9 GOBERNANDO ESPAÑA

Con su periplo por tierras del Imperio, Felipe II puede decirse que había completado su formación. Había sido un largo viaje, de medio año de duración, entre la salida de Valladolid, el 2 de octubre de 1548, hasta su encuentro en Bruselas con su padre, Carlos V, el 1 de abril de 1549. Una larga ruta que el Príncipe había seguido en cuatro grandes tramos: en primer lugar, el hispano, entre Valladolid y Barcelona; otro, el marítimo, entre Barcelona y Génova; después vino el alpino, casi todo italiano, entre Génova e Innsbruck, pasando por Milán, Mantua y el Trentino, y, finalmente, el germano, arrancando de Innsbruck, para, después de atravesar el sur de Alemania, finalizar en Bruselas. Este largo viaje se completaría con el acompañamiento a Carlos V durante otros dos años, de 1549 a 1551, hasta su regreso a España, una vez negociado el acuerdo familiar de sucesión al Imperio.

Como puede comprobarse, Felipe II no siguió la vía más directa entre Milán y Bruselas, para encontrarse con Carlos V. No cabe duda de que en ese rodeo por Innsbruck y la Alemania meridional había un deseo de Carlos V: que su hijo fuera conocido en el Imperio, porque, evidentemente, ya estaba en marcha ese nuevo plan sucesorio.

Largo y dilatado viaje, que por razones del protocolo resultó lentísimo y, por tanto, frecuentemente se tornaría en fastidioso; pero, a fin de cuentas, una experiencia única, con aquel franquear naciones diversas, aquella entrada en poblaciones famosas y cargadas de historia —hasta entonces conocidas únicamente de oídas—, como Génova, Milán, Innsbruck, Augsburgo o Bruselas, en las que estaba presente la compleja alma europea, con presencia también en las distintas lenguas que Felipe II iba sucesivamente escuchando: italiano, alemán, francés…

No cabe duda: el proceso de formación política del Príncipe estaba llegando a su término. Sin olvidar lo que tuvo que suponer asistir al lado de su padre a las deliberaciones del Consejo de Estado, verle de cerca cómo gobernaba Europa, en el momento cenital de su poder, e incluso escuchar de sus labios mil advertencias sobre la manera de negociar con los hombres y con los pueblos.

En mayo de 1551, Felipe II, después de dejar en Augsburgo a su padre, regresa a España. Estaba a punto de cumplir los veinticuatro años.

Era ya todo un hombre y, sin duda, todo un gobernante, convertido en aquel alter ego que Carlos V tanto deseaba y necesitaba. El que podía gobernar, prácticamente con plenos poderes, España.

Todo lo cual no podía menos de reflejarse en las nuevas Instrucciones paternas de 1551. Sus diferencias con las de 1543 son notorias.

Veámoslo en este cotejo, en dos casos concretos: en el aprovechamiento de las penas de cámara y en la provisión de los oficios de justicia que vacaren:

1543

Asimismo, por que lo de las penas de Cámara está muy perdido y no se puede hacer libranza que se cumpla, mi voluntad es que no se dé cédula de penas de Cámara sino fuere para salarios y ayudas de costa ordinarias que acostumbran darse, y para alguna cosa o limosna, merced o gratificación que parezca que conviene hacerse.

1551

Asimismo porque lo de las penas de Cámara está muy perdido y no se puede hazer librança que se cumpla y las que están dadas se venden y malbaratan y el dicho Príncipe ha sido de pareçer que esto se remedie y prouea y dé orden cómo dello se pueda sacar alguna cosa cierta y ordinaria, sobre lo qual se escriuió a los Reyes de Bohemia, mis hijos, los días pasados, informarse ha del estado en que esto está y mandará que se tome breue resoluçión en ello y se haga la instrucción neçesaria para el Reçeptor general. Y por estas causas es mi voluntad que no se dé cédula en penas de Cámara sino para los salarios y ayudas de costa ordinarias que se acostumbran darse, y para alguna cosa o limosna merçed o gratificación que parezca que conuiene hazerse teniendo fin a lo que de palabra le diximos cerca desto.

Se ve, en este caso concreto, cómo el Emperador atiende a las indicaciones de su hijo. Estamos ante el alter ego, el corregente que tanto precisaba Carlos V. Véase cómo se observa esto, cuando se trata de la provisión de cargos de justicia:

1543

Que provea todos los oficios de justicia que vacaren, con parecer del muy Reverendo Cardenal de Toledo y del Presidente del Consejo, y del Comendador Mayor de León del mi Consejo de Estado, escepto los Presidentes y Oidores de los Consejos y Chancillerías y regente de Navarra, gobernador de Galicia y Asistente de Sevilla y Corregidor de Toledo, que estos solamente reservo para mí; los cuales ha de consultar con parecer de susodichos, enviándole memorial de las personas que pareciere, para que yo elija de ellas las que fuere servido.

1551

Que prouea todos los officios de justicia que vacaren, con parecer del Presidente del Consejo y quien más le pareciere, hallándose Juan Vázquez, como lo suele, estar ecebto de los Presidentes y Oidores y alcaldes y fiscales de los Consejos y Chacillerías y Regente de Navarra, Gouernador de Galizia y Asistente de Sevilla, que estos solamente reseruo para mí; los cuales me ha de consultar con su parecer, hauiendo comunicado y visto primero el memorial de las personas que ocurrieren, para que yo elija dellas las que fuere servido.

Por lo tanto, en el primer caso se pasa de una orden expresa del Emperador («… mi voluntad es…») a recoger ya el juicio del Príncipe («el dicho Príncipe ha sido de parecer…»). Y en el segundo, a que las vacantes de justicia, antes cubiertas por Carlos V, tras la consulta hecha al cardenal Tavera, a Fernando de Valdés y a Cobos, ahora se hacía escuchando únicamente a Felipe II.

Era todo un reconocimiento del cambio operado, como no podía ser menos. Carlos V tenía que recordar que a la edad del Príncipe él ya gobernaba sus inmensos dominios directamente, como soberano casi absoluto, salvo en las tierras del Imperio.

Por entonces Felipe sellaba sus cartas con este significativo título: Philippus, Hispaniarum Princeps.

Sería ese Príncipe de las Españas el que, al volver a la Península, pondría su corte en Madrid. Va y viene entre Madrid y Toro, siendo Madrid centro de gobierno, y Toro (en que tenía su pequeña corte su hermana Juana y su hijo Carlos), donde sabemos que le atraía por entonces fuertemente una dama de su hermana: Isabel de Osorio.

Por consiguiente, Toro sería la ciudad para holgar, en el máximo juego para ese hombre ya de veinticuatro años, el de la vida amorosa, y Madrid, el lugar de trabajo, que para el Príncipe no era otro, claro, que el de gobernar España. Y es justo que anotemos que, para ese gobierno de España, Felipe ya ha escogido Madrid diez años antes de que, como Rey, la convirtiese definitivamente en corte de las Españas.

En 1551, Carlos V le ha dejado con plenos poderes al frente del gobierno de los reinos hispanos, como su lugarteniente general y gobernador, señalando a la Corona de Castilla y a todas sus autoridades y súbditos que habían de acatar todas sus órdenes, sin limitación alguna:

… le reverenciéis y acatéis como a persona que tiene nuestras veces y lugar y que representa nuestras personas reales, y hagáis y cumpláis sus mandamientos según que él los dixere y mandare por scripto o por palabra…, sin poner en ello excusa ni dilación alguna, y sin dar, a ello otro entendimiento ni interpretación ni declaración y sin nos más requerir, ni consultar ni esperar sobre ello otro nuestro mandado[1093]

Y por si quedaba alguna duda, se remachaba con esta expresa declaración imperial:

… como si Nos, por nuestras mismas personas o por nuestras cartas firmadas de nuestros nombres, lo dixéremos, ordenásemos y mandásemos.

Cierto que Carlos V, en restricción privada, merma un tanto esos poderes; así, por ejemplo, el César se reservaba la provisión de las vacantes de los obispados hispanos, tanto en España como en Indias, así como los oficios de las principales ciudades de Castilla, señaladas por este orden: Sevilla, Córdoba, Toledo, Burgos, Valladolid, Segovia, Salamanca, Jaén y Madrid, lo mismo que los magistrados de las Chancillerías, los consejeros de los distintos Consejos y los altos cargos de gobernador de Galicia y asistente de Sevilla[1094].

¿Con qué se encuentra Felipe II al llegar a España? Tras cruzarse en Zaragoza con el cortejo de su hermana María y su cuñado Maximiliano, que regresaban a Viena, y tras pasar por Navarra, donde en Tudela sería jurado por aquel reino como su heredero, entró Felipe II en Castilla, llegando a Valladolid el 1 de septiembre de 1551. Para entonces ya tenía noticia de la amenaza turca sobre Trípoli y de la declaración de guerra de la Francia de Enrique II, que así reanudaba las viejas rencillas promovidas por Francisco I.

Trípoli había sido cedida en 1530 a la Orden de San Juan, junto con Malta, pero aun así su pérdida —ocurrida a mediados de agosto de aquel año de 1551— fue muy sentida en España, porque representaba aquella época de ímpetu que había protagonizado Fernando el Católico, y era como un mal augurio de las dificultades que se avecinaban para la España de Felipe, aparte de lo que suponía como desprestigio para la Monarquía.

Pero más grave era el recrudecimiento de la enemiga francesa, sobre todo después de que con la paz de Crépy de 1544 y la muerte de Francisco I en 1547 parecía que eso pertenecía ya al pasado. Con un vigor inesperado y con unas ansias de desquite increíbles, la Francia de Enrique II arremetió por todas partes contra el predominio del viejo Emperador. Bien informado, sabedor el rey francés de que las negociaciones de Augsburgo entre las dos ramas de la Casa de Austria habían provocado el desvío de la rama vienesa (el rey de Romanos, Fernando, y su hijo Maximiliano) y al tanto también del profundo descontento suscitado en toda Alemania por la noticia de que se tramaba el acceso al Imperio del Príncipe español, consideró que era su oportunidad. Había llegado la hora de vengarse de su afrentoso cautiverio en España sufrido en los años veinte, de su custodia en Pedraza de la Sierra, a raíz del tratado de Madrid, cuando había servido como rehén ¡a los siete años!, en tanto que su padre Francisco I recobraba la libertad.

De esa forma, Felipe llegaba a una España sacudida otra vez por la guerra con Francia, que parecía que no tenía fin. La armada francesa hacía estragos, tanto en el Mediterráneo como en las costas del Cantábrico, cogiendo por sorpresa a naves y mercancías. En el mismo puerto de Barcelona había entrado, apoderándose de todas las naos que encontraron, y otro tanto hicieron en sus correrías por el Cantábrico; de forma que Felipe II se incorporó al gobierno con la urgencia de convocar al Consejo de Estado, tomando ya resueltamente las decisiones pertinentes, como gobernador del reino y lugarteniente del Emperador, su padre. Y lo primero, ordenar la adecuada réplica contra todos los franceses y sus bienes que se pudieren apresar. No espera, naturalmente, a consultarlo con el Emperador. Él toma esas decisiones tan graves sobre la marcha:

… visto que los franceses habían quebrado la paz y que demás de haber hecho este asalto[1095], prendían los súbditos de V.M. y les secuestraban los navíos y bienes que tenían en Francia, proveí que lo mismo se hiciese en estos Reinos…

Reúne a toda prisa, nada más llegar a Valladolid, al Consejo de Estado y al de Hacienda, para decidir las otras medidas a tomar y para comprobar el dinero con que contaba.

Difícil situación: no sólo no había dinero, sino que tampoco se encontraban remedios para superar la situación. ¡Y eso cuando afrontaba por primera vez, como auténtico alter ego del Emperador, el gobierno de Castilla!

Y el Príncipe no puede menos de quejarse a su padre:

… Dios sabe la pena y cuidado que a mí me queda dello y del questo dará a V.M., pero no es bien que dexe de saberlo, pues lo de aquí está a beneficio de lo que los enemigos querrán hacer, que demás del daño que podrían rescibir estos Reinos, yo sentiría mucho, hallándome en ellos, no poder resistirlos y ofenderlos, como sería razón, siendo hijo de V.M[1096]

El hijo, por lo tanto, quiere tanta gloria como el padre, sólo que le faltan recursos para conseguirla. Por una vez, le hierve la sangre.

Aún más cuando a la primavera siguiente tiene noticia de que el duque Mauricio, a quien su padre tanto había favorecido dándole el electorado de Sajonia, se había rebelado contra el Emperador, estando a punto de apresarle en su refugio de Innsbruck.

Carlos V envía un mensajero de calidad a su hijo, Manrique de Lara. ¡Necesita más españoles en sus filas, poner en pie de guerra a España, tener a punto sus fieles tercios viejos! Los que ya están adiestrados en Italia y los que se recluten en España. Y, naturalmente, necesita dinero.

Y cosa asombrosa: aquella Castilla al borde de la miseria, la Castilla golpeada por años de pertinaz sequía y esquilmada por las exigencias imperiales, la Castilla del Lazarillo, responde con generosidad y manda de nuevo sus altivos hidalgos y no regatea en esa ocasión su oro. Manrique de Lara volverá de inmediato junto al Emperador, que ya se ha fugado de la trampa de Innsbruck, y lo hará con 2 000 000 de ducados[1097] sacados de los últimos ahorros de Castilla: de las Chancillerías, de los monasterios, de la Casa de Contratación, incluso de particulares. La Iglesia —arzobispos y obispos— prestó 83 000 ducados; entre ellos, el obispo de Salamanca, que dio 5000 ducados, escribiendo

… que quería servir a S.M. con ellos sin que se le pagasen[1098].

La nobleza castellana también acudió al envite, prestando 164 266 ducados, destacando el duque de Escalona, que aportó 80 000 ducados. A ello había que sumar otros 45 000 ducados también prometidos por los Grandes de Castilla. Finalmente, estaban los mercaderes, entonces vinculados preferentemente a los dos Consulados de Burgos y de Sevilla, dando los de Burgos 12 000 ducados; en cambio, asombrosamente, no se consiguieron los 20 000 solicitados a los de Sevilla, acaso escarmentados los mercaderes sevillanos por el dinero de Indias incautado por la Corona.

En algún caso hubo intentos de engaño, como el de don Juan de Córdoba, que ofreció 10 000 ducados en pan para las tropas que se alistaban, y no hubo forma de tomarlo porque «… estaba començado a dañar…».

Pero, en general, Castilla respondió con generosidad ante el aprieto del Emperador, en aquella peligrosa crisis de 1552. El propio Príncipe se ofreció con su persona. Hace votos porque aquellos príncipes alemanes, que «… pagan tan mal las mercedes de V.M.», fueran

… castigados como merece tan grande ingratitud y desacato…

Añadiendo, enfervorizado:

… y quisiera hallarme allí para servir a V.M. en esta jornada[1099]

Se hacía eco del sentir de buena parte de sus súbditos. Uno de ellos, el obispo de Cuenca, gran personaje del momento, como presidente de la Chancillería de Valladolid (y uno de los que habían prestado 10 000 ducados), no pudo contener los sentimientos que le alborotaban, y de su propia mano cogió la pluma y escribió al Príncipe, instándole a penetrar con gente de guerra en Francia, pues el mundo estaba pendiente de lo que haría:

Muy alto y muy poderoso señor: Los días pasados, quando besé a V.A. las manos en Toro, por no dar a V.A. pesadumbre, no le dixe algunas cosas que aquí diré, para que V.A. las tome como de hombre que le ama más que a sí mismo y que desea que V.A. en todo exceda a todos los reyes y príncipes del mundo.

¿Qué era lo que agobiaba al buen obispo? Que ante la rebelión de los príncipes alemanes y la renovada enemiga de Francia, Felipe II no diera muestras de su ánimo, acudiendo gallardamente en ayuda de su padre, el Emperador:

Lo primero es que V.A. está en trance, según las cosas presentes, de ganar o perder reputación del valor de su persona para siempre; porque por ventura no se ofrecerá en la vida otro tiempo ni ocasión tan grande como agora para mostrar su valor y poder. Y V.A. tenga entendido que se habla en esto y que todos esperan lo que V.A. hará, y que en esto especialmente y en otras cosas le miran a las manos…

¿Qué esperaba el país de su Príncipe? ¿Qué Castilla entera, a juicio del obispo? Puesto que el negocio era también suyo y que aquella guerra era también su guerra, afrontarla gallardamente:

Dizen que V.A. debía de apercibir a todos los Grandes y prelados del Reino para que estuviesen apercibidos a punto de guerra, para que cuando fuesen llamados con las lanças que son obligados, y lo mismo a las ciudades, villas y lugares del Reino porque si V.A. quisiere entrar poderosamente por Francia, lo pudiere hacer…

En ello estaban en juego, además de la salvación de la causa por la que luchaba el Emperador, el prestigio y hasta la misma honra del Príncipe:

… [y] ganase crédito y fama, porque todos los Príncipes le temiesen, y hiciese afloxar al francés en lo de Italia, Flandes y Alemania…

Y todos en Castilla le ayudarían, máxime que era la primera empresa que acometía el Príncipe,

… en favor de su Rey y de su ley, que son las dos cosas porque se ha de poner la vida y la hacienda…

¿Qué había movido al buen obispo a carta tan vehemente? Él mismo nos lo dirá:

Todo esto he dicho como hombre de poca experiencia en cosas de guerra, con el celo que tengo a las cosas de nuestra fe y con el amor que tengo a V.A. y pena de oír lo que ha sucedido a S.M[d][1100]

Ése era el propósito de Felipe II, como lo sospechaba uno de sus más allegados, Ruy Gómez de Silva, que ya en mayo de aquel año escribía a Eraso:

S.A. queda con tanta pena de lo que acá se pudiera pensar, que cierto no sé si ha de hacer alguna cosa de su persona[1101]

Pero Carlos V no lo consintió, por puro sentido de su máxima responsabilidad. El envite era demasiado fuerte y no quería que, por su culpa, el Príncipe corriese tan gran riesgo de derrota, siendo la primera empresa bélica en que se metía. En consecuencia, le manda un correo propio, don Juan de Figueroa, para disuadirle[1102].

Probablemente hubiera sido suficiente aquel volcarse de Castilla para levantar de nuevo al hasta aquel momento invicto Emperador, si un enemigo más fuerte no lo estorbara: aquella gota que le atenazaba últimamente, dejándole bloqueado e incapaz de dirigir su ejército.

Porque, y hay que insistir en ello, la reacción de Castilla fue impresionante. Baste el ejemplo dado por el duque de Alba y seguido por muchos otros. Cuando, el 10 de mayo de 1552, llega a Madrid la noticia de la rebelión del duque Mauricio y del riesgo que había corrido el Emperador de ser cogido prisionero en Innsbruck, manda su propio correo a Carlos V para darle ánimos. Pronto estaría a su lado:

Plega a Dios —le escribe, como su antiguo compañero de armas— que cuando lleguemos hallemos a V.M. con la salud que la Cristiandad ha menester, que con ella no habrá cosa que no se acabe[1103].

Mas no pudo ser. Ésa, la salud del César, fue a la postre la que faltó, y así la campaña preparada para el verano de 1552 hubo que prolongarla peligrosamente. La ciudad de Metz, que los franceses habían tomado al principio de la guerra, fue cercada, pero todo tardíamente. Algo anunciado por el propio Carlos V, que se veía impotente, postrado por la gota al llegar a Landau:

… allí me dio la gota, de manera que no pude excusar de detenerme diez y siete días, que ya veis el inconveniente que se seguiría…

Tal escribía, apesadumbrado, Carlos V al Príncipe, desde su campamento ante Metz, el 25 de diciembre de 1552.

Y no era para menos, porque la campaña, tan aplazada, no pudo dar más que un pobre resultado, teniendo finalmente Carlos V que levantar el cerco de Metz, con el consiguiente desprestigio.

A partir de ese momento, refugiado en los Países Bajos, tuvo que resignarse a estar a la defensiva, frente a los furiosos ataques de los franceses contra su tierra natal.

Para paliar sus males, el Príncipe proyectó su paso a los Países Bajos, previa su nueva boda con otra princesa portuguesa, aquella prima suya: la princesa María, la hija de Manuel el Afortunado y de doña Leonor de Austria.

Era, a todas luces, un intento de alegrar las arcas imperiales, harto marchitas[1104].

Tal ocurría en 1553, el año de la muerte de Eduardo VI de Inglaterra y también el del encumbramiento al trono inglés de María Tudor.

¡Pero María Tudor, la hija de Catalina de Aragón, era católica y estaba soltera!

¿Cómo desaprovechar tal ocasión? Una princesa siempre palidece ante una reina. En el juego diplomático de Carlos V la cosa no tenía dudas. El francés le había sorprendido con un ataque traicionero, rompiendo la paz sin motivo, sólo por revancha. Y se sabía que también apostaba, en la otra guerra, en la diplomática, por cerrar alianza matrimonial con la nueva reina.

Así que Carlos, a fin de cuentas, tenía la ocasión de nivelar la balanza, consiguiendo en el terreno diplomático lo que se le había escapado en el campo de batalla.

Entre Toro y Madrid: el amor de su vida

Felipe II vuelve a España transformado. De momento, teniendo en cuenta la perspectiva de 1551, regresa como algo más que como el heredero cierto de la Monarquía católica: como el futuro Emperador, el que había de suceder en el Imperio a su tío Fernando, lo que, por ley de vida, no tardaría en exceso. E incluso quién sabía si las cosas no rodarían de forma que sucediese directamente al padre. A fin de cuentas, si él había nacido en Valladolid, no menos castellano era Fernando, nacido en Alcalá de Henares.

De cara a sus súbditos hispanos, Felipe II vuelve, pues, más firme, más seguro de sí mismo, más confiado en su futuro, aunque los acontecimientos posteriores desencadenados en Alemania desvanezcan esa euforia.

Pero eso será después. En 1551, y ya de regreso de nuevo a España, Felipe trae nuevas instrucciones, nuevos poderes de su padre, y en todo se refleja la mayor autoridad de que es investido.

Felipe II tiene toda la confianza de su padre, Carlos V. La época de la adolescencia ha quedado atrás. Tiene veinticuatro años. Está en plena edad viril. Y a su alrededor han desaparecido los viejos ministros de Carlos V, aquéllos que el Emperador había puesto a su lado en 1543. Ahora, alrededor del Príncipe, no hay más que hechuras suyas, como Ruy Gómez de Silva, su fiel consejero portugués; como Luis de Requesens, su amigo de la infancia, o como Gonzalo Pérez, su secretario de Estado.

Un Príncipe todopoderoso que ya perfila cambios importantes, empezando por el asentamiento de la corte.

En efecto, a partir de 1551 Madrid será el centro de trabajo del gobernante, la futura capital de la Monarquía, con una corte cansada de tanto trasiego y que contempla las ventajas de convertirse en sedentaria.

Porque Felipe es, sin duda, un Príncipe devoto de su padre, y su respeto filial es evidente. Pero eso no quiere decir que no observe —o que no le hagan observar— que no pocas cosas deben cambiar. Y una de las primeras y más decisivas sería ésa, tanteada ya a su regreso en 1551, cuando pone su asentamiento fijo en el alcázar madrileño, olvidándose de Valladolid, aunque fuera la villa que le había visto nacer. Entonces estaba lejos de pensar en la fundación de El Escorial, de forma que hay que anotar otras razones, como la existencia de un alcázar propio y la cercanía de los bosques de El Pardo, que le permitía dedicarse a su afición preferida: la caza. Sin olvidar las florestas de Aranjuez.

Sin embargo, observamos otra circunstancia más personal: el Príncipe está enamorado.

En efecto, hoy día no tenemos ninguna duda sobre la primera pasión amorosa del Príncipe, que arrancaba ya de los años anteriores a su viaje al Imperio. Es aquella dama de la corte de su hermana doña Juana, que lo había sido antes de su madre, la Emperatriz: Isabel de Osorio. Por lo tanto, una hermosa mujer que lleva unos años al Príncipe y que le deslumbra cuando aún es un adolescente, probablemente incluso cuando todavía estaba casado con la princesa María Manuela, pues la fascinación venía de atrás, de los últimos tiempos de la corte de la Emperatriz.

Ahora bien, Isabel de Osorio ha pasado a dama de la pequeña corte que en Toro tiene la princesa Juana junto con don Carlos, el hijo de Felipe, entonces un niño de seis años. De forma que en cuanto puede, como haría cualquier otro enamorado, Felipe trueca Madrid por Toro, que se está convirtiendo ya en la capital donde está su familia —su hermana y su hijo— y, sobre todo, donde está su enamorada.

El 12 de julio de 1551, llegaba Felipe II a España. Dos meses después, a mediados de septiembre, ya se encontraba en Toro. Allí no dejaría del todo los problemas de Estado; eso era imposible. Y lo demuestra su despacho al Emperador de 27 de septiembre, un largo despacho porque Francia ha roto de nuevo la paz y hay que prepararse activamente para la guerra; sobre todo porque existe el peligro cierto de un ataque de la armada turca.

Ahora bien, la estación ya está gastada, así que los asuntos de la guerra no impedirán a Felipe II trasladarse quince días después a Toro, planteándose en adelante su esquema de vida: en Toro, para sus placeres, y en Madrid, que definitivamente desplaza a Valladolid, para su trabajo de gobernante. En mi estancia en Viena de 1960 pude encontrar en el Haus, Hof und Staatsarchiv esta significativa carta de Felipe II a su primo y cuñado Maximiliano, fechada en Toro el 16 de septiembre de 1551:

Ayer vine aquí, adonde me pienso holgar ocho o diez días, para irme después a trabajar a Madrid[1105]

Ahí está marcado el plan de vida de un Príncipe del Renacimiento, repartido entre el trabajo y el ocio, entre el gobierno de la Monarquía y la vida amorosa. Como Príncipe responsable, consciente de sus obligaciones, dejará el lugar de sus placeres, pero lo hará con la típica queja de los enamorados:

Hicimos antier el torneo que escribí —otra vez confía el Príncipe sus sentimientos a Maximiliano— y yo me hallé tan desalentado, que luego me salí dél.

Y aún añade, desconsolado:

Y otras nuevas no sé decir, sino que he partido de Toro con grandísima soledad[1106]

¿No estamos ante el lamento de los enamorados? Sufrir soledades y no tener requiebros es también lo que encontramos en aquella carta de Carlos V a Isabel de 20 de febrero de 1536, cuando tiene que darle la mala noticia de que no puede cumplirle su promesa de regresar a España, tras terminar la campaña de Túnez.

La soledad de Carlos V lejos de Isabel, la Emperatriz. Pero ¿quién era aquella otra Isabel que tanto alborotaba los pensamientos del Príncipe?

Eran amores bien conocidos, hasta el punto de que el eco de ellos alcanza a la corte de Bruselas y que a ellos haga referencia Guillermo de Orange años más tarde en su célebre Apologie, si bien dislocando sus términos y poniéndola como su primera esposa, para así acusarle de bígamo, por desposar después con la princesa María Manuela de Portugal; disparate gordísimo en el que no hay que insistir, que no hubiera podido escapar a la mirada de Carlos V, que pasó aquel año de 1542 y primavera de 1543 en perpetua compañía de su hijo. Más verosímil es que el Príncipe iniciara su vida amorosa con Isabel, como consuelo y compensación frente al poco atractivo de su mujer, aquella gordezuela princesa portuguesa que le había deparado el destino[1107].

En todo caso, en 1551 esos amores obligaron a Felipe II a ir y venir entre Madrid y Toro. El otoño lo pasará gobernando España desde la villa del Manzanares, pero en cuanto tiene un resquicio libre, tanto en Navidad como en Semana Santa, se planta en Toro[1108].

Unos amores a los que nos gustaría asomarnos, conocer más detalles, observar a través de ellos la reacción de Felipe II, los matices de su carácter. En principio sabemos que no fueron pasajeros, pues en 1557, cuando el que se ha convertido ya en rey de la Monarquía católica y en rey consorte de Inglaterra, se acuerda todavía lo bastante de su amante como para concederla, desde su asentamiento de Bruselas, nada menos que un juro de heredad de dos millones de maravedíes sobre las rentas de Córdoba, lo que permitirá años después a Isabel de Osorio comprar a la Hacienda regia los lugares de Saldañuela y Castelbarracín, donde fundaría un señorío.

La villa de Saldañuela, cercana a Burgos, aún evoca esos amores: el fuerte torreón, la elegante galería y el espléndido balcón renacentista nos hablan de un gusto refinado, cortesano y principesco.

¿Hubo hijos de esas relaciones? Es bien posible, y eso explicaría aún más la generosidad del Rey desplegada en 1557.

Isabel de Osorio. Isabel era su nombre, y ese hecho fortuito, que fuera el mismo nombre de la madre tan amada, a buen seguro que influiría en la elección del Príncipe, cuando entre las damas de la Emperatriz atisbo a aquella hermosa mujer cuyo nombre le hacía recordar a su madre.

Hemos dicho que no parece verosímil que el Príncipe hubiera desposado en sus años mozos a Isabel de Osorio, ni antes de su boda con María Manuela, cuando tenía catorce o quince años (tal como afirma Guillermo de Orange), ni después, en la década de los cuarenta, cuando enviuda y se va convirtiendo en el alter ego del Emperador. Eso hubiera sido ir demasiado lejos frente a la política dinástica marcada por Carlos V y en contra a lo que, como Príncipe de las Españas, se entendía entonces que debía ser su boda, en todo caso estrictamente dirigida y orquestada por el jefe de la dinastía.

En definitiva, era impensable ni que Carlos V diera tal licencia ni que Felipe II llevara a cabo algo que suponía, en la mentalidad cortesana de la época, como un grandísimo quebranto de sus deberes dinásticos y del respeto y obediencia que debía a su padre, el Emperador. Y se probaría por mil testimonios, sin olvidar el tan evidente de cómo Felipe acepta, sin protesta alguna, su boda en 1554 con María Tudor.

Ahora bien, señalado esto, es preciso también comentar un texto del fidedigno cronista Cabrera de Córdoba, que había servido directamente al Rey y que estaba al tanto de no pocas de sus interioridades. Cabrera de Córdoba, al reseñar en 1588 la muerte de Isabel de Osorio, añade:

Año de 1588: muerte de doña Isabel de Osorio, que pretendió ser mujer del rey don Felipe II; que ella tanto se ensalzó por amarlo mucho[1109]

Por lo tanto, si hemos de creer al cronista, no sólo Guillermo de Orange, sino la propia Isabel de Osorio se consideró esposa del Rey. ¿Cómo puede ser esto? ¿Qué explicación tiene? ¿Se trata de que Isabel de Osorio tomó demasiado al pie de la letra las expansiones amorosas de Felipe II?

Lo que no cabe duda es de que nos encontramos ante un profundo amor.

Esta década de los cuarenta y principios de los cincuenta nos hace pensar en un Príncipe dócil —«es como cera blanda», diría Estefanía de Requesens—, clemente en la justicia (el que perdona en Salamanca a un reo de muerte a requerimiento de la desconsolada madre, que se lo pide, abrazada a sus rodillas, según nos refiere Cabrera de Córdoba), defensor de su pueblo, cuyas tribulaciones le afligen (y así se lo señala una y otra vez a su padre, el Emperador), enamorado, e incluso valiente, queriendo ponerse al frente de los tercios viejos hispanos, para acudir en socorro de su padre, tan acorralado por los acontecimientos que sacuden al Imperio en la crisis de 1552.

En efecto, también esa faceta de los años jóvenes, que nos muestran a un Felipe II tan distinto del que luego irá perfilándose al choque de los acontecimientos, salta a nuestra vista.