8 ESPAÑA VERSUS ISLAM

El final de la Reconquista, con la toma de Granada, había marcado a España —la de los Reyes Católicos— como la potencia de la Cristiandad que podía hacer frente a la expansión del Islam, que, tras la conquista a su vez de Constantinopla, se había convertido en la gran amenaza con que debía enfrentarse Europa.

Se haría eco de ello el gran humanista alemán Jerónimo Münzer cuando, en presencia de los Reyes Católicos, en 1495, sólo, pues, tres años más tarde de la toma de Granada, les animaría a la reconquista de los Santos Lugares. Con elocuentes razones, les diría:

Para vosotros está reservado el triunfo. Para vosotros el coronaros con los trofeos de tal victoria. Poder sobrado tenéis para ello, ya que no hay ningún otro soberano a quien se le ofrezca más propicia ocasión que a la que a vosotros se os brinda…

Y añadía, enardecido:

El África tiembla ante vuestra espada y se dispone a someterse a vuestro cetro. Con ella no tendréis ya los enemigos a la espalda[599]

Es conocida la consigna dada por la gran reina Isabel a su hija Juana y a Felipe, en su testamento: «… que no cesen en la conquista de África…».

Era algo que sentía como propio toda Castilla y, muy en particular, Andalucía. Antes que la acción de los corsarios berberiscos sobre las costas mediterráneas españolas en el siglo XVI, hay que anotar la que los andaluces empezaron a ejercer sobre el norte de África a finales del siglo XV, entre las cuales destacó por su importancia la realizada por Pedro de Estopiñán en 1497, con la toma de Melilla, bajo la protección del duque de Medina-Sidonia.

Era una acción privada, no de carácter estatal, y, sin embargo, un importante principio, con el esperanzador resultado de que desde medio milenio Melilla forma parte de España. Pero, para una acción más amplia sobre África, era preciso que la Corona tomase el relevo.

Es aquí donde entra en juego el impulso de Cisneros sobre Orán.

En 1505, el alcaide de los Donceles se apoderó de Mers-el-Kebir (el Mazalquivir de los documentos españoles), para eliminar un peligroso nido de corsarios berberiscos. Tres años después, en 1508, Pedro Navarro conquistó el Peñón de Vélez de la Gomera. Y al fin, en 1509 se produce la famosa expedición sobre Orán, financiada por el cardenal Cisneros con los grandes recursos del arzobispado de Toledo. Partiendo de Cartagena, la flota española transportó un pequeño pero aguerrido ejército (10 000 infantes, 4000 caballos, amén de un poderoso tren artillero, que era la gran lección aprendida en las guerras de Granada) a Mers-el-Kebir, que sirvió como cabeza de puente para la ofensiva sobre Orán, tomada por asalto en una sola jornada bajo la dirección de Pedro Navarro.

El ímpetu español parecía irresistible. A lo largo del siguiente año, 1510, el despliegue español sobre el norte de África fue espectacular. En enero de este año se tomaba Bujía y el 25 de julio la lejana Trípoli, mientras Argel se declaraba vasalla del rey de Castilla. Triunfos que Roma celebraba como propios, de forma que el papa Julio II titulaba a Fernando el Católico «atleta de Cristo». Es posible creer que el Rey Católico, enardecido por tan brillantes resultados, soñase incluso por hacer buenos los deseos de la Cristiandad, acaudillando personalmente una cruzada para reconquistar los Santos Lugares.

Precisamente a ese año de 1510 corresponde una carta de Fernando el Católico a Diego Colón, entonces su segundo almirante en las Indias. Había que financiar aquellas campañas y, por ende, urgía conseguir más oro de las Indias.

Es cuando, tristemente, empieza a crecer la trata negrera, para que esclavos africanos consiguiesen lo que no se podía hacer con los indios:

Vi vuestra letra —le escribe en enero de 1510— que envíastes con vuestro hermano Fernando, y vi todo lo que él me dixo de vuestra parte. Ahora sólo respondo a lo que decía de las minas de donde se saca mucho oro. Y pues el Señor lo da, y yo no lo quiero sino para su servicio en esta guerra de África, no quede por descuido el sacar lo más que se pudiera. Y porque los indios son floxos para romper las piedras, métanse todos los esclavos en las minas, que yo mando a los oficiales de Sevilla que os envíen los cincuenta esclavos[600].

De modo que Fernando el Católico sueña con una cruzada y cae en la contradicción —típica, por otra parte, de los soberanos de su tiempo— de impulsar la trata negrera que facilitase la explotación minera de las Indias[601].

Pero no sólo con el dinero indiano. También ayudaron las Cortes de Castilla e incluso las de Aragón, de forma que podemos ver a las reunidas en Monzón otorgando 500 000 libras aragonesas.

Y Pedro Mártir de Anglería, el humanista milanés al servicio de la corte de Fernando el Católico, escribiría a su protector y amigo el conde de Tendilla:

De ahora en adelante nada habrá ya difícil para los españoles, nada emprenderán en vano. Sembraron el pánico en toda África[602].

La conquista de Trípoli, narrada con detalle por el milanés, le arranca esta frase admirativa:

… los africanos, en otro tiempo tan temibles para los españoles, ahora ceden ante ellos donde quiera que se pelee[603]

Como comenta Croce, en aquel momento toda Europa pensaba que el ímpetu hispano vencería al Islam en el Mediterráneo e incluso acabaría rechazando la amenaza turca[604].

No fue así, como es notorio. Hubo un traspié, un duro revés, cuando Pedro Navarro asaltó la isla de las Djelbes, un fuerte descalabro español, con la muerte de don García de Toledo y de muchos otros cortesanos.

Aún fue más decisivo que Fernando el Católico desviase su impulso del norte de África, atento a lo que sucedía en Italia, con la guerra encendida entre el Papa y Francia. La convocatoria de Luis XII de un pretendido concilio en Pisa, combatido por el papa Julio II, llevaría a la Santa Liga y a la condena por Roma del rey francés y de sus aliados como cismáticos. ¡Era la ocasión para penetrar en Navarra! Y Fernando el Católico no la desaprovechó. Corría el año 1512.

Y Navarra se incorporó a la Corona de España, pero las empresas de África quedaron sin culminar. A la muerte de Fernando el Católico, en 1516, un cabecilla de gran protagonismo pondría ya una interrogante a la supremacía hispana en el Mediterráneo.

Empezaba el poderío de Khair ad-Din Barbarroja, con su centro de poder en Argel.

Bajo Carlos V se combatiría con diversa fortuna en el Mediterráneo. Sonada fue su gesta, al apoderarse de Túnez en 1535, al frente de un ejército tan vario como su propio imperio y con la ayuda de Portugal. Pero jamás pudo aniquilar el poderío de Barbarroja, siendo prueba de ello su desafortunada campaña sobre Argel de 1541, que a punto estuvo de costarle la vida.

Es digno de recordarse que el Emperador tanteó una Santa Liga, en 1538, para acometer una cruzada contra Solimán el Magnífico, Liga en la que entraban Roma, Venecia y su hermano Fernando. Incluso tuvo su inicio, con la ocupación de Herzeg Novi por un tercio viejo español en 1538, pero no su continuación. La Santa Liga se deshizo y el holocausto de los defensores de Herzeg Novi se consumó. Tras el desastre de Argel, Carlos V decidiría firmar treguas con Constantinopla acuciado por los sucesos del norte de Europa. Cediendo en su presión, la Monarquía católica fue perdiendo también algunas de sus posiciones privilegiadas. En 1551 caía Trípoli, y aunque Carlos V ya la había cedido a la Orden de San Juan, no por ello fue menos significativa su pérdida. Cuatro años después ocurría lo mismo con Bujía, lo que se consideró un desastre, hasta el punto de ser ajusticiado su desafortunado defensor, Alfonso de Peralta. Que Bujía cayese en 1555, el año de la abdicación de Carlos V, se podía tomar como un símbolo del declive hispano en el Mediterráneo.

A partir de ese momento se inicia una recuperación, fruto sin duda del impulso que da el nuevo reinado. Se promueve ante las Cortes de Castilla la recuperación de Bujía. El cardenal-arzobispo de Toledo, Silíceo, ofrece 30 000 ducados para financiar la empresa. No se llevaría a cabo, pero ya era un indicio de que Castilla tomaba conciencia de que no podía ceder más en su presencia en el Mediterráneo.

Ahora bien, quizá debiéramos lanzar una mirada a los tiempos en que gobernaba Felipe, como lugarteniente de su padre. Braudel lo hace a partir de 1551. Es evidente el protagonismo de Felipe II en tales fechas. Pero quizá convenga retrotraerse a la década de los cuarenta, que es cuando el entonces joven príncipe de Asturias se inicia en los problemas de Estado.

Hablo de la etapa iniciada en 1543, cuando Carlos V abandona España para enfrentarse a sus enemigos del norte de Europa. Todavía en 1543 Felipe II es demasiado joven: sólo tiene dieciséis años. Ahora bien, a esa edad su padre ya se había enfrentado con las más graves decisiones, como la de tomar el título de Rey de la Monarquía católica, pese a que todavía vivía su madre, doña Juana.

En todo caso, a partir de ese momento se percibe la creciente incorporación de Felipe II a las tareas de Estado. De forma somera en 1543 —es el año también de su boda—, pero cada vez más intensamente desde que en 1544 ve a su padre metido en la cuarta guerra contra Francisco I. Es algo que el estudioso del Corpus documental carolino percibe de inmediato.

Por entonces, Felipe II es el gran auxiliar de su padre, su alter ego en Europa, pero también su conciencia. Quiero decir que es el que le ayuda en todo lo que le pide, para que pueda conseguir sus objetivos, con el brillante resultado de todos conocido: victorias imperiales sobre el duque de Clèves, avance fulminante sobre París, paz de Crépy, inauguración del Concilio de Trento y, finalmente, aplastamiento de la Liga de Schmalkalden. Para todo ello, Carlos V precisó de la ayuda española, y la solicitó de su hijo una y otra vez, de forma tenaz, machaconamente incluso, y la obtuvo.

Pero el Príncipe también hizo algo más: ser su conciencia política. Esto es, recordar al padre los flancos mal atendidos, los problemas que quedaban pendientes y los que se agudizaban por momentos. Yo señalé en su día cómo Felipe II empezó a hacer presente al Emperador —sin duda, haciéndose eco del sentir de sus consejeros castellanos— la ruina a que la política imperial llevaba a Castilla. ¿Le hizo ver también que la exclusiva atención a los problemas del norte de Europa llevaba a desatender peligrosamente a los que sucedían en el Mediterráneo, sobre todo a los surgidos en el norte de África? Es cierto que en los años cuarenta Carlos V suscribe treguas con la Turquía de Solimán el Magnífico y que en 1546 muere el terrible corsario Barbarroja, pero también lo es que pronto aparece otro temible enemigo, en la figura de Dragut, del cual hay referencias en las cartas de Felipe II a Carlos V desde 1545.

Por lo tanto, de nuevo la pregunta: ¿cómo veía Felipe II, desde sus inicios en la política, la cuestión africana? En esos años, todavía Bujía y Trípoli están bajo el control imperial, si bien ésta ya puesta en manos de la Orden de San Juan de Jerusalén, junto con Malta y Gozzo, en la reordenación que Carlos V hace del espacio del Mediterráneo central en 1530. Malta, junto con el cercano islote de Gozzo y con la frontera plaza norteafricana de Trípoli, amén de Sicilia, ayudaban a controlar el paso hacia el Mediterráneo occidental. Era una ayuda frente a las ofensivas marítimas turcas que se producían en oleadas año tras año[605]. Ahora bien, en ese Mediterráneo occidental, donde tantos puntos fuertes se hallaban en manos de la Monarquía católica, desde Melilla hasta La Goleta, con Mers-el-Kebir, Orán y Bujía, existía un grave escollo que se llamaba Argel. ¿Se hizo eco Felipe II en esa etapa de los años cuarenta?

Tras revisar la documentación pertinente en el Corpus de Carlos V, la primera impresión que sacamos es el poderío incontestable de la marina turca, incluso en el Mediterráneo occidental, especialmente cuando cuenta con la ayuda de los pueblos franceses para sus incursiones en la ruta entre Barcelona y Génova. Frente a turcos y franceses, en los años cuarenta, poco podían hacer las galeras de España, aunque se juntasen con las genovesa de Andrea Doria. En agosto de 1543, con la noticia de que la armada turca estaba en aguas de Niza, el príncipe Felipe pide a su padre el Emperador que las galeras de España se quedaran defendiendo las costas del Levante español y que no se juntasen con las genovesas:

… pues todas juntas no bastan a estar al oppósito del armada de los enemigos[606]

Y al invierno siguiente, con la armada turca en Tolón, las costas hispanas son arrasadas: Cadaqués, Rosas, Palamós, en la costa catalana, y Villajoyosa, en la valenciana, son saqueadas e incendiadas y la población que no se refugia en el interior es cautivada. La amenaza se extiende a las islas de Mallorca e Ibiza. ¿Qué hacían las galeras hispanas para evitarlo? Nada. Huir del combate para no ser presa del poderoso adversario. Y esto como orden del gobierno del Príncipe:

Luego, como se tuvo aviso de la venida de las dichas galeras y velas turcas en Barcelona, despachó don Enrique de Toledo correos a diligencia, así por mar como por tierra, para avisar a don Bernardino de Mendoza, que estaba en sus galeras en la costa de Valencia, para que se guardase[607]

El refugio más seguro era internarse con las galeras, Guadalquivir arriba, hasta las cercanías de Sevilla; refugiarse en «el río de Sevilla». Y como el peligro era tan cierto, Carlos V deja la decisión en manos de Doria y de lo que acordase el marino genovés con su hijo, pues claro estaba que esperar su respuesta, con la lentitud de los correos de la época, era ponerlo todo a la aventura de perderse:

Habemos respondido al Príncipe [Doria] —es lo que escribe— que en esto, con lo que allá le respondiéredes, haga según el tiempo y estado en que entonces se hallarán las cosas[608]

E insiste:

En lo de la venida de las galeras desos Reinos a Génova, os escribo lo que parescerá y ocurrirá, para que allá se mire, diciéndole que os lo remitimos para que visto lo uno y lo otro, se haga lo que ambos acordáredes y resolviéredes cerca dello…

También reconocía la superioridad en el mar de turcos y franceses, pero su carácter llevaba mal el encogimiento de los consejeros que había dejado en Valladolid al lado de su hijo:

Pero no dexaremos de traeros a la memoria que juntándose todas nuestras galeras, aunque no sean parte para pelear con las armadas turquesa y francesa a lo menos las obligarán andar más sobre aviso y que no puedan emprender cosa tan fácilmente como lo harían si estuviesen divididas y separadas las unas galeras de las otras[609].

¿Cuál es el resultado? Que el gobierno de Felipe II se decida por la fortificación. Si no se podían evitar las incursiones navales enemigas, era la única solución. Y en lugares tan estratégicos como Rosas, del que Carlos V había quedado prendado a su paso en mayo de 1543 (y no era para menos, con su hermosa bahía, que todavía sigue deslumbrando al viajero), pronto se inician las fortificaciones.

Las fortalezas, junto con otros aprestos de guerra, eran todavía más precisas en puntos como Ibiza, porque la amenaza allí era mayor. Se temía, en efecto, no que la isla fuese asolada, sino que fuera ocupada y tomada como temible avanzada contra el Mediterráneo español.

En efecto, un primer asalto había sido rechazado, pero todo parecía indicar que no era sino el comienzo de una ofensiva mayor:

Los de Argel enviaron otra vez a hacer daño en la isla de Ibiza seis galeras, y los soldados y gente de la tierra salieron a ellos y les mataron cuarenta hombres y hicieron tornar a embarcar tan de prisa, que dexaron muchas escopetas y cimitarras.

Pero era sólo el principio:

Y porque se entiende por diversas vías —informaba alarmado Felipe al Emperador— que las velas que fueron a Argel, con otras muchas, tienen designio de venir a ganar aquella Isla con mayores fuerzas, se ha mandado llevar otros cien soldados, de más de los 300 que hay, y proveído que se lleve un cañón grueso y pelotas y municiones y 300 carcabuces y 300 picas y algunas otras cosas de las que tenía necesidad[610].

Un mundo a la defensiva, pues no podía ser de otro modo, dada la superioridad turca en el mar. Y constancia de ello siguen siendo las formidables murallas que guardan Ibiza, con viejísimos antecedentes desde la Antigüedad, pero culminadas espectacularmente en tiempos de Felipe II, como uno de los modelos de arquitectura más importantes del siglo XVI, dejando el testimonio del escudo del Rey en su puerta principal.

No hay prueba más irrefutable de esa inferioridad de la Monarquía que la propia confesión de la corte en 1544 al cardenal Tavera: que siendo aquello así, como era notorio, era preciso acudir al apoyo de todos. Después de enumerarle, en marzo de 1544, todos los esfuerzos que se habían hecho para afrontar la nueva oleada que se esperaba con tanto temor, se le añade:

… mas siendo como son aquellos —los turcos con su armada— tan poderosos es necesario que así se apareje y hallen la resistencia, y que para ello nos ayudemos y sirvamos de todos nuestros buenos súbditos y vasallos[611]

Esto es, el nuevo Estado se declaraba incapaz de hacer frente por sus propios medios, y aunque la guerra ya es el oficio en manos del Príncipe, tiene que acudir al sistema medieval, que parecía tan superado, pidiendo el apoyo de los poderosos del tiempo: de la alta nobleza, por supuesto, pero también de las grandes mitras, como era el caso del arzobispo de Toledo, pues Tavera no es aquí citado como cardenal, sino como arzobispo de la mitra toledana.

Y no cabe duda de que la penuria de la Hacienda Real jugaba también su papel, lo cual era más sangrante para España, por cuanto que no se regateaba para las empresas que el Emperador estaba acometiendo en el corazón de Europa. No olvidemos que estamos en esa década trepidante en que los tercios viejos combaten en el ducado de Clèves, en el 43, que llegan hasta las cercanías de París, en el 44, y que luchan en los campos de Alemania, tanto en el 46 como en el 47. Pues bien, en esos años, en cuanto hay el menor respiro en el Mediterráneo, al punto se da orden de licenciar soldados. Así, en julio del 44 Felipe II comunica al Emperador que la armada turca regresaba a sus bases de partida en el Mediterráneo oriental y que el mismo Barbarroja proyectaba ir a Constantinopla. Visto lo cual

… se podría excusar la gente de guerra extraordinaria que está en las islas de Cerdeña, Mallorca, Menorca y Ibiza[612]

¿Y no es ese contraste entre lo que se escatima en el Mediterráneo y lo que se gasta en el corazón de la Europa germana lo que acaba crispando a los que gobernaban España desde Valladolid? Es en ese momento del 44 cuando el Príncipe se enfrenta con su padre, haciéndole severas advertencias; habría que entender, más de los consejeros que tiene a su lado que hechas por él mismo, aunque ya, con sus diecisiete años cumplidos, su protagonismo político vaya creciendo. Es cuando le pide a su padre aquello que ya hemos comentado, que en vista de lo bien que había ido la campaña sobre Francia, que se acogiera a la paz, dado el agotamiento extremo en que estaban los reinos de España, y que lo tuviese bien presente:

… para que, desengañado de lo de adelante, pueda medir las cosas según lo que se podrá y no según sus grandes pensamientos, pues para éstos podrían ofrecerse otras ocasiones cuando Vuestra Majestad y sus Reinos estuviesen más descansados[613].

Las fuerzas de España estaban tan al límite que no parecía aconsejable poner en marcha el desarme de los moriscos de Valencia (que era una de las cuestiones que preocupaban al Emperador, ya de antaño desde el alzamiento de las Germanías), por el peligro que se podría generar si acudía en su socorro Argel, o si los moriscos valencianos desesperados se exiliaban, pasándose a la plaza norteafricana, lo cual habría arruinado al reino de Valencia.

Y eso se reitera una y otra vez: la empresa, de acometerse, tendría que ser en pleno invierno:

… cuando esté bien adelante, para que no puedan tener esperanza en las fustas y velas que hay en Argel[614]

Y se apuntaba al éxodo de los moriscos valencianos a Argel, «como suelen»[615].

Por lo tanto, otra realidad bien conocida por Felipe II desde sus tiempos de gobernador de España en ausencia de su padre: la debilidad de la Monarquía, especialmente en su lucha frente al Islam, por cuanto que tenía al enemigo en casa. Y aunque a partir de 1545 Barbarroja deja de ser tan temible (recordemos que se iniciaba su declive, muriendo en 1546), ya estaba en la palestra otro corsario que no se quedaba atrás: Dragut. El solo anuncio de que juntaba sus galeras con las de Argel conmociona a la Europa mediterránea:

De todo se ha dado aviso a las costas destos reinos, que están con mucho terror[616]

Y en España se pedía una mayor defensa, reuniendo todas las galeras junto con las de Doria, a lo que al fin accede el Emperador[617].

Había otros remedios, como la continua inspección de las defensas costeras, pero también eso requería un respaldo económico del que no estaba muy sobrado la apurada Hacienda regia. El propio capitán general de Granada, conde de Tendilla, se ve inmovilizado en la capital, porque realizar aquellas tareas de vigilancia hubiera supuesto un gasto de dietas al que no parecía poder hacer frente la Corona:

… ninguna de las diligencias que se hicieren —se lamentaba el Príncipe en 1547— basta si el Capitán General no visita y da vuelta por la costa personalmente, a lo menos una vez al año, y que aunque él querría hacerlo, vistos los provechos que dello redundarían y quanto Vuestra Majestad sería servido, no lo hace porque no dándosele, como no se le da, salario con la dicha Capitanía General, y teniendo él tan poca hacienda, no tiene posibilidad para hacerlo, en especial que no puede dexar de llevar algún acompañamiento, de que se le ha de seguir costa[618]

Estamos, ya lo hemos visto, en 1547. Por lo tanto, Felipe II ha dejado de ser ya el adolescente confuso y desorientado al que su padre ha puesto al frente de España. A su edad (los veinte años), Carlos V había recibido la primera corona imperial. Ya estaba, pues, en condiciones de pulsar a fondo la política y a enfrentarse con los hechos. Y ésos, en 1547, eran que la Monarquía triunfaba en el norte de Europa, donde derrochaba hombres y dinero, pero a duras penas si se defendía en el Mediterráneo, frente a los ataques de los turcos y argelinos, que además no eran los únicos, pues precisamente en aquel año a los argelinos se unían los marroquíes, para hacer pillaje en las costas granadinas y concretamente en Mojácar[619].

Por lo tanto, un doble peligro, una doble amenaza: el asolamiento de las costas mediterráneas españolas, con los consiguientes cautivos, y la pérdida de los presidios norteafricanos, que era uno de los orgullos del tiempo del Rey Católico. En ese sentido, Orán era la plaza más sagrada, sobre la que se coloca un soldado excepcional: el conde de Alcaudete. Pero, naturalmente, advirtiendo que para que su labor fuera eficaz era preciso que se le abasteciera de todo lo necesario: hombres, armas, bastimentos, pues de todo andaba escaso, lo cual era tanto más peligroso cuanto que se sabía de la llegada de los contingentes turcos a la próxima Tremecén. Y la queja salta hasta el propio Carlos V; pese a lo cual el Emperador sólo se limita a recomendar al Príncipe que viera lo que se podía hacer: «… porque no subceda algún inconveniente…»[620]

Se comprende, pues, la satisfacción con que se recibe la noticia de las treguas firmadas por el Emperador con Constantinopla. Y tanta, que al principio cuesta trabajo creerla, pues —cosa extraña— la noticia no la da Carlos V, sino que era Argel la que lo había comunicado, tanto a Orán como a Bujía, en cartas a sus alcaides, el conde de Alcaudete y don Luis de Peralta. Y lo que era mejor y hacía buenas las treguas: «… ya no paresce ningún navío de turcos en esta costa…»[621]

En efecto, Fernando, rey de Romanos, había firmado en junio de 1547 unas treguas por cinco años con Solimán el Magnífico, muy interesado entonces en concentrar sus esfuerzos sobre su frontera oriental con Persia, y acaso también debilitado por los graves conflictos familiares provocados por su hijo Mustafá; unas treguas que había que considerar como ventajosas para Solimán el Magnífico, no sólo porque le daba libertad de acción para acometer sus campañas contra Persia, sino también porque Fernando se reconocía su tributario, con un pago de 30 000 ducados anuales como signo de vasallaje por los territorios del norte de Hungría que quedaban bajo su control. ¡Por lo tanto, el señor de Viena, el rey de Romanos, el hermano del Emperador, reconociéndose vasallo del sultán de Constantinopla! Y a esas treguas, forzado por la necesidad, se adhirió Carlos V, olvidando sus juveniles ansias de cruzado. Ya en sus Instrucciones de enero de 1548 alude a ellas, advirtiendo a su hijo:

… cuanto a la dicha tregua que he por mí ratificado, miraréis que ella se observe enteramente de la vuestra, porque es razón que lo que he tratado y tratéis se guarde de buena fe con todos, sean infieles o otros y es lo que conviene a los que reinan y a todos los buenos[622]

Aparte del valor de ese texto, tan grande para calificar los valores éticos del Emperador (el respeto a la palabra dada), es interesante comprobar las dos áreas de actividad de la Monarquía: la que controlaba Carlos V en el centro de Europa y la meridional en el Mediterráneo, dejada a Felipe II. Pero lo asombroso es que en esa zona meridional las treguas empiezan a sentirse por iniciativa turca, a la que en seguida se suma España, como si la noticia fuera demasiado buena para ser creída o acaso también porque las órdenes mandando cumplir lo pactado tardasen en llegar. Lo cierto es que Felipe II se queja a su padre. Nada sabe en concreto, porque nada se le ha dicho, de forma que ordenará que tales treguas se cumplan en la medida que turcos y argelinos lo hicieren:

… porque Vuestra Majestad no ha mandado avisar de lo que contiene la dicha tregua y con quienes y de que manera se ha de guardar…

Así pues, Felipe II ordena a don Bernardino de Mendoza, capitán general de las galeras de España:

… que guarde la dicha tregua con los de Argel como ellos la guardaren[623]

Lo que tendría la aprobación del Emperador, que al fin, un mes más tarde, rompe su silencio: «Nos ha parecido bien».

Y añade:

… con ésta os mandamos enviar todo lo que ha pasado tocante a este negocio y, conforme a aquello, mandaréis se guarde y observe sin que haya falta, por todos nuestros súbditos y vasallos desos reinos en mar y tierra y que se publique en las costas y puertos dellos y en las fronteras que tenemos en África[624]

Fue un buen respiro, tanto más cuanto que Dragut (Torghud Reis) —el más peligroso corsario, digno sucesor de Barbarroja— se jactaba de alzar bandera independiente y de actuar a su aire, sin mediatización alguna con las grandes potencias que gravitaban sobre el Mediterráneo. Habiendo caído prisionero de Doria, en la campaña de Córcega, y conociendo la dura vida de galeote, Dragut había recuperado la libertad después de que Barbarroja accediera a pagar su rescate —altísimo para la época— de 3500 ducados a la Casa Doria.

De esa forma, pese a las treguas oficiales, la guerra de los corsarios norteafricanos continuó su curso en aquellos años. Y así, bajo el gobierno de Maximiliano y María, a partir del otoño de 1548, los conflictos con Dragut o Torghud continúan. Son raros los despachos enviados por Maximiliano y María al Emperador entre noviembre de 1548 y junio de 1551 en los que no salte el nombre del temible corsario[625]. Y el Príncipe tuvo ocasión de comprobarlo cuando las galeras de España y las de Doria estaban ocupadas en la protección de su paso a Génova. Dragut atacó entonces la costa napolitana, llegando en sus razias hasta las cercanías del mismo Nápoles, teniendo la audacia de apoderarse de una galera de la Orden de San Juan que estaba anclada en la bahía de Nápoles y a la vista de los cañones de su castillo.

Al año siguiente, buscando un punto en que hacerse fuerte, Dragut puso sitio a Mahdia, la plaza de la costa oriental tunecina que los documentos españoles de la época denominaban África.

En 1549, Dragut se alzaba con Monastir, cercana a Mahdia, y después con la propia Mahdia. Se comprende su interés. Mahdia pertenecía al rey de Túnez, que Dragut consideró factible combatir. Su fortaleza era notable: sobre una roca que se adentraba en el mar. Parecía el refugio ideal para hacer de ella una plaza inexpugnable que le sirviese de refugio desde donde saltar para sus razias de saqueo y pillaje en las costas de la Italia meridional. ¿Desorbitaron entonces los hechos las cabezas responsables de la Monarquía católica? Lo cierto es que tanto los virreyes de Sicilia y Nápoles como el capitán español que mandaba la guarnición de La Goleta consideraron imprescindible expulsar a Dragut de Mahdia, contando con el apoyo de las galeras genovesas mandadas por Doria. Desde fines de junio de 1550 hasta el 10 de septiembre de aquel año, las fuerzas españolas e italianas combatieron tenazmente, con verdadero valor. Al fin, los tercios viejos tomaron por asalto la plaza.

El hecho se celebró como una gran victoria:

Yo doy gracias a Dios —escribía el virrey de Sicilia Juan de Vega a Granvela— de que Su Majestad haya recibido este servicio y bien la Cristiandad, en especial el reino de Sicilia, a quien yo particularmente debo mucho, por lo bien que en esta empresa y en todo lo demás me han ayudado a servir a Su Majestad.

Tal informaba, desde la misma Mahdia, Juan de Vega a Granvela el 15 de septiembre de 1550[626].

Todo parecía resuelto. Con Malta y Gozzo cercanas a Sicilia, La Goleta en la frontera de Túnez, Mahdia en su costa oriental y Trípoli al sur, ese gozne donde gira el gran portón que abre o cierra el paso entre el Mediterráneo oriental y occidental parecía asegurado, y Dragut, por una vez, había sido derrotado.

Pero no aniquilado.

Es más, Carlos V, de momento, se alarmó. ¿Supondría que Solimán el Magnífico lo tomaría como pretexto para reanudar la guerra? ¿Daría por quebrantadas las treguas? Desde Augsburgo, donde se afanaba en concluir el acuerdo familiar con la rama de Viena, a fin de incluir a su hijo Felipe en el orden sucesorio al Imperio, Carlos hace un hueco para atender ese frente: era preciso tranquilizar al Turco[627].

Demasiado tarde. En 1551, la flota turca, al mando de Sinán Bajá, asaltaría Trípoli. La plaza estaba entonces bajo la Orden de San Juan. Su gobernador, el francés Gaspar de Vallier, apenas si ofreció resistencia.

Tampoco acudieron en su defensa las galeras de España ni de Andrea Doria, embarazadas en custodiar el paso del príncipe Felipe y de los archiduques Maximiliano y María, en su ir y venir de Génova. Sin embargo, Carlos V había dado la voz de alarma. Hasta su retiro de Augsburgo le habían llegado, en el mes de junio, avisos de que la armada turca estaba a punto de salir para combatir algún punto de la Monarquía católica[628].

Pero también se decía que el Turco seguía enzarzado en su guerra con Persia, lo que le alejaba a cientos de kilómetros del escenario mediterráneo, y que se mantenía vivo el fuerte enfrentamiento con su hijo Mustafá, especie de príncipe desesperado en aquel imperio (de hecho, sería ejecutado por Solimán dos años más tarde). Quizá eso fue lo que hizo más confiados a los españoles.

Entre tanto, concluido el inútil cónclave familiar de Augsburgo, Felipe II abandona la compañía de su padre y se dispone a regresar a España. El 25 de mayo sale de Augsburgo, pero no llega a Barcelona hasta el 12 de julio. Para entonces, la flota turca se ha presentado ante la isla de Malta, ha devastado horriblemente la de Gozzo y se prepara para acometer un objetivo: Trípoli, hacia donde se dirige el 30 de julio. En sus barcos, un pasajero de lujo: el embajador francés, que mediará precisamente con los defensores de la plaza para su rendición, como lo hicieron el 14 de agosto de 1551[629].

Fue una pérdida importante, y no sólo para la Monarquía católica —de hecho, gobernaban la plaza los caballeros de la Orden de San Juan—, sino para toda la Cristiandad. El mismo rey de Francia mostró sus sentimientos, si bien, como dice Sandoval: «… pero hallarse su embajador allí no tiene disculpa»[630].

Ahora bien, había que establecer un orden de prioridades: el paso de los príncipes —y en este caso, de Maximiliano y María, para su regreso al Imperio— o la defensa de Trípoli. Y como lo primero era lo más importante, el que la armada turca estuviese centrada en el ataque a Trípoli permitirá el tranquilo viaje de los archiduques, en un principio temerosos de hacer la travesía entre Barcelona y Génova, dudando en cambiarla por la del mar de Poniente:

… estando en esto —es el príncipe Felipe el que informa desde Toro, el 27 de septiembre de 1551— llegaron cartas del príncipe Doria avisando que por estar la armada del Turco sobre Malta y entenderse que llevaba de signo de tentar lo de Trípoli y África[631], y que estando ocupada en esto la dicha armada, le parecía que los dichos serenísimos Reyes[632] podían pasar por la mar de Levante[633]

Por lo tanto, lo que preocupaba en esos momentos no es la suerte de Trípoli, sino el viaje de los archiduques al Imperio. Por otra parte, bastante se hace con defender la propia España, pues Francia —la de Enrique II— ha reanudado también la guerra, y con tal audacia, que sus naves han entrado en el puerto de Barcelona, causando verdaderos estragos, entre ellos la presa de una galera y una fragata de los Doria, amén de cuatro navíos «gruesos» que estaban surtos en el puerto.

Los franceses atacaban por todas partes, en el mismo verano en que se perdía Trípoli.

Ésas eran las malas nuevas con que se encontraba Felipe II al incorporarse al gobierno de España en 1551. Sobre la marcha convoca a los consejeros de Estado y de Hacienda para poner remedio y hacer frente a tanto mal, y se encuentra con que no hay dinero para nada. Todo lo habían consumido las grandes empresas de Carlos V. Y el Príncipe se aflige:

… Dios sabe la pena y cuidado que a mí me queda dello…

Y deja traslucir un reproche. Las cosas de Carlos V en los Países Bajos y en Alemania estaban en el mejor de los momentos; pero ¡cuán distinto todo «en lo de acá»!

Y le dice:

… no es bien que dexe de saberlo, pues lo de aquí está a beneficio de lo que los enemigos querrán hacer, que demás del daño que podrían recibir estos Reinos, yo sentiría mucho, hallándome en ellos, no poder resistirlos y ofenderlos como sería razón, siendo hijo de Vuestra Majestad…

Había que sopesarlo todo, y no aventurarse en más empresas sin tener en cuenta lo que ocurría en los reinos de España. Por lo tanto, el aviso podía ser bueno si al menos sirviera en lo de adelante:

… para que en los negocios que Vuestra Majestad tratase se tenga consideración al estado en que está lo destos Reinos[634].

Pobre esperanza. El ataque turco a Trípoli y la ruptura francesa sin previo aviso en el 51 no fue sino el preludio de la gran ofensiva contra el Emperador en el año siguiente, con la fuga desordenada de Innsbruck para huir de la acometida de Mauricio de Sajonia, y con la pérdida de Metz, Toul y Verdún, en el ataque por sorpresa de Enrique II. Y mientras la España de Felipe II organizaba el socorro a que urgía el Emperador, que se narra en otra parte de esta historia, apenas si se podían repeler las incursiones de turcos, argelinos y franceses contra las costas mediterráneas españolas. En octubre de 1552, el peligro era general ante la acometida de turcos y argelinos en las islas Baleares, Cartagena, Gibraltar y Cádiz, así como en las plazas de Bujía y Orán.

Y como el peligro fuera tan grande y cierto, era preciso hacer la guerra al modo antiguo, llamando a las ciudades y a los grandes de Castilla, que se apercibiesen: «… para lo que se podría offrecer…»[635]

En el otoño del 53, la flota de las Indias llegó en muy buen momento, con más de 3 000 000 de ducados, de ellos, unos 600 000 para la Hacienda Real. Aun así, el gasto en poner en defensa las costas hispanas —hasta la propia Santa Cruz de la Palma había sido atacada por el corsario francés Pie de Palo— y los presidios norteafricanos había sido tan grande que Felipe II pide a su padre que no cargase a Castilla con otro cambio de 200 000 ducados, so pena de que todo entrase en quiebra,

… que sería cosa de tan grande inconveniente, como Vuestra Majestad puede juzgar[636]

Era ya en las vísperas de las jornadas de Inglaterra, de aquel lustro que Felipe II pasaría entre Londres y Bruselas, primero como rey consorte de las Islas, y después como protagonista del relevo en el poder, tras la abdicación de Carlos V en 1555. Precisamente el año en que se perdía Bujía.

En 1559, tras la paz de Cateau-Cambrésis y con su definitivo regreso a España, habiendo dejado en paz y en orden las fronteras de los Países Bajos, desembarazado de las cosas del Imperio, a cuya posible sucesión había ya renunciado, Felipe II podía pensar en poner en orden lo que más directamente afectaba a los reinos meridionales: el control del Mediterráneo occidental.

Tenía treinta y dos años y toda la experiencia del mundo, más el evidente deseo de poner algo de claridad en el gobierno de su maltratada España. Con lo cual no hacía sino hacerse eco de un sueño general, bien reflejado en el Memorial que Luis de Ortiz, el contador burgalés de artillería, le había mandado un año antes, en 1558.

Ya la ejecución de Alonso Peralta, el desafortunado defensor de Bujía, en la Plaza Mayor de Valladolid, el 4 de mayo de 1556, por lo tanto, en los inicios del reinado de Felipe II, pudo tomarse como un claro signo de que la Monarquía católica —hasta entonces tan volcada en el norte de Europa— volvía a tomar con fuerza su protagonismo en el Mediterráneo, tal como pedía Luis de Ortiz: lo cual había de hacerse «para asegurar el Mediterráneo». Algo imprescindible, dado que el fundamento de la Monarquía estaba en esas dos orillas del Mediterráneo occidental, entre las costas levantinas españolas y las de Nápoles y Sicilia.

Por consiguiente, la primera consigna: no ceder ni un palmo más. Algo exigido por la opinión pública de tal forma, que cuando Carlos V tiene noticia, en enero del 57, de que Orán corría peligro, da la voz de alarma, que ya hemos comentado:

… pues si se perdiese, no querría hallarme en España, ni en las Indias, sino donde no lo oyese, por la grande afrenta que el Rey recibiría en ello y el daño destos Reinos.

Para remediarlo, la princesa Juana, que gobernaba entonces España en nombre de su hermano Felipe, ordenó el envío de los necesarios refuerzos.

Y como en 1558 el peligro no cediera, salió de Cartagena el 4 de julio de aquel año el conde de Alcaudete con una fuerte armada, con infantes, caballos y aprestos militares de todo tipo, llegando el día 6 a Orán. Pero aún más, pues el 11 otra armada zarpaba de Cartagena, alcanzando Orán dos días después[637].

No cabe duda: la Monarquía católica no estaba dispuesta a perder aquella preciada conquista de los tiempos de Fernando el Católico, que llevaba ya medio siglo bajo la grandeza hispana. Incluso en 1557 se intentó recuperar Bujía, aunque la ausencia de Felipe II impidió que cuajara el proyecto.

Era evidente que la presencia del Rey iba a cambiar las cosas. Mientras Felipe II no tenía más que ese frente abierto, el Turco tenía la vista puesta en su frontera oriental con Persia. Mas tampoco era satisfactorio el ambiente de palacio en Constantinopla, por el problema sucesorio que planteaba la edad avanzada del gran sultán.

Todo parecía favorecer un intento español, el inicio de una contraofensiva en el Mediterráneo, ya sobre Argel, ya sobre Trípoli. En principio se tomó como objetivo Trípoli —cuya reciente pérdida seguía lamentándose—, para lo que se contaba con la ayuda de la Orden de Malta.

Sicilia fue la base de aquella operación, puesta bajo el mando de su virrey, que lo era entonces el duque de Medinaceli.

En febrero de 1560, la flota hispana, de 53 galeras, secundada por la genovesa al mando de Juan Andrea Doria y por las aportadas por la Orden de Malta, zarpaba de esa isla rumbo a Trípoli. No con la diligencia necesaria —acaso por las dificultades en aunar aquellas fuerzas dispares—, de modo que ya Dragut había fortalecido su resistencia. Eso llevó a la expedición cristiana a cambiar su rumbo, desembarcando en las Djelbes.

Era como tentar al destino. En el recuerdo de todos estaban los dos desgraciados desembarcos hechos por don García de Toledo en 1510 y por don Hugo de Moncada en 1520. Por lo pronto, se logró una cabeza de puente en la isla el 13 de marzo de 1560, poniendo a su frente un excelente soldado: Álvaro de Sande.

Eso suponía la guerra abierta no sólo con el famoso corsario berberisco Dragut —entonces refugiado en Trípoli—, sino también con Constantinopla.

Y la respuesta no tardó en llegar. A principios de mayo, una poderosa armada turca de 74 galeras, al mando de Pialí, apareció ante las Djelbes, deshaciendo por completo a la española, hundiendo la mitad de sus barcos, apoderándose de no pocas galeras y obligando a huir al resto de la armada española, dejando así en difícil situación a don Álvaro de Sande, que se defendía en tierra con un tercio viejo.

Era como repetir la situación del tercio viejo de Sarmiento en Herzeg Novi en 1539. Durante aquel verano, Álvaro de Sande resistió hasta ver desaparecidas las cuatro quintas partes de sus hombres. Finalmente, tras una salida desesperada realizada el 29 de julio, tuvo que rendirse con un puñado de supervivientes, siendo llevado cautivo por Pialí a Constantinopla.

Ese revés volvió a incitar a los argelinos —entonces mandados por Hazén Baxá— a poner cerco a Orán, sobre todo al conocer el desastre en el puerto de la Herradura de don Juan Mendoza en 1562, cuando se dirigía a llevar refuerzos a la plaza.

Fue uno de los cercos más rigurosos que sufrió Orán, bien defendida entonces por el conde de Alcaudete. Un suceso seguido con verdadera expectación por la Monarquía, pues Orán suponía mucho más que Trípoli para España, dado su emplazamiento frente a las costas mediterráneas hispanas y, sobre todo, porque era como el recuerdo de la gesta de Pedro Navarro en los tiempos de Cisneros.

Por lo tanto, Orán se convertía en un verdadero símbolo. Su pérdida hubiera sido un mal augurio para el reinado de Felipe II, que entonces estaba en sus principios.

El conde de Alcaudete, ya un veterano, realizó una admirable defensa, dando tiempo a que llegasen los socorros ordenados por Felipe II. Por una vez, el Rey dio a tiempo las órdenes precisas, mandando a don Álvaro de Bazán que acudiese con las galeras de España, y a sus aliados de Italia, Génova y Malta, para que colaborasen en la empresa.

La flota cristiana se concentró en Barcelona, costeó el litoral levantino español y se reunió en Cartagena con las galeras de Bazán, que ya había intentado un primer socorro a Orán, sin éxito. A primeros de junio de 1563, los refuerzos llegaban al conde de Alcaudete, rompiendo aquel duro cerco, que había hecho temer por la suerte de la plaza. Y del alborozo con que la noticia fue acogida en la corte da idea la reacción del príncipe don Carlos dejando en su testamento una manda a favor de don Martín de Córdoba, hermano del conde de Alcaudete y defensor del fuerte de Mers-el-Kebir (cuya caída hubiera supuesto también la de Orán), para que pudiera fundar mayorazgo[638].

La victoria la encareció tanto Felipe II, que de ella dio cuenta a sus embajadores, como lo hizo al obispo Quadra:

Lo que ha sucedido —escribía el Rey— es que el rey de Argel comenzó a batir Mazalquivir a los 8 de Mayo y a los 22 le dio un asalto y fue rebufado con pérdida de harta gente, y lo tornó a batir por otra parte, hasta los 2 de Junio, que le dio otro asalto, por la batería vieja y nueva y por la parte de la mar. Y los de dentro se defendieron tan valerosamente que los rebutaron y hicieron retirar, y les mataron muchos y hirieron tantos que enviaron 8 goleotas cargadas de heridos a Argel. Después, a los 6, les dieron otro asalto, y también fueron rebutados. Y a los 8 déste llegó nuestro socorro que enviamos desde Cartagena. Y las velas de los enemigos que allí estaban, entendiendo que iban más galeras, se fueron huyendo hacia Argel. Y el Rey con su ejército, en descubriendo nuestra armada, se retiró a tanta prisa que perdió toda la artillería con que se batía y los nuestros socorrieron a Mazalquivir y a Orán, que tenían harta necesidad[639].

Alentado por ese éxito, Felipe II se planteó una audaz empresa: la conquista de Argel. En parte, porque era la mejor manera de asegurar Orán y, también, porque era seguir los pasos de su padre, el Emperador, lo que hubiera supuesto cumplir bien su legado.

Para ello acudió a las Cortes de Castilla, que entonces celebraban en Madrid su primera jornada bajo la presencia del Rey.

Curiosamente, las Cortes se negaron a secundar la acción del monarca.

Fue algo que en su día estudié con algún detenimiento. ¿Con qué me encontré? Ante mi asombro, las Cortes castellanas, que en tiempos de Carlos V tanto habían apremiado para que se llevase a cabo aquella empresa, se mostraron indecisas en 1563, frente a lo planteado por Felipe II, alargando sus sesiones sin llegar a ningún acuerdo, hasta el punto que el Rey las disuelve, declarándose «muy deservido»[640].

Algo increíble. ¿Acaso no eran las Cortes las que continuamente urgían a la Corona por la campaña de Argel, desde los viejos tiempos en que la emperatriz Isabel regía España en ausencia de Carlos V? Y estoy recordando fechas y sucesos como la campaña de Túnez de 1535. ¿Qué pudo llevar a las Cortes a un cambio tan incomprensible?

Y todavía más: ¿cómo es posible que un monarca tan autoritario abandonara su política africana sólo por tal obstáculo? Lo cual nos lleva a esta otra pregunta: ¿cuándo se forja en el Rey esa política? No quiero decir que de un modo rígido, pues los sucesivos acontecimientos y las distintas expectativas le tienen que hacer cambiar, como a todo hombre de Estado, sino cuándo se inicia en él esa preocupación por lo africano, que será sin duda una de sus miras más destacadas.

Quiero decir con ello que Felipe II es ante la historia, y en gran medida, el hombre de Lepanto.

Pero antes hubo de superar dos difíciles escollos: salvar a Malta del duro asedio que le pusieron los turcos en 1565 y sofocar la rebelión montada por los moriscos granadinos entre 1568-1570.

El asedio de Malta

El asedio de Malta fue la última operación de gran envergadura ordenada por Solimán el Magnífico. El emplazamiento de la isla, a menos de cien kilómetros del sur de Sicilia, era de tal importancia que su dominio hubiera hecho al Turco aún mucho más peligroso en sus razias sobre las costas italianas y en sus incursiones en el mar Mediterráneo. La isla había sido entregada por Carlos V a la Orden de San Juan de Jerusalén, lo mismo que el islote cercano de Gozzo y que la frontera plaza de Trípoli. Pero si la pérdida de Trípoli en 1557 había sido lamentada, por la merma del prestigio de la Cristiandad en su pugna con el Islam, lo cierto es que a su dificultad de conservarla, tan lejos de las bases de la Monarquía católica, había que añadir que su importancia sólo radicaba en que era punto de partida para operaciones en el Mediterráneo oriental, no para la defensa de la Europa meridional cristiana.

Otra cosa era luchar por Malta. La isla, de 245 kilómetros de extensión —la mitad aproximadamente que Ibiza—, tenía un excelente puerto al norte que los caballeros de la Orden habían enriquecido con hermosas iglesias y palacios, signos de riqueza; una fortuna acumulada gracias a las incursiones de sus naves en el Mediterráneo oriental.

En la primavera de 1565, las escasas fuerzas con que contaba el gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén, La Valette, se vieron eficazmente fortalecidas por los refuerzos que le llevó el virrey de Sicilia, don García de Toledo. Y es aquí donde hay que poner el acento sobre la aportación hispana a la defensa de la isla de Malta. Poco después, a mediados de mayo, aparecía en el horizonte la escuadra turca en pleno, mandada por Pialí Pachá y por el temible Dragut. Eran unas 170 galeras, amén de otras 200 naos pequeñas que llevaban a bordo un verdadero ejército para la época, de no menos de 20 000 soldados, entre ellos la fuerza de choque turca: los temibles jenízaros. Por lo tanto, una fuerza imponente que confiaba en aplastar toda resistencia y en dar así, en las postrimerías de su reinado, un clamoroso triunfo a Solimán el Magnífico.

Era un pulso entre la Cristiandad y el Islam. En caso de victoria turca, ¿quién podría desalojarlos, contando con la mayor armada de galeras de la época? Hubiera sido como una marejada incontenible sobre el Mediterráneo occidental.

Estaba claro que la Monarquía católica no podía permanecer indiferente ante aquella gran batalla. El 18 de mayo, la flota turca alcanzaba las costas de Malta y empezaba el desembarco de sus fuerzas, sin que nada pudiera hacer el gran maestre La Valette. Pero sí se aprestó a defender la capital, flanqueada por tres poderosos fuertes: San Telmo, San Miguel y San Ángel.

Durante tres meses y medio los sitiados se defendieron con tal bravura que impidieron a los turcos lograr sus objetivos. Después de algún éxito parcial, como la toma del castillo de San Telmo, sus pérdidas fueron tan elevadas —incrementadas por las enfermedades, con una epidemia de tifus que causó más víctimas que la propia guerra— que Pialí Pachá empezó a ver peligrar el éxito de sus operaciones. Incluso ellos mismos parecían sitiados en la pequeña isla, padeciendo hambre por agotamiento de sus provisiones, que no podían reponer dada la pobreza de la isla. Jugó, por lo tanto, también aquí el problema de las comunicaciones, tan alejados los turcos de sus bases, habiendo calculado mal el tiempo que les iba a costar apoderarse de Malta.

No cabe duda: fue la resistencia a ultranza de la Orden lo que salvó la situación, como si quisieran lavar sus caballeros la afrenta sufrida en la vergonzosa rendición de Trípoli catorce años atrás.

Una defensa que hay que poner también en el haber de los españoles: de los tercios viejos mandados por García de Toledo, o de aquellos setecientos capitaneados por don Ramón de Cardona y que lograron burlar el cerco turco y alentar a los sitiados.

Por lo demás, las tropas liberadoras, integradas casi exclusivamente por los tercios viejos sitos en Italia y por las naves de don Álvaro de Bazán, no desembarcaron en Malta hasta el 7 de septiembre. Sin embargo, Felipe II había tenido noticias de la amenaza turca a principios de junio. Don Álvaro de Bazán recibiría entonces orden de acudir a Nápoles y Sicilia para colaborar con sus galeras en la ayuda que don García de Toledo estaba preparando.

Porque fue don Álvaro de Bazán el hombre de Malta, más que don García de Toledo. Habituado ya a la lucha en el Mediterráneo contra el Islam, héroe de la jornada del Peñón de Vélez de la Gomera en 1564, y de la de Tetuán en el mismo año, aprovisionador y liberador de Orán en numerosos desembarcos, acudiendo una y otra vez desde Cartagena, era don Álvaro de Bazán el marino más capacitado que tenía en aquel momento la Monarquía católica.

Sus hazañas habían ya llenado de admiración a los contemporáneos, como cuando había desembarcado su artillería y la había izado sobre el imponente murallón del Peñón de Vélez de la Gomera, para reducir su fuerte, de lo que el propio Rey se había hecho eco:

… el cuidado y diligencia que habéis puesto, así en que se subiese y metiese en el Peñón la artillería…

Había sido una hazaña que recordaba las que habían hecho tres cuartos de siglo antes las tropas de Fernando el Católico en la guerra de Granada. Una hazaña habitual en Álvaro de Bazán: «… como lo soléis hacer…», le reconocería el propio Rey[641].

Porque no fue don García de Toledo el alma de la liberación de Malta, sino Álvaro de Bazán[642].

Bazán volvía de Orán, donde había dejado importantes pertrechos de guerra. Al llegar a Barcelona a fines de junio, cumple las órdenes del Rey y lleva sus galeras a Italia. Pero su viaje no podía ser rápido. En Génova, donde está el 6 de julio, había de embarcar el tercio viejo de Lombardía, mandado por don Sancho Londoño; eran 1500 veteranos, la única fuerza capaz de enfrentarse con los jenízaros. Hasta el 21 de julio no llega a Nápoles. Sería el 5 de agosto cuando se reúne con el resto de las fuerzas que manda don García de Toledo, virrey de Sicilia, en Mesina.

Entonces tuvo lugar el Consejo de Guerra sobre el plan a adoptar para liberar a Malta. Quiere decirse que si los turcos hubieran acertado con su plan inicial, un ataque rápido y por sorpresa sobre Malta, y si no hubiesen encontrado la inesperada resistencia de aquel puñado de defensores de la isla, el socorro español hubiese llegado demasiado tarde.

Aun así, el Consejo de Guerra se mostró indeciso. ¿Podía efectuarse un desembarco en Malta, a la vista de la poderosa flota turca, sin acabar en un descalabro? Sólo Bazán se mostró resuelto. Su plan era sencillo: acondicionar sólo 60 galeras, poniéndolas con el pleno de sus galeotes, y con 10 000 soldados llevar a cabo un desembarco por sorpresa, que liberase a los sitiados.

Cierto, había riesgo; pero algo había que dejar a la buena fortuna.

El plan de Bazán fue, en principio, rechazado. Hubo que esperar todavía quince días para que don García de Toledo, que tenía el mando supremo de aquellas tropas de socorro, se decidiera a secundarlo. El 21 de agosto zarpó la armada de Mesina. El estado de la mar no era bueno y fracasaron en los dos primeros intentos. Pero, al fin, los expedicionarios lograban hacerlo el 7 de septiembre, al mando de don Álvaro de Sande, coronel del tercio viejo de Nápoles; precisamente el que había sido apresado por los turcos en la desafortunada empresa de las Djelbes de 1560[643]. Siete días más tarde Malta era liberada y la flota turca se retiraba derrotada, con grandes bajas, entre ellas el temible Dragut.

Por una vez, la fortuna se había aliado con Felipe II, y aun con toda la Cristiandad, empezando a abrirse el camino de que era posible vencer al Turco en el mar.

La semilla de Lepanto estaba echada.

Fue un acontecimiento seguido con apasionamiento por toda la Cristiandad, como puede reflejarse en el interés mostrado por la reina Isabel de Inglaterra ante el embajador español, Diego Guzmán de Silva, llegando a decirle que hubiera querido ser hombre para haber estado en ella.

Díxome la Reina muchas palabras y muy graçiosas en loor de V.M. y del socorro que solo había mandado dar a Malta, y que había mandado que por la felice victoria se hiziessen processiones y plegarias por el Reino, y se haría aquí una solemne, a la qual ella se pensaba aliar[644].

La defensa de Malta, pues, como un logro de Felipe II que añadir a la primera época de su reinado, a aquellos años felices en los que se le ve árbitro del Viejo y Nuevo Mundo. Todavía en 1566, temiendo un nuevo ataque turco a la isla, mandaba el Rey reclutar de once mil a doce mil mercenarios alemanes, por tener entendido

… por diversos avisos, que el Turco amenaza y tiene determinación de enviar su armada este verano mucho más pujante que el pasado año, a daño de la Cristiandad[645]

Y en junio de 1566, el virrey don García de Toledo daba orden de que la armada, surta en Mesina, partiese para Malta

… a fin de asegurar aquella isla de la armada del Turco, que se dice quiere venir contra ella[646]

Pero, por una vez, la alarma fue infundada, porque el relevo en la cumbre turca había supuesto una relativa calma en el Mediterráneo.

Algo que buena falta le hacía a la Monarquía católica, que pronto se iba a ver envuelta en las dos temibles rebeliones de los calvinistas en los Países Bajos y de los moriscos granadinos en Las Alpujarras.

El alzamiento de los moriscos granadinos

El alzamiento de los moriscos granadinos, que hunde sus raíces en las disposiciones tomadas por Felipe II después del Concilio de Trento y que se prolonga hasta 1570, hay que insertarlo en estas páginas, sobre «España versus Islam».

Porque hay para pensar que la feliz jornada de Malta influyó sobre las decisiones que se tomaron en relación con los moriscos granadinos en 1566. Aquí los hechos están demasiado seguidos para que sean mera casualidad.

Ahora bien, hubo otros factores, eso es evidente, como la muerte de Solimán el Magnífico en ese año 1566, que abría una crisis en el imperio turco, con la desaparición del otro emperador, el de la Europa oriental, el último gran representante de la época de Carlos V, y eso favorecía una iniciativa de la Monarquía católica y no ir a remolque de los acontecimientos.

De ese modo, Felipe II pudo considerar que era el momento de atender las advertencias de Pío V. En efecto, el Papa había recibido al arzobispo Guerrero (cuya sede era precisamente la granadina) al concluir el Concilio de Trento, cuando el arzobispo pasó por Roma antes de su regreso a España.

Y el Papa le hizo presente su extrañeza, por cuanto habiendo destacado como lo había hecho, como uno de los prelados más celosos por defender los principios tridentinos, era sin embargo el obispo que regía la diócesis menos cristiana de toda la Cristiandad. Algo que había que remediar urgentemente. Y a su vez Guerrero, al llegar a la corte en Madrid, expuso a Felipe II el asombro de Roma ante el caso granadino.

Pues lo cierto es que los moriscos de Granada seguían viviendo conforme a sus ancestrales costumbres, y lo que era más peligroso, haciéndolo más como musulmanes que como cristianos, pese a que, a partir de los decretos de 1502, ya la religión musulmana había quedado fuera de la ley.

Era un problema viejo que ahora se renovaba, aplazado por Carlos V cuando en 1526 había accedido a que las disposiciones para obligar a los moriscos a abandonar su forma de vida y a insertarse en la comunidad cristiana habían sido suspendidas por cuarenta años.

Eso era mucho tiempo, tanto más cuanto que Carlos V llevaba diez como Rey de España. No cabe duda de que el Emperador se había librado del conflicto, dejándolo en herencia a su sucesor, con toda la carga añadida de lo que suponía esa larga convivencia conforme al modo de ser musulmán.

El arzobispo Guerrero había puesto en marcha la rectificación de su archidiócesis, convocando un sínodo de los obispos de Málaga, Guadix y Almería, para una acción conjunta que pasaba por la ayuda de la Corona. Felipe II decidió entonces, habiendo oído a sus teólogos, que, puesto que el plazo concedido por el Emperador, su padre, había vencido, era preciso imponer los viejos edictos para una aculturación de los moriscos granadinos, no sólo en las prácticas religiosas, sino también en sus ritos y costumbres, incluyendo la propia lengua. Tal fue la sustancia del nuevo edicto promulgado a comienzos del año 1567.

La reacción morisca no se hizo esperar. En principio se apeló, por la vía judicial, ante el nuevo presidente de la Chancillería de Granada, que lo era don Pedro de Deza. En nombre de los moriscos negoció Francisco Núñez de Muley. Su razonamiento se basaba en que resultaba imposible el cumplimiento del edicto a corto plazo, porque los moriscos no conocían la lengua castellana. Y en cuanto a las costumbres populares en trajes y danzas, no había por qué prohibirlas, por cuanto no afectaban a la religión. El criterio de la Monarquía era, por el contrario, que mientras mantuvieran sus propias costumbres se aferrarían también a la religión musulmana de sus antepasados. Pero algunos extremos eran tan fuertes que tenían que provocar la desesperación. El propio cronista Cabrera de Córdoba lo reconoce, en cuanto a la lengua. ¿Cómo podían convivir, si debían emplear la castellana, que desconocían?

La lengua natural no se podía quitar sin la comunicación racional, no sabiendo la castellana[647]

Y eso era tan evidente que durante los primeros meses las autoridades abrieron la mano. Aun así, el descontento era cada vez mayor, traduciéndose en un aumento de los que huían al monte y se alzaban como bandoleros (los monfíes) y en las inteligencias con los corsarios berberiscos, que incrementaban sus incursiones en las costas granadinas.

No había unanimidad en la corte. Mondéjar señaló al Rey que un cumplimiento de los edictos llevaría a un alzamiento, con todas sus graves consecuencias.

De ese parecer fue el Consejo de Guerra. En cambio, el Rey encontró el apoyo del Consejo de Estado.

Entre tanto, un grupo de moriscos más resueltos planeaban ya la rebelión abierta, alertados por un cabecilla decidido: Farax-abén-Farax.

Comenzaron las reuniones secretas de los conjurados en el barrio morisco del Albaicín. Su plan era sencillo: un ataque por sorpresa a Granada, para hacerse con la capital, y envío de emisarios a Marruecos y al bey de Argel para obtener el apoyo de las potencias musulmanas del Mediterráneo. Y para dar mayor fuerza a su alzamiento, eligieron un caudillo, dándole el nombre de Muley Mohamed Aben Humeya.

Se trataba de uno de los miembros más destacados de la nobleza granadina, don Fernando de Córdoba y Válor, caballero veinticuatro de la ciudad de Granada, entonces fugado de la justicia. Con su nuevo título, renegando de su reciente vinculación al bando cristiano, Abén Humeya se proclama descendiente de los antiguos omeyas, reivindicando así, otra vez, un reino musulmán independiente en la España andaluza.

Era como romper la tarea secular de la Reconquista, atentar a la esencia del Estado español, representado por la Monarquía católica. Se podía negociar en cuanto al status de la población morisca. Pero la proclamación del nuevo rey moro en Las Alpujarras era toda una declaración de guerra.

Una guerra iniciada por los rebeldes con un audaz golpe de mano sobre la capital granadina, aprovechando las fiestas navideñas. El 25 de diciembre, Farax-abén-Farax entró en la ciudad con un contingente armado bajo las órdenes de los monfíes, poniendo a saco a parte de la ciudad y provocando una tremenda alarma. Sin embargo, no consiguió el alzamiento del barrio morisco del Albaicín y tuvo que retirarse.

¿Cuál era la situación de Granada, la capital del reino, en aquellas fechas? Un documento de Simancas nos permite contestar a esa pregunta. Se trata del censo de calle hita de 1561, hecho, por consiguiente, sólo unos años antes de que comenzara todo este conflicto.

Éstos son los datos que nos proporciona: