doña Isabel, mi señora y madre, como al presente lo están[1426]

A partir de ese momento, el Rey citará sus familiares más cercanos enterrados en El Escorial, no desordenadamente, claro está, sino con el orden que marcaban las sucesivas generaciones y, dentro de ellas, las impuestas por la proximidad del parentesco. Y así va refiriéndose en primer lugar a sus dos tías paternas, las reinas doña Leonor de Francia y doña María de Hungría; a sus tres esposas, María Manuela de Portugal, Isabel de Valois y Ana de Austria[1427]; a sus hijos ya fallecidos (Carlos, Fernando, Diego, Carlos Lorenzo y María); a sus hermanos Fernando y Juan, a su sobrino el archiduque Wenceslao y a su hermanastro, el infortunado don Juan de Austria.

Es preciso insistir sobre la importancia que tiene el Testamento del Rey para entender bien la fundación del monasterio de San Lorenzo. En la cláusula 14 encomienda expresamente a su hijo que no abandone su protección, volviendo a reiterar los dos móviles principales que le habían llevado a tamaña obra: el religioso y el dinástico. Y en la 48 promete incluso extenderse más en el Codicilo que ya tenía proyectado, como lo haría, en efecto, tres años más tarde.

¿Qué quedaba por recordar, para que hiciese falta esa nueva atención regia? Pues la fábrica del monasterio estaba ya conclusa, de lo cual, por cierto, el Rey mostraría su honda satisfacción:

Las obras de St. Lorenzo, en todo lo principal, están a Dios gracias acabadas y la casa dotada por mí[1428]

¿Qué faltaba, pues? Estaba claro: proveer con generosidad su mantenimiento. Es cuando el Rey da cifras concretas: para las obras del monasterio tenía asignados 8000 ducados mensuales, lo que da idea del coste total de aquella fábrica[1429]. Según el gran historiador del monasterio, el padre Zarco —siguiendo aquí al padre Sigüenza—, esa cifra rondaría los seis millones de ducados, cantidad muy alta para la época, que venía a doblar los ingresos anuales de la Monarquía a mediados de siglo; lo que hace comprensible que se desataran quejas y críticas hostiles a la fundación regia por parte de los contemporáneos, en una Corona de Castilla cada vez más empobrecida. No es extraño que unos aullidos oídos noche tras noche en el verano de 1577 en el interior de la obra se tomasen como un aviso del cielo contra tamaño derroche regio.

Y eso un historiador no lo puede olvidar. La vista del monasterio, en un principio, sólo produce asombro en el espectador por su grandeza; pero para los sufridos españoles de la época venía a ser, sobre todo, como una carga añadida, y no pequeña, a las múltiples que generaba sobre sus espaldas el Imperio filipino.

Por lo tanto, la fundación escurialense nos habla de la profunda devoción del Rey, de su fuerte sentimiento dinástico, de la grandeza con que quiere que se perpetúe su obra, como un homenaje indestructible a la memoria de sus padres, los Emperadores de la Cristiandad, y asimismo para eterno recuerdo de su propia grandeza; pero también nos habla de un coste casi insufrible para sus súbditos, con algo que tiene ciertas reminiscencias faraónicas.

Pero El Escorial no es sólo un edificio colosal para la devoción o para magnificar la dinastía de los Austrias hispanos; es también un vastísimo edificio cuyas paredes tienen valiosas pinturas al fresco o de las que cuelgan notables lienzos pintados al óleo; sin olvidar las esculturas religiosas, en particular las que se pueden admirar en la basílica del monasterio. Y además una de las partes con personalidad propia es la biblioteca, a su vez regiamente decorada con frescos y lienzos.

Todo ello nos ayuda a conocer mejor la faceta cultural de Felipe II, siempre supervisando la labor de los artistas que trabajaban para el monasterio, y atento a las remesas de libros que se iban consiguiendo para la biblioteca, bien a través de las adquisiciones hechas en la Europa católica por su enviado especial, el sabio Arias Montano, bien por legados de sus allegados o por otros casuales medios, como cuando las galeras regias apresaron unas naves en el Mediterráneo con una valiosa carga de manuscritos árabes.

De ese modo, El Escorial se convirtió en un taller para los artistas de la Europa católica —en especial, para los españoles e italianos— y en un centro cultural de primer orden; si acaso, con el grave inconveniente de la dificultad que tenían los estudiosos para su acceso. Pero, en todo caso, de referencia obligada para entender la personalidad del Rey, en su faceta de mecenas de las artes y de la cultura.

Y eso resulta evidente para cualquier visitante del monasterio, sin necesidad de ser ningún especialista. El Escorial nos muestra al Rey como mecenas de las artes y de las letras.

Ahora bien, con algunas importantes limitaciones, fruto de la propia formación de Felipe II; las restricciones impuestas por su estricta formación religiosa y por la educación recibida, en la que la nota de la novedad era ya algo harto sospechoso y que había que rechazar de inmediato.

Así, en cuanto a las artes, su sentido de la majestuosidad de la Corona y su afán de engrandecer la dinastía le harán aceptar un estilo sobrio, pero en medidas colosales, como las que depara la vista de conjunto del monasterio; algo que va a perfilar Juan Bautista de Toledo, el arquitecto que a mediados del siglo trabajaba para la corte de los virreyes de Nápoles, y que sabrá continuar Juan de Herrera tan a la perfección, compenetrándose de tal modo con el sentir del Rey —o el Rey con su arquitecto—, que bien podría aplicarse al estilo herreriano el título de filipino.

En la pintura, las limitaciones de Felipe II aparecen bien claras. Admirador del Bosco, hasta el punto que será una de las pocas referencias culturales que se deslizan en las cartas íntimas que escribe a sus hijas desde Portugal, y hecho ya al Tiziano, aunque al principio se mostrara demasiado crítico, incluso hasta dudando en rechazar el retrato que le había hecho en Augsburgo en 1551, exclamando con disgusto:

… si hubiese más tiempo, yo se le hiciera tomar a hacer[1430]

Sin embargo, desgraciadamente, rechaza al Greco.

Es cierto que la alegre sensualidad de Tiziano acaba captándolo en sus años jóvenes, de lo que daría muestras en la serie de cuadros eróticos pintados por el genial veneciano por encargo del entonces príncipe de las Españas; pero estaba claro que aquello no tenía cabida en El Escorial, monumento para la devoción y para la meditación sobre la muerte. Pero Tiziano también era capaz de pintar cuadros religiosos de bellísima factura, y algunos de ellos irían a adornar el monasterio, como el soberbio cuadro de Cristo con la cruz a cuestas, que llama a la devoción en el oratorio del Rey.

Podría pensarse que Felipe II tuvo dos oportunidades para hacer de El Escorial una pinacoteca de excepcional valía con dos pintores de alta calidad, uno español —Navarrete el Mudo— y el otro pronto hispanizado: El Greco.

Y algo logró con el primero, si bien la muerte pronto desbarató aquella posibilidad (recuérdese que Navarrete muere en 1579), aunque, naturalmente, de esa pérdida no cabe culpar al Rey. En cambio, sí podemos lamentar y lamentaremos siempre que el Rey rechazase el soberbio lienzo del cretense El martirio de san Mauricio, destinado en principio para una de las capillas de la basílica (y que quedaría relegado a otra pieza del monasterio, la sacristía de las Capas, del claustro alto), y que en su lugar prefiriese la obra de un pintor mediocre, la del italiano Rómulo Cincinato.

Aquí es preciso hacer un alto, porque se impone la comparación de ambos cuadros, para colegir el porqué de la decisión regia.

El Greco había resuelto el tema del martirio de san Mauricio y de la legión tebana en dos planos: el remoto, en donde se narraba el propio martirio, y el inmediato, donde en un primer plano, y a gran tamaño, se presentaba al Santo rodeado de sus compañeros de armas, hablando serenamente con ellos, en una actitud inspirada en las sacre conversazioni tan del gusto de la pintura italiana del Renacimiento, como La polémica sobre la Santísima Trinidad, de Andrea del Sarto, que puede admirarse en el Palacio Pitti de Florencia, o como en la misma y genial pintura de Rafael La disputa del Santo Sacramento, de las estancias pintadas para el Vaticano.

El Greco logra, en todo caso, un cuadro soberbio. La figura central del lienzo, la del Santo, que ladea la cabeza y alza el índice de su mano diestra para replicar a sus compañeros de armas y para animarles al sacrificio, arrostrando la muerte sin combatir, tiene un tono cargado de melancolía que quizá no lleve a la devoción inmediata, pero sí a la reflexión y tras ella a una más profunda devoción; algo que no fue capaz de captar Felipe II, y por eso su rechazo de la obra, como nos explica el padre Sigüenza:

… no le contentó a S.M.; no es mucho, porque contenta a pocos…

Pero añade, guardando la ropa:

… aunque dicen es de mucho arte y que su autor sabe mucho y se ve en cosas excelentes de su mano…

Y termina, sentencioso:

En esto hay muchas opiniones y gustos[1431]

Pero en el comentario del padre Sigüenza ya atisbamos que la propia época discrepó del juicio del Rey y que lamentó que aquel gran artista no fuese contratado de forma permanente, para que así el monasterio tuviese una larga serie de obras maestras de su mano. Y aquí es donde toma toda su expresión el resto de la frase:

… aunque dicen es de mucho arte y que su autor sabe mucho y se ve en cosas excelentes de su mano…

Porque, además, tampoco el cuadro de Cincinato incita a la inmediata devoción; ni podía conseguirlo un pintor tan mediocre, con una pintura tan falsa como la que hace, como la del santo que reza con el rostro vuelto a los cielos y del que se nos da la pista, para que por tal lo tengamos, con la orla de la santidad sobre su cabeza; como falsos son los que aguardan, desnudas las espadas, el degüello a que están condenados, y como falsos y de cartón piedra son también los soldados-verdugos del primer plano, y en particular el que enarbola la espada para mostramos su fuerza y su violencia; todos ellos, los soldados-verdugos, que también parece que sostienen a modo de una conversación, aunque no fuera santa.

Que el amanerado y mediocre cuadro de Cincinato, un pintor de tercera fila, fuese preferido a la obra genial del Greco, es algo para lamentar. Y no sólo porque nos revele las limitaciones en arte de Felipe II, sino porque además el hecho no quedó en que el cuadro del Greco fuese relegado a otra pieza secundaria del monasterio, sino porque ya dejase de ser el gran pintor que lo llenase con sus impares creaciones.

Aun así, la primera reflexión que hacemos, tras visitar el monasterio, con los ojos bien abiertos, como si fuera la primera vez, es que también tiene, y no poco, de museo, con tantas obras de arte allí recogidas; de escultura, con piezas de la valía del Cristo, de Benvenuto Cellini, o de los dos grupos fúnebres de la basílica, de Carlos V y de Felipe II, de los Leoni, o incluso de las estatuas gigantes de los reyes del Antiguo Testamento, de Juan Bautista Monegro. Pero sobre todo, por supuesto, por sus frescos y por sus lienzos. No todos, ciertamente, del tiempo de Felipe II, pues El Escorial ha ido enriqueciéndose con el paso de los siglos; baste recordar la espléndida obra de Claudio Coello La adoración de la Sagrada Forma, que preside la sacristía del monasterio. Aun así, lo más valioso o, si se quiere, lo más significativo es de la época del Rey Prudente, que muy pronto empezó a vestir el monasterio, con una idea muy precisa: que los frescos que adornasen sus paredes y los lienzos de sus capillas tuvieran un fin concreto: incitar a la devoción, conforme a las normas emanadas del Concilio de Trento. Si bien, y dado que el conjunto era tan monumental y tan diverso (monasterio, basílica, panteón, palacio, biblioteca y seminario), que algunas de sus partes podían albergar también pinturas profanas, como los frescos de las batallas que adornan el acceso a la parte palaciega del monasterio.

Es evidente que para la basílica, iniciada en 1577 y terminada en 1582, Felipe II quiso contar con los mejores pintores de su tiempo, pero sujetándolos a normas muy precisas, emanadas de los decretos tridentinos. Ambas cosas hemos de tenerlas muy en cuenta. Así, en cuanto a la primera, vemos que muy pronto el Rey establece contacto con Navarrete el Mudo, con el que se firma un contrato en 1579. Y en función de dicho contrato, Navarrete comenzará a trabajar para el monasterio, componiendo algún excelente cuadro, como El martirio de san Lorenzo, acertando con aquella línea expresiva que llevara a la devoción, tal como la pedía el Rey, y con una excelente técnica en la que apunta un tenebrismo avant la lettre, cuando todavía Caravaggio no era sino un niño. Lamentablemente para los intentos del Rey y para lo que había de suponer El Escorial, como foco de las artes de su tiempo, Navarrete moriría en aquel mismo año de 1579.

Como comentaría consternado el padre Sigüenza, eso sería lo que obligaría a Felipe II a acudir a los artistas italianos, como aquéllos que con más seguridad serían capaces de llevar a cabo la tarea que él tenía in mente.

Pues la verdad era que en aquel último cuarto de siglo España carecía de piezas de recambio, a la hora de sustituir a Navarrete. Muerto éste, viejo y perdido en Extremadura Morales el Divino, y dado que Sánchez Coello sólo era hábil como retratista de la corte, y lejanos todavía los tiempos áureos de la pintura religiosa que en el siglo XVII florecería con pintores de la calidad de Zurbarán, Ribera y Murillo, el Rey tuvo que mirar a Italia. No cabía pensar en Tiziano, que tenía ya todos los años del mundo, y que moriría antes de iniciar se la basílica, aunque algunos de sus cuadros adornaran el monasterio, como su notable lienzo El martirio de san Lorenzo de la «capilla de prestado». Pero había varios pintores que tenían cierta fama, metidos además en la línea ideo lógica de la Contrarreforma, como Zuccaro, como Luca Cambiaso y, sobre todo, como Pellegrino Tibaldi, que para Felipe II tenía la garantía de pertenecer al círculo artístico de Milán, en tomo a la figura tan prestigiosa y ya casi sagrada del arzobispo san Carlos Borromeo; precisamente el arzobispo con el que el Rey había mantenido una tensa disputa, que a punto estuvo de provocar en 1569 una temible ruptura, forcejeo salvado finalmente a favor del Santo y que a finales de la década de los setenta ya había sido superado[1432].

Curiosamente, es también a finales de los setenta cuando llega a España El Greco, atraído sin duda por la posibilidad de trabajar para la decoración de El Escorial.

¡Qué oportunidad! De ella surgiría el hermoso lienzo El martirio de san Mauricio, que ya hemos comentado; hermoso, sin duda, pero lejos de las directrices marcadas por el Rey, que quería ser en esto estrictamente fiel a lo señalado por los padres tridentinos. Unas directrices recogidas por el cronista del Rey Ambrosio de Morales, que en 1566 señalaría las normas a que habían de ceñirse los artistas al tratar los temas religiosos: de forma sencilla y clara y de modo que excitaran a la devoción. Y acaso la falta de dramatismo y el que no se expusiera como tema principal el mismo martirio, influiría en Felipe II para apartar aquel lienzo de la basílica y ordenar su colocación en una pieza más apartada. Pues como si un mal azar lo torciera todo, tampoco los colores fríos, con preponderancia del amarillo, hacían recordar la pintura veneciana tan amada por el Rey. Pero conviene añadir que el pintor fue pagado espléndidamente (800 ducados, casi el doble de lo que recibían los artistas por similares compromisos) y que el cuadro no fue rechazado de El Escorial, sino de la basílica.

Ahora bien, y eso fue lo grave, el Rey ya no contaría con El Greco como pintor del monasterio. De esa manera se perdió una ocasión única de convertir El Escorial en el mejor museo del Greco, y el Rey de ser el gran mecenas del mejor pintor de su tiempo, cuando El Greco iniciaba su espléndida etapa artística.

Aun así, El Escorial sigue siendo un notable exponente de la pintura de la Contrarreforma, por la aportación sobre todo de Pellegrino Tibaldi, un artista discípulo de Miguel Ángel, que sabe dar cierta grandeza a sus murales (escalera principal del monasterio), y que en los lienzos del retablo de la basílica es capaz de competir con la maestría de los Leoni, tan inspirados en sus esculturas. En efecto, cuadros como ha adoración de los pastores o como La adoración de los Reyes Magos recogen lo mejor de la tradición pictórica italiana del Renacimiento, aunando dulzura y grandeza; dulzura a lo Rafael y grandeza a lo Miguel Ángel.

Pero para entender el mecenazgo del Rey y su relación con las artes, será preciso tener en cuenta que no sólo acudió a los pintores italianos, como Tibaldi, Zuccaro o Luca Cambiaso. Pues también el arte flamenco está presente en el monasterio, bien por aportaciones directas del monarca, bien por lo que fue llegando en sucesivas entregas. Y así hay que recordar piezas como El Calvario, de Roger van der Weyden, o El carro de heno, del Bosco.

Si la basílica está adornada con las pinturas y esculturas para excitar la devoción —una devoción que parece realzada por los grupos fúnebres del Emperador y del propio Rey, como si ambos animaran a los fieles a ello—, en la sacristía y en las piezas contiguas, en especial en las salas capitulares, lo que predomina es la sensación de museo, como si se tratara de un espacio para la contemplación y para el goce estético, aunque por supuesto sea el tema religioso el predominante. En algunos momentos nos parece estar ante un museo de pintura veneciana: Tiziano, Veronés, Tintoretto. Y, por supuesto, siguen las piezas de otros grandes pintores italianos del Renacimiento: Rafael, Sebastián del Piombo, Correggio.

Pero también de los pintores flamencos: Gerard David, Gossaert, Van Orley, Van der Weyden, Patinir, y el admiradísimo del Rey, El Bosco. En 1593, en una de las más importantes entregas hechas al monasterio, ingresan para su adorno nada menos que 145 paisajes de los Países Bajos; sin duda exponentes del gusto del Rey por recordar así las tierras en las que había estado no poco tiempo, y que ya no volvería a visitar.

¿Qué podríamos señalar de todo ello? Está claro el mecenazgo del Rey, su afición a las bellas artes, y el vario empleo que hace, especialmente de la pintura, que si en El Escorial empieza fundamentalmente por ser un instrumento en función de la devoción, también servirá para la contemplación. En sus propias habitaciones colocará cuadros tan devotos como El Calvario, de escuela flamenca (de desigual valor artístico, pero con la dramática figura de la Virgen), como otros para la reflexión, y aun para las más inquietantes interrogantes, como El carro de heno, del Bosco, donde la crítica social y de las propias dignidades de la Iglesia se aúnan con una visión de pesadilla, como la parte que evoca al infierno.

Por supuesto que no todas las pinturas son religiosas, ni tenían por qué serlo. Lo más significativo, a este respecto, son los lienzos de la sala de las Batallas, larga galería de 55 metros donde aparece pintada al fresco, por obra de varios artistas italianos poco conocidos (Granello, Castello, Tabarón y Cambiaso), la batalla de la Higueruela, ganada en 1431 por Juan II a los moros en la vega de Granada, así como una serie de frescos dedicados a las jornadas de San Quintín. Que estas pinturas fuesen precedidas de las que evocaban la acción militar de Juan II, sólo se explica por el hallazgo entonces de un lienzo sobre aquel tema que había aparecido en un arcón del alcázar de Segovia, y que al Rey pareció tan curioso que al punto quiso que se copiara para adornar el monasterio[1433]; acaso para que sirviera como contraste entre lo que eran las guerras medievales y las de mediados del Quinientos. Como el padre Sigüenza comenta:

Aquí —por los frescos sobre San Quintín— se diseña otro género de milicia harto diferente, donde no hay ballesta, ni adarga, ni aun alfange, sino picas, coseletes, arcabuces y fuego en todas partes; en la artillería, en la infantería, en los de a pie y en los de a caballo…

Se trataba, posiblemente, de reflejar el gran cambio provocado por el avance técnico en la guerra:

Vese aquí —añade el padre Sigüenza— otra manera de escuadrones, otros modos de pelea y de muertes más fieras y extrañas…

Y es posible que eso fuera lo que llamase la atención del Rey para querer que ambas batallas se pintasen en aquella sala. En todo caso, nos da la estampa de un Felipe II siempre atento a todo lo que suponía la fábrica y el adorno de aquella fundación suya, que bien sabía que haría inolvidable su nombre, venciendo la injuria de los siglos.

El Felipe II protector de las letras tiene otros condicionamientos; también religiosos, por supuesto, pero más fuertes, porque no en vano el libro había colaborado tanto en el despliegue de la Reforma, y porque sobre el libro ejercía tan estrecha vigilancia la Inquisición.

No cabe duda de que Felipe II protegió a los sabios de su tiempo: Ambrosio de Morales y Arias Montano son prueba de ello. Incluso pudiera ser que el final del proceso de fray Luis de León fuera debido a su directa intervención. Y nos gusta evocar aquí al Rey protector de santa Teresa de Jesús, cuya obra reformadora fue tan bien vista por Felipe II, y aunque lo fuera por motivos exclusivamente religiosos, no cabe duda de sus benéficos efectos sobre la obra mística y literaria de la Santa. Un amparo regio que, de modo indirecto, también favorecería al mismo san Juan de la Cruz.

Y está la creación de la biblioteca de El Escorial, tan magníficamente decorada, que cuando se ve provoca un sentimiento de admiración, como algo resplandeciente y vivo, en contraste con las otras partes del monasterio, que parecen dedicadas casi exclusivamente a recordar la muerte. Aquí, en la biblioteca, se aprecia lo mejor del arte de Tibaldi, el autor de sus frescos. Una biblioteca a la que el Rey entrega en seguida —en 1575— la suya propia, de 4000 volúmenes, cantidad que hoy podría parecer pequeña, e incluso insignificante, pero que entonces resultaba excepcional. Pronto se pudo saber que uno de los mejores regalos que se le podían hacer al monarca era el de ofrecerle libros para la biblioteca del monasterio, como lo hizo ya en 1576 el gran historiador y humanista Diego Hurtado de Mendoza, donando su biblioteca, con la condición, eso sí, de que el Rey se hiciera cargo de sus deudas; condición aceptada gustosamente por el monarca. Los cronistas Jerónimo de Zurita y Juan Pérez de Castro, y el propio Ambrosio de Morales, también hicieron sendas donaciones. Asimismo, la nobleza y el alto clero: el marqués de los Vélez con 486 obras, el cardenal de Burgos nada menos que con 935. De esa forma se alcanzaron pronto unas cifras tales, que hicieron de la biblioteca de El Escorial una de las más importantes de la Cristiandad, acaso superada tan sólo por la del Vaticano, tanto por el número como por la calidad. Y a todo ello Felipe II trató de atender, marcando una renta fija para su debido sostenimiento.

El resultado fue una biblioteca verdaderamente regia, tanto por el mecenazgo de Felipe II como por su magnificencia; pero no porque estuviera destinada a palacio, como hemos de ver. Otra cosa es que, como nos indica Matilde López Serrano, sirviera de modelo para no pocas de las creadas después en buena parte de las cortes europeas[1434]. La riqueza de su decorado y sus mismos fondos hacen pensar en que no estamos ante una biblioteca conventual. Sin embargo, una mayor reflexión permite otras consideraciones.

En primer lugar, su ubicación, en la parte frontal del monasterio, entre el seminario y el convento, nos da una pista de las intenciones regias. Y de igual modo su decoración principal, con los dos testeros dedicados a evocar la Filosofía y la Teología, junto con los siete frescos de la bóveda con las figuras que simbolizan las siete artes liberales: Gramática, Dialéctica y Retórica (trivium), y Música, Aritmética, Geometría y Astronomía (quadrivium). Por lo tanto, los estudios básicos, propios del bachiller de la época, que permitían pasar al grado superior de licenciatura, en este caso ceñido a la teología.

Y eso era lo que se estudiaba en el seminario, regentado por los padres jerónimos del monasterio. Por lo tanto, una biblioteca que sirviera para la formación de los futuros teólogos, en la línea marcada por el Concilio de Trento.

Pero, desde luego, una biblioteca en la que el Rey vuelca sus afanes, de mostrando que no era ajeno al mundo de la cultura, sino todo lo contrario.

Para empezar, su rica decoración. Es aquí donde los frescos compuestos por Tibaldi nos llenan de admiración. Resulta evidente el modelo de la Capilla Sixtina y la influencia de Miguel Ángel, al que continuamente se recuerda en las figuras pintadas, en sus ropajes y actitudes, pero se puede afirmar que Tibaldi se muestra digno discípulo de aquel genio. El fresco dedicado a la Filosofía, con una majestuosa matrona rodeada de los cuatro grandes sabios de la Antigüedad: Sócrates, Platón, Aristóteles y Séneca (eso sí, no por ese orden, y tocados con extraños turbantes tanto Platón como Aristóteles), y en el testero frontero, el de la entrada y principal, con otro gran fresco dedicado a la reina de las letras, a la Teología, acompañada de los cuatro grandes padres de la Iglesia: san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín y san Gregorio.

El efecto de conjunto es espléndido, bien asistido Tibaldi por otros artistas menores, pero todos italianos, para las figuras menores y resto de la decoración (Castello y Granello). Incluso en las escenas de los frisos es posible que interviniera Bartolomé Carduccio (a él se las asigna el padre Sigüenza), aun que el padre Zarco pudo comprobar que la escritura de tasación estaba a favor de Tibaldi.

La profundidad de esta hermosa biblioteca (54 metros de largo, sólo un metro inferior a la sala de las Batallas, pero casi el doble de ancho, con seis nueve metros, y el doble de alta, con diez metros) permite la admirable colocación de las librerías de nobles maderas (caoba, ébano, nogal…), y en el centro, tan espacioso, la instalación de globos terráqueos y vitrinas para la presentación de algunos de sus ejemplares más valiosos. Asimismo, la existencia de un notabilísimo monetario completa la importancia del conjunto, donde se puede admirar el retrato del fundador, de Pantoja de la Cruz, donde Felipe II, ya en su vejez, aparece todo vestido de negro, con el solo adorno del collar del Toisón de Oro, y con la faz cansada de un monarca ya achacoso, pero que quiere estar presente también en aquella parte del monasterio que tanto amaba.

En cuanto a los libros impresos y manuscritos, algunos preciosamente miniados, no puedo menos de comentar los dos o tres más significativos. Así, el códice virgiliano, manuscrito del siglo XV con ornamentación renacentista italiana, en el que posiblemente se iniciara el Rey, cuando Príncipe niño, en el estudio del latín, recitando los versos de la primera égloga virgiliana, con aquellos tan significativos y casi simbólicos del pastor Melibeo, agradecido por poder dedicar su tiempo a la música: Deus nobis haec otia fecit.

O bien, el breviario del emperador Carlos V, donde en la escena de la adoración de los Reyes Magos aparece la evidente imagen del propio Emperador como uno de ellos, acaso Gaspar, pero, en todo caso, bien adornado con el collar del Toisón de Oro, para que no quepa duda alguna.

O, asimismo, los manuscritos de santa Teresa de Jesús, que nos recuerdan la admiración del Rey a la Santa, bien reflejado en el apoyo dado para que, a su muerte, se imprimiera toda su obra, bajo la dirección de fray Luis de León.

En efecto, por el Epistolario de la Santa sabemos con qué confianza ponía santa Teresa sus graves problemas en manos del Rey[1435]. Y sabemos también que el original del Libro de la vida llegó en 1586 a manos de la emperatriz María, quien, entusiasmada con su lectura, proclamó su deseo vivísimo de que fuera impresa, y así fue cómo la obra fue entregada a fray Luis de León para que tuviera a su cargo su edición, que apareció dos años más tarde, en 1588, en la imprenta de Guillermo Foquel, de Salamanca.

Y aquí viene la noticia que debe ser recogida, para su reflexión, en torno a la personalidad de Felipe II. En cuanto el Rey tuvo noticia de aquella publicación, reclamó el original para que fuera depositado en la biblioteca escurialense[1436].

Por lo tanto, otra vez la nota de la sincera y, aún más, de la profunda devoción de Felipe II, que cuando veía o intuía la santidad, se inclinaba reverente, lo mismo en España que fuera de ella, como cuando mandó a su gobernador en Milán, el duque de Alburquerque, que se postrase ante san Carlos Borromeo, pidiéndole perdón en su nombre por las anteriores diferencias, cuando el Santo se salvó milagrosamente de un criminal atentado perpetrado contra su vida en su propio oratorio mientras oficiaba la santa misa; espantado, sin duda, el Rey de que ni por asomo pudiera estar implicado en aquel sacrilegio, tanto más que el haberse salvado el Santo era como una señal dada por los cielos de su santidad, como una especie de juicio medieval de Dios, resucitado en pleno siglo XVI para alumbrarle el entendimiento, cuando el conflicto abierto entre su gobernador en Milán y el santo arzobispo estaba en peligro de desembocar en cualquier medida extrema[1437].

Ésa es la nota de la devoción más extremada, la que continuamente destaca cuando se contempla el monasterio de San Lorenzo, por fuera y por dentro. Su propia traza nos lo dice bien a las claras: dejando aparte la basílica, las tres cuartas partes del colosal edificio están dedicadas al convento —que ocupa toda la fachada meridional— y al seminario. Si se añade, pues, la magna basílica y que las mismas habitaciones de los reyes son, en buena medida, oratorios y, por lo tanto, prolongación de la zona religiosa del monasterio, se entiende bien que esa sea su denominación. Estamos ante lo que Felipe II titula en su Testamento «la casa y monesterio de San Lorenzo el Real». Casa también, es cierto, porque pone en ella la suya propia, pero ya hemos visto con qué limitaciones, y no sólo por el espacio, sino porque sus habitaciones personales recuerdan más bien las de una celda de un fraile de vida austera que las del rey más poderoso de su tiempo; pero que además en la terminología del Rey no se quiere aludir al «palacio», sino a una reiteración sobre el conjunto conventual, como lo hace continuamente en su Testamento, en que una y otra vez se refiere a «la casa dotada por mí», para referirse al monasterio.

Y también habría que recordar aquel inmenso depósito de reliquias que ya en un inventario de la época se hacían ascender a más de 7400; cifra que, en verdad, causa estupor y que provoca no poca perplejidad, hasta el punto de pensar ya en una enfermiza obsesión del monarca, que en el Codicilo a su Testamento, firmado un año antes de su muerte, alude a su gran cantidad y a que todavía seguían llegando, sin duda porque mantenía su orden de que le fueran enviadas de todas partes de la Cristiandad:

Y porque son muchas las reliquias que he hecho entregar en Sanct Lorenzo, creo que ya deben estar dadas todas las que tenía intención de poner en la dicha casa, mas porque otras van viniendo[1438]

Por lo tanto, una cosa parece clara: una vez más, el Rey nos manifiesta su extrema devoción. Ahora bien, y es preciso repetirlo para no producir confusión: devoción y bondad son categorías distintas, dos condiciones que no tienen por qué ir aunadas. Y debo añadir que, a mi juicio, en el caso de Felipe II no lo irían, pues siempre vemos al Rey más inclinado al rigor y al castigo implacable de los que consideraba culpables, en especial del delito contra su autoridad regia, en sus más mínimas manifestaciones, que a la comprensión y a la benevolencia.

Debiéramos añadir que la devoción del Rey iba también dirigida hacia la dinastía, como si fuera algo sagrado puesto por la Divinidad en la tierra para el buen gobierno de los hombres y, por ende, de su salvación. Política y religión estarían estrechísimamente unidas en el ánimo regio. En esa política religiosa, en ese régimen teocrático, seguía vivo el modelo de la familia imperial. Por consiguiente, cobrará todo su sentido la magnificación de la dinastía en las figuras de sus padres y en la suya propia, expuestas al público de forma tan solemne y tan magnífica que parecen eclipsar a las de los propios santos representados en las diversas capillas de la basílica, como si ellos fueran también otros santos a los que se podría pedir y rezar. Felipe II podía seguir el oficio divino desde su mismo lecho, que así venía a prolongar lo más sagrado de la basílica; así la basílica y lo que ella representaba se deslizaba hacia el interior de las habitaciones regias (tanto del Rey como de la Reina, o, mejor dicho, de la infanta Isabel Clara Eugenia, que sería quien las habitara, por la prematura muerte de la reina Ana de Austria y la prolongada viudez de Felipe II, a partir de 1580) y penetraba ya por todo el recoleto refugio filipino, yo diría que hasta sus últimos y más escondidos rincones. Lo que era difícil para los hombres resultaba abierto de par en par para la Divinidad, como si Felipe II aspirase así a una vida conventual, a seguir los mandatos de los carmelitas descalzos, como cuando san Juan de la Cruz decía aquello de «Desprendámonos de todo. Vivamos sólo para Dios».

Para Dios y para la dinastía. A partir de 1597, Felipe II también podría ver ya el grupo fúnebre presidido por su padre, gracias a la soberbia obra de Pompeyo Leoni, en bronce dorado a fuego. Un enterramiento bajo un epitafio latino que, según la autorizada traducción del padre Zarco, dice así:

A la honra y gloria de Dios Omnipotente y Máximo. A Carlos V, augusto emperador de los romanos, rey de estos reinos, de las dos Sicilias y Jerusalén, archiduque de Austria y su excelso progenitor, lo dedicó su hijo Felipe II. Están también aquí enterrados Isabel, su esposa, y María, su hija, emperatrices; Leonor y María, sus hermanas, reinas; la primera de Francia, la otra de Hungría.

Sería interesante señalar que para Felipe II aquél es, sobre todo, el monumento al rey de las Españas, juntando todos los títulos hispanos en esa simple referencia: «rey de estos reinos». Y también que está redactado en tiempos de Felipe II y, por tanto, con su inevitable aprobación. Y la prueba de ello es que se inserte algo que no se corresponde con la realidad, un cambio que el Rey no sospechaba: que su hermana, la emperatriz María, acabase prefiriendo las Descalzas Reales para su tumba, donde ya estaba enterrada su hermana Juana; por lo tanto, desvinculándose así del proyecto faraónico del Rey, lo que da que pensar.

Más difícil de interpretar es la siguiente inscripción, puesta en el nicho contiguo, a la derecha del grupo fúnebre imperial, aunque por supuesto también resulta evidente la glorificación de la dinastía:

Ocupa este lugar tú solo, descendiente de Carlos V, si sobrepujares con el esplendor de tus hazañas la gloria ancestral; los demás, absteneos reverentemente.

Por supuesto, ese hueco sigue vacío, lo que podría ser tomado como un gesto de humildad del Rey, un signo de admiración hacia el padre, hacia aquel invicto Emperador al que nadie, ni tampoco él, Felipe, era capaz de sobrepujar en sus hazañas. Pero ¿qué sentido tiene ese gesto de humildad cuando ya estaba preparado el hueco frontero, al otro lado del altar mayor —en la parte de la Epístola—, para recoger el grupo fúnebre de Felipe II, sobre el que ya estaba trabajando a toda furia Pompeyo Leoni en Milán?

Consideración que obliga a recoger el epitafio que Felipe II mandó poner en su propio enterramiento, también según la traducción del muy erudito padre Zarco, acaso quien mejor conoció y estudió el monasterio. Reza así:

A Dios omnipotente y máximo. Felipe II, Rey Católico de todos los reinos de España, de las dos Sicilias y Jerusalén, Archiduque de Austria, viviendo aún, las mandó poner en este sagrado templo que erigió desde sus cimientos. Junto con él descansan Ana, Isabel y María, sus mujeres, y Carlos, príncipe, su hijo primogénito.

Véase, por tanto, que aquí se titula ya expresamente Felipe como rey de las Españas (Hispaniarum Rex). Y quizá sea más importante señalar que, entre todos los hijos, escogió al primogénito, al desventurado don Carlos, a quien había tenido que meter en tan estrecha prisión, para que le acompañase así y para que volviese a integrarse —post mortem, eso sí— al seno de la familia regia de donde tan duramente había sido expulsado.

Y en el epitafio del nicho siguiente se lee lo que puede que nos ayude a resolver el enigma antes señalado:

Este sitio se reserva para el más digno, en virtud de los descendientes de aquél que, voluntariamente, se abstuvo de ocuparlo…

Después añade:

… si así no fuere, permanezca vacío.

A mi entender, esto aclararía el complicado pensamiento del Rey. Al dejar vacío el nicho situado a la derecha del enterramiento de su padre, declaraba ya, con reverencia filial, que no era digno de competir con él ante la historia; pero, a su vez, encarecía a sus sucesores que hiciesen lo mismo con el similar nicho situado a la diestra de su enterramiento, salvo que alguien le sobrepujare.

Advirtiendo, como dándolo por cierto, que en caso contrario debía también permanecer vacío. Era como si diera por supuesto que su hijo Felipe III estaba muy lejos de su grandeza. Y en verdad que en eso no se equivocaba.

Aún habría que hablar del panteón, para fijar más el proyecto escurialense de Felipe II; un panteón que enormes dificultades técnicas, al tropezar las obras con una vía de agua que no había manera de desviar, retrasaron, de tal modo que sólo hasta muy entrado el reinado de Felipe IV no se consiguió superar. Pero ahí estaba la idea, que los sucesores del Rey no abandonarían, conscientes de que era la única forma de dar cima a la gigantesca tarea del fundador del monasterio, bien reflejada en el hecho de que ya se hubieran llevado los restos de Carlos V y de Isabel la Emperatriz, su esposa, los cuales estaban enterrados provisionalmente en la «iglesia de prestado» o iglesia vieja, desde 1574.

Por lo tanto, es preciso referirse al panteón, el lugar donde se habían de recoger los restos de los reyes de la Casa de Austria y de sus inmediatos familiares, porque nos señala Felipe II: que el monasterio no es sólo un centro de devoción ad maiorem Dei gloriam, sino también el monumento que ha de recordar a la posteridad la grandeza de la dinastía de los Austrias, y muy en particular la de los fundadores de la dinastía y de la Casa, como los reyes escogidos por la Divina Providencia para realizar la magna tarea de defender la religión y culminar y mantener el mayor Imperio que jamás habían visto los hombres.

Algo que se refleja bien en los dos epitafios que antes hemos comentado.

Y ya, para terminar este largo comentario, unas reflexiones sobre las habitaciones del Rey, los aposentos que se encuentran tras un largo recorrido por la zona palaciega, hasta el último rincón ya lindando con el convento y con sus huecos dando a la basílica, como si fuera una morada colgada sobre lo eterno.

Es cuando de nuevo nos viene la idea de Yuste y de cómo la obra del Emperador está presente en el proyecto filipino, aunque ciertamente con otras dimensiones y con otros añadidos.

Empecemos por las diferencias: lo que el Emperador hizo en Yuste fue sencillo y, por ende, económico. De entrada, buscó un lugar apartado donde ya existiera un convento y una iglesia de la Orden jerónima. Sólo le hacía falta alzar, a su vera, su residencia, limitada a un sencillo palacete. Y no pensó ni en un seminario, plantel de futuros teólogos, ni en una magna biblioteca, ni en un panteón que glorificase la dinastía.

Felipe II, en cambio, va a construirlo todo ex novo, y en términos tales que su obra tomaría caracteres de algo colosal, algo faraónico, con el correspondiente elevadísimo coste económico, tan criticado por no pocos de aquella época. Y añade esas partes que ya hemos mencionado: el seminario, la biblioteca y el panteón. En cuanto al palacete de Carlos V, pensado sólo para el Emperador y para el servicio más inmediato, Felipe II lo convierte en una gigantesca mansión para él y los suyos, como transforma también el sencillo enterramiento carolino de Yuste —una cripta en que apenas si cabe el féretro del Emperador— en el espléndido panteón que aún nos sigue admirando.

Y no digamos nada en cuanto a la diferencia entre los cuatro libros de que se acompaña el César con la regia biblioteca laurentina cuya dimensión dobla ella sola a todo el palacete imperial de Yuste.

Pero Felipe II tomará algunas ideas del retiro mandado hacer por su padre, en especial aquélla de que desde su habitación pudieran seguirse los oficios divinos. Igualmente, en el fondo, que El Escorial fuera también un lugar de retiro, un refugio donde el Rey pudiera gustar de aquella soledad que tanto amaba.

En efecto, no cabe duda de que en algunos aspectos el proyecto de Carlos V de gozar de una vida retirada y en unas circunstancias determinadas, en que lo religioso fuera la nota predominante, tuvo su impacto sobre Felipe II, sobre todo con la morada puesta al lado de la iglesia y tan cercana al convento. De hecho, con toda la magnificencia de El Escorial, con toda su aparatosidad tan colosal, la parte destinada al Rey no es mayor de la que tenía Carlos V en Yuste.

Es cierto que, en lo demás, San Lorenzo hace olvidar a Yuste, empezando por la tumba mandada hacer por el Emperador en una cripta a los pies del altar mayor, que Felipe II transformará en un panteón. El personaje individual superado por el colectivo. Carlos sólo pensó en él; su hijo Felipe, en toda la dinastía, en sus inmediatos antecesores y en los que le siguieren.

Y, efectivamente, estaba la idea de la soledad, el apartamiento del mundo, tan propio de Yuste. En eso, el deseo del Emperador parece mayor o, si se quiere, más logrado, porque es una soledad apenas sin el aparato de la corte, una soledad en la que la Naturaleza cobra toda su fuerza, una soledad sin poder que la doblara. Carlos V está protegido por ese terreno abrupto que se alza al norte de la Vera de Plasencia, en una zona semidesértica, donde sus vecinos más cercanos son los pobres lugareños de aldeas remotas y fuera del tráfico, pequeños pueblos como perdidos de los hombres. No hay corte en Yuste, apenas un puñado de servidores que atiendan a Carlos de Gante, y no la hay porque el César lo ha dispuesto así.

En cambio, la soledad de El Escorial es relativa. La corte sí está presente, como lo está el poder en su más alto grado. La soledad del Rey es más artificial. Se consigue a base de esconderse tras el laberinto de las cámaras y pasillos del monasterio. Pero la corte, los hombres, en suma, las damas y los caballeros, y la misma guardia, están ahí, al alcance de la voz. Felipe II tiene en El Escorial más su escondite que su soledad, el refugio donde poder ocultarse de los hombres, pero sin dejar jamás el poder.

Porque adentrarse por el monasterio a la búsqueda del retiro del Rey, sin un guía competente que te lleve de la mano, es como introducirse en un laberinto, con tantos pasillos y cámaras a recorrer.

Diríase que Felipe II mandó construir tan soberbio monasterio, colosal en sus proporciones, para esconderse mejor detrás de sus muros.

Y así, protegido de esa manera, sin ver a sus súbditos ni ser visto por ellos, poder mejor gobernarlos y dirigirlos como si tuviera miedo a que influyeran sobre sus decisiones.

En suma, él, el Rey, a solas con Dios para gobernar el mundo.

¿Acaso no era Dios, el Dios todopoderoso, el Dios infalible, acaso no era también invisible a los hombres?

Pues de esa misma manera, el Rey parecía querer imitar en todo a la grandeza divina; busca el retiro de su fundación monástica de El Escorial, no para dejar el poder, sino para mejor y más a su gusto emplear, dirigir y proyectar su poder.