7 1568: ANNUS HORRIBILIS

El año 1568 está marcado a sangre y fuego en la biografía de Felipe II. Es el annus horribilis, tanto por lo que hace a los sucesos de la Monarquía como a los avatares familiares. De pronto, se encienden los dos focos de gran rebelión, en el Norte y en el Sur, ambos con connotaciones religiosas, aunque de muy dispar signo, como el que va del cristianismo —según la reforma de Calvino, que empezaba a ganar tanto terreno en los Países Bajos en la década de los sesenta— a lo musulmán, con tantas raíces en el reino granadino. La revuelta calvinista había deparado la expedición del duque de Alba y la persecución de los disidentes, con la dramática ejecución de los condes de Egmont y de Horn en aquel mismo año de 1568; mientras que la rebelión granadina encontraba un caudillo en don Fernando de Córdoba y Válor, que se consideraba descendiente de los Omeyas, y que cambiaría su nombre por el de Muley Mohamed Aben Humeya, tal como se le conoce en la historia.

Y en ese mismo año, tan cargado de problemas en el cuerpo de la Monarquía, es cuando se producen las muertes del príncipe don Carlos y de la reina Isabel de Valois; esto es, del Príncipe heredero y de la esposa del Rey. Dos muertes que no tendrían entre sí nada en común, salvo el hecho de su estrecha conexión con el monarca, pero que darían pie a la más formidable propaganda antifilipina y precisamente desencadenada por la principal figura de la revuelta flamenca: el príncipe Guillermo de Orange.

El príncipe Don Carlos

Los comienzos de 1568 se presentaban harto problemáticos en la corte filipina, con la creciente tensión entre Felipe II y su hijo don Carlos; un enfrentamiento palpable ya desde que el Príncipe comprobó que su padre empezaba a desconfiar de él, posponiendo su incorporación efectiva al poder —aunque le había llamado al Consejo de Estado— y aplazando sine die su matrimonio, bien con la reina María Estuardo, viuda de Francisco II de Francia, bien con la archiduquesa Ana, que era lo que pretendía la corte de Viena y, especialmente, la hermana de Felipe II, la emperatriz María.

Pero no se puede decir que Felipe II procediera al punto contra su hijo. Al contrario, sin duda porque le repugnaba hacerlo, fue demorándolo, y de tal manera que por poco no se encuentra con el hecho consumado de la fuga en rebeldía del Príncipe.

En este caso el historiador tiene que remontarse a los orígenes, tras de todas las pistas posibles que le ayuden a esclarecer el enigma. Y por una razón: porque pocos hechos han influido tanto en la historia posterior, por su rara repercusión. Estamos ante uno de los acontecimientos de mayor relieve en la historia de España, de los que más han sido divulgados dentro y fuera de nuestras fronteras, con hondo eco en las artes y en las letras, en especial en el teatro y en la ópera, gracias sobre todo al genio de Schiller, en Alemania, y de Verdi, en Italia; no olvidemos que el Don Carlos, de Verdi, sigue representándose, año tras año, en los grandes teatros de ópera de todo el mundo occidental. Y dado que en ese teatro y en esa ópera se distorsiona el pasado histórico, cabría preguntarse si con el tema de don Carlos nos encontramos ante una de las piezas clave de la leyenda negra antifilipina, y aun si de ella se desprende una descalificación no ya sólo del propio Rey, sino también del mismo pueblo español, junto con otros brochazos dados a ese cuadro de la leyenda: los horrores de la Inquisición, los atropellos de los conquistadores y los desmanes de los tercios viejos en Europa.

En el caso de la prisión y muerte de don Carlos, fueron muchos los que entraron a saco en el tema, distorsionando los hechos sin más información que los rumores que se escapaban de la propia corte hispana, deformados a gusto de los que pronto comprendieron que tenían un argumento precioso para combatir al poderoso monarca. Esto es, nos encontramos ante uno de los más curiosos fenómenos de la propaganda bélica del Quinientos, en la que uno de los bandos —el inferior en el potencial bélico— sabrá utilizar ese medio para descalificar al adversario y hacer más sacrosanta su causa; lo cual era tanto más importante cuanto que quien inicia esa tarea sería el príncipe de Orange, puesto en rebeldía frente a su señor natural, dado que Felipe II había heredado de su padre, Carlos V, el título de conde de Flandes. Felipe II no era un rey usurpador: era el legítimo soberano de los Países Bajos. Por lo tanto, la rebelión había que justificarla. Y era evidente que si se podía presentar al Rey como un monstruo asentado en el trono, todo resultaba más fácil.

Así, cuando en 1568, el mismo año de las odiosas ejecuciones de los con des de Egmont y de Horn, se supo que don Carlos había muerto en prisión y que a los pocos meses moría la reina Isabel de Valois, Guillermo de Orange se encontró con material suficiente para montar su propaganda. A fin de cuentas, él había sido uno de los compromisarios de la Monarquía católica que habían negociado, en nombre, precisamente, de Felipe II, la paz de Cateau-Cambrésis. Y no podía olvidar que en un principio, cuando se tanteaba una posible alianza matrimonial entre Francia y España, los nombres que se barajaron habían sido los de don Carlos e Isabel, y que más tarde aquél había sido desplazado por Felipe II. ¡Don Carlos e Isabel, precisamente los que morían, uno tras otro, con un intervalo de pocos meses, en 1568! Y don Carlos, como rebelde al trono, acabando sus días en prisión. ¿Por qué no unir ambos destinos una vez más? Los dos eran de la misma edad, y se sabía que el Príncipe había guardado siempre una rendida admiración hacia la dulce Reina, que a punto había estado de convertirse en su esposa.

No cabía duda. Existía material suficiente para fabricar el relato de una historia apasionada y terrible: los amores de aquella joven pareja y su muerte a manos de un celoso rey, sanguinario hasta el extremo de matar a su propio hijo y a su esposa. Incluso Guillermo de Orange complicaría aún más, y hasta términos inconcebibles, la tortuosidad de Felipe II, porque el Rey, acaso despechado, lo que ansiaba era desposar a otra mujer, de la que se había enamorado: Ana de Austria. Sin embargo, ésta era su sobrina carnal y, por lo tanto, había que obtener una licencia expresa de Roma. ¿Qué argumentos se podían emplear ante la Santa Sede?: que la dinastía estaba falta de sucesión masculina. ¿Y cómo podía ser eso cierto, viviendo don Carlos, el hijo primogénito, y siendo Isabel, la Reina, tan joven?: planeando previamente la muerte de ambos.

Ésa sería la trama de la Apologie de Guillermo de Orange que dejaría a Europa asombrada en la década de los ochenta. En verdad, podía afirmarse que Felipe II era «el demonio del Mediodía». Su poder era monstruoso, y la rebelión, un deber sagrado.

Por lo que hace a Schiller, el gran poeta y dramaturgo alemán del siglo XVIII, centraría la trama de su obra literaria Don Carlos en la pugna de una pareja joven por el amor y la libertad frente a la opresión de un rey caduco y cruel. Schiller incorporaría, además, otros rasgos de la época, que daban más verosimilitud —y si se quiere más grandeza— a su obra: la rebelión de los Países Bajos, cuyas libertades quería defender don Carlos, que aquí se representa como la estampa de un joven gallardo, enamorado y valiente, frente al viejo sombrío, fanático y celoso.

Era como enfrentar a dos generaciones, la una defensora del pasado, un pasado opresor hasta ser irrespirable; la otra, la que se alzaba para combatir por los sueños de la libertad y del amor, al gusto del más puro romanticismo; no olvidemos que el Don Carlos se representaba por primera vez en 1804, cuando ya el romanticismo apuntaba por toda Europa. Por supuesto, la siniestra figura del duque de Alba agrandaba la sombra cruel de Felipe II, sin faltar la referencia al Inquisidor general, a quien el monarca acabaría entregando a su hijo, sugiriendo al espectador el peor de los finales.

Esa trama es también la de la ópera de Verdi, consiguiendo unos resultados todavía más convincentes en el ánimo del público culto que acude, año tras año, a esa cita musical. ¿Cómo no sentirse cautivado por escenas como la del monólogo de Felipe II, cuando canta desesperado su frustración amorosa, porque la reina Isabel lo desdeña? ¿Cómo librarse del hechizo del encuentro entre los dos amantes, Isabel y Carlos, prendidos en un amor imposible? Aunque acaso la escena que más sacude al espectador sea la del Rey y el inquisidor, que, canto a canto, van fijando el destino implacable del desgraciado Príncipe.

Frente a todo esto, sin embargo, la historiografía responsable tiene que dar su propia versión, descubriendo lo que hay de cierto y de falso en él, en todo caso dramático, final de don Carlos y de la reina Isabel de Valois[548].

Empecemos por don Carlos. Y aquí, ya lo hemos dicho, es totalmente preciso remontarse a los principios, incluso al propio momento del nacimiento del Príncipe.

Digamos que cuando Felipe II desposa a la princesa María Manuela de Portugal, en 1543, está engendrando, junto con su hijo, la más grave oposición.

Hoy estamos convencidos de que aquel matrimonio fue un gravísimo error, que además podía suponerse, dado el estrecho parentesco de los novios y los antecedentes familiares: ambos eran primos hermanos en doble grado, tanto por la vía paterna como por la materna. Y remontándose en el árbol familiar, sin necesidad de llegar a aquella Isabel, la loca de Arévalo —la madre de Isabel la Católica, viuda del rey Juan II de Castilla—, sí es de todo punto preciso hacerlo a la otra reina que el tiempo y la historia conocen ya con el nombre de Juana la Loca, puesto que era la abuela de los dos contrayentes y, por ello, bisabuela por doble vía de lo que naciese.

Y esa confluencia de aquellos genes tan marcados tenía por fuerza que reflejarse en el heredero, conforme al presente esquema:

Era como si se cerrara un maligno círculo genético. Don Carlos sólo tenía dos bisabuelas, y una de ellas era la pobre cautiva de Tordesillas. Así, el biznieto, tanto por la vía paterna como por la materna de doña Juana la Loca, estaba predestinado a los mayores extravíos.

Por eso hay que insistir en que, con su primera boda, Felipe II estaba engendrando algo más que un hijo: la más difícil de las oposiciones.

Pero también hay que puntualizar otra cuestión: de ella, Felipe II no había sido el responsable, dado que en 1543 sólo tenía dieciséis años, sino su padre, el Emperador. Pues entre los mayores errores cometidos por Carlos V hay que citar, a todas luces, aquel forzado matrimonio realizado buscando compensaciones económicas —siempre tentadoras las sustanciosas dotes de las princesas portuguesas— y estabilidades políticas —aquel afianzamiento de la amistad hispano-lusa—, e incluso el posible logro de la pacífica unidad peninsular, como habían estado a punto de conseguir los Reyes Católicos en la figura de su nieto don Miguel, tan prematuramente fallecido en 1500.

Todo ello eran aspiraciones legítimas, pero vulnerando las normas eugenésicas ya defendidas por la Iglesia desde hacía siglos.

Y en esa vulneración, en ese asumir un riesgo, haciendo caso omiso de lo que pudiera suceder, estuvo ya la clave de todo lo que después vendría. Sí bien es preciso añadir que nuevas circunstancias no harían sino agravar la situación.

Pues la desgracia intervino también para hacer más problemática la crianza del Príncipe, dado que a poco de su nacimiento, y a causa del difícil parto, falleció su madre, la princesa María Manuela de Portugal; es decir, que el 8 de julio de 1545 nacía don Carlos y a los cuatro días moría su madre.

Por tanto, don Carlos se criará huérfano de madre, prácticamente desde su nacimiento, y en un hogar no presidido por el padre, pues Felipe II estaría fuera de España entre 1548 y 1551 y de 1554 a 1559, sino junto a sus tías María y Juana; aunque tampoco por demasiado tiempo, pues María se desposaba en 1548 con Maximiliano de Austria y Juana en 1552 con Juan Manuel de Portugal. Y esa soledad familiar la acusaría penosamente el príncipe niño, con un lamento que conocemos por un contemporáneo del todo fidedigno: su ayo Luis Sarmiento, quien al dejarle en ese año de 1551 le oye esa queja verdaderamente lacerante, que el bueno de Sarmiento comunicaría tal cual al príncipe Felipe, su padre:

¿Qué va a ser del niño, aquí solo, sin padre ni madre, su abuelo en Alemania y su padre en Monzón[549]?

¿Qué sería de él, puesto que también se iba el único refugio que le quedaba al infante, su ayo Sarmiento, destinado a Lisboa?: «Echándose a mis brazos, me dijo llorando…».

El infante niño no tiene ningún familiar con quien consolarse. Su orfandad es completa, se siente desamparado y solo. «¿Qué va a ser del niño, sin padre ni madre?».

Es un huérfano, y lo sabe. Por lo tanto, una crianza cada vez más difícil.

En cuanto a la inestabilidad del Príncipe, incluso desde la infancia tenemos muchos testimonios de los contemporáneos. Véase cómo lo refleja un cortesano, el licenciado Gámiz, en carta dirigida al famoso hombre de Estado Granvela, el 1 de junio de 1550. Se había acercado a Toro, donde se había puesto la pequeña corte del Príncipe, y cuenta la impresión que le produce el pequeño heredero, que aún no tenía los cinco años:

El infante don Carlos está bonito, pero gran descuido se tiene en no darle hombres que le sirvan y gobiernen, porque por estar entre mujeres le crían mal y le hacen soberbio y mal acondicionado…

Y añade Gámiz, sobre el extraño comportamiento del niño:

… sobre cualquiera cosa se araña la cara y se echa en el suelo y [hace] otros veinte extremos[550]

No entraremos en otros detalles que nos señalan los cronistas, que, a toro pasado y quizá deseosos de encontrar algún antecedente de la inestabilidad del Príncipe, aluden a que ya en su crianza daba signos extraños de comportamiento, como el morder los pezones de sus amas de cría. Acaso sea más significativa una tendencia mejor documentada: ser zurdo, inclinación reprimida conforme a las ideas de la época, con tan mal concepto sobre los zurdos; no en vano la voz siniestro tiene tanta carga peyorativa. De este hecho poseemos un informe directo del ayo del Príncipe, don Luis Sarmiento, fechado en 1551, cuando don Carlos tenía cinco años. En una carta al Emperador de 17 de febrero de 1551, Sarmiento alude a la tendencia a utilizar el Príncipe la mano izquierda, y añade:

… aunque doña Leonor de Mascareñas hace todo lo que puede, atándole la mano izquierda, no basta para que no lo sea. Agora, muy izquierdo está. La Infante [doña Juana], su tía, cuando come con ella, que son los más días, siempre tiene un cuchillo en la mano para dalle, cuando toma algo con la mano izquierda[551]

Vayamos ya a la adolescencia del Príncipe[552]. Cuando conoce a Isabel de Valois tenía sólo catorce años, pues vio por primera vez a la nueva reina de España en Toledo, el 12 de febrero de 1560. Sin duda, como ocurre con los muchachos de esa edad, se creería ya todo un hombre, pero carece de base el hablar de unos amores con su joven madrastra. En todo caso, nada del mozo arrogante que aparece en los relatos posteriores. Criándose mal, con unas fiebres que no le abandonan, los médicos de la corte aconsejaron un cambio de aires. Así, el Rey decidió en 1562 mandarlo a estudiar a Alcalá de Henares.

Y para que tomase la medicina con más agrado, se le dio la compañía de don Juan de Austria y de Alejandro Farnesio. Consecuentemente, en los primeros días se apreció una mejoría en don Carlos.

Pero otra vez lo imprevisible iba a jugar en su contra.

En efecto, ansioso de iniciarse en la vida amorosa, tuvo un traspié al bajar por una escalera cuando acudía a su cita galante, y fue a caer rodando los últimos escalones, con tan mala fortuna que acabó dando con la cabeza en el quicio de una puerta entornada, sin duda para facilitar su aventura. De esta manera, la aventura se tornó en suma desventura.

Era el 19 de abril de 1562. Durante unos días se temió incluso por la vida del Príncipe. Ningún tratamiento parecía dar resultado. Se acudió hasta a la magia de un curandero morisco, por más señas de nombre Pinterete. También a lo que podía dar de sí la momia de un fraile que había muerto en obra de santidad, fray Diego de Alcalá, llegando incluso a meter la momia en el lecho de aquel pobre muchacho. Finalmente, tuvo que intervenir la máxima autoridad médica del tiempo, el famoso Vesalio —el autor de la obra cimera De humani corporis fabrica—, quien fue el que realizó la temida trepanación, para sanar aquella pobre cabeza tan dañada. Y, de momento, el Príncipe fue ganando aquella batalla a la muerte, tan cercana.

Pero el resultado no fue bueno. Cuando don Carlos fue dado de alta, pronto resultó notorio que sus excentricidades iban en peligroso aumento, con temibles estallidos de cólera y con gestos de crueldad verdaderamente alarmantes.

Tampoco su salud había mejorado. Los embajadores venecianos que le visitaron sacarían muy mala impresión:

Era levata del letto doi giorni —informaban a la República— e ancora che ne disse si sentiva bene, e molto meglio che inanzi gl’avenisse il caso del male, l’habbiamo pero veduta molto pallida e di de bolissima forza…

Su desarrollo físico igualmente no era bueno, pues nada hacía indicar que estaba a punto de cumplir los diecisiete años:

É di statura molto piccola e molto minor assai che non ricerca l’etá sua de 17 anni[553], ne quali si ritrova esser entrata[554]

Tampoco ayudaba a su recuperación la forma de vida del Príncipe, cuyos excesos en la comida provocaban continuas recaídas. Asistió, con su padre, el Rey, a las Cortes de Castilla, convocadas en febrero de 1563, pero le fue imposible hacerlo a las de la Corona de Aragón, celebradas en septiembre de aquel año, pese a que en ellas se iba a proceder a su jura como Príncipe heredero del trono.

Durante ocho meses, entre agosto de 1563 y abril de 1564, Felipe II estaría ausente de la corte. Por entonces, don Carlos comenzaba a incorporarse a las actividades cortesanas, incluidos los juegos de cañas.

Estamos en 1564, año en el que la corte de Viena mandó un embajador a Madrid, el barón de Dietrichstein. Entre sus misiones, una muy concreta era informar sobre la salud del Príncipe, pues no en vano se negociaba su posible boda con la archiduquesa Ana (curiosamente, la que andando el tiempo sería la cuarta esposa de Felipe II).

Pues bien, la impresión de Dietrichstein no pudo ser más penosa. Aun antes de ver al Príncipe, sus informes no eran buenos:

Uno de sus hombros era más alto que el otro y la pierna derecha más corta que la izquierda.

No eran mejores las referencias sobre su condición moral y su inteligencia:

Tartamudea ligeramente. En unos casos da muestras de buen entendimiento, pero en otros tiene la inteligencia propia de un niño de siete años… No conoce freno a su voluntad y su razón no parece bastante desarrollada para permitirle discernir lo bueno de lo malo.

Su peor vicio era la glotonería:

… come con tanta ansia que apenas se puede creer, y al poco tiempo de haber acabado ya está dispuesto a comenzar de nuevo. Estos excesos en la mesa son la causa general de su estado enfermizo, y muchas personas piensan que si continúa así no podrá vivir mucho tiempo…

No mejoró el juicio de Dietrichstein sobre don Carlos cuando llega a conocerle:

No es ancho de espaldas ni de talla muy grande; uno de sus hombros es un poco más alto que el otro. Tiene el pecho hundido y una pequeña giba en la espalda. Su pierna izquierda es bastante más larga que la derecha…

Aún era peor la impresión que producía cuando se le escuchaba:

Su voz es delgada y chillona, da muestras de dificultad al empezar a hablar y las palabras le salen con dificultad[555]

En ello coincidía también el embajador veneciano Tiépolo en su informe a la República de 1563:

Habla con dificultad y sus palabras están faltas de ilación[556]

Dietrichstein señalaba ya el conflicto del Príncipe con su padre:

Al ver que su padre no le hace ningún caso ni le concede autoridad alguna, anda medio desesperado[557]

¡La desesperación del Príncipe! Curiosamente, la nota que encontramos en el padre Mariana.

En efecto, el padre Mariana, que se hallaba lejos de España en aquellos años, y donde le llegaría la noticia del mal suceso del Príncipe («de la causa de su prisión y del enojo de su padre se dixeron muchas cosas, como acontece en cosas tan grandes»), tiene una frase reveladora:

Al Príncipe acarreó la muerte su poca paciencia[558]

Y aquí es preciso también volver a insistir en la poco prudente medida del matrimonio tan joven de Felipe II con María Manuela, sobre todo si establecemos el paralelo con Carlos V. El Emperador se desposó en 1526, y en 1527, cuando tenía veintisiete años, nacía Felipe II; de forma que éste pudo esperar con serenidad la hora en que le llegase alcanzar el poder. Es cierto que Carlos V adelantó esa hora con su abdicación y que supo vincular muy pronto a Felipe al poder; nominalmente desde 1543, de hecho ya en 1548. Felipe II nunca se desesperó, su oposición —y la de su equipo personal— nunca fue desesperada.

Otra cosa ocurrió muy pronto con don Carlos, demasiado cerca en la edad a su padre, del que sólo le separaban dieciocho años; de forma que en circunstancias normales se echaba de ver que cuando llegase su hora habría pasado lo mejor de su vida, sin poder estar con el ímpetu de los años juveniles al frente del Imperio; de hecho, si hubiese sobrevivido a su padre, don Carlos habría empezado a reinar en 1598, con cincuenta y tres años. ¡La edad en que su abuelo, harto de gobernar, estaba ya pensando en la abdicación!

Quedaba una solución: la incorporación efectiva del Príncipe al poder.

Y esa medida fue la que tanteó Felipe II, pero sin decidirse a seguirla en toda su fuerza, porque cada vez desconfiaba más de las posibilidades de su hijo; lo cual a su vez era sentido por el Príncipe, agrandando más y más sus recelos hacia su padre, el Rey.

Y eso se echó de ver cuando los diplomáticos intentaron la boda del Príncipe con María Estuardo.

La reina de Escocia había enviudado en 1560 de su primer marido, Francisco II de Francia, y muy pronto empezarían los rumores sobre la posible boda con don Carlos. De creer al embajador español en Londres, Álvaro de la Quadra, obispo de Aquila, era la Reina la propia interesada. En abril de 1561, Quadra escribía en ese sentido a Granvela —entonces la gran figura de la corte de Bruselas—, viendo en ello un remedio para la peligrosa situación en que estaba cayendo el catolicismo en las islas.

Pero las insinuaciones del obispo-embajador no encontraron eco, de momento, en Felipe II. Vino después el aparatoso accidente de Alcalá, con el descalabro de don Carlos, y harto hubo que hacer para salvar la vida del Príncipe, sin entrar en otras cábalas. Hasta que, al fin, el Rey rompió su silencio en junio de 1563: que se mandase un hombre de confianza a Escocia para iniciar las pláticas de aquel matrimonio, pero de forma tan secreta que no tuviesen conocimiento de ellas ni Francia ni Inglaterra.

Tal sería la misión de Luis de Paz, que yo estudié con cierto detenimiento en mi tesis doctoral, hace ahora medio siglo. Luis de Paz debía ir a Escocia como presunto mercader, con credenciales de la misma reina Isabel de Inglaterra, para protestar por las presas que llevaban a cabo en el mar los piratas escoceses. En un largo viaje que le llevó de Londres a Chester, de Chester a Dublín y de Dublín a Edimburgo, Luis de Paz pudo al fin entrevistarse con la Reina escocesa y los principales personajes de su corte, dándoles cuenta de su embajada:

… cómo el embaxador del Rey de España le enviaba para hacerle saber cómo su amo le había escripto que le placía y se contentaba dar orejas a la plática de su casamiento[559]

No alcanzó Quadra a saber más de tal matrimonio; su muerte, el 24 de agosto de 1564, lo paralizó todo. Felipe II, de suyo tan indeciso, perdió con aquel ministro al que más le impulsaba a cerrar la alianza con Escocia. Con el duque de Alba se lamentaría:

… ha sido harta gran pérdida a esta sazón, así para los negocios de Inglaterra, como para los de Escocia[560]

En su indecisión, Felipe II pidió el consejo del duque de Alba, como buen conocedor de las cosas del norte de Europa, y el Duque lo dejó entrever: don Carlos no era la figura para jugar tan destacado papel en la política internacional:

Si el negocio conviene hacerse o no, yo no sabría decir a Vuestra Majestad otra cosa que lo que en Madrid, en presencia del prior don Antonio y de Ruy Gómez, le dixe: a la edad, a la persona y habilidad del Príncipe, nuestro señor, se debe tener respeto para el fruto que deste negocio se piensa sacar[561]

No se podía decir más claro a lo cortesano: aquello era inviable. La clave de su acierto estaba en la persona del Príncipe, en su destreza y en sus cualidades. ¿Y cuáles eran éstas? Además, asentar al Príncipe en el trono de Escocia, heredero como era de las Españas, de sus dominios en Italia y de los Países Bajos —e incluso, por María Estuardo, con pretensiones a Inglaterra—, ¿no sería suscitar los recelos más profundos de los demás reinos de la Cristiandad? Y así el duque de Alba, mostrando aquí un juicio más prudente del que suele atribuírsele, añadía al Rey:

Inconvenientes, trabaxos, peligros, no se pueden en ninguna manera del mundo excusar en este negocio, porque Vuestra Majestad tendrá en contra sí a Francia y a Inglaterra, y podría ser que al Emperador…

¿Cómo continuar, pues, tales negociaciones de boda con la inestabilidad psíquica de que daba tan constantes muestras don Carlos? Aquí se ve bien la diferencia con la época anterior. Carlos V había podido jugar fuerte, en ocasiones similares, porque podía contar con su hijo Felipe. Eso es lo que había ocurrido diez años antes, cuando se planteó la boda con María Tudor. Pero ¿podía hacer algo similar Felipe II con don Carlos? El Rey conocía muy bien lo que suponía hallarse en un trono lejano, tan mediatizado en sus acciones, tan acosado por unos vasallos, muchos de dudoso comportamiento, máxime cuando en ellos había prendido tan fuertemente la Reforma. Y en eso, la situación de Escocia era todavía más incierta que la de Inglaterra.

De ahí que aquellas negociaciones de boda con la reina María Estuardo, a primera vista tan ventajosas, no las promoviera Felipe, sino la propia reina de Escocia. Y al Rey, los inconvenientes, trabajos y peligros —como le señalaba el duque de Alba— se le abultaron de tal manera que su nuevo embajador en Inglaterra, don Diego Guzmán de Silva —el sucesor de don Álvaro de la Quadra—, ya no recibirá ningunas instrucciones para seguir con las pláticas de la boda.

De momento era silenciar el asunto, como si todavía estuviera pendiente la oportuna resolución. Pero en agosto de 1564 el Rey tomaría ya una decisión: el abandono. Se ponía como disculpa el que el Emperador —que entonces ya lo era Maximiliano II, su cuñado— le había pedido el apoyo para casar a la reina de Escocia con el archiduque Carlos.

Ésa era la declaración oficial. Al margen de la carta enviada a Diego Guzmán de Silva, Felipe II anotaría de su propia mano: «Y por otras causas que hay muy bastantes…»[562]

Dado el carácter de Felipe II, no se podía esperar una declaración más expresa. Tampoco era necesario mucho más para entender que en él estaba obrando la recomendación del duque de Alba:

… a la edad, la persona y habilidad del Príncipe, nuestro señor, se debe tener gran respeto, para el fruto que deste negocio se piensa sacar…

Ahora bien, nada se comunicó a la corte de Escocia. Conforme a una práctica habitual en el Rey, se mantuvo el secreto sobre la decisión tomada. Todavía en diciembre de 1564 un diplomático escocés pasó a Francia y se entrevistó con el embajador español en París, don Francés de Álava. Su misión, dado que la Monarquía católica no tenía embajador en Escocia, era averiguar en qué grado de sazón se hallaba la posible boda de María Estuardo con don Carlos. Y cuando al fin María Estuardo se decide a casarse con lord Darnley, envió un mensaje a Diego Guzmán de Silva justificando el paso que había dado:

… que habiéndose reunido a platicar particulares del matrimonio con S.A. [don Carlos] mostrando la Reina acerca dello la voluntad que era razón, se había esperado más de dos años la resolución de V.M…

Tal escribía Diego Guzmán de Silva a Felipe II desde Londres el 26 de abril de 1565[563].

¿Cómo incidió todo ello sobre don Carlos? Porque lo que no se puede creer es que el Príncipe desconociera que tales negocios se habían iniciado. No estaría al tanto de los detalles, pero sí de las pretensiones de la reina de Escocia, porque hechos de tamaña magnitud no pueden permanecer silenciados en la corte. Los rumores circularon, y el eco de ellos llegó hasta la cámara del Príncipe, de eso no cabe duda. Así, sabemos que incluso fue motivo de conversación entre el propio Príncipe e Isabel de Valois, la Reina[564].

Que al fin la boda no se concertara, pese al interés manifiesto de la reina de Escocia, no tenía otra explicación que la del rechazo del Rey. Y a esa conclusión llegó el Príncipe, como no podía ser de otro modo.

De esa manera el antagonismo generacional del Príncipe con el Rey se convirtió en inquina contra su progenitor. El Rey le orillaba, le tenía marginado, le apartaba ostensiblemente del poder, le impedía desempeñar el protagonismo que estaba ansiando.

He ahí cómo la oposición que representaba don Carlos se fue convirtiendo cada vez más en una oposición desesperada. Aquí viene a cuento el informe del embajador véneto Soranzo al Senado, precisamente de 1565:

El Príncipe no escucha ni respeta a nadie y, si se me permite decirlo, hace muy poco caso de su padre… Siente gran aversión hacia todas las cosas que le gustan al Rey[565]

Sin embargo, Felipe II había tanteado la paulatina incorporación del Príncipe a las cosas de gobierno, y en junio de 1564, cuando iba a cumplir los diecinueve años, le hizo entrar en el Consejo de Estado. Probablemente recordaba que él, a esa edad, presidía el Consejo, en ausencia de su padre, Carlos V. Y posiblemente quiso hacerlo cuando las negociaciones para la boda de su hijo con María Estuardo todavía seguían vivas, para comprobar hasta qué punto podía confiar en él. Al mismo tiempo, dando una de cal y otra de arena, nombraba a Ruy Gómez de Silva —que era su ministro más seguro— mayordomo mayor de la casa del Príncipe. El resultado fue confirmar al Rey en la poca seguridad que había en las cosas del Príncipe.

A su vez, en la mente de don Carlos se hacía más fuerte una idea: que ya no cabía más que una solución, que era la fuga de la corte y la rebelión.

En 1566, los desórdenes de los Países Bajos iban a incrementar sus afanes de protagonismo. Si el Rey, su padre, no se decidía a presentarse allí, ¿por qué no era él el enviado? Y cuando conoce que el Rey designa al duque de Alba, tiene la violenta reacción que nos cuentan las crónicas. Algo que veremos más adelante.

Porque ahora la pregunta que nos hacemos es cuándo y por qué empezó a gestarse el antagonismo entre el Rey y el Príncipe heredero. Está claro, el hecho de que, con el paso de los años, en vez de verse más y más incorporado al poder, el ser apartado de las decisiones políticas agravó la situación; pero cabe preguntarse si además el conflicto se agudizaba porque entre padre e hijo no existía aquélla sintonía que se había dado con Carlos V y Felipe II.

Pues otro era el caso de las relaciones entre Felipe II y don Carlos. De entrada, el Rey disimulaba cada vez menos el disgusto que le producía el comportamiento de su hijo, la inestabilidad de su conducta, sus arrebatos y, acaso, su propia deformidad física. Don Carlos no era, precisamente, la estampa del príncipe gallardo que promete un futuro brillante.

Ahora bien, ese príncipe de aspecto enfermizo albergaba un alma con ansias de gloria, un espíritu que anhelaba la vida heroica, tal como la había protagonizado Carlos V. De forma que don Carlos tendería a comparar el quehacer político de su padre con la imagen del Emperador. Y el resultado era que glorificase al abuelo y menospreciase al Rey, su padre.

De hecho, sabemos que don Carlos no se recataba en burlarse de los «grandes viajes» del Rey, yendo de Madrid al Pardo, del Pardo a Aranjuez, de Aranjuez al Escorial. Atrás quedaban, en la etapa de su niñez, los que Felipe II había hecho en 1548, cruzando media Europa por el norte de Italia, el corazón de Alemania y los Países Bajos (entonces don Carlos tenía tan sólo tres años), o los que le habían llevado a Londres y a Bruselas entre 1554 y 1559. A partir de ese momento, el Rey se encerraría en sus palacios meseteños en torno a Madrid.

Por otra parte, propios y extraños le achacaban harta vacilación en las decisiones a tomar en las cuestiones de Estado. Algunos de sus ministros más allegados, que le conocían bien, como el que sería duque de Feria, se desesperaban por su lentitud[566]. De irresoluto le tildaba nada menos que su embajador en Francia el señor de Chantonnay, en carta enviada a su hermano el cardenal Granvela[567]. En las cosas de la guerra, era bien sabido: el Rey prefería estar en la retaguardia. Con todo ello, cuando surgían los inevitables problemas, el rumor general no era favorable al Rey, y menos la opinión del Príncipe. Y eso sería lo que ocurriría con ocasión de las alteraciones de los Países Bajos. La gravedad de los hechos pedía que el Rey se presentase allá o, en su defecto, que mandase al Príncipe heredero. Ésa era la solución que había indicado Felipe II en 1559 antes de dejar Flandes, en su intervención ante los Estados Generales: que no podía mandarles a su hijo hasta que él no se hallase en España[568].

Pero si eso era lo que sentía en 1559, cosa probable, cambiaría radicalmente de parecer siete años después, cuando los acontecimientos se dispararon. En 1566, Felipe II no sólo abandonó la idea de mandar a su hijo a Flandes, sino que ni siquiera le convocó al Consejo de Estado que había de tratar sobre tan graves asuntos. ¿Qué decidiría el Rey? Don Carlos no se resignó a ignorarlo y trató de saberlo, acercándose imprudentemente a la misma puerta de la cámara donde el Rey estaba reunido con sus ministros más allegados, tratando de espiar lo que allí ocurría, con peligro de ser descubierto, como sucedería en efecto.

El gran escándalo. Para todos sería patente, a partir de tal momento, el conflicto abierto entre el Rey y su hijo. La relación que nos da un cortesano cualificado, el flamenco Alonso de Laloo al conde de Horn (y atención a esa información), no puede ser más reveladora:

No puedo dexar de avisar a V.S., cómo en estos días —escribía Laloo a Horn—, estando Su Majestad en la cámara del Consejo de Estado sobre las cosas de Flandes, el Príncipe nuestro señor se puso arrimo a la cerradura de la puerta para escucharlo. Y como don Diego de Acuña le dixese que Su Majestad saldría y que Su Alteza se fuere de allí, porque le veían de arriba las damas de la Reina, y de abaxo los pajes, le comenzó el Príncipe a tratar mal, y a dar de pescozones con los puños cerrados. Su Majestad lo ha sabido y ha reñido mucho a su hijo[569]

El Príncipe no sufre el verse desplazado de los asuntos de Estado y llega hasta el extremo de espiar tras de las puertas. ¡Y tenía veintiún años! Tampoco puede orillarse que un personaje como el conde de Horn, luego tan gravemente implicado en la rebelión de los Países Bajos, tuviese ese informador a sueldo en la corte española[570]. Y atención a la fecha: el 3 de agosto de 1566.

Pues recordemos que fue en 1566 cuando decidió el Rey mandar al duque de Alba con un fuerte ejército para reprimir la rebelión de los Países Bajos.

Señalábamos antes la necesidad de financiar tal despliegue militar. Una vez más aquello fue posible, pese al mal estado de la Hacienda regia, por la ayuda, casi milagrosa, de las remesas de Indias. Precisamente en septiembre de 1566 llegaba a Sevilla la flota de Indias, con uno de los más ricos cargamentos hasta entonces obtenido. En torno a los cinco millones y medio de ducados, de los que sólo correspondían al Rey un millón cien mil; pero como en otras ocasiones, y de acuerdo con una práctica ya generalizada bajo Carlos V (y con notorio daño de la economía castellana), la Corona se incautó del total, compensando con juros a los particulares.

Y como todo era poco, también las piezas italianas aportaron su esfuerzo económico, tanto el Milanesado como el rico Nápoles, este último con dos millones. Por supuesto, la Corona de Castilla cooperó igualmente.

A este fin, Felipe II convocó Cortes en diciembre de 1566. En el discurso de la Corona se proclamaba ante los procuradores castellanos cuántos esfuerzos se habían hecho para la defensa de la religión; estaban bien recientes la lucha en Malta frente al Turco y la expedición de Pedro Menéndez de Avilés a la Florida. Pero lo que acuciaba entonces era la grave situación de los Países bajos, «las novedades de Flandes»:

Habréis sabido las novedades y transtornos que se han producido en los Estados de Flandes…

Y tales, que estaban en peligro de perderse.

Todavía el Rey dejaba creer que él mismo se pondría en camino: «… es necesario que se traslade allí en persona…».

Y todo ello suponía, inevitablemente, grandes y continuos gastos:

… enormes sumas de dinero…

Algo a que accederían pronto aquellas Cortes, tanto con el servicio ordinario de trescientos millones de maravedíes, como algo más tarde (y con alguna que otra resistencia, marcada por la negativa de los procuradores de Salamanca) los extraordinarios de ciento cincuenta millones.

Aquellas Cortes, que se habían creído obligadas a pedir al Rey que, si dejaba el reino, no lo hiciera en compañía del Príncipe, fueron el escenario de las amenazas del príncipe don Carlos, a lo que ya hemos hecho referencia.

De ese modo, a lo largo de 1567 se sucedieron los signos de violencia y de desequilibrio del Príncipe: el intento de agredir al duque de Alba, la ciega cólera desatada contra su ayuda de cámara Estébez de Lobón, su furia contra veinte corceles de la caballeriza real, su orden de quemar una casa madrileña de donde había salido el maloliente «¡agua va!», que había tenido la mala fortuna de manchar sus ropas, y tantos otros excesos que eran la comidilla de la corte y que probaban la inestabilidad emocional del Príncipe, por otra parte, aquejado constantemente de fiebres, o que caía en dolencias como consecuencia de su glotonería; aquello que había dado lugar a decir de él que sólo tenía fuerza en los dientes.

Algo todavía era más grave: sus conexiones con los rebeldes flamencos y sus intentos de fuga de la corte; un proyecto cada vez más acariciado por el Príncipe, desde que comprobó que el Rey no estaba decidido a darle ningún cargo de alta responsabilidad en la Monarquía, y menos casarle fuera (el proyecto de su boda con la archiduquesa Ana, tan solicitado por la corte de Viena, se aplazaba constantemente), o de encomendarle el gobierno de los Países Bajos.

Y eso fue lo que sintió don Carlos; de ahí su grito al duque de Alba: la misión de aquietar los Países Bajos era suya, no del Duque; y su amenaza, puñal en mano: «¡Vos no iréis a Flandes, porque os mataré!»[571]

No cabe duda de que en el ánimo regio estaba ya cristalizando la idea de declarar la incapacidad del Príncipe como heredero de la Corona. El mismo hecho de que ya anteriormente hubiera tanteado su boda no con María Estuardo o con Ana de Austria, sino con la propia doña Juana, su hermana, es un claro indicio de lo que estaba preocupando al Rey el problema de la sucesión; pues doña Juana, por su prudente carácter, por la larga experiencia y las buenas formas demostradas en el lustro en que había gobernado España (1554-1559), podía muy bien ser la garantía de que el trono siguiera en buenas manos. Pero aquí tropezó el Rey con la insalvable obstinación del Príncipe, a quien repugnaba la idea de casarse con su tía, y no sólo por la edad —doña Juana le llevaba diez años— o por la proximidad de parentesco, sino, sobre todo, porque ya era «mujer probada». Esto es, quería una novia virgen, siguiendo aquí el patrón de la mayoría de los españoles de su época.

Ahora bien, pese a las muestras cada vez más graves de desequilibrio de su hijo, Felipe II fue aplazando su decisión. Es posible que ni siquiera le moviese a ello el saber que don Carlos hacía pública una manifestación de hostilidad, hasta el punto de acabar declarando a su confesor, como ya veremos, que deseaba la muerte de su padre. Claro que eso alertaba al Rey, como los rumores que le llegaban de los intentos de los enviados flamencos —tanto Egmont, en 1565, como Montigny, en 1566— por apoyarse en don Carlos para hacer más viables sus reivindicaciones.

Porque, aunque Gachard —el gran historiador belga, autor del mejor libro escrito sobre el tema— no acepta los contactos entre la nobleza flamenca rebelde y don Carlos, todo hace pensar en lo contrario. De entrada, los contactos de esa nobleza con todos los enemigos de la Monarquía —los príncipes protestantes alemanes, la nobleza hugonota francesa y la misma Isabel de Inglaterra— ya indican algo. Y eso venía de atrás: cuando en 1562 entró el obispo Quadra (entonces embajador de Felipe II en Inglaterra) en casa de Cecil —la gran cabeza política de la corte de Londres— se encontró en su cámara con un cuadro de Egmont, lo que vino a confirmar sus sospechas:

Fui a hablar a Cecil una tarde déstas —es Quadra quien informa a Granvela— como vecino, sin avisarle, para rogarle por un pobre hombre, y le tomé de improviso en su estudio. Hallé que tiene un gran retrato del Conde Daigmont. Vi que le pesó que le hubiese hallado con el hurto en la mano… No quisiera verle en tan secreto lugar que, juntando esto con otras cosillas que se dicen por las calles, me han dado sombra y no he podido acabar conmigo de callarlo[572].

¿Hubo algo más? Si hemos de creer al testimonio de cronistas y cortesanos —en este caso, el de un ayuda de cámara, cuyo relato custodia la Real Academia de la Historia—, habría que añadir nada menos que la idea del Príncipe de matar al Rey, su padre; proyecto desvelado con motivo del jubileo navideño. Dudoso de si podía ganarlo, el Príncipe consultó con el prior del convento de Atocha, dado su deseo de matar a un hombre. Apretado por el Prior —sin duda, más avisado que él—, acabó declarando:

… dixo que era el Rey, su padre, con quien estaba mal y le había de matar…

Así que todo fue sumándose: la petición de dineros a los Grandes del reino, la oferta a don Juan de Austria del reino de Nápoles, sus actos desesperados, como las amenazas al duque de Alba, su proyecto de regicidio…; pruebas todas del gravísimo delito de rebelión que estaba fraguando el Príncipe. Y, finalmente, la noticia de que ya tenía los caballos preparados para la fuga y que había llegado a la corte su emisario enviado a la Grandeza con 150 000 ducados.

Es cuando el Rey se decide a actuar.

Todavía en la mañana del 18 de enero, domingo, asiste Felipe II a la misa, y se hace acompañar de su hijo, como si nada estuviera ocurriendo. Sin dejar traslucir su decisión. Tan sólo como si un secreto mal le apenara. Iba «triste», anota el documento.

Después de la misa, don Juan de Austria visitó al Príncipe en sus aposentos.

Aquí conviene seguir el testimonio directo del ayuda de cámara:

Don Juan fue a ver al Príncipe aquel día y el Príncipe mandó cerrar las puertas, en entrando, y le preguntó lo que había pasado con su padre…

Por lo tanto, don Carlos tenía ya noticias de la entrevista de su tío con el Rey y andaba receloso, sospechando que su tío le hubiera delatado:

Don Juan dixo —añade el ayuda de cámara— que habían tratado de las galeras[573]. Apretóle más el Príncipe, y como don Juan no le decía nada, empuñó la espada. Don Juan se retraxo hacia la puerta, y hallándola cerrada, empuñó también la suya, diciéndole: «¡Téngase Vuestra Alteza!», y oyéndoles los de fuera, abrieron las puertas y fuese don Juan a su casa.

Un choque tal no pudo menos de escandalizar a la corte y de llegar a oídos del Rey. Venía a probar que el Príncipe estaba dispuesto a todo. Urgía, por tanto, poner remedio en materia tan grave.

Y continúa el relato:

El Príncipe se acostó, que se sentía malo…

¿No estamos ante la típica reacción de un joven inestable, tras su fallido intento de atacar nada menos que a su tío? A media tarde, siempre según el relato del ayuda de cámara, don Carlos se levantó y, como no había comido en todo el día, cenó un capón cocido, y sobre las nueve y media se acostó.

Todo lo detalla el anónimo ayuda de cámara:

Y yo era de guarda, y cené esta noche en palacio. Y a las once vi baxar a Su Majestad…

Llegamos al punto principal del relato. Al momento más dramático.

El ayuda de cámara se da cuenta de la importancia de su testimonio. Él es el único en el interior del palacio que está de servicio, vigilante, y que presencia la gran escena cuando todos duermen; el que contempla desde el primer momento el avance del Rey por los pasillos nocturnos de palacio; el que le ve irrumpir en la cámara del Príncipe, acompañado del Consejo de Estado y rodeado de su guardia armada.

Algo insólito que no podía presagiar nada bueno:

… y a las once vi baxar a Su Majestad por la escalera, con el duque de Feria y el Prior… y el Teniente de la guarda y doce de la guarda. El Rey armado debaxo y con su casco…

Por lo tanto, el Rey venía de su cámara, donde había ya reunido al Consejo de Estado y a la guardia, dándoles sobre la marcha sus rigurosas instrucciones, y tomando todas las precauciones posibles, pues sabía que el Príncipe estaba armado y que, en su desesperación, era capaz de cualquier locura.

Le acompañaban sus más íntimos consejeros, y no sólo el duque de Feria (ya lo era desde el año anterior de 1567) y el prior don Antonio de Toledo, sino también don Luis de Quijada (una de las personalidades más respetadas por Felipe II, como tan allegado que había sido de su padre el Emperador), y, por supuesto, el príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva; también dos gentileshombres, don Pedro Madrid y don Diego de Acuña, y dos ayudas de cámara (Santoro y Barnato), los dos únicos que no van armados, portando, en cambio, martillos y clavos, pues son los designados para transformar las habitaciones del Príncipe en rigurosa prisión.

El regio cortejo llega a la puerta del Príncipe. AI ayuda de cámara se le ordena que no deje pasar a nadie, caso de que la detención pueda provocar alboroto que atraiga a la gente de palacio. E inmediatamente irrumpen en la cámara del Príncipe. Saben que está armado, incluso con un arcabuz siempre cargado, de modo que cualquier paso en falso, que rompa el efecto de la sorpresa, puede resultar fatal. Por fortuna para el Rey, el Príncipe estaba distraído, conversando con dos de sus íntimos: don Juan de Mendoza y el conde de Lerma. Por consiguiente, cuando se quiere dar cuenta, ya los hombres del Rey se han apoderado de sus armas blancas y del temido arcabuz.

Lo que sucede después es de un dramatismo digno de la pluma de Schiller y de la música de Verdi. Sobresaltado por el ruido, el Príncipe se vuelve, exclamando: «¿Quién va ahí?».

Le responden: «¡El Consejo de Estado!».

Don Carlos se revuelve, quiere apoderarse de sus armas, pero ya es tarde. Desarmado, es el propio Rey el que irrumpe. Pero dejemos que sea el ayuda de cámara el que nos relate la escena:

Entró el Rey y díxole el Príncipe: «¿Qué me quiere Vuestra Majestad?». A lo cual le respondió: «Ahora lo veréis»[574]. Y luego comenzaron a clavar las puertas y ventanas.

Convertida la cámara del Príncipe en rigurosa prisión, el Rey lo pone bajo la custodia del duque de Feria, ayudado por otros de su Consejo de Estado, advirtiéndoles:

No hagáis cosa que el Príncipe os mande sin que yo primero lo sepa. Y que todos lo guardéis con gran lealtad, so pena que os daré por traidores.

La severísima consigna de su padre provoca el estallido del Príncipe:

Aquí alzó el Príncipe grandes voces diciendo: «¡Máteme Vuestra Majestad y no me prenda, porque es grande escándalo para el Reino! ¡Y si no, yo me mataré!».

A lo cual respondió el Rey que no lo hiciese, que era cosa de loco.

Alusión a la locura del Príncipe, algo que estaba en el ambiente, pero que él rechaza:

¡No lo haré como loco, sino como desesperado, pues Vuestra Majestad me trata tan mal!

Ya están aquí las dos palabras que marcan el trasfondo del drama. Don Carlos se siente acusado de locura (y acaso no sin razón), pero se justifica con lo que le atormentaba: su desesperación. Y otra vez es preciso recordar al padre Mariana y a su juicio sobre el Príncipe: «Al Príncipe acarreó la muerte su poca paciencia».

Impaciente por alcanzar un poder del que se veía apartado por el Rey, don Carlos entró en la desesperación, y el fruto de esa desesperación serían sus planes de rebelión que le llevarían a la prisión.

Su amenaza de matarse no cayó en saco roto. El Rey ordenaría las medidas precisas para evitarlo, y la primera, que la comida se la llevasen ya partida, para que no pudiese tener ni tenedor ni cuchillo.

Después de la prisión de su hijo no todo estaba resuelto. Como el propio Príncipe había exclamado, el escándalo amenazaba al Rey. Felipe II no podía ocultar un acontecimiento de tamaño calibre. Era evidente que un suceso tal no podía permanecer oculto. Por lo tanto, era preciso, y hasta urgente, informar a la opinión pública. Algo que, a los máximos niveles, Felipe II hará personalmente: así, convocando a los diversos Consejos, uno tras otro, a la mañana siguiente, a los que él dará personalmente su versión de los hechos. Y en cartas autógrafas, a las personalidades más destacadas de la Cristiandad: al papa Pío V, por supuesto, y a su cuñado el emperador Maximiliano II. También a su tía Catalina —la última representante de la generación paterna— y a su hermana, la emperatriz María; de forma que a Viena irían dos cartas, pues así parecía obligarlo el protocolo.

Por lo tanto, lo primero informar directamente y de viva voz a los colaboradores más cercanos, a los ministros más importantes de la Monarquía, a los consejeros de los distintos Consejos, recibiéndolos uno tras otro, para decirles siempre lo mismo:

… que era por cosas que convenían al servicio de Dios y del Reino…

Y lo haría no sin emoción, que en ocasiones le vence:

… con lágrimas en los ojos…

Eso sería el lunes; el martes por la mañana escribe las cartas a que hemos aludido y que luego comentaremos, y a la tarde se reúne con el Consejo de Estado durante largas horas. Se inicia el proceso:

El Rey hace información. Secretario de ella es Hoyos. Hállase el Rey al examen de los testigos…

Empieza la acumulación de documentos: «Está escrito casi un xeme en alto…».

La referencia no puede ser más expresiva. «Jeme —nos aclara la Real Academia de la Lengua—: distancia que existe desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separando ambos lo más posible».

En dos casos concretos, el Rey encargaría esa misión informativa a sus colaboradores más cercanos; así, el cardenal Espinosa lo trataría con el nuncio del Papa, el arzobispo Rossano, y Ruy Gómez de Silva con los demás embajadores, salvo el barón de Dietrichstein, que por ser el representante de la corte de Viena tuvo el privilegio de oír al propio Felipe II.

Mientras tanto, la consternación cundía en la corte: «La Reina y la Princesa [Juana] lloran…».

Don Juan de Austria hasta llegaría a vestirse de luto, cosa que le sería prohibida por el Rey.

Naturalmente, también fue el Rey el que actuó directamente en el entorno familiar, y con la severidad acorde con las medidas tomadas, prohibiendo que tanto su esposa Isabel como su hermana Juana visitasen al preso, pese a lo mucho que ambas le querían. Doña Juana, porque le había cuidado cuando era niño, e Isabel, porque no hacía sino corresponder al afecto que don Carlos sentía hacia ella; de forma que cuando conoce su detención tiene esta confidencia con el embajador Fourquevaulx:

Os puedo asegurar que siento su infortunio como si fuera mi propio hijo, y haría cualquier cosa por aliviar su situación…

Y añade, recordando las pruebas de afecto que había recibido:

… en reconocimiento a la amistad que me tiene[575].

Pero ambas, la Reina y la tía, reciben la consigna de no llorar más por el Príncipe. Era como si el Rey quisiera olvidar lo que había ocurrido, intentando que la vida en la corte continuara como si no hubiera sucedido nada.

Cosa imposible. Incluso Felipe II, haciendo mella en él la tristeza de la Reina, dejó de frecuentar, por unos días, la cámara de su esposa; hasta que, entrado ya el mes de febrero, las crónicas de palacio anotan la novedad; el Rey volvía a sus visitas nocturnas al dormitorio de la Reina.

Se estaba incubando una nueva tragedia: la gestación de un hijo que nacería muerto y que provocaría la muerte de Isabel.

Y así puede afirmarse que 1568 fue el annus horribilis de Felipe II.

Pero debemos volver a la prisión del Príncipe. Felipe II tenía que dar cuenta de lo sucedido. Él mismo escribiría personalmente al Papa y a sus familiares más allegados: a su tía Catalina, la reina viuda de Portugal, a su hermana la emperatriz María y a su cuñado Maximiliano II. Cartas todas de su puño y letra, de las que una —la enviada a Maximiliano II— encontré yo en el Archivo imperial de Viena[576].

Felipe II al papa Pío V

Muy Santo Padre: Por la obligación común que los Príncipe cristianos tienen y la mía particular, por ser tan devoto e obediente hijo de Vuestra Santidad y de la Santa Sede, de darles la razón, como Padre de todos, de mis hechos e actiones, especialmente, en los casos notables y señalados, me ha parecido advertir a Vuestra Santidad de la resolución que he tomado en el recoger y encerrar la persona del Príncipe, Príncipe Don Carlos, mi primogénito hijo. Y como quiera que para satisfacción de Vuestra Santidad y para que desto haga el buen juicio que yo deseo, bastaría ser yo padre y a quien tanto va e tanto fora el humor, estimación y bien del Príncipe; juntándose con esto mi natural condición, que como Vuestra Santidad que todo el mundo tiene conocimiento y entendido es tan ajena de hacer agravio, ni proceder en negocios tan arduos sin gran consideración y fundamento, hay con esto, es bien que Vuestra Santidad entienda que en la justificación y crianza del dicho Príncipe desde su niñez, y en el servicio, compañía y consejo y en la dirección de su vida y costumbres se ha tenido el cuidado atención que para crianza e institución de los que mi hijo primogénito heredero de tantos Reinos, Estados se debería. tener. Y habiéndose usado de todos los medios por reformar y reprimir algunos excesos que procedían de su naturaleza y particular condición eran convenientes y haciéndose de todo experiencia en tanto tiempo hasta la edad presente que tiene u no había de todo ello bastado y procediendo tan adelante y poniéndose a tal estado que no pareciese haber otro ningún medio por cumplir toda la obligación y al servicio de Dios y beneficio público de mis Reinos y Estados tenía, con el dolor y sentimiento que Vuestra Santidad puede juzgar, siendo mi hijo y solo, me he determinado, no lo pudiendo, en ninguna manera, excusar, hacer de su persona mudanza y formar tal resolución, sobre tal fundamento y tan graves y justas causas, que ansí cerca de Vuestra Santidad, a quien yo deseo y pretendo, en todo, satisfacer, como en cualquier otra parte del mundo, tengo por cierto será temida mi determinación por tan justa y necesaria y tan ederezada al servicio de Dios y beneficio público cuanto ella verdaderamente, lo es, y porque del progreso que este negocio tuviere y de lo que en él hubiese de que dar parte a Vuestra Santidad, se le dará cuando sea necesario y en ésta no tengo más que decir de suplicar a Vuestra Santidad que, pues todo lo que a mí toca debe tener por propio, como de su verdadero hijo, con tan raudo celo lo encomiendo a Dios Nuestro Señor para que él lo enderece y ayude a que en todo hagamos y cumplamos con su santa voluntad.

El cual guarde la muy santa persona de Vuestra Santidad y sus días acreciente el bueno y próspero regimiento de su universal iglesia.

De Madrid, en 20 de Enero de 1568.

De Vuestra Santidad muy humilde y devoto hijo Don Philippe, por la Gracia de Dios, Rey de España, de las dos Sicilias, de (…) que sus muy santos pies y manos besa.

El Rey

Felipe II a Maximiliano II

Señor: por lo que antes de agora tengo escrito a Vuestra (…) y a mi hermana y lo que más particularmente Luis Venegas habrá significado, habrá ya Vuestra Alteza entendido la pura satisfacción que yo tenía del discurso de vida y modo de proceder del Príncipe y de lo que su naturaleza y particular condición se entendía (…). Las cosas han pasado tan adelante y venido a tal estado que, cumpliendo yo con lo que debo al servicio de Dios y bien y beneficio de mis Reinos y Estados, no he podido excusar, por último remedio (habiéndose ya hecho experiencia de todos los demás que han sido posibles) de me resolver en hacer mudanza de su persona y recogerle. Y siendo esta determinación de padre y en cosa que tanto va a su hijo único, y no procediendo, como no procede de ira ni de indignación siendo enderezada a castigo de culpa, sino elegido por último remedio, para evitar los grandes y notables, incovenientes que se pudiesen seguir, tengo por cierto que Vuestra Alteza se satisfará y juzgará que haciendo yo venido a tal término y tomada tal resolución, habré sido forzado y constreñido de causas tan urgentes y tan precisas que en ninguna manera se han podido dexar de llegar a este punto[577]

Felipe II a su hermana la emperatriz María de Austria

Señora: las cosas del Príncipe han pasado tan adelante y venido a tal estado que para, cumplir con la obligación que tengo a Dios, como Príncipe cristiano, y a los Reinos y Estados que a sido servido de poner a mi cargo, no he podido excusar de hacer mudanza de su persona y recogerle y encerrale. El deber y sentimiento con que habré hecho esto, Vuestra Majestad lo podrá juzgar (…), más en fin, yo he querido hacer sacrificio a Dios de mi propia carne y sangre, y preferir su servicio y el bien universal a las otras consideraciones humanas.

Las causas antiguas como las que de nuevo que han sabrevenido me han constreñido a tomar esta resolución, son tales y de tanta calidad que yo no las podré referir ni Vuestra Majestad oír sin removerse el dolor y lástima; además a su tiempo las entenderá Vuestra Majestad. Sólo me ha parecido que el fundamento desta mi determinación no depende de culpa ni des(…) ni es enderezado a castigo que —aunque para esto habría materia suficiente— pudiera tener su tiempo y término. Ni tampoco lo he tomado por medio con que por este camino se reformarán sus desórdenes; tiene este negocio otro principio y raíz cuyo remedio no consiste en tiempo ni medio, que es de mayor importancia y consideración para satisfacer yo a las dichas negociaciones que tengo a Dios[578]

Felipe II a su tía Catalina de Austria

Aunque de muchos días antes del discurso de vida y modo de proceder del Príncipe, mi hijo y de los muchos y grandes argumentos y testimonios que para (…) sobre que ha días respondía a lo que Vuestra Alteza me escribió, pero que habrá visto, entendida la necesidad precisa que había que poner remedio, el amor de padre y la nsideración y justificación que para venir a semejante término debe proceder, me he detenido, buscando y usando de todos los otros remedios y caminos que para no llegar a este punto me han parecido necesarios. Las cosas del Príncipe, han pasado tan adelante y venido a tal estado, que para cumplir con la obligación que tanto a Dios, como Príncipe cristiano y a los Reinos y Estados que ha sido servido de poner a mi cargo, no he podido excusar de hacer mudanza de su persona y recogerle y encerrarle. El sentimiento y dolor con esto habré hecho Vuestra Alteza lo podrá juzgar, por el que yo sé que tendrá caso, como madre y reina de todos. Mas, en fin, yo he querido hacer en esta parte sacrificio a Dios de mi propia carne y sangre y preferir su servicio… y el bien y beneficio público a las otras consideraciones humanas las causas más antiguas como las que de nuevo han sobrevenido, y me han constreñido a tener esta resolución son tales y de tal calidad, que ni yo las podría referir ni Vuestra Alteza oír sin renovar el dolor y la estima de más que a su tiempo las entenderá. A Vuestra Alteza sólo me ha parecido ahora advertir que el fundamento desde mi determinación no depende de culpa, ni inobediencia, ni desacato, ni es enderezado a castigo, que aunque para, ésta (…) suficiente materia, pudiera tener su tiempo y su término…

La confrontación de estas cartas permite algunas conclusiones. En todas no repiten estos fragmentos: primero, el agravamiento del mal comportamiento del Príncipe, hasta extremos intolerables («las cosas han pasado tan adelante…»); segundo, la consiguiente obligación que tiene el Rey de meterlo en prisión, como algo debido a Dios y a los reinos («… para cumplir con la obligación que tengo a Dios…»), y tercero, que no se trata de un riguroso proceder («… ni es enderezado a castigo…»).

A estos argumentos, que podíamos llamar básicos, añade otros razonamientos según sea el destinatario; así, a su tía Catalina y a su hermana María, como más allegadas, les tocará sus sentimientos:

… las causas… yo no las podré referir, ni Vuestra Majestad oír, sin renovarle el dolor y lástima…

También con ellas Felipe II tendrá una confidencia dolorosa:

El dolor y sentimiento con que yo habré hecho esto, Vuestra Majestad lo podrá juzgar… mas, en fin, yo he querido hacer sacrificio a Dios de mi propia carne y sangre…

Añadamos que estas cartas son autógrafas. Yo he tenido en mis manos la enviada a Maximiliano II, que custodia el Archivo de Viena. Es, sin duda, un intento por parte del Rey de provocar un sentimiento de mayor intimidad ante materia tan grave, pero no creamos en un arranque de espontaneidad. No. Podemos asegurar que se trata de redacciones muy pensadas. El Rey se limita a copiar un texto que tiene ante sí y que al fin ha dado por definitivo. Y esto lo sabemos porque en una ocasión se confunde y tiene que tachar y seguir adelante. Lo cual, además, encaja con esos dos días que quedan en blanco, entre la prisión y la fecha de las cartas, datadas a 21 de enero de 1568.

Pero también es obligado hacer otras consideraciones. Y la más importante, que el Rey se ve aquí entre dos fuegos, entre dos motivos acuciantes, encontrados entre sí: por un lado, necesita imperiosamente justificar su acción; por otro, le repugna revelar las culpas del Príncipe. Con lo cual, el resultado es un escrito lleno de ambigüedades, que no aclara suficientemente la conducta del Rey. Hay que sobrentender que el Príncipe ha puesto en peligro la seguridad del Estado (acaso su deseo de dar muerte al Rey o de pasarse al campo de los rebeldes flamencos), pero nada se dice en concreto. También se echa de ver la arrogancia regia: si ha tomado tal determinación y tan grave con su hijo, es porque era lo que debía, como Rey, a Dios y a sus súbditos.

Y punto. El Rey ha hablado y todos tienen que asumir que ha hecho lo que tenía que hacer.

Pero eso era muy peligroso, dentro y fuera de la Monarquía. El mismo Felipe II temía que el pueblo madrileño no lo admitiese y llegase a amotinarse. De tal modo era así, que al menor ruido que oía acudía alarmado a las ventanas del alcázar:

Tan atento estaba al negocio del Príncipe y sospechoso de las murmuraciones del pueblo, y en tal medida, que ruidos extraordinarios le hacían mirar si eran tumultos para sacar a Su Alteza de su cámara[579].

Y a su vez, el padre Mariana, entonces en un reino tan apartado como Sicilia, comentaría:

De la causa de su prisión y del enojo de su padre se dixeron muchas cosas, como acontece en casos tan grandes[580]

Y a fray Luis de León se le atribuirían unos versos muy significativos:

Aquí yacen de Carlos los despojos:

la parte principal volvióse al cielo,

con ella fue el valor; quedóle al suelo

miedo en el corazón, llanto en los ojos.

Que viene a ser una censura a la severa justicia del Rey, que a todos ponía espanto, y un lamento por la muerte del Príncipe:

… quedóle al suelo

miedo en el corazón, llanto en los ojos.

Medio siglo más tarde, Jerónimo de Quintana, en su Historia de la Villa de Madrid, aunque se muestra comprensivo con el proceder del Rey, le reprocha su secreto, que había dañado a su fama:

… como la causa principal se ignoraba y nadie sabía lo cierto del caso, asombró la resolución a todos, dando que decir, particularmente en los Reinos extranjeros, que hablaron diferentemente della, aduciendo mil mentiras, hijas de la ignorancia del suceso[581]

En suma, el trueno fue enorme, pero el Rey, no valorando suficientemente el peso de la opinión pública, no condescendió en aclarar palmariamente su conducta, acaso por considerar que eso era poner en tela de juicio la dignidad con que había asumido sus deberes regios[582].

Algo que sus enemigos aprovecharían al máximo. Era dar la ocasión para las posteriores acusaciones de los Orange, los Schiller y los Verdi, en el correr de los siglos. Al contrario, Carlos V había sido muy celoso en mostrar siempre una clara transparencia en cuanto a sus acciones políticas; así, sus discursos políticos, como el de Worms ante la Dieta imperial, en 1521; el pronunciado en Roma, en 1536, ante el Papa, y, por último, el proferido en Bruselas con motivo de su abdicación, en 1555, no dejan atrás ningún misterio. En suma, el Emperador dio muestras siempre de comportarse como un hombre de Estado sincero, incluso ingenuo, que decía siempre con valentía lo que pensaba; por el contrario, Felipe II jamás dejaba traslucir su pensamiento.

Realizada la prisión, trasladado el Príncipe a un torreón del alcázar, tomadas las medidas adecuadas en palacio para lograr su incomunicación, informadas las Cortes del grave acontecimiento, aún faltaba algo importante. Pues una vez hecho público el conflicto entre el Rey y su hijo, el Príncipe heredero, quedaba en evidencia que lo que estaba en juego era el problema de la sucesión al trono. Una cuestión que la prisión del Príncipe no resolvía definitivamente. Si en un accidente fortuito el Rey fallecía, estaba claro que el Príncipe se convertía en el nuevo soberano y que todo lo iniciado por Felipe II quedaba en el aire.

Pues la prisión del Príncipe no era sólo para evitar al Rey dificultades en el gobierno de su reino, sino que iba mucho más allá. Es una de las pocas cosas que se traslucen de las cartas de Felipe II:

… cumpliendo yo con lo que debo al servicio de Dios y bien y beneficio de mis Reinos y Estados…

Eso quería decir que Felipe II había llegado a la conclusión de que su hijo no podía gobernar. La prisión había puesto remedio a sus intentos de fuga y, acaso, a que secundase a los rebeldes flamencos. Faltaba completar las medidas tomadas procediendo a la incapacitación legal del Príncipe.

Por lo tanto, un proceso.

Es algo de sentido común y, sin embargo, uno de los puntos más debatidos por los especialistas, desde que Gachard lo pusiera en duda.

Pero las primeras referencias están en Cabrera de Córdoba, quien nos dice que el Rey pidió que se le mandara, desde Barcelona, copia del proceso que el rey Juan II había hecho a su hijo el príncipe de Viana. Y dice más: que había nombrado una Comisión presidida por el cardenal Espinosa:

Hizo una Junta del cardenal Espinosa, Ruy Gómez de Silva y el licenciado Briviesca, para causar proceso justificado de la prisión y causa del Príncipe[583].

Iniciado el proceso de don Carlos, cuando el Príncipe falleció, ordenó el Rey que todos los papeles del proceso se llevasen a Simancas, donde se quedaron en un cofrecillo verde, con mandato expreso de que por nadie fuera abierto. Ahora bien, el cofrecillo verde, que la tradición señalaba en Simancas como el que contenía el secreto del Rey, abierto a principios del siglo XIX, en la época de las guerras napoleónicas, sólo reveló otro proceso muy distinto: el del ministro de Felipe III Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias.

¿Todo eso puede llevar a la conclusión de que Felipe II jamás procesó a su hijo? Nada está probado. La carencia de pruebas es sólo una pista, no una prueba, dado que el Rey pudo bien considerar que el proceso del Príncipe sólo era necesario para desplazarle del poder en el futuro, sentenciando su incapacidad; algo que la muerte se había encargado de realizar a la perfección.

De ahí el juicio, tan penetrante, de Cabrera de Córdoba: «… el padre se afligió, pero el Rey se aquietó», lo que pone una seria interrogante sobre la actuación del Rey.

Pues, a lo que sabemos, el Príncipe, desesperado por la falta de libertad, cometió excesos sin cuento. Y, como había hecho su bisabuela cuando fue encerrada por su marido Felipe el Hermoso, también don Carlos acudió al único medio al alcance de su mano para abreviar la vida: la huelga de hambre. Fallándole la voluntad necesaria para ello, dio en otro exceso, más acorde con su tendencia, como comidas hasta límites insufribles para su débil contextura, con el consiguiente quebranto de su salud. Y lo agravó todo, en aquel verano sofocante —como suelen ser los de Madrid en todas las épocas, y más en aquel torreón donde estaba recluido—, tratando de aliviar los calores en la noche llevando hielo al mismo lecho.

Algo que pocos organismos hubieran soportado, y menos el del Príncipe, de suyo tan enclenque y quebrantado.

Pero, de ese modo, don Carlos logró su propósito: abreviar sus días en la prisión que tan insoportable se le hacía. Cuando se encontró enfermo de muerte, manifestó dos deseos: ser visitado por el Rey, para conseguir su perdón, y alcanzar la fecha simbólica del 25 de julio, festividad de Santiago.

Ninguno de esos deseos los vería cumplidos. El Rey sólo le echó la bendición al hijo moribundo tras las espaldas de los guardianes, y la muerte le llegó a don Carlos la víspera de Santiago.

Ahora bien, cuando Felipe II señala la disposición del grupo fúnebre que había de acompañarle por los siglos de los siglos en la basílica del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, se acuerda de don Carlos. Su muerte en prisión había eliminado el grave problema de Estado. El Rey era ahora quien daba paso al padre. De ese modo, Felipe II podía pensar que recuperaba a su hijo ante la posteridad.

En la manera de cómo da cuenta de su muerte a los súbditos se echa de ver también que daba por resuelto «cristianamente» aquel espinoso asunto.

Véase, si no, la forma en que lo comunica a la Universidad de Salamanca, como lo hizo al resto del país:

Venerables Rector, maestrescuela, consiliarios y diputados del Studio y Universidad de Salamanca. Sábado que se contaron 24 deste mes de Julio antes del día, fue Nuestro Señor servido de llevar para sí al Serenísimo Príncipe don Carlos, mi muy caro y muy amado hijo, habiendo recibido tres días antes los santos sacramentos con gran devoción. Su fin fue tan cristiano y de tan católico Príncipe que me ha sido de mucho gran consuelo para el dolor y el sentimiento que de su muerte tengo, pues se debe con razón esperar en Dios y en su misericordia le ha llevado para gozar d’El perpetuamente, de que he querido advertiros como es justo para que hagáis la demostración de lutos y otras cosas que en semejante caso se acostumbra y suele hacer.

De Madrid a 27 de julio de 1568 años.

Yo, el Rey

por mandato de Su Majestad, Francisco de Erasso[584].

Como leemos en Cabrera de Córdoba, algo queda claro: el padre se entristecía, pero el Rey se sosegaba.

¿Qué podríamos añadir? Quizá algo más. Por ejemplo, que tras tantos años de plantearme el tema, he llegado a la conclusión de que don Carlos fue víctima de un adverso destino, que lo fue destruyendo. Bisnieto por doble vía de Juana la Loca, huérfano de madre y creciendo siempre como tal, viviendo en cortes apartadas —Aranda, Toro—, a las que sólo de tarde en tarde se asomaba el padre —demasiado joven, acaso, para sentir las obligaciones paternas—, sufriendo un gravísimo accidente que le afectó a la cabeza y que contribuyó a hacer aún más inestable su carácter, apartado por ello del poder, lo que intensificaba cada vez más su situación de acorralamiento, representando de todas formas una generación que añoraba la heroica de Carlos V y que le enfrentaba ineludiblemente con la de Felipe II, sujeto a los manejos de los descontentos de aquel reinado (en particular, la nobleza flamenca, ansiosa de encontrar un apoyo en la corte), sin opción alguna para suceder a su padre por la vía normal, todo parecía confluir para su enfrentamiento con el Rey. Para suceder a su padre hubiera tenido que esperar treinta años; toda una eternidad en las sociedades del Antiguo Régimen. De ahí que don Carlos represente algo más que una oposición, una oposición desesperada.

Ya hemos visto que el padre Mariana, con certera visión, nos dice que al Príncipe le perdió su impaciencia. Mas ¡cuán difícil era ser paciente representando a la oposición frente a Felipe II!

Por eso, y como último comentario, cabría decir que si en el Rey y en su actuación frente al hijo y heredero puede encontrarse algo de las virtudes de la antigua Roma, de un rey que con ánimo estoico aplica la ley que precisa el Estado, aunque sea en contra de su carne y su sangre —lo que haría recordar la antigua sentencia romana dura lex, sed lex—, en cuanto a don Carlos, al verle tan desventurado y cómo va cayendo lentamente en un abismo sin fondo, hasta encontrar la prisión y la misma muerte, nos hace sentir una inmensa compasión.

Dura lex, sed lex: he ahí la sentencia que recordar para comprender al Rey; siempre y cuando no olvidemos las angustias indecibles del Príncipe, que, de ser heredero de la Monarquía más poderosa de su tiempo, se convierte en un mísero prisionero de Estado que muere irremisiblemente en prisión.

Por lo tanto, 1568 quedaría marcado como el annus horribilis del reinado de Felipe II. A los cincuenta días de la ejecución de los condes de Egmont y de Horn —donde tan palmaria resultaba la intervención regia—, llegaba la noticia de la muerte en prisión del príncipe don Carlos. Y, por si fuera poco, a los tres meses, la de la reina Isabel de Valois. Demasiadas coincidencias para que los enemigos de Felipe II no las aprovecharan, aunque las circunstancias de cada caso fueran bien distintas.

En cuanto a Isabel de Valois, no se trataba ciertamente de ningún enemigo del Rey. Al contrario, se había manifestado como la más decidida de la idea de su marido de que en Francia su madre, Catalina de Médicis, debía actuar con mano dura contra la nobleza hugonota, como se echó de ver en la carta que le mandó en el verano de 1568[585]. Y aunque resulte evidente que la escribiera a petición de su marido, todo parece indicar que compartía sus sentimientos de que consentir la herejía era la ruina del Estado.

Otra prueba de las buenas relaciones entre los reyes la tenemos en el mismo embarazo de Isabel de Valois, anunciado en el verano de 1568. Un embarazo que fue recibido con júbilo por la corte, confiando en que Isabel daría un heredero varón a la Corona, tanto más necesario cuanto que ya había muerto don Carlos. El embajador francés Fourquevaulx participaba de esa misma alegría: Catalina de Médicis podría ver a un nieto suyo como rey de las Españas[586].

No sería así. La siempre frágil salud de Isabel de Valois se resintió con el nuevo embarazo. Un doloroso ataque nefrítico puso a prueba su organismo. En vano trataron los médicos de la corte de combatir su mal; es más, incluso es posible que lo precipitaran todo con sus rutinarios procedimientos, en los que no podían faltar las temibles sangrías. Vómitos constantes y al final un aborto acabaron con las últimas fuerzas de Isabel.

Era el 3 de octubre de 1568.

El Rey, que había acompañado a Isabel en su tránsito, se recogió en el convento madrileño de los Jerónimos a llorar su pena. Y no cabe duda de que era sincera.

Una pena compartida por el pueblo madrileño:

Fue grande la demostración de llanto y sentimiento que hicieron las damas y todo el pueblo[587].

Tal fue el penoso saldo del año 1568, que tan profunda huella dejó en el carácter de Felipe II. A partir de entonces, nada sería como antes.

La crisis de Milán

Y en torno a ese año 1568, ese annus horribilis del reinado de Felipe II, es cuando se produce la crisis milanesa, abierta entre el gobernador y capitán general, que lo era entonces el duque de Alburquerque, y el arzobispo de la ciudad, nada menos que san Carlos Borromeo.

En principio, todo empezó por una serie de incidentes casi banales, pero que fueron complicándose cada vez más, hasta acabar convirtiéndose en materia de los más serios conflictos internacionales, como los que podían darse entre la Monarquía católica y Roma.

En primer lugar, el gobernador de Milán, el duque de Alburquerque, hombre «muy cristiano» pero de luces limitadas, pretendió un puesto preferente en las ceremonias religiosas oficiadas por el Arzobispo; pequeñas cuestiones, tales como un sitial destacado en la iglesia, o acompañar al Arzobispo a su vera en las procesiones, que el cardenal Borromeo se negó a conceder, entendiéndolo como una intromisión del poder civil, y celoso de mostrar ante el pueblo la independencia de su dignidad eclesiástica.

A su vez, san Carlos, muy afanoso de cumplir los decretos tridentinos y de convertir su arzobispado en un territorio modélico, se decidió a combatir todos los pecados tipificados en el Concilio: ofensas a la divinidad (blasfemias), desprecio al santo sacramento del matrimonio (adulterios), opresión económica con préstamos leoninos (usura). Así llamó a su tribunal eclesiástico no sólo a clérigos, sino también a laicos, y para tener poder coercitivo se hizo con una pequeña fuerza armada de alguaciles. Esto, a su vez, se tomó por el gobernador como una intrusión del poder eclesiástico en las competencias del civil.

Sin embargo, la colisión no se produciría, en principio, entre los dos máximos poderes milaneses, sino entre el Arzobispo y el Senado. Las medidas disciplinarias de san Carlos irritaban principalmente a la nobleza milanesa, o, al menos, al sector de nobles que abusaban de su poder y que llevaban una vida licenciosa, como era la general costumbre en toda la Cristiandad. Recordemos el caso paralelo de España, cuando en la obra de Alfonso de Valdés (el famoso Diálogo de Mercurio y Carón), escrita en ese siglo (cuarenta años antes), se hace aparecer al alma de un duque, y a la pregunta de Caronte de cómo había vivido, como si fuera una pregunta ociosa, cuya respuesta había que dar por supuesta:

Como los otros; comer y beber muy largamente, y aun a ratos no me contentaba con mí mujer, y todo mí cuidado era de acrecentar mi señorío y sacar dineros de mis vasallos[588].

Más significativo es, a mi entender, que en la obra de Valdés, dividida en dos partes, en la primera de las cuales va dando las versiones negativas de los diversos personajes sociales (el mal predicador, el mal duque, el mal cardenal, etc.), y en la segunda, sus réplicas ejemplares, Alfonso de Valdés omite la estampa del buen duque, como si en toda su vida no se hubiese topado con ninguno.

Uno de esos nobles licenciosos iba a ser procesado por el tribunal del Arzobispo y detenido por uno de sus alguaciles. Eso pondría en marcha la reacción inmediata del Senado, que, considerando que el tal alguacil había quebrantado la ley, ordenó a su vez su castigo, incluso, si se fuera a creer a fuentes cercanas al Arzobispo, no respetando para ello la inmunidad del recinto sagrado, a la que se había acogido el alguacil; el cual, en todo caso, recibió público castigo y destierro de la ciudad ducal; excesiva penalización que fue censurada tanto por Alburquerque como por Felipe II. Pero el Santo fue más allá, pronunciando la excomunión. El Senado, a su vez, no se amilanó y dio orden a sus ministros de arrancar el edicto de excomunión del Arzobispo.

Era evidente que el Senado jugaba demasiado fuerte. Detrás del Cardenal, y dándole todo su apoyo, surgió ya la figura de Pío V. El conflicto escapaba, pues, del ámbito milanés, para saltar a Roma y a Madrid. Pío V citó al Senado de Milán ante su tribunal romano, no cediendo a las presiones del embajador español, entonces Luis de Requesens, más que en la ampliación del plazo concedido.

Así las cosas, cuando la noticia llegó a Madrid, Felipe II se vio forzado también a intervenir. La postura del Rey era harto incómoda. Por una parte, no podía ver sino con buenos ojos el proceder santificante de Borromeo, al tratar de que en su arzobispado se viviera conforme a los principios religiosos y morales acordados en Trento. Pero, a la vez, tenía que procurar desviar el castigo que amagaba sobre el Senado de Milán, ya que su desprestigio también salpicaba al poder hispano en Italia. Era preciso, por tanto, negociar con las autoridades eclesiásticas en Milán y en Roma, y a tal fin correspondió la embajada del marqués de Cerralbo[589].

Para entonces corría el mes de octubre de 1567. La época del año, el largo viaje, y sin duda también la categoría del embajador especial, contribuyeron a la suma lentitud de aquella acción diplomática. Cerralbo ya no se encontraría en Milán hasta entrado el mes de enero de 1568, ese año realmente difícil en el reinado de Felipe II.

Cerralbo trató de conseguir de Borromeo que cediera en su sentencia frente al Senado, haciéndole ver que el castigo de laicos correspondía a la justicia real, llegando, al parecer, a veladas amenazas, respecto a lo que el Rey se vería obligado a proceder, si las cosas no se solucionaban satisfactoriamente; esto es, que el Senado no tuviera que acudir a Roma y que su prestigio no fuese puesto en entredicho. La réplica del Santo fue inmediata: estaba dispuesto al martirio, antes que consentir que la autoridad de la Iglesia sufriera menoscabo[590].

El escaso resultado de Cerralbo en Milán obligó al Marqués a desplazarse a Roma, donde Pío V estaba a punto de dictar sentencia contra el Senado milanés. La Monarquía católica tuvo que desplegar toda su fuerza diplomática, ayudando al embajador español Zúñiga los prelados Pacheco y Granvela. Al fin se consiguió que el Papa sustituyese la obligación del Senado de presentarse en Roma por la de un público desagravio al arzobispo Borromeo en Milán; solución que, sin embargo, seguía sin ser aceptable para España.

En tales negociaciones fueron transcurriendo los meses. En la primavera de 1569, y entendiendo que nada más podía conseguir, Cerralbo regresaba a España; evidentemente, por mandato de Felipe II, que así quería dar muestras de su disgusto. De forma que fue llegada la hora de que Roma considerase oportuno mandar a su vez una embajada especial a Madrid: en este caso, a Giustiniani.

Cuán difíciles eran entonces las negociaciones diplomáticas se refleja en ese hecho de que un incidente, sin duda de pequeño porte, podía alargarse e irse agravando, conforme pasaban meses y años. En agosto de 1569, Pío V enviaba a Giustiniani a España; precisamente era cuando nuevos conflictos en Milán lo ponían todo más difícil.

En efecto, entre las instituciones religiosas que san Carlos Borromeo quería reformar estaba el cabildo de Santa María de la Scala de Milán, el cual, por otra parte, aducía privilegios por pertenecer al Patronato regio, que le ponían al margen de la jurisdicción del Arzobispo. Pese a ello, los ministros arzobispales inician su tarea, apresando al sacristán del cabildo de la Scala. A ello responde el conservador apostólico del cabildo nada menos que excomulgando al tribunal del Arzobispo. En vista de ello, san Carlos anuncia su visita personal de reforma del cabildo para el 31 de agosto de 1569.

Con qué expectación vivió Milán aquella jornada, es cosa que se puede vislumbrar. Los partidarios del cabildo se presentaron bien armados y cerraron el paso al cortejo del Arzobispo espada en mano. Para apoyarse en la guardia del gobernador, arremetieron al grito de «¡España, España!». Por lo tanto, el conflicto entre jurisdicciones eclesiásticas volvía a saltar otra vez al campo de las tensiones entre España y Roma.

Fue entonces cuando san Carlos Borromeo dio pruebas de su temple de ánimo, abriéndose paso entre la alborotada multitud.

Estamos ante un momento en el que el testimonio directo de las fuentes resulta insustituible. El memorial In questa città nos presentará el suceso con tanta viveza, que nos parece estar escuchando las voces del populacho, y, de pronto, el silencio admirativo, ante el gesto valiente del santo:

… arrivato il Cardinale, non potendo per la grande moltitudine intrare nel vestíbulo di detta chiesa, dove era el capitulo di essa, per dagli la sua ragione…, il Cardinale, smontato de cavallo et pigliata la croce delle mani del suo crucigero, con essa tentó a gran forza di farse largo tras la moltitudine…, dal quale riuscì che furono sfondrate molte spade et scitato grandissimo tumulto, con no poco pericolo della persona, così del Cardinale, come di ogni altro che si truovò in detto luoco[591].

Al fin, san Carlos logró penetrar en la iglesia, excomulgando públicamente al cabildo rebelde, si bien el conservador del cabildo, a su vez, y con notoria extralimitación de sus funciones, hacía lo propio con el Arzobispo.

El escándalo producido por todo ello entre el pueblo de Milán sólo se puede apreciar si se tiene en cuenta con qué pasión se vivían entonces los asuntos religiosos.

Paralelamente a estos tumultos, el gobernador español había aumentado más la tensión, publicando un duro bando contra todos los que se atreviesen a ir contra la justicia real, sin excepción de personas. La mayor parte de los ministros del tribunal del Arzobispo tomaron como mejor medida buscar en la fuga su remedio. El propio Santo se consideró amenazado[592].

En esa tensa situación, cuando las noticias llegaban cada vez más alarmantes a Roma y a Madrid, y cuando tanto san Pío V como Felipe II pensaban que debían tomar decisiones más graves, en defensa cada uno de su propia jurisdicción, un hecho que consternó a todos vino a resolver de momento la cuestión, imponiendo una especie de tregua.

Y ese suceso fue el atentado de que fue objeto san Carlos Borromeo, ataque tanto más sacrílego cuanto que se realizó cuando estaba en su oratorio. Aquello desarmó al duque de Alburquerque y, por supuesto, a Felipe II, que daría orden a su gobernador de dar toda clase de excusas al Santo. Como se puede comprender, Felipe II tenía el máximo interés en demostrar al mundo que nada tenía que ver con la criminal agresión. Alburquerque le daba la noticia a Zúñiga (el embajador español en Roma), completamente consternado, sabiendo sin duda que a él le podía salpicar aquel lamentable suceso:

Después de scripta ésta ha sucedido la cosa del mundo que más pena me podía dar, porque estando el Rmo. Cardenal en su oratorio, hincado de rodillas, con otros clérigos y personas de su casa que con él estaban, le tiraron (…) un arcabuzazo (…). Y hizo Dios milagro que no le hiciesen otro daño.

Era un criminal atentado con resultado de milagro manifiesto. También resultaba evidente la santidad de Carlos Borromeo en su forma serena de reaccionar:

… y estando su oratorio tan lleno de gente, no consintió que saliese nadie tras el que lo tiró, y tornó a continuar su oración…

Alburquerque le visita, deseoso de congraciarse con el santo varón, y así lo manifiesta:

… le hallé tan consolado y sin cólera, que a cualquiera hombre pusiera devoción[593]

También Felipe II mostró su indignación:

Quanto al arcabuzazo que tiraron al dicho Cardenal, el atrevimiento de tan execrable caso ha sido de manera que nos ha puesto en mucha admiración…

Así lo manifestaba el Rey al duque de Alburquerque a fines de noviembre de 1569, ordenando a su gobernador que extremase el celo para detener al malhechor; al mismo tiempo que transmitía su apoyo al Cardenal en su enfrentamiento con el cabildo de Santa María de la Scala y mandaba al Duque que ayudase en aquel conflicto al arzobispo Borromeo[594].

Con razón Roma podía señalar a Felipe II que aquello no era sino el fruto natural de la falta de apoyo que el Arzobispo había tenido:

Questi sono I frutti che finalmente sono nati della poca intelligenza, anzi più tosto dalla quasi manifesta inimicitia et dai continui disfavori che gli hanno usati et mostrati I ministri di S.M….[595]

Lenguaje entendido por el Rey, que así ordenaría al duque de Alburquerque que tanto el cabildo de la Scala como el Senado dieran una pública demostración de desagravio al cardenal Borromeo. Si bien, en la defensa de lo que tocaba a la autoridad real, Felipe II ordenaba «que no haya ningún descuido», eso era más bien advertencia para el futuro, saliendo de aquella crisis apoyando al Cardenal en su visita reformadora de Santa María de la Scala, aunque perteneciera al Patronato Real, pues precisamente por ello estaba obligada a la vida más ejemplar. De forma que el Rey acababa sentenciando a favor del Cardenal:

Y es cosa clara y averiguada que al dicho Cardenal le toca, por el derecho común, la dicha visita[596]

Y eso fue ya la victoria del Santo. Como comenta Ludwig Pastor:

Con esto no se dio ciertamente una solución radical de los debates pendientes; pero que Borromeo consiguiese tanto, nadie sin duda, fuera de él mismo, lo hubiera creído[597].

Sería minimizar la cuestión si la dejáramos en esta mera película de los sucesos. Otra vez, al contemplar el desenlace, hay que considerar que los conflictos de Milán son algo más que unos episodios locales. Detrás de san Carlos Borromeo está la Roma de san Pío V, como detrás del duque de Alburquerque está la España de Felipe II. Esto ya eleva el conflicto de nivel, pasando de la escala milanesa a la italiana e incluso a la internacional.

Que un entendimiento entre Roma y España, entre san Carlos y el gobernador español de Milán tenía que producirse, estaba en la misma dinámica de los sucesos. Ya hemos recordado cuán difícil era la situación para el catolicismo europeo, con Escocia separada y la reina María Estuardo en prisión, con una Isabel de Inglaterra cada vez más amenazadora, con los hugonotes franceses, al mismo tiempo, también más activos y con Guillermo de Orange no cejando en su empeño de alzar los Países Bajos contra Felipe II. A principios de 1569 era una realidad en España el alzamiento de los moriscos granadinos. El Turco amenazaba a Venecia en Chipre. Roma se esforzaba por lograr una Santa Liga con España y Venecia, que al fin se firmaría en 1570. Por lo tanto, ese arreglo de la cuestión milanesa, a finales de 1569, era totalmente preciso, se convertía en una auténtica necesidad.

Aunque el cardenal Borromeo hubiera fijado sus citaciones sin el plácet del gobernador a que por los acuerdos entre Roma y la Monarquía católica estaba obligado, Alburquerque no podía llevar su represalia al mayor extremo (se hablaba, incluso, de destierro del arzobispo de Milán), porque hubiera provocado, de inmediato, la ruptura con Roma. Y Felipe II era muy consciente de que aquello era un grave error en el que no se podía caer; véase, si no, cómo se lo expresa a su propio gobernador en Milán, duque de Alburquerque, cuando resume los últimos acontecimientos del año 1569, incluido el atentado sufrido por el Cardenal:

… que por esto se haya de romper con Su Santidad (…), bien podéis considerar quánto esto es fuera de lo que conviene, y en tiempo en que tantas otras cosas públicas y particulares hay en que entender y que tan turbada está la Cristiandad y llena de tantos errores, y el contentamiento y júbilo que sería para los herejes vernos agora en rotura, siendo como somos, por la bondad de Dios, el único escudo y defensor de la Iglesia[598]

Granada en 1561[648], [649][650],

Si añadimos una criatura por vecino (los menores de siete años no aparecen recogidos), saldrían aproximadamente los 55 000 habitantes.

Aunque el censo da mucha más información (de la que procuramos entresacar lo más interesante), ya tenemos una primera aproximación. Estamos ante una de las mayores ciudades de la Corona de Castilla y de España entera, sólo superada por Sevilla en esta década de los sesenta, y a nivel de Toledo y de la misma Valencia[651]. Los datos de Simancas nos dan una Granada con algo más de 10 000 casas, con unos 13 000 vecinos y con 43 000 personas de confesión; dato, por cierto, que no aparece en otros censos de calle hita de la época, lo cual, acaso, hay que anotarlo en función de un mayor control religioso.

Asomarnos a ese censo, con los nombres de todos sus 13 000 vecinos, es como pasear por la Granada que vivió el temible alzamiento morisco: sin duda, no pocos entre los que estuvieron implicados o lo desearon, y muchos entre los que temieron el gran desastre. La ciudad contaba con 24 parroquias, siendo las dos más pobladas la de la Iglesia Mayor (entonces todavía en construcción). Recordemos que cuando muere Diego de Siloé, en 1563, ya había dejado terminada la cabecera y gran parte del resto, si bien la fachada no se alzaría hasta un siglo después por Alonso Cano. Contaba con 3500 personas de confesión, y Santa Escolástica, cercana a Torre Bermeja, también superando los 3200 vecinos.

Abundan los sederos, la principal industria de la ciudad, aunque los estudiosos hablan de una crisis del sector por las ventajas fiscales concedidas a Murcia, o lo que es lo mismo, los mayores gravámenes que pesaban sobre Granada. Pero también son numerosos los curtidores, que en torno a la Iglesia Mayor son Alonso Rodríguez, Lope Sánchez, Alonso de Ojeda, Francisco de la Fuente, Martín Romero, Cristóbal López, Pedro del Castillo, Juan Sánchez, Antón Martín, Mariano de Mena y Francisco Pacheco; todos linajes evidentemente «de cristianos viejos», como dirían los hombres del tiempo, aunque también otros de mayor protagonismo social, como el doctor Pedro Núñez, abogado, o los mercaderes Francisco Álvarez, Luis de Vélez y Juan Varela, o el licenciado Rodrigo Yáñez. Pero en el mismo corazón de la ciudad, en la parroquia de San Juan de los Reyes, los apellidos moros merodean: Hernando el Guarrad, Isabel Guarahamid, Matías Harahí, María Hamina, Francisco Abenámar, Juan Almaxaí, Hernando el Carmoní, Diego el Carbí, Lorenzo Nacehí… En un caso se dice expresamente: «Luis el mudéxar».

No digamos en el Albaicín, señoreado con la parroquia de San Salvador. La primera casa con que nos encontramos es la de Francisco Jarquín. Se suceden después las de Diego López el Nibelí, Francisco Hernández el Masiní, Francisco el Ramoní y Alonso Hernández el Habaquí. ¡Ya tenemos, pues, uno de los linajes que se harían famosos en la época de la insurrección! El Habaquí, del que tendremos ocasión de referirnos más adelante. Pero no es el único. También topamos con la casa de don Hernando Muley de Fez. Los nombres son cristianos, porque lo exige la ley, pero los apellidos están más en consonancia con los sentimientos y con los viejos linajes moros. También la parroquia de San Martín, correspondiente a esa zona morisca, nos da otro de los linajes de la revolución: es la casa de Farax, con que se inicia la relación. ¿No pensamos al punto en Farax-abén-Farax, aquél en cuya casa se iniciaron las reuniones secretas preparatorias de la rebelión? Es un barrio cien por cien morisco, y, como prueba de ello, cuando hay una excepción se anota cuidadosamente; así, al lado de la iglesia vemos que vive Diego Izquierdo, «cristiano viejo».

Tomemos el modelo in extenso de una parroquia: la de Santa Ana, al otro ludo del Darro y al pie de la subida a la Alhambra. Contamos para ello con un buen estudio del licenciado Luis Hernández Olivera[652]. Es una parroquia de las linajudas, cuyos vecinos tienen abundante servicio doméstico. Son frecuentes las casas con varias criadas, sin faltar, claro, los esclavos.

Veamos un ejemplo: la casa de García de Pisa, que era veinticuatro de Granada y, por lo tanto, miembro del patriciado urbano. Ésta era su familia: doña Ana Osorio, su mujer; sus parientes (hijos o hermanos) vienen marcados por el título de don: doña Magdalena, doña María, doña Catalina, don García, don Esteban, doña Francisca Osorio (posiblemente hermana de la mujer). Se sucede después la relación de las criadas, una acaso familiar: Catalina de Pisa, Juana Ruiz, Inés Rodríguez, María de Morales, Catalina de Morales, María y un esclavo (éste, caso frecuente, sin señalar el nombre).

En el conjunto parroquial aparecen 51 esclavos, predominando el sexo femenino (34 esclavas y 17 esclavos). En cambio, el servicio doméstico se muestra nivelado, siendo casi el sesenta por ciento de la población activa, con 92 criados y otras tantas criadas. Por supuesto, la profesión más numerosa, aparte la del servicio doméstico, es la de sedero, con la que aparecen designados 37 vecinos.

En esta parroquia son muy pocos los moriscos —sólo siete— y tampoco menudean los vinculados al campo —tan sólo un hortelano, un gallinero y dos labradores—. Entre las clases altas, dos veinticuatro, tres doctores, un licenciado, dos alcaides, once escribanos, un médico, el capellán de la Iglesia Mayor y un contador de la Inquisición. En la casa de la cárcel vivía el alcaide, Juan Suárez, con su mujer, dos hijos y una esclava. El escribano Pedro de la Fuente, con tres hijos, un ama, una criada, un esclavo y dos esclavas. El otro alcaide consignado, Francisco de la Paz, vivía con su mujer y un hermano, con el servicio de dos amas, dos criados, dos esclavas y un esclavo.

Hidalgos, pues, como don Jerónimo de Montalvo, de la parroquia de Santa Ana; clérigos, como el licenciado Molina, de la parroquia de Santiago; médicos, como el doctor Sánchez, de la parroquia de San Gil; patricios, como don Pedro de Aguilar, veinticuatro de la ciudad (que vive, por cierto, con su mujer doña Juana, su padre, don Juan de Aguilar, su tía Catalina Álvarez, dos criados, una criada y también con «su negra Isabel», que apunta a otras cosas, amén de las del servicio doméstico), que habita en la parroquia de San Pedro y San Pablo; maestros, como Álvaro de la Villa, que reside en la parroquia de San Yuste; pero también sederos, albañiles, carpinteros y moriscos, éstos sobre todo en el Albaicín, aunque también aparezcan salpicados en otras parroquias. A todos ellos los vemos, de pronto, ponerse en movimiento, ir de sus casas a las iglesias y mercados, deambular por sus calles y plazas, comentar las novedades de cada jornada.

Las nuevas de cada día, y entre ellas la que les preocupa. Los nuevos decretos filipinos sobre los moriscos y sobre la puesta en marcha de aquellos rigurosos decretos de 1526 que el Emperador había dejado en suspenso por cuarenta años. Era el tiempo en que aquel plazo se cumplía. El rigor del Rey, mirando las cosas desde otro plano, con otra perspectiva y, sin duda, pensando en los bienes que podría traer a largo plazo, les tenía suspensos.

Pues para los granadinos de 1566 lo inmediato era lo que contaba. Lo que se les venía encima.

Porque la rebelión estaba en el ambiente, aunque fuera dudoso que venciera; a fin de cuentas, tras los edictos regios estaba todo el poder de la Monarquía[653].

Pero lo que era seguro es que el triunfo del Rey no sería sin conflictos, sin violencias, sin derramamiento de sangre.

La guerra se prolongó así increíblemente, en parte por las desavenencias entre los marqueses de Mondéjar y de Vélez, y también porque para aquella lucha, en riscos tan impresionantes, estaban mejor preparados los rebeldes granadinos. Sólo el que ha penetrado en esa zona tan agreste (Órgiva, Capileira, Trevélez, Válor) puede darse cuenta de sus dificultades.

También, en cierta medida, hay que tener en cuenta el apoyo del mundo islámico; aunque no en gran número, lo cierto es que pequeños contingentes de berberiscos y turcos vinieron a sumarse al combate, no en cantidad como para resultar decisivos, pero sí para alentar a los rebeldes, haciendo más difícil su sometimiento.

De hecho, el propio Rey, alarmado ante la envergadura que estaban tomando los acontecimientos, tomó dos medidas de excepción: la primera, nombrar a su hermano don Juan de Austria como generalísimo de las fuerzas cristianas, a fin de superar las divergencias surgidas entre Mondéjar y Vélez, y la segunda, acercarse él mismo al teatro de las operaciones convocando Cortes en Córdoba el año 1570; sería la única vez que el Rey reuniría las Cortes castellanas fuera de Madrid, desde que en 1561 la había convertido en la capital de la Monarquía. Cadiar y Galera fueron el centro de la resistencia, pero la amenaza morisca llegó hasta el asedio de Órgiva e incluso de sendas intentonas sobre villas costeras tan importantes como Almuñécar y Salobreña.

Ahora bien, las incursiones y las rivalidades también se cebaron en el bando rebelde. Su primer caudillo, Abén Humeya, fue asesinado por Abén Aboo, que se alzó como nuevo rey, nombrando su general a El Habaquí, que también acabaría asesinado por Abén Aboo, deshaciendo de ese modo unas primeras negociaciones de paz con don Juan de Austria, tenidas en mayo de 1570 y protagonizadas por El Habaquí. La insurrección, además, se extendería a la serranía de Ronda.

Fue precisa una durísima campaña, llevada a cabo en pleno verano de 1570, para doblegar a los rebeldes, completando la acción bélica con una de las medidas más despiadadas: la expulsión de todos los moriscos granadinos, sin excepción, incluyendo hasta los mismos reconocidos como cristianos; sacándolos de sus lugares, grandes o chicos, para trasladarlos bajo vigilancia a parte de la Andalucía occidental, a Extremadura y a las dos Castillas.

Medida tan rigurosa conllevaba un alto grado de riesgo: que los moriscos desesperados ofrecieran una mayor resistencia, o que provocaran nuevos alzamientos. Para evitarlo, se disimuló la orden como un alejamiento provisional, de cara al invierno, poniendo como excusa que, al no haberse cogido cosecha alguna (lo cual era cierto en buen número de casos, pues unos y otros practicaron la táctica de la tierra quemada), el hambre sería general y sólo había un modo de socorrerlos: llevándolos lejos, donde la guerra no hubiera dañado las cosechas.

A ese respecto, las órdenes secretas recibidas por los mandos cristianos no dejan lugar a dudas.

Así, la que recibió Alonso de Carvajal, comisario de Baza, el cual había de proclamar que:

… por no haberse podido sembrar, a causa de la inquietud que la guerra ha traído consigo, como por la esterilidad del año, se ha reducido esta provincia a tanta penuria que es imposible poderse sustentar en ella, por lo cual…, Su Majestad ha tomado resolución que por el presente los dichos cristianos nuevos se saquen deste Reino y se lleven a Castilla y a las otras provincias donde el año ha sido abundante y no han padescido a causa de las guerras[654]

Por lo tanto, no el rigor, sino la clemencia, eso es lo que se les anunciaba. Por un lado, la perspectiva del hambre en la tierra; por otro, la Castilla en paz y con bienestar.

… donde con gran comodidad podrán comer y sustentarse…

Además, la medida se presentaba transitoria:

… se podrá considerar para qué tiempo y cómo se podrán volver a sus casas…

Por otra parte, se podían llevar sus bienes muebles:

… sin que se les quiten ninguna cosa dellos…

Y todo, con buena persuasión:

… y en esta sustancia se les han de decir todas las buenas palabras que supieren…

Pero nadie se llamó a engaño. Era perder sus tierras, su horizonte ancestral, las tierras de sus mayores, y, además, para siempre, embarcándose en un azaroso destino, tanto que la muerte o la vida daría lo mismo. Don Juan de Austria, forzado a cumplir las órdenes del Rey, lo resumiría con una frase compasiva:

No se niegue —escribía al príncipe de Éboli— que ver la despoblación de un Reino es la mayor compasión que se pueda imaginar.

Agrupados en pequeñas partidas, viejos, jóvenes, mujeres y niños, desharrapados y famélicos, custodiados por fuerzas armadas, su paso por los pueblos en ruta hacia sus nuevos destinos era una estampa de las que encogen el corazón:

… es tanta lástima ver la mucha cantidad de niños muy chiquitos y mujeres y la pobreza y desventura con que vienen[655]

Pobreza y desventura: no se puede resumir mejor la suerte de aquellos vencidos.

Y las preguntas se encadenan. ¿Cómo se atrevió aquélla minoría a rebelarse contra el Rey? Entró en juego la desesperación ante el porvenir que les deparaban los nuevos edictos filipinos, eso es evidente. También el creer más en sus posibilidades por el doble efecto de que las fuerzas mayores del Rey se hallaban enfrascadas en objetivos muy lejanos (la rebelión de los Países Bajos estaba en marcha y el duque de Alba al frente de los tercios viejos en Bruselas desde el verano de 1567), y que encontrarían fácil apoyo en el mundo islámico: en el norte de África y en el Imperio turco. Si eso fue así, resultaría que los cabecillas de la rebelión —Abén Humeya, Abén Aboo— contaban con una buena información sobre la situación internacional, si bien sus cálculos en cuanto a la debilidad de la Monarquía y, sobre todo, en cuanto a la ayuda que podían recibir de sus correligionarios berberiscos y turcos se mostraron por debajo de la realidad.

La guerra fue dura, incluso extremadamente cruel. En los primeros momentos los moriscos granadinos, al enseñorearse de gran parte de la sierra, torturaron y mataron sin piedad a los cristianos que apresaron; se pudo hablar de «mártires» cristianos de Las Alpujarras[656]. A su vez, las tropas del Rey, sobre todo en la etapa final, llevaron la guerra a sangre y fuego, buscando a los moriscos rebeldes en los más apartados rincones de la sierra y en ocasiones pegando fuego a las cuevas convertidas en sus madrigueras. Al principio hubo una tendencia a negociar y a tratar con moderación a los rebeldes; fue la postura del marqués de Mondéjar. Pero, en conjunto, el ejército del Rey siguió pautas de rigor emanadas de la propia corte. Y eso tuvo su reflejo en los cronistas. En este caso, el humanista Diego Hurtado de Mendoza fue el que mejor trató de comprender los rasgos del otro, las razones del vencido.

Porque la cuestión está siempre viva: ¿cómo se debe responder a la violencia? ¿Con el máximo rigor, para erradicar de una vez por todas el problema? ¿Tratando de comprender las razones del contrario, incluso los motivos que le llevaron a la rebelión? Porque la sublevación es un gesto desesperado, y esa desesperación tiene sus motivos, provocados por el que gobierna. ¿Era inevitable la renovación de los duros decretos de 1526? Además, una vez estallada la revuelta, ¿era la represión, sin más contemplaciones, la única fórmula viable? Ya hemos visto que en la corte se oyeron voces más moderadas, pero a la postre triunfaron los implacables.

Ése era el sentir del propio Rey. Si tal aconsejaba a su suegra, Catalina de Médicis, en cuanto a la forma de tratar a los rebeldes de su reino, no podía actuar de otro modo con los suyos propios[657].

La guerra se desarrolló durante los años 1569 y 1570 en una de las zonas más agrestes y montaraces de toda España, que sólo el que las haya recorrido puede tener idea de ellas, siendo su espina dorsal Las Alpujarras, pero llegando en el Norte hasta Galera, en el Éste al valle medio del río Almería y sierra de Gádor, en el Sur hasta Berja y Adra (esta ciudad en la misma costa) y en el Oeste hasta la serranía de Ronda.

La insurrección fue tan general y fulminante que, a caballo entre diciembre de 1568 y enero de 1569, prácticamente todas Las Alpujarras y la sierra de Gádor y el curso medio del río Almería cayeron en manos de los moriscos, torturando y matando a la mayoría de los cristianos que cogieron presos, iniciando así una guerra feroz, propia de odios acumulados entre dos etnias; era como volver a una reconquista musulmana de aquel territorio. Sólo la plaza de Órgiva aguantó la embestida, aunque sometida a cerco.

En esos momentos de los principios de enero de 1569, el dominio morisco se extendía por las citadas sierras de Las Alpujarras y Gádor, con sus puntos fuertes en Bubión, Juviles, Paterna, Andarax, Huécija y Benahadux.

La campaña de 1569 se caracterizó por la acción del marqués de Mondéjar, que, saliendo de Granada el 3 de enero, liberó a Órgiva, que estuvo a punto de caer en manos del ejército improvisado por Abén Humeya. Mondéjar hizo de Órgiva el centro de sus operaciones y emprendió una afortunada acción, corriéndose al Éste, tomando las plazas moriscas de Bubión, Juviles y Paterna. En Juviles, Mondéjar liberó a ochocientos cautivos cristianos; su llegada a Granada, donde fueron acogidos por la marquesa de Mondéjar, fue una de las estampas más vibrantes de la guerra, que pronto adquirió así un tono de encono tan propio de los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes, en que ambos luchan por la supervivencia y donde el fanatismo religioso hace imposible la convivencia.

En ese mismo año, el marqués de Vélez, dirigiendo unas fuerzas de milicias urbanas del reino de Murcia —sin duda, por la amenaza de la insurrección granadina, pero también montadas al olor del posible botín—, operó en la sierra de Gádor, tomando Huécija, Andarax y Félix, esta última tras un durísimo asedio. Con más facilidad operó García de Villarroel desde Almería, donde se apoderó con relativa facilidad de Benahadux.

Pese a tales éxitos, la insurrección granadina estaba lejos de ser sofocada. Los moriscos rebeldes seguían manteniéndose fuertes en puntos como Galera, Ohanes, Berja y Adra. No existía un plan conjunto entre los marqueses de Mondéjar y Vélez. Los refuerzos que recibían los rebeldes de turcos y berberiscos, sin ser cuantitativamente considerables, sí eran suficientes para alimentar la rebelión. Todo lo cual obligó al Rey a una reorganización de la lucha, poniéndola bajo el mando único de su hermanastro don Juan de Austria, asistido por Requesens —uno de los hombres de Felipe II, en el que el Rey tenía más confianza—, que además debía vigilar con las galeras de España las aguas del Estrecho, para aislar así a los rebeldes de sus correligionarios norteafricanos.

Que la guerra estaba lejos de terminarse, al inicio de 1570, lo probaba la inquietud existente en la capital granadina. En marzo se extendió el rumor de que el populoso barrio del Albaicín, cien por cien morisco, estaba tramando apoderarse por sorpresa de la ciudad. El temor produjo una terrible reacción en el sector cristiano viejo, con asalto de las cárceles, donde se hallaban presos, por precaución, las principales figuras de los linajes moriscos, y su degüello inmisericorde. Fue, sin duda, una de las jornadas más crueles de toda la guerra. La cual, seguida con firmeza por don Juan de Austria, supuso la toma por asalto de Galera, constituida en el principal reducto morisco; teniendo que vencer tan feroz resistencia, que la puso a saco, aplicando el terrible castigo bíblico: arrasando por completo el lugar y sembrándolo de sal. Más tarde, tomaba Terque y dominaba el valle medio del río Almería, mientras el duque de Sessa se apoderaba de la zona meridional, desde Berja hasta Adra. En la zona de Poniente, alterados los moriscos de la serranía de Ronda, fueron destruidos sus refugios más recónditos por el duque de Arcos. Pero la resistencia morisca no se doblegó hasta entrado el otoño de 1570, con una última campaña, acaso más sangrienta que ninguna, dirigida por don Juan de Austria. Y sin dejar respiro a los vencidos, se procedió a su expulsión.

La dispersión del pueblo morisco granadino, desalojado de su Granada ancestral, fue casi completa. Aquel pueblo, cuyo número los tratadistas cifran entre 150 000 y 250 000, ya drásticamente mermado con el vaivén de aquella implacable guerra de 1569 y 1570, sucumbió en un altísimo porcentaje en el dramático exilio que les fue llevando primero hacia las grandes poblaciones de la Corona de Castilla —en particular, de Andalucía occidental y las dos mesetas—, para dispersarse aún más por los pequeños núcleos urbanos. Durante unos años, los cabildos municipales castellanos fueron anotando cuidadosamente esas llegadas: los moriscos granadinos serían acogidos con gran recelo, como quienes habían protagonizado una guerra violenta y cruel.

Fue la guerra de Las Alpujarras granadinas un episodio terrible de aquel enfrentamiento de la Monarquía filipina con el Islam.

La antesala insoslayable antes de acometer la Santa Liga, que llevaría a las naves del Rey, mandadas por don Juan de Austria, al mayor triunfo cristiano de todo el Quinientos: la jornada de Lepanto.

La Santa Liga. Lepanto

Cuando el historiador trata de evocar lo que fue la jornada de Lepanto, con aquella España que apenas si hacía unos meses que se había liberado de la guerra de Las Alpujarras y que tenía también puesta su atención —y buena parte de sus fuerzas— en los campos de Flandes, una España por tanto enfervorizada cada vez más con las guerras divinales contra herejes e infieles, al punto se le viene a la imagen lo intentado por Carlos V. También el Emperador había planeado una Santa Liga para lanzar a la Cristiandad, al menos en su versión más representativa del Mediterráneo, a la gran cruzada contra el Islam; en una Santa Liga cuyos protocolos llegaron a firmarse, en donde aparecían también la Santa Sede y Venecia, y donde España cargaba con la mitad del esfuerzo; aunque es cierto que en aquellas fechas —en 1538— también hubo otro signatario que no estaría presente en 1570: Fernando, entonces rey de Romanos y señor de Viena.

Por supuesto, las diferencias serían grandes, aparte la decisiva de que en aquella ocasión el Emperador había tenido que renunciar a sus anhelos de cruzado. Pero, aun con todas las diferencias, que más adelante consignaremos, lo cierto es que, incluso para los protagonistas, algo de aquel modelo estaba operando sobre ellos. Felipe II, al menos, lo dejaría patente en la hora del triunfo. Pues ¿no era como el recuerdo del Emperador lo que le hace pedir a Tiziano que inmortalizase la gesta con un cuadro simbólico sobre el tema? De igual modo que Carlos V tras de Mühlberg haría pintar al genial italiano uno de los más hermosos lienzos que existen —el Carlos V a caballo, del Museo del Prado—, también ahora Felipe II querrá algo similar. ¿Acaso no vive todavía el gran italiano? Pues, pese a que ha transcurrido un cuarto de siglo, Tiziano a sus noventa y cinco años sigue pintando. ¿No era una feliz oportunidad?

Ahí lo tenemos. También podemos admirarlo en el Prado. Cierto, no es un capolavoro. En ese sentido, está lejos de lo conseguido por Tiziano años antes, cuando el modelo era Carlos V. ¿Culpa de un pintor ya en el declive de su carrera artística? Pues Tiziano había nacido en 1476, de modo que en 1548, cuando pinta al Emperador, tenía setenta y dos años, lo que hubiera supuesto, en la mayoría de los hombres de su tiempo, el final de su carrera. En todo caso, un final admirable, un canto de cisne. Y, sin embargo, aún seguiría año tras año pincel en mano. De forma que veinticinco años después, en 1573, Tiziano, a sus noventa y siete años, acepta el reto y comienza su pintura ensalzadora de la victoria de Lepanto, que terminaría dos años más tarde y uno antes de su muerte.

Aquí la confrontación es importante, porque nos descubre aspectos de la personalidad del Rey. No se puede pensar en que Tiziano, dada su avanzada edad, se mueva de Venecia. No tendrá ante sí, por tanto, al personaje que va a pintar, y eso sería ya una notable diferencia con lo hecho en 1548, fecha en que el artista se traslada a la ciudad de Augsburgo, donde estaba el Emperador. Y no algo, sino mucho de esa frescura, de esa espontaneidad, de esa corriente vital que inunda el lienzo de Augsburgo, se ha perdido en el pintado en Venecia, donde Felipe II se apresura a mandar al ancianísimo artista un buen cuadro suyo, hecho por Sánchez Coello, para que lo tuviera presente.

Pero ha mandado también un diseño, donde se nos manifiesta la voluntad del Rey. Frente a la magnífica soledad del Emperador, cabalgando lanza en ristre por los campos de Alemania en los que había logrado su brillante victoria de Mühlberg, en donde el héroe irrumpe en la escena sin necesidad de acompañante alguno, soberbio en su sencillez, único y solo personaje, porque suya es la victoria, el esquema filipino varía sustancialmente. De entrada, nada de un personaje único. El Rey lleva en sus brazos al Príncipe, que le acaba de nacer un mes más tarde de recibir la noticia de la victoria aliada. Y Felipe II quiere celebrar ambos hechos, como si el uno presagiara las grandes maravillas que conseguiría el otro. ¡Al fin le ha nacido otro heredero varón, el que confía que haga desvanecer todos los malos recuerdos, los odiosos fantasmas que le atosigan desde la prisión y muerte de don Carlos! Pues Fernando, el primer hijo que le da su cuarta esposa, Ana de Austria, nacería el 5 de diciembre de 1571.

Feliz con su paternidad recobrada, exultante con el doble triunfo, el que le ha deparado su hermano don Juan de Austria en las aguas de Lepanto y el que ha conseguido él en el otro campo de batalla en el que tan experto había sido siempre, el de los lances amorosos, Felipe II idea combinar ambos hechos. De esa forma, Tiziano recibirá instrucciones para pintar al Rey con el heredero en sus manos, alzándolo para recibir de un ángel, que desciende de las alturas en violento escorzo, una palma de victoria con el orgulloso lema de un futuro que se ve seguro: Maiora tibi.

Esto es, Lepanto se ha logrado bajo Felipe II, pero todavía habrá más, porque ya Fernando irrumpe en el mundo. Lepanto no era sino un principio.

Claro es que Felipe II, para tal ocasión, quiere ser pintado también armado. Aparecerá con armadura de medio cuerpo y con espada al cinto. Y como signo de la victoria, en el ángulo izquierdo se verá a un turco encadenado postrado en el suelo, las manos atadas a la espalda y caído el turbante.

Todo lo contrario de la soledad del retrato del Emperador. Ahora, los cuatro personajes llenan el cuadro, apenas dejan resquicio.

Y había otros contrastes. El más marcado, el del territorio en que nos movemos: frente a la campiña abierta del retrato imperial, donde galopa Carlos V, simplemente un interior; ni más ni menos que un interior, o acaso una especie de pórtico, con unas columnas tras el Rey, entre las que salta un perrillo faldero. ¿Se puede dar una estampa menos marcial?

Sin embargo, Felipe II está pensando en su padre, orgulloso de lo conseguido. Porque él, fiel a su norma de que los reyes debían mandar a sus generales para que hicieran la guerra en su nombre, puede vanagloriarse de haber logrado frente al Turco el sueño perseguido por su padre durante toda su vida: llevar a la Cristiandad a la gran cruzada y alcanzar la victoria.

De ese modo, Felipe II se convierte en el hombre de Lepanto.

Pero ¿cómo se desarrollaron los acontecimientos?

En primer lugar tenemos la etapa previa, la diplomática, la que configura la Santa Liga entre Roma, Venecia y España. Y si el paralelo con la época del Emperador salta a la vista, también las diferencias, porque en este caso no es Felipe II el que la inspira; antes al contrario, al principio se muestra reticente. En esos momentos, el principal protagonista, el alma de la Liga, es el romano: el Papa San Pío V, el Papa santo.

¿Por qué Felipe II tiene esas dudas iniciales? El primer proyecto del Papa incluía en la Liga al Imperio y a Francia, junto con España, Venecia y los Estados Pontificios, lo que era conceder a Francia un protagonismo que estaba muy lejos de corresponderse con su vieja actitud, desde los tiempos de Carlos V, con sus escandalosas alianzas con el Turco.

Tampoco estaba Felipe II tan libre de problemas para atender los requerimientos del Papa en una empresa de tal vuelo. Corría entonces el año 1568, el annus horribilis en que Felipe II había tenido que hacer frente al alzamiento calvinista en los Países Bajos y a la rebelión de su hijo en la misma corte.

Así no es extraño que diera a su embajador en Roma, Juan de Zúñiga, órdenes en contra del proyecto:

En caso de que Su Santidad os tratare de ello, procuraréis de estorbarlo y desviarlo…

Pero en 1569 la situación había cambiado. En los Países Bajos, el duque de Alba parecía tener bajo control aquellos territorios, con la derrota de Orange. En España, la muerte de don Carlos, terrible en sí como drama familiar, había sin duda despejado el problema de Estado. Por otra parte, los moriscos granadinos habían provocado aquel conflicto que ya desde el primer momento se presentaba como muy grave, vinculado además a todo el poderío musulmán en el Mediterráneo, pues se conocían sus inteligencias con turcos y berberiscos, con Constantinopla y con Argel. Por lo tanto, sí podía ser oportuno, e incluso muy conveniente, una Santa Liga que poder oponer a la temible fuerza turca en el mar, máxime que Pío V había modificado su proyecto, manteniendo en la Liga a Roma, Venecia y España, pero dejando fuera a Francia.

Sin duda, Pío V era el más desinteresado de los tres coaligados, pensando únicamente en términos de cruzada; pero para que Venecia y España se aviniesen era preciso que obrasen otros factores. A partir de la guerra de Las Alpujarras, para Felipe II no cabía duda alguna, máxime si se conseguía que los objetivos de la Liga no fueran sólo los del ataque al Imperio turco en el Mediterráneo oriental, sino también a las plazas norteafricanas en manos de los corsarios berberiscos que, en alianza con Turquía, tanto daño hacían a España. Los argumentos de la diplomacia filipina eran de peso: las razias de los berberiscos desde Túnez hasta Argel también amenazaban las costas italianas y, siendo los coaligados hispano-italianos, tenían que ponerlas entre sus objetivos naturales. En ese terreno, Felipe II encontró el apoyo de Pío V.

Las reticencias de Venecia fueron menores, acuciada la República por la necesidad. En ese sentido, Selim II se convirtió increíblemente en el mejor «aliado» de Pío V y de Felipe II, pues con su ataque a Chipre en el verano de 1570 arrojó definitivamente a Venecia en brazos de la Liga.

Los términos del acuerdo final recuerdan los establecidos bajo Carlos V en 1538: la Monarquía católica aportaría la mitad, Venecia un tercio y la Santa Sede un sexto. Ahora bien, como Venecia podía incorporar más número de galeras que la Monarquía católica, eso vendría compensado por las fuerzas terrestres. El plazo de la Liga sería por doce años, aunque es dudoso que nadie creyese en su cumplimiento. Sería ofensivo-defensiva contra el Imperio turco y sus aliados, Trípoli, Túnez y Argel. El mando recaería en la figura designada por la Monarquía católica, pero, en caso de enfermedad, su sustituto sería nombrado por Roma.

En ese momento, ya Felipe II había designado a don Juan de Austria como general de la Mar, cargo que le había dado en 1567; consecuente con ello y con su buen hacer en la guerra de Las Alpujarras, fue nombrado generalísimo de la Liga.

Por una vez, España pudo contar con el hombre adecuado para la tarea a cumplir. Desde ese instante puede decirse que el hombre de Lepanto, más que Felipe II, sería don Juan de Austria. A su lado, como contrapeso de su fogosidad, el Rey puso uno de los hombres de su máxima confianza: don Luis de Requesens.

Por supuesto, algo a tener en cuenta: en caso de victoria, los territorios ocupados serían del que los hubiera poseído antes —cláusula que beneficiaba notoriamente a Venecia— y el botín repartido a razón de la participación.

El momento parecía bueno para Felipe II, con la rebelión de los moriscos granadinos dominada y habiendo terminado su expulsión del reino y su dispersión por Andalucía oriental, Extremadura y las dos Castillas. Igualmente, la ocasión era propicia para don Juan de Austria, cuyo prestigio había subido notoriamente por el triunfo conseguido y porque ya había demostrado sus condiciones de mando como gran soldado, recordando en eso a su padre, el gran Emperador, mucho más que lo podía hacer su hermanastro, el Rey; si bien eso mismo hacía al Rey temeroso —ya que no celoso— frente a la fogosidad de su hermanastro. De allí las ceñidísimas instrucciones que le dio restringiendo sumamente sus funciones de generalísimo y obligándole a una continua toma de consejos de su Estado Mayor, si podemos calificar de ese modo y con una terminología actual a los hombres que Felipe II puso a su lado, entre los que destacaba uno de su máxima confianza: el ya citado don Luis de Requesens.

Una embarazosa situación que provocó la indignación del joven soldado, tomándolo como una humillación, añadida a la negativa de Felipe II de darle el título de Alteza por el que tanto suspiraba.

¿Era también favorable la situación en los Países Bajos? Así suele afirmarse. Sin embargo, un punto negro hay que anotar: los tercios viejos del duque de Alba no estaban bien pagados. Faltaba el dinero, y la pérdida de los galeones que en 1568 llevaban medio millón de escudos para Flandes, a fin de cubrir esas necesidades (pérdida provocada por la audaz intervención de las naves inglesas de William Hawkins, apoderándose del oro español), produciría una crisis económica de funestas consecuencias, al no poder atender el Rey debidamente a los dos frentes que tenía abiertos.

Mas, volviendo a la Santa Liga, hay que decir que don Juan tardó en ponerse en camino.

El 20 de mayo de 1571 se había firmado la Liga. Parecía tiempo suficiente para una gran empresa en el mar contra el poderío turco y sus aliados norteafricanos, a acometer a principios del verano. Las experiencias anteriores, como las mismas de Carlos V ante Túnez y ante Argel, de tan distinto signo, así lo marcaban, pues, finalizado el verano, la mar puede convertirse en el peor enemigo (el 20 de octubre de 1541 había tenido lugar el desembarco de Carlos V sobre Argel, con el desastre conocido). Y no hacía falta llevar la memoria tan lejos. En la campaña del año anterior, en 1570, las galeras de la Monarquía católica destinadas a someter Chipre llegaban a Otranto el 20 de agosto y se reunían con las pontificias el 31. Alcanzaron Rodas, pero demasiado tarde para conseguir algo efectivo. ¿Ocurriría lo mismo en 1571?

Se habla de lentitud, la tradicional lentitud de Felipe II. Lo cierto es que la noticia de la firma de la Liga no llegó a la corte hasta el 6 de junio, y las instrucciones filipinas para su hermanastro aún tardarían veinte días. Es evidente, por tanto, la parsimonia del Rey; de eso no cabe duda. Dado que la Liga y el mando de don Juan se podían tener por seguros, ¿no se podía haber ganado tiempo? Don Juan no podría zarpar de Barcelona para afrontar su destino hasta el 20 de julio. ¿Acaso las delicias de la capital condal aflojaron su ánimo? Nada de eso. Era preciso esperar a sus sobrinos los archiduques Rodolfo y Ernesto, para que regresaran con más seguridad a Viena, vía Génova.

También encontramos aquí otro factor que provoca un retraso: el largo periplo realizado. Tomemos otra vez el modelo carolino. En la campaña de Túnez el Emperador había hecho un primer alarde de sus fuerzas en Barcelona; de allí había partido el 30 de mayo, pero por una ruta más rápida, saltando a las Baleares y de allí a Cagliari, el gran puerto sardo. Cierto que Cagliari es el puerto ideal para una ofensiva sobre Túnez, pero también en la ruta hacia Mesina, que era el puerto donde había de concentrarse la flota de la Liga. En vez de lo cual, don Juan de Austria dobla su recorrido, costeando todo el norte del Mediterráneo occidental vía Génova, donde desembarca a sus sobrinos el 26 de julio y donde permanece hasta el 2 de agosto. Después costea todo el litoral italiano del Tirreno, para hacer su nueva escala en Nápoles. ¡Por aquellas fechas su padre ya había conquistado Túnez! Se comprende la impaciencia del joven caudillo, señalada en el relato de su viaje:

El 2 de Agosto del golfo de Spezia con 21 galeras y siguiendo mí camino, no quise tocar en Liorna, así para aprovechar el tiempo como para haberme dicho que allí tenía el duque de Florencia muy gran presente que darme[658]

Por lo tanto, no hay tiempo que perder, ni siquiera para mostrarse diplomático con el duque de Toscana. ¡Hay que aprovechar el tiempo! Esa será la frase del momento. Aun así, no podrá alcanzar Nápoles hasta el 8 de agosto, donde permanecería una semana.

Una estancia prolongada por las necesidades de avituallamiento de las naves, algo que le urge al cardenal Granvela, entonces al frente del virreinato de Nápoles:

Envié aquella noche —nos informa don Juan— al secretario Soto a entender del Cardenal el estado en que estaban las cosas de mi despacho y a encargarle que con muy grande diligencia se acabasen de aprestar las cosas que se debían embarcar, y tal que no se perdiese una hora de tiempo en mi partida[659].

Pero hay que esperar algo más que naves, avituallamiento y municiones, de todo lo que por otra parte se prodigará la Italia meridional. Algo ha de recibirse, y algo importante de carácter espiritual, simbólico, si se quiere, pero fundamental en una empresa de aquel tipo: el estandarte de la Liga que san Pío V manda a don Juan desde Roma y que le llegará a Nápoles el 14 de agosto. Y la entrega no puede ser privada, ha de ser pública, porque ya toda la Cristiandad está expectante. Todo el mundo cristiano, en efecto, y sobre todo España e Italia, está pendiente de aquella cruzada contra el Turco, pues como tal ha de tenerse y la tuvieron los hombres de aquel tiempo, de forma que el estandarte, con la imagen de Jesucristo en la cruz y con los emblemas de los tres coaligados, le es entregado solemnemente a don Juan en la iglesia de Santa Chiara de Nápoles, ante una multitud enfervorizada. Este estandarte puede hoy contemplarse en la catedral de Toledo.

De pronto, el mal tiempo hace su presencia y obliga a don Juan a demorar su salida de Nápoles hacia Mesina, donde ya le aguardaban las doce galeras pontificias y parte de las venecianas. Hasta el 24 de agosto no podrá don Juan embocar el estrecho de Mesina y alcanzar su espléndido puerto, uno de los mejores de todo el Mediterráneo, y etapa obligada de cara a esa empresa hacia el Mediterráneo oriental.

En Mesina, pues, se organiza la magna concentración de la armada de la Liga: las 100 naves de la Monarquía católica (de ellas, 81 galeras), las 48 venecianas, las 12 pontificias, esperándose todavía otras 60 venecianas procedentes de Candía y 6 galeazas, verdaderas fortalezas flotantes, artilladas por babor y por estribor, amén de otras que se fueron incorporando.

Por lo tanto, una jornada para la gran historia, de la que todo el Mediterráneo y aun toda Europa estaban pendientes. Y de su trascendencia eran conscientes sus protagonistas, como cuando don Juan pasó revista a toda la armada o cuando llegó el enviado apostólico, obispo Odelcasco, para impartir el jubileo a toda la tripulación, como a cruzados. Entonces la emoción a buen seguro que les embargó a todos. Ante sí la empresa de buscar a la armada turca, tenida hasta entonces como invencible, y de presentarle cara y luchar con ella hasta el gran triunfo o la terrible derrota; disyuntiva que no podía desconocerse y que, en caso de producirse, traería consigo la gran marejada turca sobre el sur de Italia, sobre las islas italianas o españolas y hasta sobre las tierras levantinas, donde era de temer un levantamiento de los moriscos valencianos.

Todo eso el historiador debe tenerlo presente, si se quiere evocar en toda su grandeza, incluso en toda su angustia, aquellas jornadas de la Liga que precedieron a Lepanto.

Y una primera incógnita: ¿sería capaz de aglutinarse aquella escuadra, de mantener una mínima cohesión, dados sus dispares componentes? Segunda cuestión: ¿cuál sería el plan de operaciones a realizar? ¿Recuperar Chipre, entonces en manos de los turcos? (Nicosia se había rendido el 7 de agosto). ¿Caer sobre Túnez o Trípoli? Sin duda, Felipe II y toda España habrían visto con buenos ojos algo de eso, y no digamos el vengar el desastre carolino de Argel ocurrido treinta años antes. Pero ello hubiera sido forzar demasiado las cosas, y muy dudoso que los otros aliados lo consintiesen.

Había un procedimiento seguro para mantener la unidad de las fuerzas navales reunidas en Mesina: proponer un objetivo bueno para todos, que no podía ser otro que el más arriesgado, buscar a la armada turca y combatirla.

Ése sería el plan aconsejado por un experto marino español, don Álvaro de Bazán, y el que don Juan de Austria defendería en el Consejo de Guerra convocado en su Capitana.

Primero, tratar de aniquilar la flota turca; después vendrían las acciones sobre tierra firme.

El 15 de septiembre, la flota zarpaba de Mesina hacia Levante, repostaba en Otranto y llegaba el 26 a Corfú. Allí recibe noticias de la armada turca, muy próxima, pues se había refugiado en el segurísimo golfo de Lepanto, y hacia allí se dirigió la cristiana, que alcanzaba Cefalonia el 5 de octubre. ¡Estaban a la vista de Lepanto! Apenas si unas leguas separaban las dos armadas.

Se estaba llegando a las vísperas del gran enfrentamiento.

Fue en esos momentos cuando un grave suceso estuvo a punto de dar al traste con toda la empresa, pues ocurrió que el general veneciano Veniero cortó por lo sano una refriega en una de sus galeras, mandando ejecutar a miembros de un tercio viejo. Medida grave que tenía que haber sido autorizada por el generalísimo don Juan y que produjo tal malestar que se oyeron voces pidiendo retirar toda la armada católica y dejar a los venecianos solos ante el Turco.

Allí intervino prudentemente don Álvaro de Bazán. Por él sabemos, por su carta al Rey, el giro que tomó tan espinoso asunto:

… cuando… el general de Venecia nos ahorcó el capitán de infantería y los demás soldados, Su Alteza se volviera con la armada, apartándose de los venecianos con ánimo de hacer la empresa de Castel-Novo…

Obsérvese cómo está presente el recuerdo de Carlos V, y aquella famosa gesta de 1539 en Herzeg Novi.

… por el parecer del Comendador Mayor Juan Andrea Doria, don Juan de Cárdona y Pedro Francisco Doria; de que resultaría sin duda perderse toda la armada, retirándose, viniendo ya como venía la del enemigo a buscarnos…

Entonces se produce la intervención de Álvaro de Bazán:

… y yo supliqué al Sr. don Juan que el castigo de aquel desacato lo dexare para acabada la jornada…

Puesta a votación la propuesta de Álvaro de Bazán, salió vencedora ¡por un voto! Pero bastó, y la flota buscó al Turco y apuró la victoria.

¿Qué decir de aquella jornada? De entrada, recordar a aquel sencillo soldado que, enfermo como estaba y dado de baja, pidió el alta y hallarse en lo más recio de la pelea, y que con su estilo inconfundible nos dejaría la mejor referencia:

… la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros[660]

Se podía comentar el orden de la batalla, con las galeras de don Juan en el centro; a su derecha, las que comandaba Juan Andrea Doria, y a su izquierda, las venecianas dirigidas por Barbarigo. En vanguardia, dos galeras venecianas, y en retaguardia, presto a acudir a las partes que más lo requiriesen, don Álvaro de Bazán con 35 galeras, de ellas, 21 españolas.

Fue decisivo el arrojo de don Juan de Austria, su auténtico caudillaje, por todos respetado, y su decisión de buscar la victoria a toda costa. También fue importante la estrategia, como la de cercenar los espolones de las galeras, para ofrecer menos blanco al enemigo, lo que sorprendió a las galeras turcas. Asimismo es de recordar que aquélla fue, en buena medida, una batalla mixta, entre naval y terrestre, porque, en cuanto podían, las galeras buscaban el choque y el abordaje, donde los tercios viejos hicieron bueno su merecido título de únicos para el combate cuerpo a cuerpo, arrollando incluso a los temibles jenízaros, que eran la fuerza de choque del Imperio turco.

Aquí pueden insertarse algunas frases de textos escritos hace medio siglo, en los años cuarenta, que ahora conocemos o tildamos como la historiografía triunfalista de los tiempos franquistas.

Hago una selección de un afamado escritor:

Lepanto —nos dice— fue el más grande de los acontecimientos militares del siglo XVI en el Mediterráneo, el más resonante de todos. En este caso, la fama no ha falseado las perspectivas de la historia. Lepanto fue una inmensa victoria de la técnica y de la valentía. Pero es también una experiencia histórica muy singular.

¿Cómo se nos presenta el hecho? ¿Como un juego impresionante de masas, de acontecimientos que desbordan y que empujan a los hombres? No. Se cantará al héroe y, en este caso, al que sobresale. Porque había que agrandar el papel de don Juan de Austria, del que comenta:

No cabe duda de que este hombre forzó el destino.

Así pues, nada menos que la vuelta al héroe en su más gloriosa personificación. ¡Oh, estas páginas de los historiadores de los años cuarenta! ¿Debemos alabarlas o censurarlas? Porque no quedaban ahí las alabanzas, como cuando el Generalísimo convirtió aquel haz de galeras de tan distinta procedencia en una armada compacta, lista como un puño cerrado para el combate:

Cuando quería —nos añade—, don Juan sabía producir una impresión encantadora en quien le abordaba. El brujo desplegó todos sus encantos. ¿Acaso no iba a depender de este primer contacto[661] la suerte de una expedición que tanto le apasionaba? Pero don Juan supo también obrar y, gracias a su dinamismo, lo que era una armada naval dispersa, acabó convirtiéndose en un todo homogéneo…

Y aún quedan por volcarse los mayores elogios para el hombre de Lepanto, de quien se había atrevido a desobedecer las estrictas instrucciones del Rey. Aquí nuestro autor encomiará el entusiasmo de don Juan, y añade:

No cabe duda de que en este caso don Juan fue el instrumento del destino. Estaba honradamente convencido de que no podía defraudar a Venecia ni a la Santa Sede, sin perder el nombre y el honor[662]

¿Estamos ante uno de los historiadores oficiales de aquella hora en la España franquista? ¿De un maestro de aquellos días, como Ballesteros Beretta o de alguno de sus discípulos? Posiblemente, entonces oiríamos las peores críticas por tan desaforadas muestras de patriotismo.

Por fortuna, ese autor —y tú, lector avisado, a buen seguro que has caído en ello— no es ni siquiera español. Es el francés Fernand Braudel, uno de los más notables historiadores de la Europa de aquellos años.

Pero, para calificar lo que supuso la hora de la victoria, nada como oír al mayor de los protagonistas de la tropa de combate, un hombre de la generación de don Juan de Austria.

Volvemos, por ello, a escuchar a Cervantes; en este caso, en algunos de sus versos más inspirados (aunque, cierto, no fuera la poesía precisamente su fuerte), cómo canta la victoria:

A esta dulce sazón, yo, triste, estaba

con la una mano de la espada asida,

y sangre de la otra derramada.

El pecho mío de profundas heridas

sentía llagado, y la siniestra mano

estaba por mil partes ya rompida.

Pero el contento fue tan soberano

que a mí alma llegó, viendo vencido

al crudo pueblo infiel por el cristiano,

que no echaba de ver que estaba herido;

aunque era tan mortal mi sentimiento

que a veces me quitó el sentido[663].

Pues una cosa salta al punto a la vista: el entusiasmo del combatiente de a pie, la moral del soldado, el ansia de combatir hasta dar la vida por una empresa que cree santa, y en este caso la defensa de la civilización cristiana frente a la amenaza de la oleada musulmana, personificada entonces por el poderío turco.

Y así se demostró una vez más que la primera condición para vencer es querer ganar, poseer la moral alta del que cree que combate por una causa justa.

¿Cuáles fueron los resultados de la victoria? En una batalla entre naval y de abordaje, en que tanto juego tuvo la infantería, con cerca de quinientas galeras en el fragor del combate, sobre sesenta mil soldados y cuando menos otros tantos galeotes al remo, en el conjunto de las formaciones militares en lid, el resultado inmediato fue la destrucción de la marina turca, escapando tan sólo relativamente bien librado —para mal de España— el terrible begler-bey de Argel, Euldj-Alí (el Luchalí de los documentos españoles), con treinta galeras. El resto de la armada turca o quedó destruida o en poder de la Liga. Quince mil galeotes cristianos al remo de la armada turca fueron liberados. Pero también no pocos miles de la armada de la Liga, a los que don Juan había prometido la libertad si colaboraban fielmente en el combate; naturalmente, promesa que se podía hacer a quienes estaban al remo como condenados por la justicia. Sobre esto hemos de volver.

Digna es de recoger una muestra de cómo don Juan daba cuenta de la victoria, en este caso al cardenal Espinosa, como presidente del Consejo Real de Castilla:

Rmo. Sr.: Porque Dios, Nuestro Señor, ha sido servido de dar a la Christiandad tan honrada e importante victoria, como le ha dado en haber vencido en batalla esta armada a la del Turco, enemigo de nuestra santa fee católica, con tanto valor como se ha vencido, de la manera que se verá más particularmente por la relación que aquí va, no puedo dexar de alegrarme con Vuestra merced dello, por lo que see que se holgará, por lo que me quiere. Recibiré contentamiento en que me avise del rescibo desta carta y de su salud, siendo cierto que en todo lo que podré procurar su satisfactión y contentamiento lo haré con muy entera voluntad.

Nuestro Señor la Rma. persona de V. S. guarde como dessea.

De galera, en el puerto de Petela en el golfo de Lepanto a 9 de octubre 1571.

A servicio de vuestra merced.

Don Juan [rubricado].

[P.D. autógrafa] Doy a vuestra merced el parabién desta victoria que Nuestro Señor ha sido servido darnos, como quien holgará de tan felice nueva, lo que es justo. [Rubricada][664].

La nueva de la victoria fue acogida con gran alegría en toda la Cristiandad. San Pío V, feliz con el éxito de aquella jornada de la Liga, que había sido su gran deseo, pronunciaría una frase de sabor bíblico: Fuit homo missus a Deo cui nomen erat Joannes.

En Venecia se oiría vitorear al pueblo —acaso la única vez en su historia— el nombre de Felipe II, si hemos de creer al embajador español Diego Guzmán de Silva:

… por las calles y casas no se decía otra cosa a voces sino viva el Rey Filipo Católico[665]

En Madrid, que ya llevaba diez años como capital de la Monarquía, no podía dejarse de celebrar la victoria. Las actas del cabildo municipal lo reflejan fielmente:

En este Ayuntamiento se acordó que a la buena nueva que ayer miércoles, último de Octubre, vino de la victoria que la armada cristiana hubo contra la turquesa, esta noche, después de lo que anoche se hizo, se hagan alegrías[666]

Y si célebre fue o se hizo la frase del Papa, en cuanto a los designios divinos al mandar un hombre como don Juan de Austria, no menos significativa, en cuanto a su modo de ser, lo fue la reacción de Felipe II, ante el gentilhombre que alborozado le quería dar la buena nueva, sin saber casi más que farfullar:

Sosegaos, y que entre el correo, que lo sabrá mejor decir.

El famoso «sosegaos» del Rey, que tenía siempre la virtud de descomponer aún más a quien lo oía.

No puede darse de lado el comentario que estas reacciones sugieren. En primer lugar, que en Italia, tanto como en Venecia, se reconocía el papel principalísimo de España en tan grande victoria, y segundo, que, en contraste, don Juan hablaría de la victoria que había dado Dios «a la Cristiandad»; curiosamente, el mismo término empleado por los regidores del cabildo municipal madrileño: «… la victoria que la armada cristiana hubo…».

El desastre de la armada turca y el que desapareciese momentáneamente del Mediterráneo abría posibilidades inmensas para las potencias de la Liga, que poco a poco se fueron esfumando. En principio, lo avanzado de la estación —no olvidemos que la ofensiva se había emprendido en pleno otoño obligaba a que las galeras de la Liga invernasen, tiempo bien aprovechado por el Turco. ¿Por qué no se prolongó la campaña con un ataque a los Dardanelos y a la misma Constantinopla? ¿O bien con la toma de los Santos Lugares? ¿O golpeando sobre Argel? Se podría haber intentado, y voces se oyeron en este sentido, voces dadas por algunos de los generales protagonistas. Pero también el riesgo no era pequeño, con lo que el éxito de un día podría convertirse en la catástrofe del siguiente. También jugaron pronto otros factores: Venecia en seguida dio muestras de que prefería ya tratar con el Turco y volver a sus buenas relaciones mercantiles con la Puerta de que tan buenos provechos recibía. La Monarquía católica anhelaba, por su parte, poner fuera de combate los principales nidos de corsarios norteafricanos, y, en definitiva, ésa sería la siguiente misión de don Juan de Austria.

A los factores internos desintegrantes de la Liga, que darían al traste con ella dos años más tarde, hay que añadir los externos, en particular la diplomacia francesa, que no se resignaba a perder su viejo aliado. Desde muy pronto la corte de París inició activas gestiones, enviando un embajador especial a Constantinopla con una misión concreta: convencer a los turcos del interés que les reportaría la reanudación de relaciones con Venecia. La muerte de san Pío V, el 1 de mayo de 1572, también contribuyó al cuarteamiento de la Liga. Y Venecia al fin, gracias a la mediación del obispo francés de Dax, firmaba el 4 de abril de 1573 la paz por separado con Turquía, en tales condiciones que en vez de aparecer como una vencedora lo hacía como si hubiera sufrido un duro revés, hasta el punto de pagar indemnizaciones por los daños causados en la campaña, y aumentando su antiguo tributo a la Puerta; en cambio, podía volver a comerciar con todos los puertos del Mediterráneo oriental del Imperio turco.

En 1573, Felipe II autorizó a su hermano don Juan la ocupación de Túnez. Lo que haría en una rápida campaña en octubre de aquel mismo año.

Parecía el único premio visible por la victoria de Lepanto: la recuperación de aquellas plazas que había enseñoreado Carlos V, en particular la famosa de La Goleta, dejando el reino tunecino en manos de un rey feudatario: Muley Hamet.

Tampoco por mucho tiempo. En 1574, con don Juan de Austria fuera de juego en su nuevo destino de Milán, no le resultó difícil a Euldj-Alí adueñarse de nuevo de todo el territorio tunecino, sin que nada pudiera hacer don Juan por recobrarlo.

En 1578 era la diplomacia filipina la que negociaba treguas con el Turco, firmadas por fin en 1581, gracias a las hábiles gestiones de un diplomático italiano al servicio de la Monarquía católica, Margliani.

Todo ello daría amplio material para las burlas y las ironías de los posteriores comentaristas, en particular desde que Voltaire en el siglo XVIII ridiculizó la Liga. ¿Tan gran triunfo con tan pobres resultados? Algo que se sigue repitiendo en todos los manuales de hoy en día, y en parte no sin razón.

Ahora bien, tampoco puede ignorarse lo que Lepanto supuso para la Cristiandad; en primer lugar, que fuera el freno a la agresividad del Turco. Fue a partir de entonces cuando se inició el viraje en aquel forcejeo Cristiandad-Islam. Se podrían volver a recordar los textos de Braudel. A partir de aquel momento, ni Nápoles ni Sicilia temieron ya caer bajo el Turco, y aquello de que con Lepanto «la fama no ha falseado las perspectivas de la historia».

Claro que esto no contesta a todas nuestras interrogantes, empezando por preguntamos si Felipe II se dio cuenta de la posibilidad que se le daría de adueñarse del Mediterráneo, con el aniquilamiento de la flota turca. Téngase en cuenta que tras la victoria se encontró con cerca de setenta nuevas galeras, como parte del botín de guerra; lo cual, unido a que las suyas permanecían intactas, le había convertido en la máxima fuerza naval del Mediterráneo.

Que Felipe II comprendió la oportunidad que se le ofrecía, lo demuestra su nota en que comenta la carta de su hermano en que le daba cuenta de la victoria:

… A mi hermano —señala a su secretario— será bien escribir luego que procure se armen las más galeras de las que se han tomado que se pudiera y que avise lo que en ello se… [ileg.][667].

Y es aquí donde Felipe II encontró las primeras dificultades. Porque aquellas galeras se habían quedado sin galeotes; recordemos aquellos quince mil cristianos, los quince mil forzados de las galeras turcas a los que don Juan había dado la libertad. Pero no sólo ésos, pues también la habían recibido muchos de los galeotes de la armada de la Liga, como ya hemos consignado.

Por tanto, abundancia de galeras pero escasez de remeros. ¿Cómo resolver el problema? ¿Fue Felipe II consciente de ello?

La respuesta, como tantas veces, la teníamos que encontrar en el Archivo de Simancas. Pues, contra lo que pudiera suponerse, sobre ese personaje tan notable como lo fue el galeote en el Mediterráneo del siglo XVI, apenas si los libros de historia dicen algo, incluido sorprendentemente el propio y magno de Braudel.

Por lo tanto, Simancas.

¿Con qué nos encontramos? ¿Con qué se encontró Baltasar Cuart al centrar su memoria de licenciatura en ese tema[668]? Pues bien, la tesis tan divulgada de un Rey receloso de la brillante trayectoria de su hermano, la tesis de un Felipe II envidioso de don Juan de Austria, no concuerda en este caso con los datos que nos dan los documentos simanquinos. Felipe II fue consciente de que Lepanto abría grandes posibilidades a la Monarquía católica de cara al Mediterráneo. De entrada, ordenaría que en todas las ciudades y villas de importancia de Castilla se procediera a la creación de cofradías de hidalgos, por estimar que era ese personaje social el que asumía el espíritu heroico y la cantera de donde debían obtenerse los mejores soldados de la milicia, el fundamento de los tercios viejos. Y eso lo haría en 1572, como pudo demostrar en su tesis doctoral Ana Díaz Medina. ¿Cómo casar, pues, la estampa de ese soberano que está tratando de revitalizar la milicia, al día siguiente de las jornadas de Lepanto, con ese otro, supuestamente escamoteador de los triunfos de su hermano? Aquí, por el contrario, el legislador y el soldado parecen darse la mano.

Pero, además, estaba el hecho a que antes aludimos: no podía lograrse el dominio del Mediterráneo, ni siquiera tras Lepanto, sin un incremento sustancial de la armada de la Monarquía católica, una armada compuesta fundamentalmente por galeras.

Ya tenemos el gran personaje del Mediterráneo, un personaje milenario. Las galeras navegan ya en la época del antiguo Egipto. Ellas son las que fundamentan el poderío de Cartago y, por supuesto, de la Roma de Julio César. Y son, apenas sin modificación alguna, las que transportan a los tercios viejos desde España a Italia, las que llevan a Carlos V sobre Túnez, en uno de sus más brillantes triunfos, como serán las que combaten en Lepanto.

Ahora bien, la galera es la nave del Mediterráneo, y el Mediterráneo es abundante en calmas chichas, y para moverlas, cuando cesaba el viento, la técnica aún no disponía de más motor que el puro esfuerzo humano. Y es aquí donde aparece el galeote, ese mísero personaje, el tipo humano de vida atroz —«en cada minuto le es dulce la muerte», diría el autor de Viaje de Turquía—, pero imprescindible.

Y ésa es la cuestión. Para dominar el Mediterráneo, haciendo buena la victoria de Lepanto, y para conseguir a manos llenas los frutos de aquel éxito, Felipe II tiene que aumentar notoriamente su número de galeras. No le basta con las que tiene en servicio —en tomo a ochenta, cien si se tienen en cuenta las de su aliado genovés—, ni con las que obtiene en el reparto del botín de Lepanto. Entonces se capturaron sobre ciento treinta galeras en razonable estado, de las que, conforme a lo capitulado en la Liga, correspondían a la Monarquía católica sesenta y cinco. Y aún se creía que era necesario botar nuevas galeras.

Por lo tanto, más y más galeotes que poner a sus remos. ¿Cómo conseguirlos? ¿En qué número? Recordemos que eran tres los tipos de galeotes: de buena boya —esto es, quienes tomaban voluntariamente ese oficio, con su paga, como hombres libres—, los infieles capturados en acciones bélicas y los condenados por la justicia. Como los primeros eran escasos —muy pocos eran los desesperados que aceptaban voluntariamente aquel género de vida—, los segundos inciertos (como lo eran las acciones en el mar contra turcos y argelinos), lo único seguro era los que el Estado consiguiera a través de la justicia, los delincuentes condenados a diversos años a servir forzados en las galeras. Y como la necesidad era tanta, la inevitable tendencia era caer en los mayores abusos. Recordemos aquella petición de Andrea Doria, tras una afortunada incursión sobre Cherchell, en 1530, de convertir a los cristianos que había liberado en galeotes, para servir al remo en las galeras allí tomadas a los argelinos; petición que ya hemos visto que fue aceptada por Carlos V, por la necesidad que había: «… lo cual nos ha parescido bien…».

La necesidad que no admite ley, incluso para un monarca ordenancista, ni para un rey legislador como Felipe II. Es preciso volver a sus textos e instrucciones, como las que manda al virrey de Nápoles a poco de iniciar su reinado: las galeras tenían que proveerse de galeotes, y por tanto debiera tener cuidado de que la justicia obrase en consecuencia, de modo que:

… todos los delincuentes cuyos delictos fueren de calidad que el ponellos en la galera sea suficiente pena y castigo, sean condenados a las dichas galeras…

Entonces, acaso por estar iniciando su reinado, el Rey advierte del cargo de conciencia que supondría el que, acabada la condena, aún se mantuviesen los galeotes al remo:

… porque entendemos que los capitanes usan en esto de más libertad y soltura de lo que conviene, y es muy grande cárico de conciencia[669]

Tal sostenía Felipe II en 1560. Pero en 1572 las circunstancias son otras. Tiene la oportunidad de recoger la herencia del Turco tras Lepanto y convertirse en el amo del Mediterráneo. Pero a condición de que sus galeras, las viejas, las tomadas a los turcos y las nuevas botadas en sus arsenales, cuenten con los galeotes precisos.

Pues lo cierto fue que los astilleros de todos los puertos del Mediterráneo de la Monarquía se pusieron febrilmente a la construcción de más galeras: en Barcelona como en Cartagena, en Nápoles como en Mesina. Se suponía que era preciso alcanzar las doscientas galeras como mínimo. Y no sólo las nuevas requerían galeotes, pues ya hemos visto que las tomadas a los turcos, al tener galeotes cristianos, se habían quedado sin ellos, por la libertad que se les había concedido. ¡E incluso eso era lo que había ocurrido con las galeras de la Monarquía, cuyos galeotes eran en su mayoría antiguos delincuentes cristianos, a los que don Juan había prometido la libertad si contribuían a la victoria! De forma que al día siguiente de Lepanto la carencia de galeotes era alarmante. Téngase en cuenta que esas doscientas galeras a las que se aspiraba requerían como mínimo treinta mil galeotes, pues el tipo medio de galera contaba con veinticinco remos a cada lado, servidos cada remo por tres galeotes, lo que suponía un mínimo de ciento cincuenta galeotes por galera, a los que había que sumar algunos de reserva, para suplir a los heridos o enfermos. El mismo autor del Viaje de Turquía nos cuenta que ya se hacían galeras con cuatro galeotes a cada remo, lo cual aumentaba las cifras. Es más, los capitanes de la mar preferían cinco galeotes por remo.

Por lo tanto, una primera necesidad: encontrar el número suficiente de galeotes para tantas galeras, con lo que no bastaba con los cautivos cogidos en Lepanto, que por otra parte hubo que repartir con los otros aliados.

De ahí la orden de Felipe II a todas sus justicias, tanto de realengo como de señorío, para que se activasen todos los juicios pendientes y para que los delincuentes condenados a galeras fueran inmediatamente enviados a los puertos del Mediterráneo.

Conocemos la orden cursada a las justicias de la Corona de Castilla. Sin duda, otras similares fueron mandadas a las demás plazas de la Monarquía católica en el ámbito del Mediterráneo.

En la mandada a las justicias de Castilla se indicaba:

… por quanto para el servicio de las galeras que de presente sostenemos, que son en mucho mayor número de lo que antes solían haber, y para las que de nuevo mandamos armar…, es necesario juntar gran número de forzados y remeros, de que en las dichas galeras hay al presente falta, no pudiendo servir ni armarse sin que de los dichos remeros y forzados haya número suficiente…

Si analizamos, aunque sea someramente, esta orden del Rey, veremos cómo apunta con lo que se encuentra en esos momentos, tras la victoria de Lepanto: con un incremento notorio de sus galeras («que son en mucho mayor número de lo que antes solía haber»), y que, aun así, había ordenado construir más todavía («las que de nuevo mandamos armar»). Estamos ante la prueba del intento regio por alcanzar ese número de galeras (en torno a las doscientas) que le permitieran señorear el Mediterráneo, sin tener que contar con la alianza de Roma, que era pequeña, o de Venecia, que era tan dudosa. Pero, claro está, para eso era preciso disponer de un elevado número de galeotes, como mínimo veinte mil, que se han de obtener por la vía de una justicia expeditiva, que apresurase sus condenas.

Era un abuso manifiesto del poder ejecutivo sobre el judicial, favorecido por el hecho de la total supeditación en el Antiguo Régimen del segundo al primero. Ésa es la prueba que custodia el Archivo de Simancas, en una de sus secciones menos exploradas, manejada por la Cátedra de Historia Moderna de Salamanca, y concretamente por el entonces profesor ayudante —hoy titular de Historia Moderna— Baltasar Cuart Moner.

Se trata de unos legados, que yo he tenido en mis manos, donde se comprueba cómo todas las autoridades de la Corona de Castilla responden a vuelta de correo al mandato regio. Se percibe la urgencia del momento y cómo todos tienen conciencia de que se ha abierto para España la posibilidad de convertirse en la gran dominadora de todo el Mediterráneo. ¿Cuáles fueron los resultados? Pues bien, apenas un goteo de delincuentes condenados a galeras, eso sí, por delitos irrisorios. Sólo las respuestas de las ciudades importantes, en especial, claro, donde había Chancillería o Audiencia, dan algunos centenares, como Granada, con 293; Sevilla, con 187; Valladolid, con 72, y La Coruña, con 26 (por cierto, 7 de ellos ingleses). En los demás lugares las cifras son insignificantes: Salamanca, 18; Segovia, 20; Arévalo, 4; Antequera, 3; Tordesillas, 2. En otros casos, la carencia es la respuesta, como lo señalan las autoridades de Aranda de Duero, Alburquerque, Uclés y Villanueva de la Serena. En todo caso, la cifra total no franquea los mil delincuentes condenados a galeras, y eso forzando la máquina judicial y acelerando todas las causas pendientes.

Menos de mil nuevos galeotes; eso suponía que tan sólo cabía poner en el mar siete nuevas galeras. Añadamos —que es mucho añadir— otras tantas por la Corona de Aragón y otras tantas por las piezas italianas. ¿Cuál sería el total? Veinte o veinticinco galeras como máximo. ¡Y posiblemente ésas eran las que habían quedado sin galeotes, de la vieja armada hispana, merced a la generosidad de don Juan de Austria! Se comprende que algunos contemporáneos buscasen otros remedios, como el duque de Medina-Sidonia, que proponía echar mano de los mulatos y cubrir con ellos los bancos de las galeras; propuesta totalmente inviable y que desde luego no sería seguida por Felipe II, para quien su poder regio tenía unos límites jurídicos —y morales— que no podía traspasar.

Era su gran desventaja frente al Turco, que en cualquier momento podía hacer una redada de galeotes en su Imperio. Como Ranke señaló en su día, el Turco era el gran señor de esclavos. De forma que frente a las dificultades insuperables de la Monarquía católica, el señor de Constantinopla pudo entregar a Euldj-Alí doscientas nuevas galeras, con todos sus galeotes (que no bajarían de treinta mil), en 1573.

Y en cuanto a Felipe II, una cosa puede ya afirmarse de modo rotundo: no trató de escamotear la victoria a don Juan, ni fue porque los acontecimientos de la Europa occidental le obligaran de pronto a cambiar de frente. Eso sería más tarde. Lo que ocurrió fue que el Rey se encontró con una dificultad insuperable para poner en orden de batalla las galeras con que de pronto se encontró en las manos, y con las nuevas que proyectaba: la escasez de galeotes, que era la desnuda realidad de la España de la época. Pese a sus apremiantes requerimientos, las justicias de la Monarquía apenas si pudieron proporcionarle unos centenares de infelices que poner al remo; muy lejos, pues, de aquellos miles que precisaba su nueva armada. Y tampoco pudo contar con el apoyo de la Liga, porque la muerte de san Pío V, que había sido su alma, los intereses de Venecia y las intrigas diplomáticas de Francia, facilitando el renovado entendimiento de la República véneta con el Turco, hicieron el resto. De modo que Felipe II, por esta razón primordial, tuvo que renunciar a su primer proyecto. Y que historiadores de la talla de Braudel no lo hayan percibido es porque sus auxiliares españoles no le pusieron en la verdadera pista que le hubiera dado la respuesta a esa sencilla pregunta, y porque, en definitiva, algo faltaba en su esquema: analizar en profundidad lo que suponía la galera en el Mediterráneo del Quinientos, con su motor insoslayable: el galeote.

En lo que sí acierta el gran historiador es en refutar la manida tesis de que en Lepanto fueron más los ruidos que las nueces. Lepanto fue un acontecimiento de gran trascendencia y don Juan de Austria su héroe decisivo.

O por decirlo con sus mismas palabras:

Lepanto fue el más grande de los acontecimientos militares del siglo XVI en el Mediterráneo, el más resonante de todos.

Y añade, con su característico brillante estilo:

En este caso, la fama no ha falseado las perspectivas de la historia[670].

Pero pocos como un contemporáneo, el padre Juan de Mariana, para describir en cuatro trazos la acción y para resaltar sus resultados. La batalla:

Era un espectáculo miserable, vocería de todas partes, matar, seguir, quebrar, tomar y echar a fondo galeras; el mar cubierto de armas y cuerpos muertos, teñido de sangre; con el grande humo de la pólvora ni se veía sol ni luz casi, como si fuera de noche…

El triunfo, en fin:

… esta victoria fue la más ilustre y señalada que muchos siglos antes se había ganado; de gran provecho y contento, con que los nuestros ganaron renombre no menos que los antiguos y grandes caudillos en su tiempo ganaron[671]