5 ÁRBITRO DEL VIEJO Y NUEVO MUNDO
En la primavera de 1559, una vez firmada la paz de Cateau-Cambrésis, Felipe II se dispone a poner en ejecución uno de sus proyectos más queridos: regresar a Castilla, volver a la meseta, dejar tras de sí las brumas del Norte y los países en los que hasta el idioma —y, por supuesto, las costumbres— era una barrera infranqueable para él.
Y también podríamos verlo de otro modo: Felipe II ha renunciado ya a dos antiguas ambiciones, la de ser emperador de la Cristiandad y la de volver a ser rey consorte de Inglaterra. En compensación, está decidido a gobernar lo que de hecho constituía su propio Imperio.
Gobernar su propio Imperio, desde España, y hablando español, teniendo acaso en cuenta aquella consigna de Nebrija: que la lengua era compañera del Imperio.
Ahora bien, ese regreso a España iba a realizarlo por mar y juntando una imponente escuadra, pues estaba claro que el poderoso Rey de las Españas no podía verse a merced de un ataque, en su viaje, de los corsarios franceses o ingleses.
Una gran escuadra, por tanto, que, saliendo de las costas de los Países Bajos en dirección a España, pasase muy cerca de las inglesas, de aquel reino de Inglaterra donde ya no reinaba la católica María Tudor, sino su hermanastra de dudosa fe, la hija de Ana Bolena, de nombre Isabel; aquella Isabel que había rechazado su propuesta de matrimonio y que apuntaba ya como un riesgo para los intereses de Felipe II en aquella área de Europa. Por otra parte, Isabel estaba entonces mal armada y su monarquía parecía a merced de un ataque por sorpresa del rey de Francia, Francisco II, que, al estar casado con María Estuardo, podía alegar mejores derechos al trono inglés, conforme la ley de Roma.
Por lo tanto, una tentación, una enorme tentación: la invasión de Inglaterra. Aprovechar aquella gran escuadra para asaltar, por sorpresa, el reino inglés, destronar a aquella reina tan incómoda y reafirmar el catolicismo inglés de los antiguos partidarios de María Tudor.
Ya lo hemos visto: un proyecto que existió, un plan de ataque a Inglaterra que se discutió en la corte de Felipe II. Sabemos —hace más de medio siglo que publiqué los documentos sobre ello— que Felipe II pidió su parecer al mejor soldado de su Monarquía: el duque de Alba. Y, sorprendentemente, el Duque fue de opinión contraria. Parecía evidente que la invasión era factible, porque en 1559 Isabel carecía aún de armada, y también que los tercios viejos podían hacer estragos en suelo inglés. Pero ¿por cuánto tiempo? En otras palabras, el problema no radicaba en la invasión, sino en la consolidación. ¿Cómo iba a mantenerse tal dominio frente a la hostilidad de la población? Aquello era un puro disparate.
Y Felipe II hizo caso al soldado. Por otra parte, su tendencia era hacia la paz, no hacia la guerra. ¡Cateau-Cambrésis acababa de firmarse y era una esperanza! Por lo tanto, lo mejor era olvidarse de la aventura inglesa y disfrutar de aquella paz que se abría para él, para España y para Europa.
Cateau-Cambrésis marca también las directrices del Rey en política exterior: que esa paz con Francia garantizase el predominio de España en Italia. Era la pax hispánica. Un predominio español asegurado por la presencia en Milán, en Nápoles, en Sicilia y en Cerdeña, y afianzado por la posesión del marquesado de Finale, que aseguraba el acceso a Génova —la gran aliada de la Monarquía en Italia—, y de los presidios toscanos —Orbetello, Porto Ercole, Porto Longone, Piombino—, que garantizaban el control de la ruta marítima entre Génova y Nápoles. Y eso había sido realizado en 1557, por consiguiente, en el segundo año del reinado de Felipe II.
Otra clarísima norma del nuevo reinado fue comprender que la fase de la expansión había terminado en líneas generales, y que había llegado el momento de la consolidación; algo que es patente en Italia, y más todavía en el imperio español de Ultramar. La época de los conquistadores cede ante los colonizadores. Por supuesto que aún seguirán apareciendo algunas personalidades, en la estela de los Cortés y los Pizarro. Había una frontera abierta, tanto al norte del río Grande como al sur de Santiago de Chile o de Buenos Aires; pero, en líneas generales, el Imperio tendía a la consolidación, tanto en el gobierno de los territorios como de sus rutas. Sería la época colonial, sustituyendo a la conquista.
Todo ello regulado desde un centro fijo, una capital: un logro consciente de Felipe II. Por eso 1561 es un año tan importante en la historia de España, y acaso ese hecho sea la mejor herencia del Rey Prudente, tanto o más que el monasterio de El Escorial: el año en el que Madrid se convierte en capital de la Monarquía. Y no es extraño que Cabrera de Córdoba, el cronista del Rey, lo destaque de forma tan notable:
Era razón que tan gran Monarquía tuviere ciudad que pudiese hacer el oficio de corazón[481]…
Con esos planes inmediatos, el 22 de agosto de 1559 Felipe II dejaba definitivamente Flandes, donde quedaba su hermanastra Margarita de Parma como gobernadora, para regresar a España en un afortunado viaje que le pondría en pocos días de navegación en Laredo.
Fue un viaje discutido por un sector de la corte que veía los inconvenientes que traería para la presencia de España en el norte de Europa. Uno de los que más lo sentían era el conde de Feria, el antiguo embajador en Inglaterra:
No hay que hablar en la ida de España —comentaba al obispo Quadra, que le había sucedido en la embajada de Londres— porque si el mundo se hundiese no habrá mudanza en ella[482].
Indudablemente, la presencia de Felipe II en Flandes ponía un mayor freno a los reformadores ingleses, y todo hacía temer que, ausente el Rey de Flandes e inmerso en la lejana Castilla, otro sería su proceder.
De esa opinión era Quadra:
Ido V.M. a España —advertía al Rey— piensan proceder contra muchos en Inglaterra[483].
Pero si para la presencia de España en el Norte era conveniente la estancia de Felipe II en Flandes, para el resto de los negocios de la Monarquía cada vez urgía más y más el regreso del Rey a Castilla. La misma convocatoria de las Cortes castellanas en 1558 —las primeras del reinado de Felipe II— lo pondría de manifiesto, siendo uno de los más apretados ruegos de aquellos procuradores. La existencia además de dos centros de poder, en Valladolid y en Bruselas, con la circunstancia propia de aquella Monarquía autoritaria de que no se tomase ninguna decisión sin el visto bueno del Rey, obligaba a un continuo ir y venir de los papeles, incluso para el caso mínimo de las mercedes que se habrían de dar, según era la secular tradición, a los procuradores de las primeras Cortes de cada reinado; los cuales mandaban sus memoriales al gobierno de Valladolid, donde se informaban, pasándolos a Bruselas, para que el Rey decidiese, devolviéndolo todo de nuevo a Valladolid. En la relación de los memoriales, que custodia Simancas, se anotan al margen las decisiones regias, y en su caso el fiat, que daba luz verde a la merced pedida, siendo devuelto el documento a Valladolid, donde se anotaba la fecha, que cerraba la cuestión. Como comentaba yo en 1989:
El fiat es la orden verbal de Felipe II, que apunta Eraso, y el fecha, la anotación de la burocracia de Valladolid para dejar constancia de que el mandato se había cumplido. Véase, por tanto, el ir y venir de los papeles entre Flandes y Castilla, resultado de la existencia de las dos Cortes. Y así se comprende que si la presencia de Felipe II en Flandes era tan necesaria para mantener aquellos dominios, a su vez, la urgencia de que regresase a Castilla era cada vez mayor[484].
¿Con qué se encontró Felipe II en España? Resuelta la paz con Francia y, por tanto, lograda la supremacía en Italia, la única preocupación venía del norte de África. En 1551 se había perdido Trípoli, si bien, cedida ya por Carlos V a la Orden de San Juan, el traspié no recaía directamente sobre la Monarquía católica; más grave fue la pérdida de Bujía en 1555, y tanto que su desafortunado defensor, Peralta, fue procesado y ejecutado. Por entonces se temió la caída de la misma plaza de Orán, cuando Carlos V se hallaba en Yuste, lo que le alarmó de tal modo que instó a su hija Juana, gobernadora entonces del reino por la ausencia de Felipe II, para que se pusiera remedio, pues si Orán se perdía:
… no querría hallarme en España, ni en las Indias, sino donde no lo oyese, por la grande afrenta que el Rey recibirá en ella y el daño destos Reinos[485].
Pero Orán resistió, defendiéndola bien su alcaide, el conde de Alcaudete.
Peor aspecto tenía la cuestión religiosa, con el descubrimiento por la Inquisición de focos luteranos en Castilla, ya en los últimos días de Carlos V en Yuste. Ésa había sido una de las razones más poderosas que movieron a Felipe II a su regreso a España.
Aquí topamos con lo religioso, cuya exacerbación sería una de las notas más acusadas del Quinientos español.
Parece evidente que en España, por el hecho de ser frontera con el Islam durante tantos siglos, la nota religiosa era como un signo de identidad de los reinos cristianos, y de ahí que se acentuara de modo tan recio. Ahora bien, la existencia de los llamados cristianos nuevos, judíos o moriscos, daba también a la España del siglo XVI unas características que favorecían la aparición de «novedades», por emplear el amenazador término inquisitorial. La misma creación de la nueva Inquisición controlada por la Corona venía a indicar la existencia de esa alarmante situación, que tanto preocupaba a los políticos de aquella época, para los cuales un desvío religioso era temido también como un foco de perturbaciones sociales y políticas.
En todo caso, lo que resulta evidente es que en la España del XVI aparecen algunos movimientos religiosos que contrastan con la rígida postura de los cristianos viejos: alumbrados de principios de siglo, erasmistas de los años veinte y treinta y, finalmente, luteranos de mitad de siglo.
Como en buena parte de la Europa occidental, también en España empezaron a sonar voces que reclamaban una religiosidad más íntima, que rechazaban el monacato y que criticaban los abusos de Roma. De esos fueron los alumbrados de principios de siglo, con figuras de la personalidad de Pedro Ruiz de Alcaraz, o como una serie de mujeres de la talla de Francisca Hernández, de Isabel de la Cruz o de María Cazalla, de signo claramente heterodoxo, como podían serlo fuera de España otros españoles, como el conquense Juan de Valdés o como el valenciano Miguel Servet.
Si los alumbrados fueron perseguidos sañudamente, de forma que incluso figuras como Juan de Ávila o Ignacio de Loyola llegaron a ser mirados como sospechosos, los erasmistas tuvieron su auge en los años veinte, con una corte que los miraba con benevolencia, con un Alonso Manrique en la cumbre del aparato inquisitorial y con un arzobispo de Toledo, como Fonseca, que tenía por secretario al canónigo Vergara.
Pero otra cosa iba a ocurrir a mediados del siglo, y no como consecuencia de un relevo en la cumbre del paso de Carlos V a Felipe II. Fue un cambio sensible en toda Europa, y bien interpretado por Marcel Bataillon en su gran obra Erasmo y España. Los tiempos de Erasmo habían pasado y la Europa occidental estaba ya inmersa en los duros enfrentamientos ideológicos radicalizados por figuras como Calvino y san Ignacio de Loyola.
Sin embargo, hoy tenemos dudas de que los brotes luteranos surgidos en la Corona de Castilla a mediados de siglo no fuesen «magnificados» por el entonces inquisidor general Fernando de Valdés. En 1557, aquel disoluto arzobispo de Sevilla había caído en desgracia en la corte, por negarse a prestar 150 000 ducados a la Corona, en un momento particularmente difícil, cuando Felipe II carecía de recursos con los que afrontar la campaña de aquel año en la guerra contra Enrique II de Francia. De forma que cuando la Inquisición cree haber descubierto algunos grupos de reformados en Castilla la Vieja y Andalucía, el Inquisidor general aprovecha la oportunidad para reparar su precaria situación y convertirse en un personaje imprescindible. Eso sólo lo podía conseguir dando la impresión de que una tremenda conmoción estaba amenazando a la Iglesia española. De ahí el rigor con que serían tratados los encausados, pese a su alto rango, como el que había sido predicador de la corte Agustín Cazalla, o el mismo arzobispo de Toledo Bartolomé Carranza.
Todo caía dentro del grado de endurecimiento de la intolerancia religiosa, reflejado en medidas como los Estatutos de limpieza de sangre, exigidos en la catedral de Toledo a partir de 1547, y reconocidos por Felipe II en 1556, el índice de libros prohibidos de 1554, la vigilancia en las fronteras para impedir la entrada de libros sospechosos, la prohibición de salida de estudiantes a las universidades extranjeras e incluso el estricto control de los estudios, a través de estatutos como los impuestos a la Universidad de Salamanca en 1561 (los conocidos como Estatutos de Covarrubias); aspectos todos ya indicados en la primera parte de esta obra.
Aquella alarma sobre los brotes luteranos se hizo llegar a Yuste, provocando la más fuerte de las reacciones en el ánimo de Carlos V, que al punto pediría a su hija Juana, gobernadora de Castilla por la ausencia de Felipe II, el mayor de los rigores:
… creed, hija, que este negocio me ha puesto y tiene en tan gran cuidado y dado tanta pena…
Pues parecía toda una ironía de los tiempos: que después de luchar con tanto denuedo contra el luteranismo en Alemania, y cuando se retiraba a bien morir en España, como la tierra libre de tales alteraciones religiosas, se encontrara con que hasta esa apartada España llegaban sus nocivos influjos. Y como consideraba que por no haber cortado a tiempo la Reforma en Alemania había tomado tanto vuelo, reclamaba una pronta y dura acción en España contra los culpables, por muy altos que fuesen:
… que, ciertamente, si no fuese por la certidumbre que tengo de que vos y los de los Consejos, que ahí están, remediarán muy a raíz de esta desventura (pues no es sino un principio, sin fundamento y fuerza), castigando a los culpables muy de veras, para atajar que no pase adelante, no sé si toviera sufrimiento para no salir de aquí a remediarlo[486]…
Así se expresaba el Emperador el 25 de mayo de 1558. Más nos importa, en el orden de lo que pudo afectar a Felipe II, lo que Carlos V insta a su hijo en su carta también de 25 de mayo, en la que se expresaba en parecidos términos y en la que añadía de su propia mano:
Hijo: Este negro negocio que aquí se ha levantado me tiene tan escandalizado quanto lo podéis pensar y juzgar. Vos veréis lo que escribo sobre ello a vuestra hermana…
Y añadía:
Es menester… que lo proveáis muy de raíz y con mucho rigor y recio castigo…
Todavía más impresión le debió producir a Felipe II los términos tan insistentes con los que Carlos V volvió a referirse en el codicilo a su testamento, hecho en Yuste el 9 de septiembre de aquel año, doce días antes de su muerte:
… le ruego y encargo con toda instancia y vehemencia que puedo y debo, y mando como padre que tanto le quiere y ama, por la obediencia que me debe, tenga desto grandísimo y especial cuidado, como de cosa más principal y en que tanto le va, para que los herejes sean pugnidos y castigados con toda demostración y rigor, conforme a sus culpas…
Y no eran recomendaciones formularias, hechas rutinariamente por el que tenía tantos años de experiencia en el poder. Carlos V tenía ya noticias de que se hablaba de principalísimos personajes de la corte, de la alta nobleza y del alto clero. Por lo tanto, el riesgo era mayor, y el castigo a ordenar tenía que ser no sólo con la severidad que ya había indicado, sino también sin que nadie se escapara de aquel rigor, por muy alto que fuese. Así el Emperador lo encarga con toda precisión:
… que los herejes sean pugnidos y castigados con toda demostración y rigor, conforme a sus culpas, y esto sin excepción de persona alguna, ni admitir ruego, ni tener respecto a nadie…
¿Y cuál era el procedimiento más seguro? Dar todo el apoyo al instrumento del Estado heredado de los Reyes Católicos, creado precisamente para tales fines[487].
Era el triunfo de Fernando de Valdés, el éxito del inquisidor general, perdonándosele por fuerza tantos agravios como había hecho a la Corona. Pronto se vería que Felipe II, fiel al mandato paterno (aquel recordarle «por la obediencia que me debe»), dejaría hacer al terrible inquisidor, incluso contra su propio protegido, nada menos que el arzobispo de Toledo y, como tal, primado de la Iglesia española, Bartolomé de Carranza.
Quizá el dejar bien claro para todos cuán caro podía pagarlo aquél que desobedeciera sus mandatos, por muy encumbrado que estuviese, alentó aún más al Rey para proceder de aquel modo. Lo hemos de ver.
Porque lo que alarmaba al poder, tanto a Carlos V como después a Felipe II, era el saber que en aquellas «novedades» religiosas aparecían implicados miembros de la alta nobleza y del alto clero: predicadores de la corte, como el doctor Agustín Cazalla, y el que había sido capellán de Carlos, doctor Egidio; caballeros, como don Luis de Rojas y don Juan de Ulloa (éste, comendador de la Orden de San Juan); monjes, como los del convento de San Isidro de Sevilla (y entre ellos uno que, logrando su fuga, se haría después famoso, como traductor de la primera Biblia al romance, de nombre Cipriano de Valera), e incluso damas del más alto linaje, como doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices.
De los procesos iniciados por la Inquisición, destacan dos: los incoados a Agustín Cazalla, el antiguo predicador de la corte, y a Bartolomé de Carranza, el arzobispo de Toledo.
Sobre la suerte de Cazalla tenemos un testimonio revelador: el del familiar de la Inquisición fray Antonio de la Carrera. La víspera de su ejecución, y cuando Cazalla no podía ni remotamente sospechar lo que se le venía encima, fray Antonio le visita en su celda con la misión de sus superiores de arrancarle delaciones de otros posibles luteranos y, en último término, conseguir de él una declaración pública en la que ensalzase a la Inquisición. A cambio, un «favor» inquisitorial no pequeño: el recibir el garrote. No escaparía, por tanto, de la pena de muerte, pero sí de ser quemado vivo. Las llamas de la hoguera se encenderían, pero para quemar a un cuerpo muerto.
Nada de esto lo podía creer Cazalla. Él estaba en la confianza de que, dado su rango, sería tratado con cierta benevolencia, como lo había sido el canónigo Vergara en los años treinta. No caía en la cuenta de que era muy distinto el ambiente en la corte; que lo que se respiraba en 1559 nada tenía que ver con 1535, de forma que lo que entonces se había reducido a un leve enclaustramiento temporal se iba a convertir en pena de la vida.
Carrera nos lo transmite en su informe al Inquisidor general: Cazalla era incapaz de aceptarlo, se resistía a creerlo:
Y con decírselo tan claro —son los términos del inquisidor—, apenas lo podía creer, y preguntaba muchas veces si era cierto que había de morir y si tenía remedio alguno de su vida.
Para encontrarse con la escueta, dura, tajante respuesta del inquisidor: «Aparejaos para bien morir…».
Entonces Cazalla no resiste más. Se produce su desplome. Nada tiene ya remedio:
Desde este punto comenzó a llorar y pedir a Dios misericordia…
Lloros y lamentos que no cesan en toda la larga noche anterior al suplicio:
… todo el tiempo que quedó hasta la mañana gastó en pedir a Dios merced con lágrimas y sollozos…
Cierto, aún faltaba llegar al acuerdo que le salvase de ser quemado vivo:
Propuso en la cárcel y dióme la palabra de que en todas las partes que pudiese predicar la misericordia que Dios hacía con él, mal deciría y detestaría y abominaría toda y cualquier perversa y herética doctrina…
No hay duda, pues, del acuerdo tomado. Y como un logro de su misión, de que estaba tan satisfecho, Carrera lo dirá una y otra vez:
Y con este concierto y intento salió de su aposento y de la cárcel de la Santa Inquisición para ir al tablado…
Y más adelante:
Pidió por licencia al reverendísimo de Sevilla para hablar allí, según lo tenía conmigo concertado[488]…
Parece evidente: la imagen de las llamas de la hoguera inquisitorial producen su efecto y fuerzan el cambio de actitud de Cazalla. Algo que otro de los encausados, de mayor temple, le recriminará públicamente en aquella dramática jornada:
Habéis mudado consejo, señor Cazalla. La muerte, que se pasa en un punto, os espanta[489].
Era el bachiller Herrezuelo el que así hablaba. Y el documento de la Inquisición, en el que se recogen estos hechos, señala:
Al bachiller Herrezuelo…, quemaron vivo, porque no se quiso convertir[490].
Aún más significativo es el caso de Carranza, por ser como era la primera figura de la Iglesia española, encumbrado a tal puesto por el propio Felipe II, de forma que su prisión por la Inquisición en agosto de 1559, pocos días antes de que el Rey regresara a España, constituye uno de los hechos más graves —y más raros— de los primeros años de aquel reinado.
Se trata de un tema que llamó la atención de algunos de nuestros más prestigiosos historiadores, desde Menéndez Pelayo[491] hasta Tellechea[492], pasando por Marañón[493]. Para Ambrosio de Morales, el humanista encargado precisamente por Felipe II para hacer la crónica de aquel suceso, fue algo que llenó de asombro a toda España:
Caso raro y que admira ver a tan gran prelado, que no hay otra mayor dignidad como ella en España, reducido a esta deplorable miseria…
¿Qué podía haberlo causado? Era la pregunta que se hacía España entera, y que Ambrosio de Morales descarta que fuera por haber caído en herejía. Era un caso de pura desgracia: «… su poca ventura…».
O bien era lo que Morales tenía por más cierto:
… por envidia cierta de sus enemigos, de quien él harto se quejaba.
Y apréciese ese cambio en el estilo, con una incorrección gramatical impropia de aquel gran humanista. Empieza por una referencia general a «sus enemigos», en plural, para pasar inmediatamente al singular, con una falta de concordancia que nos descubre lo que está pasando por su cabeza. Morales está pensando concretamente en un único y poderoso enemigo, al que no se atreve a mencionar: el inquisidor general Fernando de Valdés:
… de quien él harto se quejaba…
Vayamos a los hechos. El 21 de agosto de 1559 llegaba a Torrelaguna, el lugar donde residía aquel verano Carranza, como villa tan vinculada al arzobispado de Toledo desde los tiempos de Cisneros, un poderoso personaje mandado por la Inquisición: el juez don Rodrigo de Castro. Conforme a una maniobra que veremos repetir en aquel reinado, Castro cenó aquella noche amigablemente con Carranza, pero al día siguiente un pregón advirtió a la villa que nadie se atreviera a salir de sus casas. Incluso debían mantener cerradas puertas y ventanas, bajo los más severos castigos.
De ese modo se procedió a la prisión de Carranza, siendo llevado a las cárceles inquisitoriales de Valladolid. Comenzaría así su largo proceso, que duraría diecisiete años, para ser fallado finalmente en Roma.
Un verdadero escándalo y asombro para toda la Cristiandad, el primero de los no pocos con que sorprendería el reinado de Felipe II. Para entenderlo bien es preciso recordar con algún detalle el curriculum vitae del dominico.
Bartolomé de Carranza había nacido en Miranda de Arga en 1503; por lo tanto, era un hombre de la generación de Carlos V. Ingresa en la Orden de Santo Domingo. Entre 1539 y 1545 explica en el Colegio de San Gregorio de Valladolid la Summa Teologica de santo Tomás de Aquino. En 1545 es enviado al Concilio de Trento por orden del Emperador, y asiste a todas las sesiones de la primera etapa del Concilio tridentino, destacando tanto por su celo religioso como por su ascetismo. Allí, en Trento, se hace justamente famoso por su conmovedor discurso sobre las Iglesias perdidas. También interviene con gran autoridad en la comisión del Concilio que debate el tema clave de la justificación por la fe. Y tan ejemplar es su actuación, que cuando se reanuda el Concilio, en 1551, otra vez vuelve a Trento, por orden de Carlos V, siempre destacando tanto como teólogo eminente como por su vida de asceta. Y es uno de los padres conciliares que tratan de encontrar los fallos cometidos por la Iglesia, que podían haber causado los desvíos de la Reforma, resaltando entre ellos los que se padecían en la cumbre, con los notorios abusos de tantos obispos que abandonaban sus diócesis para vivir en la corte. Ya en 1547 había escrito, a este respecto, una denuncia bien significativa: su Controversia de necessaria residentia personali Episcopum. Precisamente la falta en que había incurrido constantemente Fernando de Valdés, que mientras era obispo de Oviedo se había ausentado para regir, como presidente, la Chancillería de Valladolid (1532-1539); cuando pasa al obispado de Sigüenza está en Madrid, como presidente del Consejo Real (1539-1546), y cuando ocupa el arzobispado de Sevilla, en 1546, sigue en Madrid como Inquisidor general (1546-1566); en conclusión, que durante un cuarto de siglo había abandonado constantemente sus deberes pastorales. Algo notorio que Carranza denunciaría en su momento, como hemos de ver.
Y siguiendo con Carranza, le vemos formar parte del cortejo que acompaña en 1554 a Felipe II a Inglaterra, en donde se vuelca para conseguir la vuelta de aquel reino al catolicismo; de manera que cuando Felipe II pasa en 1555 a Bruselas, llamado por su padre, el Emperador (estaban en marcha las solemnes jornadas de la abdicación de Carlos V), recibe la orden de permanecer en Inglaterra, para seguir en sus tareas religiosas, incluso colaborando en el castigo de los tenidos como herejes (sería la etapa de la muerte en la hoguera del arzobispo Cranmer). En 1557, Felipe II lo llama a los Países Bajos. Es entonces cuando publica sus Comentarios al Catecismo cristiano. Y tanta cuenta hace el Rey de aquel fraile dominico, que cuando a poco vaca la archidiócesis de Toledo, por muerte del que había sido su preceptor, el cardenal Silíceo, le propone para el puesto. Carranza lo rechaza tres veces, aceptando finalmente con la condición de que terminase la guerra de Felipe II con el papa Paulo IV; aceptación que no sería bien vista por Carlos V, que ya le había propuesto para la mitra de Cuzco, sin conseguir que la recibiera. Pero es de destacar que, cuando llegó a Roma la propuesta regia, la Curia pontificia dio inmediatamente su aprobación, sin pasar por el trámite de la averiguación de sus buenas letras y costumbres, que tan notorias eran.
En seguida sobreviene su caída, con lo que las preguntas se disparan. ¿Cómo pudo ocurrir que, quien gozaba de la gracia del Rey en tan alto grado, cayera en tan mísera suerte, casi de la noche a la mañana? Algo podría explicar el cambio de Felipe II: la actitud de su confesor, fray Bernardo de Fresneda. El que sería después obispo de Cuenca tenía estrecha comunicación con Fernando de Valdés, como lo atestigua esta carta del deán de Oviedo al Inquisidor general, desde Roma, y precisamente en aquellas fechas de agosto de 1559:
Y del confesor tiene [el Papa] bonísimo concepto… Tras esto le dije yo el cuidado que el confesor tenía en las cosas que tocan a la Inquisición de España, y cómo Vuestra Señoría Ilustrísima se entendía con él[494]…
En agosto de 1558, Felipe II manda a Carranza a Castilla, aparentemente con una misión oficial: recabar el apoyo de Carlos V para que María de Hungría aceptase el volver como gobernadora a los Países Bajos; pero, dados los modos de proceder del Rey, cabe la duda de que ya hubiera decidido su ruina a manos de la Inquisición, para lo cual obviamente le tenía que ver en España. Pues sabemos que por esas fechas empiezan ya las actuaciones inquisitoriales contra los supuestos conventículos luteranos de la Corona de Castilla, con sus rumores sobre Carranza.
En efecto, ya la Inquisición había comenzado su redada de supuestos luteranos, encontrando que muchos de los inculpados se defendían amparándose con el nombre de Carranza. Algo que Valdés comunica inmediatamente a la princesa gobernadora, Juana de Austria, quien al punto se lo comunica al Emperador, su padre, ya en Yuste, y con toda seguridad al propio Felipe II.
La carta de Juana de Austria a Carlos está fechada en Valladolid, a 8 de agosto de 1558, y en ella la Princesa le transmite aquel grave rumor («algunas cosas» de Carranza), y le pone en guardia contra él, puesto que el arzobispo de Toledo se encaminaba a Yuste:
Olvidóseme de decir a V.M. quel arzobispo de Sevilla me dixo que avisase a V.M. de questos luteranos decían algunas cosas del de Toledo, y que V.M. estuviese recatado con él cuando fuese. Hasta ahora no hay nada de sustancia, mas díxome que si fuera otra persona que le hubieran ya prendido. Pero que se mirará más lo que hay y se avisará a V.M. dello[495]…
Y lo cierto es que Carranza se presenta en Yuste, pese a que el Emperador había expresado su repugnancia a verle, encontrándose ante su lecho en sus últimos momentos, con exhortaciones religiosas que algunos de los presentes, como don Luis de Ávila y Zúñiga, tendrían por dudosas, con lo que la repentina alarma de Felipe II bien pudo convertirse en indignación.
De ese modo, antes del año Carranza sería encarcelado y se iniciaría su proceso por la Inquisición.
A Carranza le salvó de la hoguera su habilidad, a que le ayudó, y no poco, el contar con la defensa de Martín de Azpilicueta. Y hay que anotarlo: con la expresa voluntad de Felipe II.
En la copiosísima documentación de aquel proceso (cuyos 21 legajos custodia la Real Academia de la Historia), tan pormenorizadamente estudiada por Tellechea, voy a destacar sobre todo uno por más revelador: la acusación que Carranza hizo de Valdés, que, por ser tan pública su enemistad con él, no podía estar en el Tribunal que le juzgase. Son 25 alegatos, entre ellos los derivados de pleitos antiguos, o como el haber votado Carranza que Valdés entregara a la Hacienda Real 100 000 ducados, pero especialmente la inquina de Valdés porque Carranza exigiera públicamente que residiera en su arzobispado de Sevilla:
… los tales prelados son obligados a hazer la dicha residencia, so pena de pecado mortal…
¿Cuál había sido el resultado?
… y por esto su señoría se ha quexado muchas e diversas vezes de mí con mucho enojo y pasión[496]…
En su justificación, Carranza aludiría indignado a la acusación de herejía: … me han infamado de hereje…
Era, evidentemente, la acusación más grave que sobre él pesaba, en la que había entrado un teólogo célebre en su tiempo: Melchor Cano. Pero también existía un testimonio de valor dudoso por la enemistad que con Carranza tenía: «… mi enemigo notorio…».
Como una de las acusaciones principales se centraba en su libro en torno al Catecismo, se ofreció a corregirlo, sin ser oído, pese a que Carranza acudió a entrevistarse con el inquisidor general Valdés:
… en esta villa de Valladolid —Carranza ya está en las cárceles inquisitoriales vallisoletanas—, en el Colegio San Gregorio, yo hablé al dicho señor arzobispo de Sevilla y otra vez en su posada, dándole cuenta y razón del libro que hize imprimir y porqué le había hecho en la forma que estaba…
Era no sólo una justificación del libro, sino una disposición a corregirlo: … y que si había qué enmendar se podía remediar, sin ninguna nota…
Por lo tanto, Carranza ya sabe por dónde iban los tiros. Pero el Inquisidor tiene bien segura su presa y no quiere saber nada de rectificaciones: «… y no me dixo nada…».
En un momento determinado, asistimos a los debates de aquellos hombres que entonces regían España. Se trata de una reunión del Consejo de Estado tenida en 1558. Presentes: Juan de Vega, Gutierre López de Padilla, don García de Toledo y el propio Carranza. En aquella alta reunión de Estado, Juan de Vega se pronunció en contra de Valdés, quien, pese a los muchos luteranos descubiertos en Sevilla, no se iba a su diócesis; un escándalo que debía remediarse, de forma que si la corte mudaba de lugar, mandaría que no se le diese posada,
… porque sería ocasión de que se fuese a su Iglesia, porque no se podía sufrir que el dicho señor Arzobispo no obedeciese los mandamientos reales…
Acusación contra el proceder de Valdés que Carranza tomaría como propia, cargando aún más la mano:
A lo qual yo dixe: «No es maravilla, que quien no obedesçe los mandamientos de Dios, no obedezca los de su Rey…».
Intervención de Carranza que pronto llegó a noticia de Valdés, de lo cual Carranza sacaba la conclusión de siempre: «… y por ello me ha tenido odio y enemistad…».
Eran demasiadas cosas y demasiados enfrentamientos. No podía ser que tal enemigo se convirtiera en juez. Y, al menos, en aquella oscura batalla Carranza le ganó la mano a Valdés.
La buena fama de Carranza en Roma, junto con la notoria vida non sancta de Valdés, ayudó finalmente al dominico. El proceso se prolongó hasta que san Pío V exigió al Rey que le mandara proceso y procesado, para que todo se viera y se fallara en Roma, no sin tener que amenazarle con poner en entredicho a España.
Y por esa causa, aquel caso se resolvería, como hemos de ver, entrada ya la década de los años setenta.
En todo caso, cuando Felipe II regresa a España, a finales de agosto de 1559, tiene no poco de qué preocuparse. El 8 de septiembre entraba en Valladolid. Un mes más tarde se le ve presidir el segundo auto de fe contra los inculpados por la Inquisición como luteranos, en la Plaza Mayor, con 32 condenados, de ellos 13 a la pena del garrote y dos quemados vivos: don Carlos de Sesso y un criado de los Cazalla, de nombre Juan Sánchez[497]. De creer a Cabrera de Córdoba, don Carlos de Sesso reprochó al Rey tanto rigor, a lo que Felipe II contestaría:
Yo traeré leña para quemar a mi hijo si fuere tan malo como vos[498].
Y así, el ambiente religioso fue enrareciéndose cada vez más. Ya nadie estaría seguro, si se atrevía a expresar públicamente sus pensamientos, si se deslizaba alguna crítica contra los abusos de la Iglesia.
Tenemos el testimonio de un miembro de la alta nobleza: don Juan de Acuña. Era hijo del virrey don Blasco Núñez de Vela y comendador de las Casas de Coria. Por lo tanto, un personaje de cuenta, un hombre «de calidad», un caballero. En 1561, asiste en Ávila a una tertulia de doña Inés de Pantoja, con la presencia de algunos jesuitas. Se comenta la vida licenciosa de los predicadores protestantes, y Acuña se atreve a rebatirlo:
Yo respondí que había estado en Alemania y que lo había visto muy al revés…
Tan al revés, que los vio vivir con sus mujeres y no con concubinas, como era el caso notorio de la mayoría del clero católico. Afirmación que produjo la airada réplica de los jesuitas:
… cómo se podía dezir esto en favor de los herejes…
Se pone en marcha la maquinaria inquisitorial. Pronto le llegan avisos a Acuña de que estaba en gran peligro. Se alarma y trata de parar el palo escribiendo su justificación al mismo Valdés: su honra —y, por supuesto, su vida— estaba en juego, si era llamado por la Inquisición. Aquí, el testimonio de Acuña refleja el ambiente que se vivía en España a mediados del Quinientos:
V.S. Ilustrísima sabe quán peligroso está el tiempo para que la honrra padezca mucho peligro y diminuçión en qualquier llamamiento que se hiziese por el Sancto Ofiçio de la Inquisiçión y quánta razón es que esto se tema y reçele por caballeros y personas de mi calidad…
Por lo tanto, ante la Inquisición nadie está seguro, de nada valen fortunas ni linajes.
En la súplica de Acuña a Valdés para no ser procesado por la Inquisición, una y otra vez se hace referencia al tenso ambiente que se vivía:
… por estar en tiempo tan peligroso como estamos[499]…
Es el ambiente propio de aquellos autos de fe, como el que vemos presidir a Felipe II en Valladolid el 8 de octubre de 1559.
Al día siguiente, Felipe II abandonó Valladolid «ofendido», si hemos de creer de nuevo a Cabrera de Córdoba, de lo que allí había sucedido, trasladándose a Toledo, donde tenía convocadas Cortes, no sin antes cumplir con aquel ruego de su padre, el Emperador: el reconocimiento de don Juan de Austria, su hermanastro, cosa que haría en el monasterio de La Espina, cercano a la villa del Pisuerga; una de esas escenas para la gran historia. Un nuevo personaje se incorporaba a la más brillante historia de las grandes gestas del Quinientos, pero también se iniciaba un dramático destino, punto de partida de novelescas aventuras.
En Toledo, donde había de ser jurado don Carlos como príncipe de Asturias, esperó el Rey a la princesa francesa, la dulce prenda de la paz, Isabel de Valois, aquella chiquilla que contaba entonces catorce años recién cumplidos (había nacido en 1546). Acudió a recibirla a Guadalajara, celebrándose las velaciones de la boda el 29 de enero de 1560 en el palacio de los duques del Infantado.
¡Qué contraste con los anteriores desposorios! En especial, con la segunda esposa de Felipe II, con aquélla María Tudor, la mujer de la rosa roja, que podemos contemplar en el Museo del Prado. Otra cosa era la nueva novia que le llegaba a Felipe II:
No se quexará S.M. de que le hayan casado con mujer fea y vieja…
Era, ya lo hemos visto, el comentario general.
La etapa posterior está cubierta por cuatro acontecimientos de notable trascendencia: primero, el de la fijación de la capital de la Monarquía en Madrid, cosa realizada en junio de 1561; segundo, el de la reanudación y término del Concilio de Trento, tan importante en la vida espiritual de la Europa occidental; tercero, el atajamiento de los intentos de los hugonotes franceses por instalarse en la Florida, y en cuarto lugar, los acuerdos entre España y Francia por aunar los esfuerzos para combatir a los disidentes religiosos, lo que motivaría las Vistas de Bayona, que marcarían uno de los momentos cenitales de la Monarquía filipina.
Acaso debamos añadir, cierto, la defensa de Malta frente al Turco[500].
En cuanto a la reanudación del Concilio de Trento, se nos aparece Felipe II como el gran continuador de la política paterna. La paz de Cateau-Cambrésis con Francia volvía a dar —como en 1545— el requisito diplomático previo para que se pudiese aspirar a la reapertura de las sesiones, en aquella tercera etapa, que sería la definitiva.
El protagonismo de Felipe II se vería desde el primer momento, cuando se produce la muerte del papa Paulo IV, que tanto había perturbado la paz de la Cristiandad. El Rey daría instrucciones a Vargas, su embajador en Roma, y, en general, al partido hispano dentro de la curia, con la finalidad de que trabajasen para que fuese elegido un pontífice propicio a la reanudación del Concilio. El que fuera designado el cardenal de Médicis, con el nombre de Pío IV, ya alentó las esperanzas, máxime cuando se le vio rodearse de prelados como Carlos Borromeo, el futuro gran santo italiano del Quinientos.
Pero había una dificultad a vencer: el Concilio ¿sería uno nuevo, o continuación del tridentino? Felipe II se esforzó por la continuación, porque ello venía a ser como un homenaje a su padre y la posibilidad de culminar lo que él había apoyado en los años cuarenta. La convocatoria del Papa no respondió con precisión a sus deseos, pero, como al fin se volvió a elegir Trento, el Rey dio órdenes a los obispos y teólogos de sus dominios que acudieran a la cita. Aún hizo más: en aquel mismo año de 1562 se planteó la cuestión de la elección del nuevo rey de Romanos, o sea, el sucesor al Imperio, y Felipe II apoyó a su primo Maximiliano II, olvidándose ya definitivamente de sus anteriores pretensiones, conforme al consejo que le había dado su padre[501], pero le pidió, en cambio, dos cosas: que mandase a sus hijos varones a educarse en España y que presionase a los obispos alemanes para que fuesen a Trento.
Fue aquélla la etapa de mayor y más importante participación del episcopado español y de sus teólogos, con más de cien figuras, entre las que destacaron de forma tan notable los jesuitas Diego Laínez y Alfonso Salmerón, el dominico Melchor Cano y el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero.
Bien pudo decir san Carlos Borromeo, cuando había temor en Roma de que Felipe II no le apoyase, que sin la presencia española el Concilio tendría escasos frutos. Y no es de extrañar que, cuando Menéndez Pelayo lo estudia a fondo, acabe diciendo, admirado, que el Concilio de Trento tuvo tanto de ecuménico como de español.
En todo caso, y frente a la confusión anterior producida por los espectaculares avances de la Reforma (luteranos, zwinglianos, calvinistas, anglicanos), el Concilio trajo firmeza y seguridad al mundo católico. Y Felipe II se mostraría fiel a sus principios, cosa que le convertiría en el campeón del catolicismo europeo, en una época de enconadas guerras religiosas.
A partir de ese momento, podría decirse que la suerte del Imperio español estaría unida a la de ese combate.
Felipe II apoyaría los debates del Concilio con un orgullo: el de creer que en sus reinos hispanos se asentaba la mayor pureza de la religión cristiana. Véase, si no, en los términos con que se expresa a su tío, el emperador Fernando, cuando se debatía la posible concesión del cáliz a los fieles:
… en este particular de la concesión del cáliz, como en cualesquiera otros que sea novedad y mudanza del antiguo uso de la Iglesia, que se pidan a S. Santidad, V.M. y el serenísimo Rey lo manden mucho mirar, porque cierto acá, donde (como V.M. tiene entendido) hay personas tan doctas, graves y tan cristianas, donde lo de la religión está con tanta limpieza y pureza, todos uniformemente juzgan que el fructo y efecto que en esto se pretende será ninguno[502]…
Y cuando los obispos y teólogos españoles regresaron de Trento, fueron acogidos solemnemente por el Rey, que desde entonces procuraría ser fiel a los decretos del Concilio.
Algo que iba a repercutir pronto en el gobierno de sus reinos, con bruscas reacciones de los disidentes, tanto de los calvinistas de los Países Bajos como de los moriscos de Granada.
Estos primeros años bonancibles para Felipe II, tras la paz de Cateau-Cambrésis, coinciden con la llegada a la corte de Isabel de Valois. Después de sus dos primeros fracasos matrimoniales, el Rey parecía haber encontrado la estabilidad conyugal. Con razón podían comentar satisfechos sus diplomáticos, como ya hemos visto, que no le habían conseguido una esposa vieja ni fea. En realidad, Isabel de Valois era tan joven en 1560, cuando llega a España, con sus catorce años recién cumplidos, que el Rey tendría que esperar a iniciar con ella su vida amorosa. Pero de inmediato se vio que era como una corriente de aire fresco en la corte española.
De momento, sin embargo, y en relación con el problema de la sucesión, siempre tan acuciante en las monarquías hereditarias, Isabel de Valois no respondió a las esperanzas del Rey, teniendo en 1562 un primer aborto. Precisamente en el año en el que don Carlos sufría aquel grave accidente en Alcalá de Henares, que a punto estuvo de costarle la vida, y que le dejaría ya tocado para siempre. Y acaso por ello, por aquella doble y amarga experiencia, el aborto sufrido por la Reina y la quebrantada salud del primogénito, pensó Felipe II en un estrechamiento de los lazos con la corte de Viena. Pues en caso de que fallara la descendencia de su Casa, los derechos sucesorios recaían en los hijos de su hermana María, cuya gran fecundidad recordaba la de la pobre reclusa de Tordesillas. Y así se planteó la educación de los hijos mayores de María en la corte española, yendo el Rey a recibirlos a su llegada a Barcelona.
Antes había convocado Felipe II Cortes aragonesas en Monzón, en 1563. No iría el Rey acompañado ni de su esposa Isabel ni de su hijo don Carlos, cuyo mal estado de salud impedía tal viaje.
Partió el Rey en agosto hacia Monzón, no sin antes pasar por El Escorial para asistir a la colocación de la primera piedra del monasterio; un momento sin duda clave en su vida, que trataremos de comentar ampliamente al final de esta obra. En Monzón conoció por primera vez en su reinado las dificultades de negociar con las Cortes aragonesas, con sus dilaciones y sus resistencias. Llegó un momento en el que Felipe II no vio otra salida que declarar sesión permanente, la misma víspera de las Navidades de 1563[503]. Al fin pudo conseguir el subsidio acostumbrado y continuar su viaje a Barcelona, donde procedió a designar nuevo virrey al duque de Francavilla. Allí recibió a los obispos españoles que regresaban de Trento, y a sus dos sobrinos, los archiduques Rodolfo y Ernesto, que contaban entonces doce y diez años. Les acompañaba su ayo, el barón Dietrichstein, con el que, andando el tiempo, Felipe II tendría un gran afecto.
Más dificultades encontró el Rey en las Cortes catalanas que en las aragonesas, teniendo que clausurarlas el 22 de marzo de 1564 sin ningún resultado, llevándose un mal recuerdo y dejándolo no muy bueno. Mejor lo tuvo en Valencia, adonde llegó en la primavera de 1564, con un ambiente de fiesta continua.
Un mes después, en mayo de 1564, regresaba el Rey a Castilla. En Ocaña le esperaba Isabel de Valois, para trasladarse juntos al real sitio de Aranjuez, donde los festejos serían también continuos. La corte filipina conocería uno de los momentos más deslumbrantes, con dos estrellas de primera magnitud: la reina Isabel, que a sus diecinueve años se había convertido en una deliciosa mujer llena de atractivo, y la princesa Juana, todavía joven a sus veintinueve años y lejos de sentir los afanes de reclusión religiosa que le acometerían al final de su vida. Se suceden las fiestas cortesanas, con torneos que venían a recordar los que había conocido Felipe en Binche, pero llevados a la femenina, siendo los primeros personajes Isabel y Juana.
Incursiones de hugonotes en La Florida: su represión por Pedro Menéndez de Avilés
Entre tanto, ¿cuál era la situación en las Indias?
Inmensidad es la primera reflexión que depara siempre el hecho americano; asombro, la segunda, ante el despliegue realizado por aquel puñado de españoles, a lo largo y a lo ancho de dos continentes: fundando ciudades, haciendo caminos, explotando minas, educando y misionando a miles de indígenas, creando un admirable aparato administrativo, desde los Virreinatos y Audiencias hasta las Gobernaciones y Corregimientos. La mera enumeración de toda esa espléndida tarea obligaría a otro libro.
No es ese mi propósito, por quedar fuera de los objetivos de este trabajo, pero sí apuntar lo que supuso para el reinado de Felipe II.
En primer lugar, que bajo su reinado se pasa de la época de los conquistadores a la de la organización de las tierras dominadas. Los últimos años del reinado de Carlos V habían visto algunos duros enfrentamientos, en particular en tierras del Perú, con verdaderas guerras civiles entre los principales conquistadores; guerras entre pizarristas y almagristas, seguidas de un serio levantamiento contra la soberanía del Rey de España, protagonizado por Gonzalo Pizarro y sofocado en última instancia por un antiguo rector de la Universidad de Salamanca, de nombre Pedro Lagasca. Al iniciarse el reinado de Felipe II se instaura ya una época de pacificación, en la zona antillana y en los dos grandes virreinatos de Nueva España y Perú.
Los problemas de las Indias Occidentales eran sobre todo su repoblación, tanto en cuanto a que cesara la brusca caída inicial de la población india como a que aumentara la población española y que se evitaran los peligros inherentes al crecimiento de la población negra, en su mayoría esclava. También la explotación de las minas, en particular las de plata, como la de Zacatecas, en Nueva España, y de Potosí, en Perú; sin olvidar las nuevas expediciones descubridoras y conquistadoras, como las protagonizadas en el norte de México por Francisco de Ibarra (una de las personalidades españolas de mayor relieve), o como la dificilísima de Pedro de Valdivia en el sur de Chile, en constante conflicto con los belicosos araucanos. A lo que había que añadir la notable labor descubridora, internándose en el inmenso Pacífico, como la protagonizada por Álvaro Mendaña, al descubrir las islas Salomon, y sobre todo con el descubrimiento de la ruta del tornaviaje, que permitió el asentamiento español en las Filipinas, tema de tal trascendencia que nos obligará a un capítulo aparte.
Y algo más, la pretensión de otros pueblos europeos —en particular, franceses e ingleses— por cortar el tráfico entre España y las Indias (con ayuda de corsarios y piratas) y la de establecerse en aquellas tierras.
Eso obligaría a una notable organización del transporte marítimo, con las flotas de las Indias en convoyes protegidos por galeones, el alzamiento de grandes obras de defensa en los principales puertos y, en su caso, a empresas bélicas de castigo contra las expediciones extranjeras.
Todo ese inmenso mundo indiano descansaría, en buena parte, en las cualidades de los virreyes y gobernadores mandados por la Corona. Hay que advertir que, pese a la lejanía, los intentos de secesión fueron escasos y fácilmente reprimidos, como el protagonizado por Martín Cortés —hijo del conquistador— en 1566, y la amenaza de los incas en el Perú, como la que supuso Túpac Amaru en los años setenta, o, en fin, la del sanguinario Lope de Aguirre, muerto en 1561.
Para ese escenario y para tales tareas pudo contar Felipe II con notables gobernantes: Luis de Velasco en Nueva España (1550-1564) y Francisco de Toledo en el Perú (1569-1581) son los más destacados. Para fortificar los puertos principales (San Juan de Puerto Rico, La Habana, Cartagena de Indias) envió a un arquitecto militar de gran pericia, Juan Bautista Antonelli, autor de unas fortificaciones impresionantes, que ayudaron a proteger aquellas partes de los ataques de corsarios tan temidos como John Hawkins y Francis Drake.
En gran peligro estaba la zona antillana, prácticamente despoblada de indios, con pocos españoles —atraídos por los relatos de las riquezas del continente— y, en cambio, con una numerosa población negra. Todo ello había sido puesto de manifiesto por Pedro Menéndez de Avilés al Rey, en un curioso memorial de 1559, que custodia el Archivo de Simancas.
Pedro Menéndez de Avilés informaría a Felipe II en 1558 que su armada había capturado a unos marinos franceses en las costas de Galicia, y que uno de sus capitanes prisioneros había confesado que el objetivo que tenían era ir después a las Indias, con una poderosa armada en la que llevaban 5000 hombres. Ante tal amenaza, el marino asturiano daría su consejo al Rey, sobre la indefensión en que se hallaban las Indias españolas:
Todos los pueblos que hay en las Indias están sin cercas y sin artillería ni municiones…
Aparte la indefensión, contaba también la poca fiabilidad de sus vecinos:
… gente sin honra y de mala vida porque los más de los malhechores que andan fugitivos de las justicias, ocurren a la ciudad de Sevilla y allí entran por marineros en las naos que van a las Indias, para dar allá al través y quédanse en aquellos puertos…
Además eran muchos los extranjeros:
… los otros son portugueses, lusitanos, griegos, marsellanos, flamencos, alemanes y de todas las naciones…
De allí los daños que hacían los corsarios, al no encontrar resistencia en aquellas gentes, de forma que sólo algunos puertos con mejores defensas habían resistido, como San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, La Habana, Veracruz, Nombre de Dios y Cartagena de Indias.
El problema era particularmente grave en La Española, donde se calculaba una población negra de 50 000 esclavos con apenas 4000 españoles.
Porque como los negros son libres en Francia, donde ninguno es esclavo, dándoles los franceses libertad, ellos mismos defenderán la tierra a Vuestra Majestad por ser libres[504]…
¿Qué remedio proponía Pedro Menéndez de Avilés al Rey? Que se le encomendara una expedición de castigo, con fuerte armada, con la que desbarataría la que los franceses habían mandado:
Y para el temor de delante se use con ellos la crueldad que a Vuestra Majestad parezca…
La misma crueldad que debía emplearse con los negros («y a los negros, si estuvieran de mala suerte, se usará con ellos toda crueldad…»).
Dureza, violencia, crueldad declarada, ¿con qué fin? Poner temor en Francia para que cesaran en aquellas navegaciones. ¿Qué lo justificaba? El haber sido tierras a las que España había llevado el cristianismo:
Nuestro Señor lo remedie —terminaba—, de manera que Vuestra Majestad señoree pacíficamente aquellos reinos pues truxo la gente dellos a conocimiento de la santa fe católica[505].
Notable testimonio de uno de los principales protagonistas de aquellos acontecimientos, del marino español a cuyo cargo quedaría, como hemos de ver, la expulsión de los franceses que se habían asentado en la Florida. Por él vemos cómo ya era entonces Francia la tierra de la libertad, concepto mal visto por el fiero marino, y también se echa de ver el débil asentamiento que tenía España en la zona antillana, por el fuerte atractivo de las riquezas mexicanas e incaicas.
Y no cabe duda de que ese memorial hizo impacto en Felipe II y en el Consejo de Indias, de forma que cuando surgió la crisis de las incursiones francesas en la Florida, Pedro Menéndez de Avilés fue el designado para resolverla. Lo que había de culminar, además, con un asentamiento, iniciando la población de aquellas tierras.
Estaba en marcha la fundación de la primera ciudad de los actuales Estados Unidos: San Agustín.
Porque hasta entonces aquellas tierras estaban abandonadas, pese a sus buenas condiciones para ser colonizadas y su valor estratégico, fronteras como estaban a La Habana y, por lo tanto, en la ruta de los galeones a su regreso a España. Por ello, en 1558 se había autorizado al virrey de Nueva España, Luis de Velasco, para que colonizase la Florida, el cual envió diversas expediciones en 1559, que alcanzaron con Villafañe la bahía de Chesapeake, pero sin encontrar ningún lugar adecuado para la deseada fundación.
Por los mismos motivos, el almirante francés Coligny se fijó en aquellas tierras como lugar apropiado para sus correligionarios hugonotes, y así se organizaron diversas expediciones en los años 1562 y 1564, a cargo de Jean Ribault y de René de Goulaine de Laudonniére. También las naves inglesas de John Hawkins tantearon algo similar en 1564, del mismo modo que se preparaba en Inglaterra otra expedición a cargo del capitán Stukley bajo el patrocinio de la reina Isabel. Pero fueron los intentos repobladores de René de Goulaine de Laudonniére y de Jean Ribault los que más alarmaron al Consejo de Indias, que reaccionó con la misión encargada a Pedro Menéndez de Avilés de eliminar aquellos enclaves franceses y sustituirlos por un asentamiento español.
Pedro Menéndez de Avilés fue nombrado adelantado y gobernador de la Florida en marzo de 1565, con la misión de aniquilar el asentamiento francés de Jean Ribault y de repoblar la tierra con labradores españoles y evangelizar a los indígenas; de suerte que tuvo que aunar las condiciones de marino, de soldado, de repoblador y de misionero; en suma, de conquistador y colonizador.
No se escondía a Felipe II la gravedad de los asentamientos franceses en la Florida. Ya en mayo de 1565 se lo indicaba a su embajador en Francia, don Francés de Álava; los franceses trataban de llegar al canal de las Bahamas:
… que es el paso de la navegación de la Nueva España y Nombre de Dios y por donde vienen todas las flotas…
Y como el espionaje sea cosa de todos los tiempos, ya el Rey se lo encomendaba al embajador que lo hiciese en El Havre y en los demás puertos donde se aparejasen los franceses para informar sobre:
… los navíos que allí hay y cuántos están armados, y qué gente, marineros y municiones, llevan y porqué tiempo los proveen de vituallas y quién va por capitán dellos, y cuándo se piensa que partirán y qué derrota llevan…
Naturalmente, toda aquella gestión debía hacerse con sumo «secreto y disimulación» y gran prisa, pues se trataba de informar lo mejor posible a Pedro Menéndez de Avilés, a quien se había dado orden de partir para la Florida a poblar y colonizar la tierra y expulsar a los franceses[506].
El 8 de septiembre de 1565 fundaba Pedro Menéndez de Avilés la ciudad de San Agustín, convertida así en el primer enclave hispano de los actuales Estados Unidos y en la más antigua ciudad de aquella nación; luego, en sucesivas acciones de castigo, destruyó los asentamientos franceses, pasando a cuchillo a casi todos los prisioneros, incluido el propio Jean Ribault, hasta el punto que aún hoy la toponimia recuerda aquellos sucesos en el río denominado La Matanza.
La noticia de aquellos sucesos conmocionó a Europa, poniendo un título de sanguinario sobre el terrible marino asturiano; pero tanto el embajador de Felipe II en Londres, Guzmán de Silva, como los plenipotenciarios españoles de la conferencia hispano-francesa que se tenía en Bayona no encontraron ninguna protesta a tal muestra de energía[507].
Pues una cosa es cierta: en 1565 el poder de Felipe II era tan impresionante que a todos infundía respeto; 1565, el año de las Vistas de Bayona, que vendrían a ratificar la fuerza de la Monarquía católica, esta vez en el viejo continente, o lo que es lo mismo, que Felipe II era por entonces el árbitro de los destinos del Viejo y del Nuevo Mundo.
De todas formas, no sólo empleó la fuerza; también acudió el Rey a la diplomacia, haciendo presente en Roma los antiguos derechos de España a las nuevas tierras de América. Y, curiosamente, sin argumentar con las famosas bulas alejandrinas de fines del siglo XV, sino con que la Florida había sido descubierta por España. En la notificación que Felipe II hizo al papa Pío V, a través de su embajador Luis de Requesens, así se particularizaba:
La Florida… ha muchos años que fue descubierta por los capitanes del Rey Católico y de Su Majestad cesárea mi señor y padre… y tomada la posesión della[508]…
Las vistas de Bayona
El año 1565 es verdaderamente importante en el reinado de Felipe II. Acaso ninguna otra fecha marca tanto el predominio del Rey Católico en el mundo de su tiempo (en el Viejo y Nuevo Mundo), pues entonces sus naves logran aniquilar los asentamientos franceses de la Florida, sus tercios viejos rechazan al Turco en Malta —señalando el declive de Solimán el Magnífico— y sus diplomáticos cierran con éxito las Vistas de Bayona, que vienen a reconocer la supeditación de la cristianísima Francia a la Monarquía católica.
Las Vistas habían sido solicitadas por la reina madre Catalina de Médicis a Felipe II. Y muy vehementemente, prometiendo que de ellas saldría el serio compromiso para que en Francia se eliminase el peligro de la herejía:
Yo os prometo —declaró la Reina al embajador español Francés de Álava— que el Rey, mi hijo[509], nunca se arrepienta de estas vistas, que la primera vez yo lo vea lo entenderá él claramente.
¿Cuál era el beneficio que obtendría Felipe II? La seguridad de que Francia se mantendría firmemente en el catolicismo.
Y tened por cierto —añadía Catalina de Médicis a don Francés de Álava— que la fe católica se ha de asentar muy en breve en este Reino, venga lo que viniese[510].
Evidentemente, Felipe II no podía permanecer impasible ante el avance del partido hugonote en Francia. Con buena parte de Alemania en manos de los luteranos, con una Inglaterra cada vez más sospechosa de distanciarse de Roma y con las infiltraciones calvinistas en los Países Bajos y en Escocia, una Francia dominada por el partido hugonote suponía no sólo la ruina del catolicismo en toda la Europa occidental, sino también la pérdida de los Países Bajos, entremezclados como se hallaban los asuntos políticos con los religiosos.
En este período de tiempo, entre la paz de Cateau-Cambrésis y las Vistas de Bayona, en esos seis años, Francia pasa por tres reinados, con diversas alternativas internas, mientras el partido hugonote no cesaba de aumentar sus partidarios entre la baja nobleza e incluso entre un buen número de grandes señores: el almirante Coligny y el príncipe de Condé los más significados, pero también junto a ellos Antonio de Borbón; mientras que en el bando católico militaban los Guisa, el condestable Montmorency y el mariscal Saint-André.
La muerte de Enrique II trajo el ascenso al trono de su hijo Francisco, esposo de María Estuardo, y con él, la subida al poder de los Guisa. Situación que no dejaba de alarmar a Felipe II por cuanto que Francisco II podría sentir la tentación —él o sus ministros los Guisa— de llevar su poder de Escocia a Inglaterra, desplazando a Isabel del trono, como hija ilegítima de Enrique VIII. Y la diplomacia española tuvo que trabajar de firme para proteger a Inglaterra, ofreciendo su apoyo a Isabel. Pero la situación de guerra civil que se vivía en Francia salvó a la reina de cualquier complicación; es más, el fracaso de los intentos conciliadores del canciller L’Hôpital, con su tolerante edicto de Romorantin (18 de mayo de 1560), como el del coloquio de Poissy (donde actuaría el español Laínez, defendiendo la postura católica frente al reformador Teodoro de Beza), junto con las conjuras de Amboise y de Lyon por parte de los hugonotes, y las duras represiones organizadas por los Guisa, llevaron a Francia a una guerra civil, desatada a raíz de la matanza de Vassy el 1 de mayo de 1562.
Sería la primera guerra de religión en Francia, de las ocho que se desarrollarían a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI; algo que hay que tener en cuenta para comprender cómo la inestabilidad política y religiosa de Francia afectó a toda la Europa occidental.
En efecto, los contendientes buscaron el apoyo extranjero para lograr la victoria; los hugonotes, el de la Alemania luterana y el de Isabel de Inglaterra, a la que llegaron a ofrecer unos importantes puertos, que le compensaran de la pérdida de Calais; el principal de todos, El Havre. A su vez, el triunvirato católico (Guisa Montmorency Saint-André) buscaba la alianza de Felipe II.
En febrero de 1563 muere asesinado el duque de Guisa, en una conjura de la que no estaban ausentes las principales cabezas del partido hugonote, como el propio Coligny; penoso antecedente, que tendría más tarde su réplica a nivel del resto de la Europa occidental (y baste recordar que ésa sería la suerte de Guillermo de Orange).
Ya entonces había otro rey en Francia, Carlos IX, pues Francisco II había muerto en diciembre de 1560. Un rey niño, lo que traía al primer plano político a su madre, Catalina de Médicis, como reina regente.
Catalina, aunque católica, era también florentina y ducha en las más difíciles maniobras políticas. Había sufrido, durante el breve reinado de Francisco II, la tiranía de los Guisa y estaba dispuesta a manejarse entre los dos bandos, inclinándose preferentemente por la vía de la tolerancia, que había protagonizado L’Hôpital. Y como la muerte de Francisco de Guisa parecía hacer más vulnerable al partido católico, por la pérdida de su caudillo militar más cualificado, consiguió un acuerdo entre los dos bandos (paz de Amboise, 18 de marzo de 1563), por el que los hugonotes obtenían ciertas garantías religiosas. Y lo que fue más importante: Catalina logró que los franceses se aunaran en una empresa común, la expulsión de los ingleses, reconquistando las plazas de Rouen y El Havre. Pudo así firmar con Isabel de Inglaterra el tratado de Troyes, en el que Isabel incluso renunciaba a cualquier derecho sobre Calais. También consiguió que su hijo Carlos IX fuera reconocido mayor de edad a los catorce años e iniciar una serie de negociaciones diplomáticas con potentados católicos: el Papa, el duque de Saboya y el propio Rey de España.
Para entonces ya había terminado, además, el Concilio de Trento. No es extraño, por tanto, que la Europa reformada mirase con alarma aquella trepidante actividad de Catalina de Médicis, sobre todo cuando conocieron que al fin la reina madre, con Carlos IX y su cortejo, se entrevistaba en Bayona con los representantes españoles, no con Felipe II, pero sí con su mujer, Isabel de Valois —hija, por otra parte, de Catalina—, bien asistida por el duque de Alba.
Es bajo ese panorama donde hay que centrar las famosas Vistas de Bayona de junio y julio de 1565.
A mi entender, a Bayona acudieron, por parte de Francia, dos partidos: el cerradamente católico y el más flexible, representado por la propia Catalina de Médicis. El partido católico quería un pacto fuerte con España, una especie de frente religioso, significando algo que para ellos era evidente: el avance de la Reforma en los Países Bajos era tan fuerte como lo estaba siendo en Francia. Así, uno de sus representantes, Bourdillon, diría al embajador español Francés de Álava:
Tenedme por bellaco caballero, y publicadme por tal, si los Estados de Flandes no están en peligro, estoy por deciros tan grande como Francia, porque sé que con gente muy principal dellos tienen los herejes y traidores deste Reino muy vivas pláticas y aún con los de fuera dél[511]…
Frente a los malabarismos de Catalina, su hija Isabel de Valois actúa con más decisión, defendiendo la postura española que le había señalado Felipe II, hasta tal punto que su madre quedaría asombrada: «Muy española venís…».
Ése sería su reproche. ¿Qué pedía Isabel a su madre? La aceptación de los decretos de Trento. Y Felipe II, ya informado de con cuánta entereza lo había tratado su esposa[512], exclamaría satisfecho:
La Reina, mi mujer, apretó terriblemente a su madre para que se aceptase el Concilio de Trento[513]…
En un principio, Catalina de Médicis se resistía a ceder a los planteamientos españoles, que hubieran llevado a expulsar a los hugonotes de Francia y a los consejeros de dudosa fe de la corte, pero acabó cediendo, al menos aparentemente.
Acaso porque pretendía una alianza matrimonial, que desposara a la princesa Margarita —hermana de Isabel de Valois— con don Carlos y al duque de Orleans (futuro Enrique III) con Juana de Austria.
Era, como hemos de ver, una aparente supeditación a España. Y la alarma en la Europa reformada fue grande, y no sólo entre los hugonotes; la propia Isabel de Inglaterra siguió las Vistas de Bayona con notoria inquietud. Incluso el hecho mismo de que Felipe II no acudiese, y que mandase en su nombre a su esposa, la intrigó sobremanera, y al embajador español en Londres, Guzmán de Silva, le comentó cómo era que el pueblo español fuera tan celoso y no lo mostraran así los poderosos[514].
Y hubo algo más: por un tiempo procuró no mostrarse agresiva en su política exterior, ni tampoco dar demasiadas causas de protesta por su política religiosa en el interior[515].
No cabía duda: 1565 se había convertido en el año que alcanzó su cenit el imperio de Felipe II, tanto en el mar de Poniente —la acción de la Florida— como en el Mediterráneo —defensa de Malta frente al Turco—, así como en el terreno diplomático ante la corte francesa.
Incluso para algunos observadores extranjeros, como los venecianos Tiépolo y Tommasseo, estaba perdiendo la oportunidad de afianzar aún más su poder, aniquilando Francia:
Il re d’Espagna è principe potentissimo e arbitro del mundo…, e si avesse quell spirito che aveva il padre, o il padre avesse avuto la presente fortuna, la Francia no saria più Francia[516]…
Cierto, Felipe II se mantuvo prudente en sus aspiraciones. Antes al contrario, declaró expresamente que jamás se aprovecharía de la difícil situación del rey niño de Francia, haciéndole la guerra.
Y de esto no cabe duda alguna. Hace medio siglo que publiqué el texto inédito de Felipe II, que, pese a su valor, ha pasado desapercibido para los especialistas.
Se trata de un dictamen pedido por el Rey al marqués de Mondéjar en 1562, sobre si se debía dar ayuda a los católicos franceses. En su dictamen, el marqués opinaba favorablemente, pero que debía aprovecharse la ocasión para obtener alguna ventaja, bien consiguiendo alguna plaza francesa, bien sobre la dote de la reina Isabel de Valois, que todavía estaba sin pagar; se entiende, apremiando en este caso a la corte francesa a que lo hiciese. Y el Rey rechazó ese planteamiento, anotando de su mano al margen su propio parecer: que en cuanto a la dote se equivocaba Mondéjar:
… pues yo creo que la han cumplido ya todo…
Y añadía, en cuanto a lo de conseguir alguna plaza:
Y lo que él me dijo de palabra, que me podrían dar una plaça por el socorro, engáñase, que no harían, ni es tiempo de pedírsela agora, ni esto se haze sino por el seruicio de Dios y por su religión[517]…
Noble comportamiento, sin duda. Felipe II se sentía árbitro del Viejo y Nuevo Mundo y quería dar una buena imagen ante toda la Cristiandad.
Eran los años venturosos de su Monarquía, que culminarían en aquél de 1565, en el que ya vimos sus triunfos en Europa y en América.
A poco, la rebelión de Flandes ensombrecería todo aquel panorama.
Y ya nada volvería a ser como antes.