6 LA GRAN REBELIÓN

Nada parece unir a los dos conflictos que sufre la Monarquía católica al final de los años sesenta: el provocado por los calvinistas flamencos en el Norte y el que protagonizan los moriscos granadinos en el Sur. El primero es un movimiento de profunda raigambre cristiana; el segundo, musulmana. El primero tiene un carácter primordialmente urbano; el segundo afecta sobre todo al campo, si bien en sus principios también se aprecia un eco en la propia capital, en Granada. El primero está vinculado al mundo occidental, encontrando pronto aliados en Francia como en Inglaterra, en Escocia como en Alemania; el segundo buscará sus protectores en el norte de África y en la misma Turquía.

Y, sin embargo, ambos se inician en cierta medida por una decisión de Felipe II: la de ser fiel a los principios tridentinos. Esa determinación le llevará a una reorganización de los obispados en los Países Bajos y a terminar con una larga etapa de tolerancia que se había tenido con el modo de vida del morisco granadino. Esto explica el que conflictos tan dispares sean sincrónicos en sus comienzos, si bien —resulta obvio recordarlo— el de los moriscos granadinos fuera al fin resuelto, mientras el de los calvinistas de los Países Bajos jamás tendrá final en aquel reinado, constituyendo la más grave de las cuestiones de Estado de la Monarquía filipina: la que conocemos por la cuestión de Flandes.

Pero esa gravísima cuestión de Estado no podrá entenderse sin más como un fenómeno surgido en el reinado de Felipe II. De hecho, se larva durante el anterior reinado, en los tiempos de Carlos V, pues la vinculación política de los Países Bajos y España, favorecida por las estrechas relaciones económicas existentes entre Flandes y Castilla —con las naos llevando la lana castellana y volviendo con paños flamencos o con trípticos de los artistas de los Países Bajos—, no era suficiente soldadura para aguantar los embates connaturales a las diferencias políticas, socioeconómicas y culturales de los dos pueblos, sin olvidar los originados por la gran distancia que los separaba. Bajo Carlos V, dado su origen flamenco, la presión se notó más bien en Castilla, como se pudo apreciar en los primeros años de su reinado con la rebelión de los comuneros castellanos; pero la solícita atención del Emperador, sus continuos viajes de uno a otro pueblo y también evidentemente el poder contar con excepcionales figuras del mayor rango y naturales del país —como su tía Margarita o su hermana María, ambas nacidas en Bruselas— le ayudó a mantener, mal que bien, aquella forzada unión. Ahora bien, ya algunos de sus consejeros, cuando no los propios hechos, le estaban indicando que había que poner fin a situación tan inestable. Así, con motivo de la disyuntiva diplomática de 1544 para cerrar la paz con Francia, cediendo algo de la inmensa Monarquía (cesión en la que se dudaba entre Flandes y el Milanesado), el ojo de gran estadista y soldado que era el duque de Alba pudo ver claro: era preferible ceder los Países Bajos, porque Milán era el antemural de las posesiones que se tenían en Italia y la garantía para mantener el dominio de Nápoles y Sicilia, mientras que los Países Bajos resultaban más dificultosos y conflictivos.

De forma que:

… tenía por cierto que si se pusiese por contrapeso el estado de Milán y los reinos de Nápoles y Sicilia, que están en tan evidente estado de perderse, que no habría ninguno que dudase que esto era de más importancia sin ninguna comparación que el de tener y conservar los Estados de Flandes[518].

Todavía más contundente y sin respeto alguno a la natural inclinación que se presumía en Carlos V, tuvo en su intervención el cardenal de Sevilla García de Loaysa:

… de cómo en ninguna cosa ni para ningún efecto era útil el señorío de los Estados de Flandes a la corona de España, antes muy perniciosa[519]

Y el propio Carlos V, pese a lo que tiraban de él aquellas tierras tan suyas y en las que se había criado, había llegado a la conclusión de que era preciso encontrar una solución. Y creyó hallarla con el proyecto de unión con Inglaterra, bien expresado en las instrucciones que da a su embajador especial Simón Renard, cuando le señalaba que era buena aquella unión para que ambos países se ayudasen mutuamente.

Fue la esterilidad de María Tudor, acaso favorecida por el nulo apasionamiento de Felipe II en sus obligaciones conyugales (al escaso atractivo de María Tudor hay que añadir el sentimiento de mártir con el que Felipe II fue a aquel matrimonio, y lo pronto que se desentiende de él, desde su salida de Inglaterra en junio de 1555), lo que dio al traste con aquel plan carolino, quien por otra parte no había concretado el deseo de su mujer, la Emperatriz, de que los Países Bajos los heredase María, la mayor de sus hijas y futura emperatriz.

Por lo tanto, los Países Bajos permanecieron anclados en la Monarquía católica. Pero cuán difícil iba a resultar tal cosa se hizo patente en la jornada de la abdicación, cuando los grandes dignatarios del país comprobaron de una vez por todas que quien iba a suceder a Carlos V era un extranjero, en el más amplio sentido de la palabra: un soberano que desconocía su lengua, que era ajeno a sus tradiciones y costumbres y que, además, se ausentaba de la tierra poniendo su hogar a cientos de leguas de distancia, encontrando dificultades para designar el gobernador que le representara.

De ese modo, el gobierno de Felipe II en los Países Bajos estaría presidido, desde el primer momento, por una gran tensión, sobre todo cuando se mezclasen los conflictos políticos con los religiosos. La gobernadora designada por Felipe II, su hermanastra Margarita de Parma, era de la tierra (recordemos que la hija natural de Carlos V había nacido en 1522, en Oudenaarde, siendo su madre miembro de la familia Van der Gheist), y una mujer con experiencia, a sus treinta y siete años, en su etapa italiana, como duquesa de Florencia, primero, y de Parma, después (de donde procedía el título con que es conocida); pero Margarita de Parma pondría a su lado, como primera cabeza del Estado, al obispo Granvela, sin duda uno de los mejores ministros de Carlos V. Ahora bien, precisamente ahí se echaría pronto de ver que lo que se consentía al Emperador no se iba a pasar fácilmente a sus sucesores, pues los grandes personajes de la nobleza de la sangre, los Orange, Egmont y Horn, que tanto habían destacado al servicio del Emperador en los tres últimos años —e incluso en la etapa filipina, hasta la paz de Cateau-Cambrésis—, iban a llevar muy mal el ser preteridos por el equipo de gobierno que rodeaba a la gobernadora: Granvela, Viglius y Armenteros. Ante esta situación, ya de sí bastante explosiva, el problema religioso, junto con el nacionalista, no hizo sino complicar las cosas hasta extremos insostenibles. Felipe II mantuvo una postura de altibajos. Cedió en un principio ante la oposición nacionalista, ordenando la salida del tercio viejo, que había contribuido a defender la tierra frente a los ataques de los franceses, pero que a la hora de la paz sólo representaba la odiosa prepotencia hispana. Después cedió así mismo en 1564 ante la presión nobiliaria, apartando a Granvela del gobierno, como consejero de la gobernadora. Pero en 1565 decidió la implantación de los decretos tridentinos, lo cual no sólo alarmaba a los disidentes calvinistas, sino que también provocaba la reacción de la alta nobleza del país, por cuanto la renta de los antiguos obispados se veía notoriamente disminuida.

Y, súbitamente, surgió la gran revuelta. La pequeña y mediana nobleza, coaligada por el compromiso de Breda, se manifestó braveando ante Margarita de Parma. Tal actitud envalentonó al pueblo, y pronto se sucedieron disturbios cada vez más grandes. La nota calvinista los haría más amenazadores: sería el alzamiento de 1566, con los graves excesos iconoclastas de los calvinistas.

La cuestión de Flandes se convertiría en una dura realidad, que desbordaría los límites del reinado de Felipe II y que, de hecho, no cesaría hasta la paz de Utrecht.

Lo asombroso es que las medidas represivas contra la herejía en los Países Bajos no habían sido una novedad de Felipe II. De hecho, ya las había puesto en marcha Carlos V a lo largo de su reinado, y advirtiendo a su hijo que en ese terreno jamás debía condescender:

… le avisé y rogué mucho —le dice a su hija Juana desde Yuste— que estuviese muy recio en castigar a los tales[520]

En efecto, sabemos por el propio Emperador cuáles fueron las rigurosas medidas que tomó en los Países Bajos para atajar las herejías que, a su juicio, y como infiltraciones de los herejes que había en Alemania, Inglaterra y en la misma Francia, se estaban produciendo. Carlos V trató de imponer la Inquisición al estilo de España, encontrando resistencia en los naturales, señalándole que no había lugar para ello, puesto que en los Países Bajos no había judíos. Todo eso se lo indica Carlos V a su hija Juana cuando le informan de los brotes luteranos en Castilla:

Y pues viene a propósito —le escribe— no dexaré de decir lo que se me acuerda que pasó y se usa acerca desto en los Estados de Flandes, aunque lo podréis entender más particularmente de la reina de Hungría. Y es que queriendo yo poner Inquisición para el remedio y castigo destas herejías (que algunos han heredado de la vecindad de Alemania e Inglaterra, y aun de Francia), hubo gran contradicción por todos, diciendo que no había judíos entrellos…

No por eso Carlos V abandonó la idea de la más dura represión, llevada a cabo por otro tipo de tribunales, pero con las mismas medidas de rigor: quemar a los pertinaces, degollar a los reconciliados y confiscar los bienes:

Y así, después de haber habido algunas demandas y respuestas, se tomó por medio de hacer una orden en que se declarase que las personas de cualquier estado y condición que fuesen, que incurriesen en alguno destos casos allí contenidos, ipso facto fuesen quemadas y confiscada su hacienda; para cuya execusión se nombraron ciertas personas, para informarse, inquirir y descubrir los culpados, y avisar dello a las justicias en cuya jurisdicción los tales estuviesen, para que, averiguada la verdad, quemasen vivos a los pertinaces, y a los que se reconciliasen, cortasen las cabezas, como se ha hecho y executa[521]

Añadiendo el Emperador este comentario:

… aunque lo sienten mucho, y no sin alguna razón, por ser tan riguroso mandato…

Es importante traer aquí esta larga referencia para comprender el comportamiento de Felipe II: el propio Rey contestaría así a los que le pedían moderación en los castigos:

Yo no puedo permitir que creciendo los herejes convenga disminuir ni ablandar el castigo, pues no se hace novedad[522]

No se hacía novedad; por tanto, todo estaba en orden. Tal era el simple razonamiento del Rey.

Pero sí la había, por cuanto que no era Carlos V, el nacido en Gante, el que la mandaba, sino Felipe II, natural de Valladolid. Y no por quien una y otra vez se presentaba en los Países Bajos para su mejor gobierno y defensa, sino por quien lo hacía desde la lejana Castilla.

La orden era cruel bajo Carlos V, pero no más que lo ordenado por Enrique VIII en Inglaterra (a quien, por cierto, citaba precisamente el Emperador en su carta de 25 de mayo de 1558). Era la orden severa del señor natural, y se acataba mal que bien; pero bajo Felipe II, el soberano extranjero que reinaba desde tan lejos, resultó ser ya una orden insufrible, y eso fue lo que el Rey no alcanzó a comprender.

Porque, además, eso entraba ya en aquella cuestión de si los Países Bajos debían ser abandonados a su suerte, tal como hemos visto que opinaban algunos consejeros de Carlos V. A decir verdad, también se daba la corriente contraria: los Países Bajos eran el antemural para evitar que los franceses se lanzasen sobre España:

Si Su Majestad no aventurase sino estos Estados —se lee en un memorial de la época, escrito por alguien del círculo de Granvela— y los franceses se hubieren de contentar, yo los daría dados. Mas no se contentarán. Y para quien gobierna otros Reinos, es de gran consideración perder nada, en especial de tanta cantidad y calidad. Cresce el enemigo y viene con más y mejores. De una pérdida suceden otras notables, no le dexan quietar en casa, que allá será invadido.

Era el eterno problema de todos los imperios: cómo mantenerse en la cumbre. O subir o bajar. Y el ceder algo era bajar. Tener los Países Bajos, para los tales, suponía la guerra, sí; pero la guerra lejos, lo que era digno de tener en cuenta, porque lo contrario era que la guerra invadiese la propia España:

Guerra en casa —concluía el anónimo memorialista de 1559— es de tales inconvenientes que viene a ser bien empleado dar los hijos antes que tenella.

Y aquí también podía recordar el Rey los consejos de su padre, en aquellas Instrucciones de 1548 conocidas como el Testamento político de Carlos V, cuando le adoctrinaba sobre su comportamiento con Francia y su posible renuncia al Milanesado o a los Países Bajos:

… si afloxásedes en cosa alguna desto, sería abrir camino para poner todo en controversia, según la experiencia ha siempre mostrado…

Por lo que Carlos V concluía:

Y pues esto es ansí, será mucho mejor y lo que conviene, sostenerse con todo, que dar ocasión a ser forzado después defender el resto y ponerlo en ventura de perderse[523].

Eran las mismas instrucciones en las que precisamente dejaba constancia de haber abandonado aquel proyecto de la Emperatriz de que los Países Bajos fuesen cedidos a la hija mayor, María, casada con el archiduque Maximiliano y futura emperatriz; y tanto, que incluso creía peligroso dejarlos como gobernadores de la tierra en ausencia de Felipe II:

Y no se ha dejado de apuntar que metiendo al dicho Archiduque —Maximiliano— en este cargo, no faltaría quien pusiese en su cabeza… quedarse con los dichos Estados[524].

Pues ya presuponía Carlos V que Felipe II iba a residir poco en Flandes, con lo cual los naturales se enamorarían cada vez más de ellos,

… cuanto más dándoles Dios hijos[525]

Por lo tanto, algo había aprendido Felipe II: los Países Bajos debían quedar bajo su mandato y en ellos debía proceder contra los herejes con todo el rigor que se había hecho en vida de su padre. Sólo el desarrollo de los acontecimientos, con la guerra interminable que desbordaría su propio reinado, le llevaría a ceder un tanto de su primera posición, como hemos de ver, a lo menos en cuanto a desgajar a los Países Bajos de la Corona de España.

Pero en 1566 los graves excesos cometidos por los calvinistas iban a provocar una inmediata reunión del Consejo de Estado para debatir las medidas a tomar, con dos posturas distintas: aquélla de quienes creían que lo mejor era disimular en lo posible y negociar, y la contraria, de quienes consideraban que la única vía aceptable era la implantación y restauración del orden con el más severo de los castigos contra los culpados en los desórdenes pasados.

En este intento de interpretación de una historia tan apasionante como la de los Países Bajos en su dramático forcejeo por la libertad —que sería uno de los capítulos más notables de la historia de la humanidad—, de la libertad en general, y no sólo de la religiosa, las viejas historias narrativas, como la del reverendo Jorge Edmundson[526], siguen haciéndonos un inestimable favor, una ayuda altamente valiosa. En ella vemos, al lado de las lecturas reposadas de los documentos del tiempo, o de la tarea del erudito, al recopilar la información de los investigadores más renombrados de su época —como la que hizo el belga Gachard, cuando descubrió en Simancas la minuta del Rey que venía a esclarecer cómo se había producido el relevo de Granvela—, en ella podemos ver, insisto, las referencias más sugestivas sobre los principales personajes del drama; así, el desfilar de la alta nobleza de los Países Bajos, magnífica y heroica: Egmont y Horn, los mártires del 68 en Bruselas; Montigny, ejecutado secretamente en Simancas; Orange, la cabeza más clara del grupo, el que moriría asesinado en 1584, y también Luis de Nassau y Felipe de Marnix, señor de Santa Aldegunda, y Enrique de Brederode; curiosamente, un luterano, un calvinista y un católico, unidos por el lazo común de luchar por las libertades de los Países Bajos.

No se trata, en verdad, o no únicamente, de un capítulo de la historia de España o de la de los Países Bajos. Es un gran tema en el que hay que saltar por encima de los nacionalismos. Es un suculento tema de la historia de Europa del que tenemos obligación de escribir los europeos de finales del siglo XX.

Por tanto, y en primer lugar, los hechos; más tarde, las interpretaciones.

El sacrificio de Granvela, su relevo de máximo consejero de Margarita de Parma, fue un intento de eliminar un obstáculo en la cooperación de la alta nobleza flamenca, pero también un deseo de complacer en esto a Margarita de Parma, aunque con el máximo disimulo. Conforme a una complicada trama, muy del gusto del Rey, Granvela debía ausentarse, con una excusa verosímil, de los Países Bajos. Ello ocurriría en 1564, poniendo Granvela como pretexto su deseo de visitar a su madre, a la que llevaba sin ver diecinueve años.

Sería un viaje sin retorno. Y la alta nobleza de Bruselas tornó a la corte de la gobernadora. Pero los problemas seguían pendientes, porque, en definitiva, la marcha de Granvela no había supuesto un cambio en las decisiones del Rey. El Concilio de Trento había concluido en diciembre de 1563 y la gran cuestión seguía en el aire: hasta qué punto afectarían sus conclusiones a los Países Bajos.

Hoy sabemos que a los motivos religiosos había que añadir los políticos y los económicos. En general, los monarcas de toda Europa, de uno u otro signo, consideraban que una desviación religiosa suponía, al punto, un problema social y también político, tomándolo, por tanto, como una cuestión de Estado. A su vez, dado que en el plan de aplicación de esos decretos tridentinos se proyectaba la reorganización del mapa religioso de los Países Bajos, aumentando notoriamente el número de los obispados —que de tres pasarían a catorce—, ello traería, necesariamente, una ostensible merma de las rentas de aquellos tres primeros obispados existentes a mediados de siglo. Y eso afectaba a la alta nobleza, acostumbrada a que sus segundones aspirasen con fortuna a tales mitras. Como comentaría el propio Granvela, no era igual ser uno de los tres grandes obispos que uno de los diecisiete medianos.

Ahora bien, no se puede relegar aquel asunto a un mero problema socioeconómico. Pues lo que en el fondo se ventilaba era la libertad religiosa. Algo que no constituía del todo una novedad, puesto que hacía sólo diez años se había firmado en Augsburgo la paz religiosa, que legalizaba, al menos a nivel de la cumbre, el luteranismo, con lo que los alemanes podían elegir, por lo menos, entre catolicismo y luteranismo, buscando la protección del príncipe correspondiente.

No era una solución perfecta, pero sí el camino abierto para superar el fanatismo religioso.

Es cierto que los flamencos toleraban cada vez peor las decisiones del Rey de España y que lo que consentían, mal que bien, a Carlos V les producía una fuerte repulsa frente al hijo. Como el propio Edmundson comenta, los prejuicios contra Felipe II fueron tan grandes desde el principio, y de tal forma, que cuando levantaba el dedo meñique a los súbditos flamencos les parecía tan grande o más que todo el cuerpo del Emperador.

Y estaban, además, las características personales de los principales protagonistas, con sus propios antecedentes. Tanto Orange como Egmont eran auténticos pesos pesados, no sólo por su altísimo nivel social, sino por los servicios prestados a la Corona. El historiador no puede decir, sin más, que Felipe II se encontró con la oposición de esos miembros de la alta nobleza. Es preciso recordar aspectos de su vida, sin olvidar los inmediatos de su propia edad. Guillermo de Orange había nacido en 1533, por lo tanto, tenía sólo veintidós años cuando Carlos V lo distinguió nada menos que entrando, apoyándose en él, en la impresionante jornada de la abdicación, ante la Asamblea de los Estados Generales reunidos en Bruselas el 25 de octubre de 1555.

Era todo un símbolo. Como si lo profetizase, Carlos V venía a indicar así cuán importante era apoyarse en aquel joven de la nobleza flamenca para mantener el andamiaje de la Monarquía.

Por otra parte, los títulos de Guillermo de Orange no eran cualquier cosa: príncipe de la Casa de Orange, señor de ricos territorios, caballero de la Orden del Toisón de Oro, había asistido a Carlos V en las campañas de los años cincuenta defendiendo a los Países Bajos de las acometidas de Enrique II de Francia, pese a su juventud. Y el propio Felipe II reconoció su importancia designándolo como uno de los diplomáticos que negociaron en Cateau-Cambrésis la famosa paz con Francia, destacando ya entonces por su clara inteligencia. Cuando regresó a Flandes, fue nombrado consejero del gobierno de Margarita de Parma y statuder de Holanda y Zelanda.

Era, a todas luces, la cabeza más clara, la figura más ilustre. Y de momento estaba dentro del catolicismo, si bien un catolicismo influido por la corriente erasmista —tan viva en los Países Bajos— y, por ello, contrario a cualquier fanatismo.

En cuanto al conde de Egmont, su historial era, si se quiere, tanto o más brillante.

Perteneciente a la generación anterior a Guillermo de Orange (nació en 1522), había sido designado para misiones del más alto nivel. Así, en 1554 representó al propio Felipe II en el matrimonio por poderes con María Tudor y, sobre todo, fue el héroe de las jornadas militares de San Quintín y de Gravelinas.

Estaban detrás los representantes de la media nobleza, que tan destacado papel jugarían en las primeras jornadas de los enfrentamientos con la poderosa Monarquía que entonces dominaba medio mundo: los Nassau, Marnix y Brederode. Jóvenes, todos en torno a la veintena, llenos de entusiasmo, libres de ataduras y dispuestos a enfrentarse con los poderes mayores de la tierra, con la conciencia de que defendían su patria y sus ideas. O, si se quiere mejor, eran la oposición a lo que se les venía encima; pues Brederode era católico, Marnix calvinista y Luis de Nassau luterano, pero los tres rechazaban el dominio de un rey que para ellos era, en definitiva, un extranjero, y se oponían a su política religiosa, con la imposición de los decretos tridentinos y la creación de nuevos obispados, que, si se designaban a propuesta de la Corona, harían de la Iglesia un instrumento temible de control ideológico, tal como ocurría en España. Cuánto se tardaría en la imposición de la Inquisición, al modo español, era la inquietante pregunta, conscientes como eran de los rigores desplegados en España en los autos de fe celebrados entre 1559 y 1562.

Y algo hay que añadir: la creciente ola calvinista y la audacia de sus predicadores, que, llenos de una moral nueva y con un celo religioso que desafiaba a todos los peligros, habían empezado por predicar en lugares apartados o en pleno descampado, para acercarse a los arrabales de los principales núcleos urbanos, consiguiendo un buen número de adeptos entre el pueblo y las clases medias, así como en la mediana nobleza de los Países Bajos. Los estudiosos de la economía hacen hincapié también en la crisis económica por la que pasaban los Países Bajos, con el empobrecimiento de amplios sectores y el natural clima de descontento social. Sin duda, algo que enrarecía el ambiente, y es necesario recordarlo, siempre que no se tome como la única causa que lo explicaría todo. Eran más fuertes todavía los sentimientos de un país que quería vivir conforme a sus tradiciones, y cada vez se encontraba más descontento del dominio de un rey extranjero que no vivía entre ellos y que no conocía siquiera su lengua, y menos sus costumbres.

En ese ambiente se va desarrollando el forcejeo con el gobierno de Margarita de Parma y, en última instancia, con el dominio del rey español, el cada vez más odiado Felipe II de España.

El 18 de agosto de 1564, Felipe II había ordenado la aplicación de los decretos tridentinos en los Países Bajos. La reacción de la alta nobleza flamenca fue inmediata: el envío de un representante a la corte de Madrid para pedir al Rey que se volviera atrás. Y se designó a Egmont, el más allegado a la corte, como el que podía tener más vara alta con Felipe II.

En aquella ocasión mostró ya Orange su verdadero carácter tolerante, pues frente a las limitaciones con que Viglius quería que negociase Egmont en Madrid, Orange logró que cambiasen sustancialmente sus instrucciones, para pedir al Rey la libertad religiosa; como él mismo manifestaría entonces, era monstruoso que el poder político se entrometiera en las conciencias de los súbditos, y más que los persiguiese a sangre y fuego por sus disidencias religiosas.

Era, todavía, una etapa de negociaciones.

Egmont fue recibido en Madrid conforme a su categoría social, y se dejó deslumbrar por las atenciones que recibió del Rey y de toda la corte. Creyó que había triunfado en su gestión. Pero se engañaría, pues Felipe II ya estaba decidido a no ceder en su política religiosa. Con lo cual cabe preguntarse si aquella política de engaños y disimulos no se estaba volviendo en su contra. ¿De qué valía al Rey confundir al poco avispado conde flamenco, si pronto se había de comprobar la ineficacia de su gestión? Porque el resultado sería que, a partir de aquel momento, quien hasta entonces había servido tan brillantemente a la Corona se fuese distanciando cada vez más ostensiblemente de la corte de España.

Durante unos meses, todo quedó a la espera de la respuesta de Felipe II. Es famosa su consulta a la Junta de teólogos, quienes en un primer dictamen le indicaron que, para evitar los males mayores de un levantamiento del país —que era lo que temía la gobernadora, Margarita de Parma—, se podía conceder la libertad de cultos; hubiese sido seguir aquel mismo consejo que años antes había dado García de Loaysa a Carlos V en el caso alemán: que procurase ser señor de cuerpos y no de almas. Pero Felipe II no se contentó con aquella consulta, insistiendo en que no pedía que se le dijese si podía, sino si debía.

Era forzar demasiado la mano a la suerte. La Junta de teólogos le marcó entonces el camino que parecía estar deseando: no debía. A partir de ese momento, Felipe II se mostraría inexorable. Él no iba a reinar sobre herejes.

Y con tal obstinación cabrían sólo dos posturas: o renunciar a su dominio sobre los Países Bajos o mostrarse implacable con los disidentes religiosos.

Lo primero hubiese sido lo razonable y habría ahorrado a Europa ríos de sangre y no pocos horrores; pero, probablemente, el Rey ni se lo planteó siquiera.

Cuando a principios de 1566 se fue conociendo en los Países Bajos la ya firme decisión de Felipe II de imponer los decretos tridentinos, un profundo malestar se extendió por el país. Las mismas autoridades civiles se mostraron reacias a aplicar las penas que dictaran los inquisidores, lo que hubiera supuesto la muerte en la hoguera de cientos de sus compatriotas. Como indica Edmundson, el Rey había tardado en hablar, pero tal como lo había hecho no cabía más que el acatamiento o la rebelión, y acatar aquellas duras órdenes, con la sangrienta represión que suponían, era demasiado fuerte, viniendo de manos de un rey extranjero que gobernaba a 2000 kilómetros de distancia (o a cientos de leguas, si empleamos las medidas de la época).

Y así se fue creando el ambiente propicio para la revolución. La baja nobleza dio los primeros pasos, con el llamado compromiso de Breda. Centenares de ellos se congregaron en Bruselas y el 5 de abril de 1566 se presentaron amenazadores en el palacio de la gobernadora Margarita de Parma. La alarma de ésta fue grande, lo que su consejero Barlaymont trató de atenuar con un comentario despectivo que se le volvería en contra. ¿Qué había que temer de aquellos mendigos? Los gueux, los mendigos. Precisamente un título para hacer más fuertes a los coaligados. Brederode sería lo bastante hábil para comprender la fácil resonancia que aquello podía tener. En la primera ocasión se presentó en público disfrazado de mendigo, con las alforjas propias del oficio y un cuenco en la mano, dispuesto a brindar por la causa de los gueux.

De ese modo la propaganda empezó a jugar un papel de primer orden en la rebelión de los Países Bajos.

Sin embargo, todavía se mantiene la etapa de las negociaciones, aunque cada vez más encajonada entre límites más estrechos. Los propios miembros del compromiso de Breda deciden enviar a Madrid a uno de sus personajes más destacados: el barón de Montigny, al que seguiría después el marqués de Berghes, que ya no volverían.

Entre tanto, la situación empeoraba día a día en todos los Países Bajos. El ver que las temibles medidas hechas públicas no se cumplían producía el efecto contrario, envalentonando cada vez más a los más radicales, en especial a los predicadores calvinistas, que, dejando ya los parajes agrestes y ocultos, se manifestaban sin rebozo alguno en las mismas ciudades. La voz de los gueux, los mendigos, se hacía por momentos más popular y también como un grito de desafío contra el poder establecido.

Y donde más parecía que se concentraba la oposición, donde el conflicto se hacía más agudo, era en Amberes, la rica y orgullosa ciudad de los mercaderes.

Entonces, Margarita acudió al príncipe de Orange; si alguien podía detener aquella avalancha, sin duda era él, porque los más exaltados grupos calvinistas estaban poniendo la ciudad bajo su dominio, y los comerciantes católicos temían lo peor. Y Orange, que era burgomaestre de Amberes, accedió mal que bien. Algo consiguió: que la violencia cesara de momento, a cambio de que la población calvinista pudiera celebrar sus cultos sin ser perseguidos.

Así las cosas, los prohombres del compromiso de Breda, en esta ocasión en un número reducido de doce, presididos por Luis de Nassau, acudieron de nuevo a la corte de Bruselas para presionar sobre la gobernadora. Ya tenían suficiente fuerza para no tener que ir en gran número. Conscientes de su creciente poderío, emplearon un lenguaje altivo: no venían a negociar perdón alguno, pues todo lo que habían realizado había sido en pro de su país y estaba bien hecho. Lo que venían era a exigir que la gobernadora diese poder suficiente a un triunvirato formado por Orange, Egmont y Horn, porque eran los que podían velar por los intereses generales de los Países Bajos y buscar el adecuado remedio a una situación cada vez más degradada. Incluso llegaron a amenazar con que, en última instancia, estaban dispuestos a buscar ayuda en el extranjero. Y no era una amenaza vana, pues Luis de Nassau ya se había puesto en contacto con los príncipes protestantes alemanes y con la nobleza calvinista francesa.

Por supuesto, y como muestra visible de su arrogancia, iban con sus burdas vestimentas de pordioseros. Era el 26 de julio de 1566.

Impotente ante aquella marejada, Margarita rogó a Felipe II que se mostrara más flexible.

Pero también aquí la situación favoreció el estallido, porque los ruegos de la corte de Bruselas tardaban en llegar a Madrid entre los quince y los veinte días, y la respuesta del Rey —contando además con su ánimo dilatorio— se hacía esperar meses enteros. Añadiendo que Felipe II empleó esta vez un doble juego: por un lado, contestaba a su hermana el 31 de julio que estaba dispuesto a ciertas concesiones —entre otras, una muy significativa, la supresión de la Inquisición pontificia—, mientras que nueve días después hacía una declaración secreta ante notario: eso era algo a lo que había sido forzado y que, por lo tanto, no se consideraba obligado a cumplir. Y para dejar mejor constancia de ello, envió un despacho a su embajador en Roma —que por entonces era Requesens— para asegurar al Papa que se mantendría firme en sus decisiones, con aquella frase que ya era como un estribillo obsesivo:

… antes preferiría perder mis Estados y cien vidas que tuviese que reinar sobre herejes.

Es evidente que esas íntimas resoluciones del Rey hubiesen podido provocar la gran rebelión. Pero los acontecimientos se precipitaron de tal modo, que la rebelión estalló, sí, pero por otra vía, antes que esas noticias pudieran filtrarse en los Países Bajos.

Pues el 14 de agosto grupos incontrolados de calvinistas asaltaron la primera iglesia de Saint-Omer.

Fue la señal de una rebelión generalizada, una especie de peste iconoclasta: Ypres, Courtrai, Valenciennes, Tournai y la propia Amberes sufrieron actos vandálicos semejantes. No eran grupos numerosos; apenas unos centenares. Pero se encontraron ante una carencia total de autoridad, como si una parálisis política hubiese bloqueado a los magistrados y a los encargados del orden.

Y así, el caos se adueñó por unos días de los Países Bajos.

De esa extraña forma, pero tomando pronto otros derroteros más propios con lo que verdaderamente estaba ocurriendo en la tierra, se puso en marcha una de las revoluciones más significativas de los tiempos modernos, sin duda la gran revolución del Quinientos.

La que cuajaría con el surgimiento de una nueva y moderna nación —Holanda— y que marcaría las primeras fisuras del coloso de la época, de aquella Monarquía católica regida por Felipe II y que era, sin disputa, la mayor y más poderosa de su tiempo, que, sin embargo, se mostraría incapaz de someter a los que habían osado alzarse contra su poderío.

Pero, volviendo a los hechos, con lo que nos encontramos, de momento, es con que el 3 de agosto de 1566 el Rey ha convocado al Consejo de Estado, adelantándose, por tanto, al estallido de los graves excesos iconoclastas de los Países Bajos, pues la situación era tan preocupante que era justificada tal convocatoria. ¿Qué la había provocado? Sin duda, la llegada del barón de Montigny a Madrid.

Recordemos al personaje: Floris de Montmorency, barón de Montigny, era uno de los principales miembros de la nobleza flamenca. Caballero de la Orden del Toisón de Oro desde el reinado de Carlos V, desempeñaba un puesto de confianza, como gobernador de la región de Tournai. Llegaba a Madrid el 1 de junio de 1566 como enviado por Margarita de Parma, para informar al Rey de la alarmante situación que se estaba produciendo en los Países Bajos, desde que se había hecho pública la decisión de Felipe II de que se aplicaran con todo rigor los placards contra la herejía y a favor de la Inquisición episcopal. Qué era lo que había movido a Felipe II a tomar unas medidas tan arriesgadas, se puede comprender: en realidad, no era sino mostrarse coherente con las conversaciones mantenidas por sus enviados en las Vistas de Bayona, que habían concluido el 30 de junio de 1565. Si la reina Isabel de Valois y el duque de Alba, en nombre del Rey, habían apretado tan recientemente a Catalina de Médicis para que procediera contra los herejes en su reino, no podía obrar de otra forma Felipe II en los suyos.

Y es probable que también le animara a la asunción de los riesgos consiguientes el buen estado en que se presentaba la política exterior, con la derrota infligida al Turco en Malta en septiembre de 1565 y la rigurosa acción encomendada a Pedro Menéndez de Avilés en la Florida, contra los hugonotes franceses, coronada con tanta fiereza en el mismo mes[527]. Pero la actitud de la nobleza flamenca en abril de 1566, ya reseñada, presentándose amenazadora ante la gobernadora Margarita de Parma, y el inicio de la actitud rebelde de los gueux, cifrada en el compromiso de Breda, hacía comprender a la gobernadora que las posibilidades de una solución eran cada vez menores y que el tiempo se echaba encima.

Y fue cuando se intentó la última negociación enviando a Montigny, que debía ser acompañado del marqués de Berghes, si bien este último tuvo que aplazar su viaje debido a un inoportuno accidente. Y es a esa embajada a la que responde la reunión del Consejo de Estado, cuyas deliberaciones trató de espiar don Carlos, ofendido por no haber sido convocado.

Evidentemente, Montigny no era un desconocido en la corte de Madrid, adonde llegó el 1 de junio de 1566. Pero, pese a sus títulos y a los honores y dignidades de que le había hecho distinción la Casa de Austria, estaba ya bajo sospecha. Y la razón radicaba en su interpretación de la vida religiosa.

Montigny opinaba que los disidentes religiosos —cierto, la época les daba el horrible nombre de herejes— debían ser tratados con indulgencia, mas no con sangre y fuego; por lo tanto, le repugnaban los rigurosos placards regios que así lo disponían. Mientras que Felipe II, siguiendo aquí las instrucciones paternas del emperador Carlos V, estaba decidido a su aplicación sin la menor concesión. Por otra parte, Montigny, como no pocos de los otros miembros de la nobleza flamenca, estaba emparentado con linajes franceses, a su vez tildados de tibios en materia religiosa, cuando no simpatizantes con los hugonotes, como los Châtillon.

En esas circunstancias, las posibilidades de Montigny para conseguir un éxito eran ciertamente escasas. Es bien posible, como asegura Gachard, que el Rey jugara con él tratando de ganar tiempo, entreteniéndole con falsas esperanzas; comportamiento regio sospechado por los contemporáneos, que dicen de él que era maestro en el disimulo. El propio Cabrera de Córdoba tiene del Rey un juicio aterrador: «La risa y su cuchillo eran confines…»[528] Frase que Antonio Pérez repite casi al pie de la letra: «No hay dedos de su risa al cuchillo…»[529]

Conforme a su modo de ser, Felipe II disimuló con Montigny, haciéndole una calurosa acogida y dándole esperanzas sobre sus intenciones con los Países Bajos y sus principales personajes. En dos largas audiencias que le concede, le deja de tal modo satisfecho, que Montigny escribiría a la gobernadora Margarita de Parma que había hallado en el Rey los mejores deseos para sus súbditos de los Países Bajos, tal como se podía esperar del mejor de los príncipes, haciéndose lenguas de la afectuosa acogida que le había dispensado[530].

Lo que el Rey había prometido a Montigny era que convocaría un Consejo de Estado para decidir lo que había de hacerse en la política religiosa en los Países Bajos y sobre la petición de la nobleza flamenca de moderación en los placards. Y, en efecto, trasladándose aquel verano al real sitio de Valsaín, llamó allí a los principales miembros del Consejo: Gómez de Silva, Alba, Feria, el prior don Antonio de Toledo y Luis Quijada, junto con tres ministros belgas de su máxima confianza: Tisnacq, Courteville y Hopper; pero no al príncipe don Carlos, aunque se hallaba en Valsaín, ni a Montigny.

Es aquí donde tenemos constancia del doble juego del Rey, frecuente por otra parte en casos similares, y que hace recordar —aunque fueran otros problemas los planteados— el que había usado Francisco I con Carlos V en 1526 con motivo del tratado de Madrid. Pues, por una parte, el Rey declararía que estaba dispuesto a importantes concesiones, mientras que, por otra, expresaba de forma secreta y ante notario (Pedro de Hoyos) que lo había hecho forzado por las circunstancias y que sus promesas no tenían valor alguno.

La verdad es que, aunque las aparentes concesiones de Felipe II no eran pequeñas (dejar en manos de los obispos los juicios religiosos, moderar los placards, siempre que se le presentase un nuevo proyecto rectificador, y perdón general a los afectados), Montigny no se dio por satisfecho, y con demasiada altivez se lo hizo saber al Rey, con visible enojo de Felipe II:

… puso color a Su Majestad[531].

Ahora bien, hablar tan libremente al Rey era algo que Felipe II no dejaba pasar sin castigo, y de ello tendría ocasión de lamentarse Montigny, como hemos de ver. Y en cuanto a la decisión regia, queda fielmente reflejada en la carta, ya comentada, que mandó a su embajador en Roma —y uno de sus hombres de máxima confianza, Luis de Requesens—, para que lo hiciera presente al papa Pío V:

… podéis asegurar a Su Santidad que antes de sufrir la menor cosa en perjuicio de la religión o del servicio de Dios, perdería todos mis Estados y cien vidas que tuviese pues no pienso, ni quiero ser señor de herejes[532]

Añadía algo Felipe II que sería ya profético: sabedor que emplear la fuerza podía ser la ruina de aquellos Estados, trataría de llevarlo por la vía pacífica, pero que si no lo conseguía, no dudaría en hacerlo, aunque no sólo fuese la ruina de los Países Bajos, sino de los demás que poseía.

Y como es consciente de que la fuerza sería la alternativa verdadera, ordenó por entonces a Margarita de Parma que reclutase alguna caballería e infantería en Alemania.

Seguía con el doble juego. En este caso, frente al marqués de Berghes, el otro noble flamenco enviado por Margarita de Parma, que, receloso ante las intenciones de Felipe II, esperaba en Burdeos. Felipe II le envió una carta afectuosísima: deseaba verle para escuchar su consejo sobre los asuntos de los Países Bajos.

Evidentemente, era una celada, y en ella cayó Berghes, que dejó su refugio francés para presentarse a mediados de agosto ante el Rey, todavía en Valsaín.

Para entonces, los radicales calvinistas habían ya cometido los escandalosos excesos iconoclastas en los Países Bajos, que ya hemos comentado.

Cuando la noticia llegó a la corte, a principios de septiembre, la indignación que provocó fue tremenda. Para los más, incluso para el Rey, aquello venía a mostrar que las concesiones en materia religiosa no hacían sino agravar la situación, envalentonando a los herejes.

Entonces la herejía era tomada como algo más que como una disidencia religiosa. En ella se veía el origen de las turbulencias sociales. Era la gran perturbadora de la paz social, a la que había que combatir con los medios más radicales y las penas más rigurosas, para que el terror apartase a los indecisos.

Se proclamaba que cualquier castigo era pequeño para combatir a los enemigos de Dios; pero también se declaraba que se hacía la guerra a los que ansiaban novedades que ponían en peligro el tradicional orden social. Y el recuerdo de las grandes rebeliones populares de los anabaptistas en la Alemania de los años treinta no hacía sino confirmar esos temores.

Pero para los hombres de los Países Bajos estaba la cuestión del ansia de libertad frente al mandato de un rey extranjero que tenía su corte a miles de kilómetros de distancia.

Así, todo mezclado, se fraguaba una gran rebelión, no sólo religiosa, sino también política y social.

Algo ya percibido claramente por la gobernadora Margarita de Parma, quien señalaría a su hermanastro que la religión no era más que el antifaz que enmascaraba sus verdaderos objetivos, esto es, verse libres del gobierno del rey español:

… como si todavía no reconociesen a Vuestra Majestad por Rey[533]

Y en esa rebelión estaban ya implicados los principales nobles, en alianza con alemanes y franceses, que se repartían piezas del mosaico flamenco: Brabante, para el príncipe de Orange; Flandes, incrementado con Hainaut y Artois, para Egmont, bajo la soberanía del rey de Francia; Güeldres, tornando al duque de Clèves; Holanda, para el señor de Brederode; Frisia y Overijssel, para el duque de Sajonia. Y como todo ello significaba ya la guerra abierta, conscientes de que Felipe II trataría de evitarlo por la fuerza, los principales conjurados (Orange y su hermano Luis de Nassau, junto con los condes de Egmont y de Horn) se habían reunido para organizar la resistencia armada.

Ésa era la alarmante información mandada por Margarita de Parma a Madrid a mediados de octubre de 1566.

Algunos días después, el 29 de octubre, quizá sin esa información en su poder, pero consciente de todo lo que se preparaba en los Países Bajos, Felipe II convocaba a sus consejeros más allegados; allí estaban Éboli, Alba, Feria, el cardenal Espinosa, don Juan Manrique y el conde de Chinchón, junto con los secretarios de Estado Antonio Pérez y Gabriel de Zayas.

El acuerdo fue unánime: había que proceder con la máxima diligencia. Pero las opiniones estaban encontradas respecto a la forma. El sector moderado pidió al Rey que fuese en persona, porque sólo su presencia, como señor natural, podía atajar la rebelión. Incluso se podía creer que con su sola persona lo conseguiría, si bien, en caso de que prefiriese acompañarse de fuerzas armadas, éstas deberían ser tales que le permitiesen imponerse sobre los más reacios; tal fue el discurso del conde de Chinchón, don Pedro Fernández de Cabrera y Bobadilla. Era el sentir del sector moderado que encabezaba Éboli, secundado por el cardenal. Frente a él, don Juan Manrique propuso otro plan: el Rey debía ir, sí, pero antes precedido por un soldado que doblegase a los rebeldes, poniendo el ejemplo de Tiberio cuando tuvo que pacificar las legiones romanas en Germania. Era el plan de una acción escalonada: primero la bélica, por medio de un soldado experimentado que dominase con mano de hierro el país, y después la pacificadora, a cargo del Rey. Algo para lo que podría invocarse un ejemplo más reciente, como el utilizado por Fernando el Católico en Nápoles, sesenta años antes.

Algo evidente: ése era el lenguaje que estaba deseando oír el Rey. Escogido ese camino, quedaba otro punto por resolver: la elección del soldado. También aquí fracasó Éboli, cuyo candidato era el conde de Feria, don Gómez Suárez de Figueroa. Pues aunque Felipe II apreciaba mucho más a Feria que al duque de Alba —y le habría nombrado si se hubiera tratado de una misión diplomática, como la que había desempeñado en Londres, en la corte de María Tudor y en los primeros momentos de Isabel de Inglaterra—, tratándose como se trataba de una operación bélica y de tanta gravedad, Felipe II no podía dudarlo. Una vez tomada la decisión de emplear la fuerza, no cabía otra opción: designar al duque de Alba, de experiencia militar tan probada, como uno de los más cualificados soldados que habían servido a Carlos V, particularmente en la campaña de Mühlberg de 1547, así como en los primeros momentos del reinado de Felipe II, al defender el reino de Nápoles contra el papa Paulo IV y el duque de Guisa.

De ese modo se puso en marcha una operación que iba a tener las mayores consecuencias, acaso la más importante de toda la segunda mitad del Quinientos, las guerras de Flandes, con el alumbramiento de una nueva nación: Holanda.

Ahora bien, hubo otras consecuencias, y no poco graves, en este caso en relación con don Carlos. Pues los rebeldes flamencos, conociendo las tensiones entre el Rey y el Príncipe heredero, buscaron el arrimo de éste, como el que se aparecía como su aliado natural. Ya lo había intentado el conde de Egmont, en su embajada de 1564, y después trataron de lograrlo Montigny y Berghes[534].

Para entonces, don Carlos contaba ya los veintiún años. A esa edad, Carlos V ya había iniciado su mandato imperial, y Felipe II, su padre, hacía tiempo que desempeñaba el gobierno de las Españas. De forma que, al quedar a un lado, se le hizo insostenible la vida en la corte.

El propio Gachard reconoce con cuánta ansia seguía don Carlos todo lo referente a los Países Bajos. Cualquiera que llegase de allí a la corte era inmediatamente llamado por el Príncipe para que le informase. Y trató de influir en los consejeros de Estado para que le propusieran al Rey para aquella misión, si hemos de creer al embajador francés, Fourquevaulx, que el 2 de noviembre de 1566 (por tanto, tres días después de la decisiva Junta de Estado de 29 de octubre) informaba:

… les a priez de remonstrer au Roy son piere qu’íl renille embasser vivement les affaires de Flandres[535]

Eso explica el furor con que reaccionó frente al nombramiento del duque de Alba, acometiéndole puñal en mano, como quien se veía desplazado odiosamente de una tarea que consideraba suya; o como cuando replicó airadamente a las Cortes de Castilla, porque habían pedido al Rey que, si se ausentaba por los asuntos de Flandes, no llevase consigo al Príncipe heredero. Era un ruego normal en tales circunstancias, a fin de que las Españas no quedasen descabezadas, pero a don Carlos le provocó un arrebato furibundo: no era la primera vez que se metían neciamente en sus cosas, pues ya lo habían hecho cuando habían propuesto al Rey que se casase con su tía doña Juana. Que no intentasen de nuevo necedad semejante, como pedir al Rey que no le llevase consigo a Flandes. Que no persistiesen en ello:

… porque si lo hacéis y yo quedo aquí os pesará a vos y a mí[536]

Pero, curiosamente, lo que más indignó a Felipe II fue la intervención del papa Pío V, con la misión que encomendó al obispo de Ascoli.

El obispo de Ascoli llevaba una difícil embajada ante Felipe II. En primer lugar, estaba el planteamiento del Papa de cómo el Rey debía afrontar, a su juicio, la cuestión de Flandes, pero también sugerirle que dejara en manos de Roma, para siempre, el viejo problema del proceso del arzobispo Carranza. De forma que en ambos casos la suprema jerarquía católica se desvinculaba del proceder del Rey de España. En cuanto a Carranza, porque evidenciaba que Roma no confiaba en la justicia de la Inquisición española; en suma, del proceder regio en materia religiosa. ¡Y era ese mismo Rey al que se ponía en sospecha por cómo afrontaba la cuestión de Flandes! A juicio del Papa, era deber imperioso de Felipe II ponerse en los Países Bajos y tratar de aquietar, con moderación, aquellos ánimos tan exaltados.

Es decir, todo lo contrario de lo que ya había decidido Felipe II en el Consejo de Estado de 29 de octubre de 1566.

Y de ello Felipe II se consideró sumamente agraviado. Aquello era como enfrentarle ante toda la Cristiandad, y así lo señaló al Papa a través de su embajador en Roma, Luis de Requesens:

… me hizo venir en cólera[537]

Las instrucciones dadas a Requesens ponen de relieve la indignación de Felipe II:

Diréis a Su Santidad que yo no puedo dexar de quexarme a él…, que haya querido enviarme al obispo de Ascoli a persuadirme lo que yo tenga a cargo de hacer y querido dar tan mala voz de mí por toda la Cristiandad…

Por el propio Rey sabemos, pues, lo que sintió en aquella ocasión: a él, más que a nadie, le importaba asegurar los Países Bajos: «… sin sangre ni destrucción».

Ahora bien, eso ya no era posible. La negociación sólo le llevaría a concesiones en materia religiosa, y a eso no estaba dispuesto a pasar:

… el medio de la negociación con ellos y trato es tan malo y pernicioso para el servicio de Dios y establecimiento de nuestra santa fe católica, con todos los inconvenientes y daños que della se me podrían seguir, que venir a condescender en haberles de permitir ninguna cosa que fuese contra ella ni de la autoridad dessa Santa Sede; lo cual, en veniendo a tratos y capitulacines, no se podría excusar[538]

Y en los mismos enérgicos términos estaba la carta del Rey que Requesens debía entregar a san Pío V, acompañada, por cierto, de su traducción al italiano: «… porque el español, el Papa no lo entiende bien…»[539]

Por lo tanto, el empleo de la fuerza, enviando a un soldado para ello, era algo acordado desde el Consejo de Estado del 29 de octubre de 1566; algo posiblemente decidido en el ánimo del Rey desde que tuvo noticias de cómo andaban revueltas las cosas en los Países Bajos. Ahora bien, de momento, sólo deja entrever a la gobernadora Margarita de Parma que su réplica sería contundente, sin aludir al duque de Alba: iría él mismo:

… tan bien acompañado que los malos vasallos no pudiesen soñar con medir sus fuerzas con las suyas[540].

Sin embargo, para castigar a los rebeldes de los Países Bajos y restablecer la autoridad regia, manteniendo las ordenanzas en materia religiosa, era preciso movilizar hombres y recursos, de forma que el duque de Alba se encontrase, al llegar a Milán, con los tercios viejos que guarnecían Nápoles, Sicilia, Cerdeña, amén de la caballería reclutada por el gobernador de Milán, y para que las piezas italianas no quedasen desguarnecidas, llevaría bisoños españoles, reclutados preferentemente en las dos Castillas y Extremadura. Ahora bien, eso requería tiempo y dinero. En cuanto al tiempo, pasaría medio año hasta que el duque de Alba embarcase en Cartagena el 27 de abril de 1567, en una flota, por cierto, en la que iba también el arzobispo Carranza, que conseguía, al fin, verse libre de la persecución del inquisidor general Fernando de Valdés. En el Milanesado reorganizó el duque sus fuerzas, poniéndose en ruta entrado el mes de junio, llevando su ejército en unas jornadas más bien lentas, pero bajo el más estricto control de sus soldados, atravesando los Alpes por Mont-Cenis y cruzando los Estados del duque de Saboya, para pasar al Franco-Condado y a Luxemburgo, y entrar, finalmente, en Bruselas el 22 de agosto, bordeando la frontera del nordeste de Francia.

Fue un alarde militar, a lo largo del camino español, que tuvo expectante a Europa entera.

Pero había pasado un año, exactamente, desde los tumultos desencadenados por los calvinistas iconoclastas.

Un dato a tener en cuenta, pues Margarita de Parma no había estado ociosa durante ese tiempo, pudiendo afirmar a su hermanastro, el Rey, que la situación social y política la tenía bajo control. No sólo había derrotado a los rebeldes dirigidos por Jean de Metrix, que habían intentado apoderarse de la importante ciudad de Amberes, mandando contra ellos a un pequeño pero aguerrido ejército a las órdenes de Lannov, sino que había logrado también liberar Valenciennes, que había soportado un duro asedio en la primavera de 1567. Por lo tanto, a su llegada a Bruselas, el duque de Alba se encontraba con un país apaciguado, estando en principio dominada la insurrección por la gobernadora.

El 28 de agosto entraba el duque de Alba en Bruselas al frente de un pequeño ejército (apenas 10 000 soldados), pero suficiente como demostración de fuerza, pues entre ellos contaba con tres de los temidos tercios viejos. Su marcha a través del norte de Italia, Saboya y el Franco-Condado fue todo un alarde de precisión militar que asombró a Europa entera, pero su presencia en los Países Bajos causó una penosa impresión. Nadie se engañaba a ese respecto. Era evidente que el tiempo de la represión había llegado. La propia gobernadora Margarita de Parma no ocultó su malestar, tanto más que en sus últimos despachos había insistido en Madrid que ya tenía la situación controlada. Y, sin embargo, pudo comprobar que los poderes que el Rey había concedido al duque de Alba eran tales que no le dejaban más que un papel puramente nominal. Era como si se le invitara a pedir la dimisión, cosa que hizo, en efecto, siendo al punto aceptada por Felipe II.

De esa forma comenzó el duque de Alba su etapa de gobernador de los Países Bajos, aspecto en sí ya controvertido, por cuanto que los privilegios de aquellos Estados establecían que sólo podían ser gobernados por su señor natural o, en su ausencia, por un miembro de su familia.

Pronto empezó el Duque sus medidas represivas. El 9 de septiembre, a los once días de su llegada a Bruselas, convocó a una reunión en palacio a los principales miembros de la alta nobleza flamenca, con el pretexto de informarles sobre sus órdenes de gobierno. Se trataba de una trampa en la que cayeron, entre otros, los condes de Egmont y de Horn, mientras el príncipe de Orange, más precavido, se había refugiado en Alemania. Al terminar la reunión, los condes fueron detenidos por la guardia española del Duque: Sancho Dávila apresaría a Egmont y Jerónimo Salinas a Horn.

Era un procedimiento astuto, que vulneraba todo el espíritu caballeresco de aquella Orden del Toisón de Oro que presidía el propio rey de España y a la que pertenecían ambos nobles flamencos; algo impensable en los tiempos del emperador Carlos V. Y el pueblo lo acusó.

Siguiendo su política represiva, el duque de Alba instituyó un alto tribunal para condenar a los culpables de los graves desórdenes acaecidos en 1566: el Tribunal de los Tumultos, que condenaría a la última pena a cientos de flamencos, siendo sus bienes confiscados. Igual suerte correrían los condes de Egmont y de Horn, que el 5 de junio de 1568 serían degollados en la Grand Place de Bruselas, quedando sus cabezas expuestas al público durante tres horas.

Tan extremado rigor provocaría tal impacto en el alma popular que ya no sería olvidado; una herida profunda, causa permanente de animadversión contra quien lo había ordenado, y aun contra el país de donde procedía. De nada valieron los altos servicios prestados por aquellos nobles a la Monarquía hispana, en especial el conde de Egmont, que había representado a Felipe II en la primera ceremonia simbólica de su desposamiento con María Tudor en 1554 y que había sido el héroe de la batalla de Gravelinas en 1557.

Evidentemente, el rigor del duque de Alba y su cruel comportamiento no había sido el fruto de su duro carácter. Para todos estaba claro que el Duque no había hecho más que seguir las instrucciones del Rey, conforme a un plan establecido que contenía dos partes: la primera, la represiva, que correría a su cargo, preparando así la segunda, en la que el Rey llegaría como pacificador[541]. De acuerdo con todo ello, Felipe II no pudo menos que mostrar su satisfacción, cuando tuvo noticia de la prisión de los condes de Egmont y Horn:

No puedo dejar de encareceros que me ha satisfecho en gran manera[542].

A los males de los Países Bajos se les había aplicado la medicina conveniente, y todo iba por buen camino. Y para completar la operación, demostrando una vez más su sintonía con los actos del Duque, ordenaba Felipe II la prisión de Montmorency, que había llegado a España como negociador en nombre de los nobles flamencos. Llevado junto a otro flamenco, Vandenesse, al alcázar de Segovia, sería trasladado después a la fortaleza de Simancas, donde el 16 de octubre de 1570 se le daría garrote, de acuerdo con la sentencia formulada por el Tribunal de los Tumultos y mandada por Alba a la corte española; si bien el Rey ordenaría que se hiciese en secreto, dando la versión de que había fallecido de muerte natural[543].

Todo era perfecto, a tenor de cómo entendía Felipe II que debían ser tratados aquellos asuntos. En realidad, ése era el procedimiento que había aconsejado una y otra vez a Catalina de Médicis contra la nobleza hugonota francesa. Él había tenido ocasión de mostrar al mundo cómo debía proceder un gran rey y lo había realizado sin dudar un instante. Y el ojo atento del embajador francés Fourquevaulx lo captaría al punto:

Nunca estuvo el señor Rey más feliz y contento[544]

Hay que añadir que gran parte de Europa reaccionó ya entonces contra la política represiva del Duque. La indignación de los príncipes alemanes era tan grande que Maximiliano II se creyó obligado a mandar en el otoño de 1568 a su hermano, el archiduque Carlos, a la corte madrileña para aconsejar a Felipe II más clemencia, aparte de advertirle que no se podían gobernar los Países Bajos como Italia o España[545]. Y en Inglaterra, tanto la reina Isabel como sus principales ministros, Cecil y Dudley, hicieron análogas presiones sobre el embajador español, Diego Guzmán de Silva. Robert Dudley incluso señaló a Silva que tanto rigor podía ser contraproducente y hasta provocar un alzamiento general en Flandes[546].

Pero todo fue en vano: Felipe II no pensaba cambiar ni un ápice. De hecho, ya en mayo de 1568 lo había declarado a la corte de Viena, a través de su embajador Chantonnay: mantendría su política en los Países Bajos

… aunque se me viniese el mundo encima[547]