6 FRENTE AL REY, EL REINO

Y frente al Rey, el reino. En parte, como un poder asociado a la Corona; en parte, entrando en el juego entre el poder y la oposición.

Frente al Rey, el reino, entendiendo por tal a las Cortes, tanto en Castilla como Aragón.

No se dieron en el Quinientos unas Cortes generales para toda España; sin duda, el proceso unificador iniciado por los Reyes Católicos y continuado por los Austrias mayores quedó inconcluso. Las diferencias entre las castellanas y las aragonesas eran muy marcadas, y se mantuvieron a lo largo del siglo, siendo la más notoria que a las Cortes de Castilla sólo acudían los procuradores de las principales ciudades, pero no los de los estamentos privilegiados.

Por supuesto, las diferencias con la actualidad también eran muy grandes, por cuanto los procuradores sólo representaban a un sector muy restringido del mundo urbano —el patriciado urbano—, quedando al margen los demás sectores de la ciudad, que constituían precisamente la población activa, y todo el mundo rural.

Aun así, aunque sus procuradores y diputados eran elegidos por los grupos de poder minoritarios, lo cierto es que, conforme a una tendencia que opera en tales casos, no pocas veces se consideraron verdaderos representantes del reino frente al Rey, por encima del origen partidista que hubiera debido marcarles.

En cuanto a las Cortes castellanas, siguieron la tradición bajomedieval de convocar a los representantes de las 17 principales ciudades y villas meseteñas y meridionales, a las que se unieron los de Granada, a partir de su conquista. Esas 18 ciudades y villas estaban repartidas de esta forma: nueve, por la meseta superior (León, Toro, Zamora, Salamanca, Valladolid, Burgos, Soria, Segovia y Ávila); cuatro, por la meseta inferior (Toledo, Madrid, Guadalajara y Cuenca), y cinco, por el sur murciano y andaluz (Murcia, Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada). Tal mapa viene a indicar el peso histórico de la meseta superior, donde se hallaba aquella Burgos que se llamaba la Caput Castellae; sin embargo, no existía ningún privilegio a favor de ciudad alguna, manteniéndose sólo un forcejeo (que venía a ser como un rito) entre los procuradores de Burgos y los de Toledo en cuanto a quién le correspondía el cargo honorífico de contestar al discurso de la Corona, con que se abrían las Cortes, así como el derecho a ocupar el primer banco marcado por el protocolo. Por lo demás, los mismos votos tenía Soria que Sevilla, Burgos que Toledo. Cada una de las ciudades enviaba dos procuradores, marcándose en ese terreno una paridad absoluta.

En ese mapa de las regiones representadas en Cortes se aprecian grandes lagunas: Galicia, las dos Asturias y Extremadura. Para el caso del Norte, se puede comprender por la urgencia, en ocasiones, de convocar Cortes y la dificultad de que acudieran los representantes de más allá de los puertos norteños. El aislamiento en que vivían gallegos y asturianos, mal comunicados con la meseta, donde solía residir la corte, podría explicarlo; pero tal razonamiento no vale para el caso de los extremeños, que se vieron igualmente marginados. De esa marginación eran conscientes las Cortes, de forma que se trataba de paliar con una ficción: los procuradores de Zamora representaban a Galicia, los de León al Principado asturiano, los de Burgos a Santander y los de Salamanca a Extremadura; si bien los documentos testimonian que de hecho esa representación no se daba. En todo caso, sí nos ayuda ese mapa político a comprender la distinta importancia que tenían algunas regiones, y sus respectivos núcleos urbanos, si las comparamos con la actualidad; la marginación de Asturias, por ejemplo, podría comprenderse por la mortecina vida de su capital, Oviedo, cuya población apenas si era la tercera parte de la que albergaba entonces Toro.

¿Cuál era la extracción social de los 36 procuradores de las Cortes castellanas? Un examen de las listas de esos procuradores permite confirmar una antigua tesis: el origen noble —de una mediana nobleza, los caballeros «de media talla»— de los procuradores designados por el poder municipal de sus burgos respectivos, entonces en manos del patriciado urbano. En ellas son frecuentes los apellidos linajudos: los Quiñones, de León; los Ulloa, de Toro; los Dávila, de Ávila; los Manrique, de Burgos; los Rojas, de Toledo; los Vargas, de Madrid; los Carrillo de Albornoz, de Cuenca; los Biedma, de Jaén; los Pacheco, de Córdoba; los Guzmán, de Sevilla, o los Venegas, de Granada, por no citar sino algunos de los más significativos.

Tres eran las atribuciones más importantes de las Cortes castellanas: velar por la legítima sucesión del trono, votar los servicios o impuestos que debía pagar el estamento pechero a la Corona, y presentar las quejas o agravios que el reino tenía del Gobierno, indicando sus oportunas soluciones. Las Cortes eran las que juraban al príncipe heredero, marcando con ese acto la legitimidad de la línea sucesoria; hecho trascendental para preservar la paz política y la sucesión sin graves trastornos, pero excepcional, que normalmente se realizaba una sola vez en cada reinado, a no ser que la prematura muerte del príncipe heredero obligase a repetir la ceremonia (como ocurrió en el reinado de Felipe II, tras la muerte del príncipe don Carlos). Las principales funciones de las Cortes ordinarias se reducían, por tanto, a las otras dos, de voto de los servicios y de presentación de reclamaciones para el mejor gobierno; con ellas marcaban su papel político en nombre de todo el reino, puesto que esos servicios los pagaban los pecheros de toda la Corona y sobre todo porque los agravios por el abuso del poder o por la desidia del Gobierno afectaban a todo el reino. Y en ese terreno, la lectura de sus quejas, si permite rastrear la mentalidad del sector social al que pertenecían los procuradores (la del patriciado urbano) —como cuando pactan con la Corona la congelación de las alcabalas a cambio del notorio aumento de los servicios—, también prueba que en otras ocasiones actúan de acuerdo con las auténticas necesidades de ese reino al que consideraban que estaban representando, como cuando denuncian la ruina del campo producida por la desorbitada política exterior de la Monarquía.

Las Cortes eran convocadas por el Rey. Dado que los servicios que en ellas se votaban eran pagados en tres años, se consideraba un abuso de la Corona convocarlas antes de que pasase ese plazo, norma que generalmente se respetó por los Austrias mayores. Carlos V las convocó catorce veces en su reinado; esto es, con notoria frecuencia, en contraste con las pocas que lo hicieron los Reyes Católicos. Que lo efectuara para obtener los recursos que esperaba de las Cortes castellanas para afrontar las costosas empresas exteriores en que constantemente se hallaba metido, parece fuera de toda duda. En cinco ocasiones infringió la norma, adelantando la fecha de la convocatoria: en 1520, 1525, 1534, 1538 y 1544. Más respetuoso con la tradición, Felipe II sólo adelantó dos veces la convocatoria de las Cortes, de las doce que las reunió a lo largo de su reinado: la primera, en 1559, justificada por su vuelta a Castilla, de la que había salido en 1554 como príncipe heredero, regresando ya como Rey, y la segunda en 1588, el año en que se decide a afrontar la empresa de invadir Inglaterra con la Armada Invencible.

En las dos atribuciones constantes, de votar los servicios y de presentar sus quejas, estaría el origen de la fricción más fuerte que tendrían las Cortes castellanas con la Corona. En efecto, según el sistema tradicional, lo primero que se llevaba a cabo era la concesión de los servicios; pero el mal gobierno carolino, a principios de aquel reinado, puso ya a las Cortes en el disparadero de exigir primero que se atendiesen sus reclamaciones, dejando para más tarde la votación de los servicios, como el único medio que tenían a su alcance para obtener una satisfacción a sus agravios por los abusos del poder. Fracasaron, volviendo a votar lo primero los servicios.

En ese sistema de Cortes sometidas y dóciles al poder de la Corona hay que situar el papel de los respectivos corregidores de las ciudades con voz y voto en Cortes, con tareas políticas —las de vigilar las instrucciones de los cabildos municipales a sus procuradores—, que eran como un valor añadido a sus otras funciones de jueces y gobernadores de sus Corregimientos.

Al final del reinado de Felipe II, las Cortes ya se muestran más reticentes, provocando la más larga duración de toda su historia (desde 1592 hasta 1598), período que bien puede titularse el de las Cortes largas del Quinientos castellano.

En definitiva, las Cortes castellanas en el siglo XVI suponen un intento por intervenir en el poder regio, cambiando las directrices de la Monarquía autoritaria de los Austrias mayores, y aunque no lo consiguiesen plenamente, tampoco puede afirmarse que no tuvieran ninguna importancia en el juego entre el poder y la oposición.

En cuanto a las Cortes de la Corona de Aragón, mantuvieron sus rasgos medievales —reunión de las aragonesas, catalanas y valencianas por separado, con la convocatoria de los tres brazos (nobleza, clero y ciudades), que en el caso de Aragón serían cuatro—, pero sus atribuciones eran muy similares a las castellanas: velar por la pureza de la sucesión al trono, aprobar ayudas económicas al Rey y presentar sus quejas o agravios. La diferencia mayor es que las Cortes castellanas acaban incorporándose a la política regia apoyando generalmente sus directrices en política exterior, pasado el bache del enfrentamiento comunero; mientras que las aragonesas ponen mayores dificultades para conceder dinero que no fuera a emplearse en la defensa del reino respectivo; de forma que con frecuencia la Corona sacó tan poco de aquellas Cortes y con tanto esfuerzo que apenas si pudo pagar los inevitables gastos del desplazamiento de la corte a Monzón, que era la villa adonde generalmente acudían los representantes de los tres reinos.

De todas formas, se podría recordar que las capitales respectivas (Zaragoza, Barcelona y Valencia) mantendrían su primacía en el brazo urbano de las Cortes, pues mientras las demás ciudades representadas mandaban un solo procurador, la capital enviaba varios (en ocasiones, hasta cuatro o cinco).

Posiblemente, ese hecho del escaso apoyo de la Corona de Aragón a la política internacional de los Austrias mayores sería el motivo del menor número de veces que son convocadas por la Corona; todavía Carlos V (que sabe despertar mayor eco a su política imperial en Barcelona) lo haría en nueve ocasiones, que menudearon sobre todo hasta 1537; en cambio, Felipe II lo haría ya muy rara vez, como para la obligada jura del príncipe heredero, en 1585, o con motivo de las graves alteraciones de Zaragoza (y sólo las aragonesas), en 1592. Las Cortes de Tarazona suponen un momento importante, porque en ellas, y bajo la presión de Felipe II, se acordaría una modificación de las normas por las que se regulaba el nombramiento del justicia mayor y de los miembros del Tribunal foral, que pasaban a ser controlados más estrechamente por el Rey. Por lo demás, se mantuvieron los Fueros aragoneses, de forma que ni siquiera tras su franca victoria sobre los rebeldes creyó necesario Felipe II cambiar la estructura política interna de Aragón. Esa línea «foralista» de los Austrias mayores es digna de ser recordada.

¿Influyeron las Cortes en la política exterior? Evidentemente, eso no entraba de lleno en sus atribuciones. Ahora bien, el discurso de la Corona, pronunciado en cada convocatoria, y como un punto de partida de sus jornadas, siempre hacía referencia expresa a la política internacional, como buscando su justificación ante las Cortes, y no era raro que las Cortes se hicieran eco de ello.

Los Reyes Católicos no tienen necesidad de una propaganda especial con las Cortes, porque en primer lugar su política tiene un marcado carácter nacional y porque además —y ello quizá sea aún más significativo— su política exterior tiene el mejor de los prestigios: el éxito. Y un éxito traducido en la incorporación de nuevos reinos: Granada, Nápoles, Navarra. Por otra parte, financian esas guerras de expansión sin tener que presionar excesivamente sobre el pechero castellano. Son guerras que dejan notorios beneficios económicos. Con Granada son varios cientos de miles de nuevos súbditos que pagarán su tributo a la Corona. Nápoles constituye una unidad económica con Sicilia, y su dominio revierte en la mutua seguridad de la zona, frente a la amenaza turca, y Navarra acaba de completar el mosaico de los reinos hispánicos, a falta sólo de lo que ocurra con Portugal. Lo único que se rastrea en las declaraciones de Fernando e Isabel ante las Cortes es algo relacionado con el profundo cambio político operado, pero más bien de forma indirecta, como cuando ante las Cortes de Toledo de 1480 legislan para suprimir aduanas entre Castilla y Aragón, decisión que justifican con estos términos:

Pues por la gracia de Dios, los nuestros Reinos de Castilla, e de León e de Aragón son unidos, e tenemos esperanza que por su piedad de aquí en adelante estarán en unión e permanecerán en nuestra corona real, que ansí es razón que todos los naturales dellos se traten e comuniquen en sus tratos e fazimientos.

Por ende[135]

Es en esas mismas Cortes, y posiblemente como un planteamiento de la próxima guerra contra el reino nazarí de Granada, donde se prohíbe todo trato con los granadinos, en especial la exportación de armas, caballos y trigo, por una parte, y la fuga de mudéjares, de moros cautivos y de cristianos renegados; en este caso, bajo pena de muerte en la hoguera[136].

Pero no se aprecia ningún halago especial, ningún cortejo a la voluntad de los procuradores. Ni siquiera cuando se produce el hecho, en cierto modo sorprendente, de la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla. En ese caso es Fernando el que hace saber a las Cortes castellanas reunidas en Burgos, en 1515, cómo el papa Julio II le había cedido a él personalmente el reino, arrebatándoselo a la dinastía reinante —Juan de Labrit y Catalina— como cismática por su alianza con el rey de Francia:

… para que fuese de S.A. el dicho reino [de Navarra] —reza el breve discurso de la Corona de 1515 ante las Cortes de Burgos— e pudiese disponer de él en vida y en muerte, a su voluntad de S.A….

En vista de lo cual, Femando había decidido incorporarlos a la Corona de Castilla, porque su intención era acrecentar dicha Corona «de Castilla, León y Granada»[137].

Otro será el panorama y otro el lenguaje que inmediatamente se escucha con Carlos V. Otro el panorama, porque precisamente en 1517, el año en que Carlos V pasa a España, es también el mismo en que Selim II se apodera de Egipto, tras ocupar los Santos Lugares. Eso enciende en seguida las alocuciones de la Corona a las Cortes castellanas, en este caso a las primeras que tiene, las de Valladolid de 1518. A partir de ese momento, las Cortes recibirán una especie de parte de la situación internacional, o, si se quiere, de parte de guerra; aún no lo es en 1518, pero sí el informe de una situación internacional que se anuncia como altamente amenazadora. Se dará cuenta de la victoria que el gran enemigo de la Cristiandad había tenido sobre «el Soldán de Egipto»; era, como si dijéramos, la noticia del día. Y ya Carlos V considera que él tenía que salir al paso de aquella amenaza, porque a ello le obligaba su ejecutoria; que no en vano era rey:

… y rey cristiano y tener nombre de católico, y venir y descender de reyes, que tantas y tan gloriosas victorias han habido contra los infieles…

Ya la complicación que supone para Castilla la nueva dinastía se anuncia rotundamente, porque su nuevo rey tenía la mayor frontera con el Islam, añadiéndose a las viejas fronteras marítimas de Nápoles y sur español las que ahora se tenían hacia Constantinopla. Se daban ya como propias las fronteras austríacas, y a ellas se alude directamente:

… porque ancha parte del patrimonio del Emperador confina con el Turco, por parte de Constantinopla[138]

El Emperador, esto es, Maximiliano I, el abuelo de Carlos V, que ya tenía la amenaza turca por su frontera oriental. Era como augurar las correrías turcas sobre Austria, de 1529 y 1532, y lo que es más notable, como si el título imperial lo tuviese Carlos V en la mano. Y tanto esfuerzo en pro de Europa, que se va a solicitar de inmediato a las Cortes castellanas, obliga ya al halago. Se proclamará que el Rey tiene a Castilla como:

… la fuerza de todas sus fuerzas, con el cual [Reino] se conquistan y defienden los otros…

En 1520, y precisamente para contrastar un estado de opinión pública que cada vez era más hostil, esas loas a Castilla serán más encendidas, adquiriendo tonos de poema oriental. Se comienza por una declaración sobre la grandeza de Carlos V, que ya ha alcanzado la cumbre política, pues había sido elegido Emperador. Nadie en la tierra como el Rey de las Españas:

Siendo, pues, el Rey nuestro Señor más rey que otro; más rey, porque él sólo en la tierra es rey de reyes; más rey porque es más natural rey, pues es no sólo rey hijo de reyes, mas nieto y sucesor de setenta y tantos reyes[139]

En efecto, en la época exaltadora del linaje, ¿quién podía compararse con Carlos V, sucesor y heredero de los reyes de Castilla y Aragón, de los condes de Flandes, de los señores de Austria y de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico? ¿Cuándo se había visto acumulada tanta grandeza? Hasta el Nuevo Mundo, un mundo prodigioso todo «hecho de oro», se parece como un regalo impresionante que hay que añadir, un nuevo mundo que ha sido como hecho para el Emperador, ya que antes de él no se había conocido. Y se dirá con esos asombrosos términos:

… otro nuevo mundo de oro hecho para él, pues antes de nuestros días nunca fue nacido[140]

Grandeza, pues, del Emperador, pero no por ello soberbia. Tan gran rey ama a su pueblo; declaración de amor que envuelve, claro está, una sutil propaganda. Y tras ella, otra loa a Castilla, más encendida que nunca; se trata de la tierra cuya fama corría por toda Europa, y a la que Carlos V ansiaba conocer:

Este Reino es el fundamento, y el amparo y la fuerza de todos los otros, a éste ha amado y ama más que a todos, y así lo deseaba ver.

Y para satisfacer a este deseo, con tierna edad, con tiempo sospechoso, dejó la tierra donde nació y se crió (tierra tal que no se puede asaz loar) y pasó la mar. Y cuando [llegó] a Valladolid, como quien deseaba ver lo que amaba, hubo placer en veros. Y tuvo razón, porque vuestra presencia no disminuyó nada de vuestra fama…

Adviértase cómo se encarece en el discurso de la Corona el riesgo asumido por el Emperador al cruzar el mar, «con tiempo sospechoso»; era una alusión al mes en que Carlos V y su cortejo habían estado esperando en Flessinga, hasta que los vientos habían permitido su embarque. Todo ello cuando tenía diecisiete años, edad que vista ya desde los veinte aparecía como muy juvenil, con la petulancia propia del que acaba de entrar en la edad viril: era «la tierna edad», poético término, sin duda, para la adolescencia.

En esa labor de propaganda, el obispo Mota —que es el que pronunció el discurso de la Corona ante las Cortes en 1520— llega a decir que, con el apoyo de Castilla, Carlos, al recibir la Corona imperial, alcanzaría la cumbre de toda buena fortuna («le hacían el más glorioso príncipe del mundo»). Y su lenguaje poético alcanza los tonos más elevados, para cautivar a los procuradores que le están escuchando. Asegura en nombre de su señor que su ausencia sólo había de durar tres años, y añade:

Después de estos tres años, el huerto de sus placeres, la fortaleza para defensa, la fuerza para ofender, su tesoro, su espada, su caballo y su silla de reposo y asiento ha de ser España[141].

En definitiva, Carlos quería partir con reputación, y sólo había un medio: que todo el mundo supiera que estaba apoyado por sus vasallos españoles.

… porque sólo España es aquélla que puede impedir o adelantar la ventura de su Magestad[142].

Hay aquí, en esta parte del discurso de Mota, un elemento importante que creo debe destacarse: ése de hablar ante las Cortes castellanas de España, no de Castilla, como si Castilla fuese la esencia misma de España.

Cuando Carlos V regresa a España en 1522, ya vencidas las Comunidades, podría parecer que se iba a encontrar con unas Cortes sumisas, a las que se podía tratar de cualquier manera. Nada más lejos de la realidad. Las Cortes se muestran hostiles a la política imperial. Seguramente por tener esa información es por lo que se monta un larguísimo discurso de la Corona —posiblemente el más extenso de los que jamás se pronunciaron ante las Cortes castellanas— que duraría cerca de dos horas, y en el que se daba cuenta pormenorizada de todos los acontecimientos producidos en el ámbito internacional. Se presenta una y otra vez la amenaza turca, cada vez más agobiante, como quien se había apoderado de Belgrado y de Rodas, proyectando su preocupante sombra lo mismo sobre el Danubio medio que sobre el Mediterráneo. Se habla ya de las «malicias» del rey francés. Se alude al alzamiento de las Comunidades, pero como algo superado, que se había producido

… por persuasiones y supersticiones diabólicas y falsas de algunas personas particulares y con dañados ánimos…

Eran «yerros pasados», sobre los que el Emperador había hecho perdón general, prometiendo un completo olvido:

… jamás nunca se acordará de ellos[143]

Todo en vano. Las Cortes se resistieron una y otra vez a conceder el servicio, antes de que el Emperador no diese debida respuesta a sus quejas y reclamaciones sobre el gobierno del reino, lo que obligó a Carlos V a una intervención directa, caso sorprendente y quizá único en todo este período. Se trata probablemente del primer discurso público de Carlos V en España y el segundo de trascendencia en su reinado, tras el que pronunció ante la Dieta de Worms para condenar a Lutero. En este caso, Carlos V trata de romper la oposición de las Cortes castellanas. Se trata de una breve intervención personal, en la que se adivina una cierta cólera ante la resistencia castellana. Carlos hablará en un tono directo, casi coloquial. Empieza por una declaración de sentimiento personal de amor a Castilla:

Yo amo y quiero tanto estos mis reinos y los súbditos y vasallos dellos como a mí mismo…

Rara vez con tanto detalle se había dado cuenta de su actividad como gobernante, «que creo que nunca jamás se dijeron en ningunas Cortes tan específicamente». Se recuerda de nuevo la rebelión comunera, como causa de tantos gastos; rebelión que había sido provocada «por inducimientos de algunos malos». Y se encara con el punto principal de la cuestión, que ya guarda relación directa con la política exterior, por el desprestigio que podía caer sobre la Corona, en su trato con los otros soberanos; pues la costumbre de Castilla era que las Cortes concediesen primero el servicio y planteasen después sus reclamaciones. Pretender cambiar ese orden parecía novedad sospechosa que Carlos, con un estilo llano y casi coloquial, rechaza:

¿Por qué se hará conmigo tan gran novedad? A mí no me va nada en que otorgaseis el servicio de aquí a tres u ocho días, pero por las causas que os he dicho y porque no hay ninguna cosa que todos no lo sepan, viniendo esto a noticia de los príncipes, así del Turco como de cristianos, para mi reputación parecería muy mal… y los malos se holgarían[144]

Sin duda, tan apretada intervención personal del César acabó por vencer la resistencia de las Cortes, desbaratando aquel intento de reforma, que era más revolucionario de lo que pudiera parecer en un principio. En 1523, Carlos V ganó la batalla a las Cortes, imponiendo un modelo de monarquía autoritaria, que tendría su reflejo —como no podría ser de otro modo— en la manera de conducir la política exterior. Lo cual no quiere decir que dejara de informar detenidamente sobre sus pasos de gobierno y sobre todos los vaivenes de la política internacional, desde las últimas Cortes convocadas. En las de 1523 se hará relación de una cosa «tan grande y de tan maravillosa importancia…»; se trataba de la traición del duque de Borbón, que se había pasado al bando imperial[145]. En las de Toledo de 1525 hará relación de la victoria de Pavía, con la esperanza de una «paz perpetua», que presenta, en nombre de su señor, Francisco de los Cobos, que se afianzaba ya como el hombre de confianza de Carlos V[146]. En las de 1527 se hará una estremecedora crónica de los estragos del Turco, al ganar Hungría: la ciudad de Buda arrasada, sus habitantes muertos o cautivos, los niños prisioneros, para hacerles renegar del cristianismo y formar con ellos a los futuros temidos jenízaros, las mujeres violadas primero y descabezadas después, la tierra quemada; la estampa, en fin, de la guerra más cruel, hecha por un «tirano», que quería hacerse con «la monarquía de todo el mundo». Alguien, por tanto, contra el que era preciso combatir antes de que fuese tarde. No se podía dejar aquella guerra, pues si Germania, Italia y Francia caían bajo su dominio, ya nada podría hacer España sola[147]. A la inversa, si el Turco era derrotado —lo cual no era tan difícil, pues su única fuerza eran 40 000 jenízaros—, podrían liberarse Grecia y los Santos Lugares, y hasta podría ganarse Egipto, nación de «gente flaca e inútil para la guerra». Por lo tanto, del mayor de los desastres a la mayor de las grandezas sólo había una batalla bien librada:

… con sola una batalla ganaría S.M. —se decía en el discurso de la Corona— todas las provincias que, como dicho es, el Turco posee, y entre ellas, aquella Tierra Santa…

Esto es, con el señuelo de la guerra divinal modélica —la lucha por la Tierra Santa—, se alienta a Castilla a una política belicista, que permitiera ganar «inmortal fama y honra»; ésa era la empresa que aguardaba a España.

Y de nuevo la propaganda imperial se extrema para conseguir ese apoyo de la opinión pública castellana, a través de la caja de resonancia que eran las Cortes: sólo España era capaz de intentar aquella empresa[148].

Y obsérvese que de nuevo se habla de España, en este discurso regio dirigido a las Cortes castellanas. Estamos ante una nota constante de la propaganda imperial, que no deja de llamar la atención. En las Cortes de 1534, celebradas en Madrid, donde se dará cuenta de la feliz operación militar que había liberado a Viena en 1532 de la segunda amenaza de Solimán el Magnífico, se destacaría también la participación de la nación española; pues, aunque el ejército imperial estaba formado por soldados de muchas naciones, la fuerza de choque hispana era la que le daba prestigio:

… porque aunque el número de la gente de los ejércitos que S.M. juntó para resistir y ofender al dicho enemigo, como se hizo, fuese grande —señala el discurso imperial—, la que tenía de la nación española daba mucha reputación y ánimo a toda la demás y ponía temor a los enemigos, y fue de las primeras en seguir y alcanzar lo que de ellos fueron muertos, desbaratados y perdidos por tierra[149]

Diez años más tarde lo que aquella propaganda imperial tendría que explicar sería el revés ante Argel, sobre el pretexto de que había que acatar la voluntad divina, sin dejar de hacer hincapié en dos cuestiones: la primera, que al gasto de aquella malograda empresa habían acudido generosamente Nápoles y Sicilia; la segunda, que el César había empleado en ello su real persona, como escudo del reino[150].

Pero a partir de 1543 las guerras en que se mete Carlos V ya no son contra el común enemigo de la Cristiandad, pues se ha abandonado la idea de la Cruzada; son contra el duque de Clèves, contra la frontera norte de Francia —en un intento de alcanzar directamente París— y contra los príncipes protestantes alemanes. ¿Cómo se podían justificar aquellas guerras, tan alejadas, ante Castilla? Será preciso olvidar los argumentos santos —sólo valdrían, en todo caso, al tratar de la guerra contra los príncipes luteranos— y acudir a las «ventajas» que podían derivarse de guerras en tan lejanas tierras. «Ventajas», porque de ese modo se alejaba la guerra de España: era preciso inquietar en tan distintas comarcas al enemigo para estorbarle a que entrase combatiendo en la misma España. Y así se concluye con un simple razonamiento, descalificador de quien pensase lo contrario:

De lo cual, si se ha seguido provecho y beneficio a estos Reinos, cada uno de vosotros lo puede considerar[151]

De todas formas, para los tardos de entendimiento se añadía:

… porque si S.M. no diera tanto que entender al dicho rey de Francia y trabajara, como lo hizo, en divertir sus fuerzas, él pudiera enviar su ejército a estas partes…

Era cierto que la ausencia del César de España había sido aprovechada por Barbarroja para mandar una fuerte escuadra a las costas del Levante español, resultando de ello la devastación de aquel litoral, con ruina de no pocos lugares, tomados al asalto y saqueados por los argelinos: Cadaqués, Rosas, Palamós, en la costa catalana; Villajoyosa, en la costa valenciana, e incluso la isla de Ibiza. Pero todo ello sería tomado por Fernando de Valdés (que, como presidente del Consejo Real, lo era de las Cortes, y el portavoz del Rey en su seno) como el argumento mayor para defender su idea: si Carlos V no hubiera obrado como lo había hecho, incluso se habría podido perder la costa sur de España, a partir de Cartagena, y además, para atraerse el ánimo de los procuradores castellanos, se recordaban las hazañas de los tercios viejos, como la tan famosa de haber cruzado en abril el Elba a nado, para sorprender y vencer al enemigo[152].

¿Se dejaron impresionar las Cortes castellanas por ese lenguaje imperial? En un principio se las nota reacias; sin embargo, lo cierto es que en las de 1555, que son las últimas convocadas por Carlos, son las que más rendidas se muestran, elogiando «los altos pensamientos imperiales», e incluso disculpando su ausencia, puesto que había sido para intentar

… la pacificación de la mayor parte de Europa… [y] la reducción a la santa madre Iglesia de aquellas provincias que por su miserable ceguedad están fuera della[153]

Curiosamente, ese bombardeo de propaganda halagadora sobre los procuradores castellanos cesará con Felipe II. Por supuesto que en los discursos de la Corona se seguirá justificando la política internacional del Rey, pero ya no se verterán aquellas continuas loas a lo que podía dar de sí la nación española. La presencia casi constante de Felipe II en España, a partir de 1559, le permitirá presidir la inauguración de las numerosas Cortes tenidas en su reinado. Los discursos de la Corona, después de unas breves palabras del Rey, nunca serán tan largos como el de 1523, pero sí lo suficientemente extensos como para dar cuenta de los principales acontecimientos de la política internacional que habían afectado a España, así como de los trastornos que hubieran ocurrido en el seno de la Monarquía. Las intervenciones personales del monarca se reducían exclusivamente a la brevísima locución inicial, de la que puede servir de ejemplo la que pronunció ante las Cortes de Madrid de 1563:

Procuradores de Cortes destos reinos de Castilla: Yo os he mandado venir aquí para daros cuenta del estado de mis negocios. Y porque son de calidad que requieren que los entendáis particularmente, he mandado que se os digan por escrito.

Tras lo cual, les mandó cubrir, rezan las Actas de las Cortes (pues los procuradores debían escuchar al Rey en pie y con las gorras en la mano), dando a continuación lectura el secretario (que lo era entonces Francisco de Eraso) al discurso de la Corona[154]. Jamás se producirá otra intervención de Felipe II. En aquéllas de 1563, el Rey propone a las Cortes nada menos que la conquista de Argel, y ante la resistencia que ofrecen se mostrará «muy deservido», pero no intervendrá personalmente de nuevo ante ellas, como lo había hecho Carlos V en 1523. Felipe II usará otros mecanismos del poder para presionar sobre las Cortes, cuando las encuentra recalcitrantes, en particular actuando sobre las ciudades, bien a través del Consejo Real, bien a través de los corregidores. Su modo de gobernar, más apartado de los hombres y más en contacto con los papeles, le llevaba a ello.

Se ha dicho con frecuencia que las Cortes castellanas, en especial tras la derrota de Villalar, no tienen papel político alguno, estando completamente sometidas al poder regio, pero yo diría que ésta es una verdad a medias. Es cierto que las Cortes no tienen poder decisorio sobre la política internacional que despliega la Corona, que es la que asume todo el protagonismo; pero otra cosa es que las Cortes asientan siempre dócilmente a lo que se les indica por el monarca. Al contrario, no faltan las tensiones, tanto bajo Carlos V como bajo Felipe II. Particularmente significativas resultan, a este respecto, las Cortes de Valladolid de 1523, las de Toledo de 1538, bajo Carlos V, y las de Madrid de 1592, que se prolongarían hasta 1598, bajo Felipe II.

En todo caso entiendo que aquí importa también dilucidar hasta qué punto las Cortes castellanas tuvieron una política internacional propia, como reflejo de la opinión pública del reino de Castilla al que representaban, y si esas ideas influyeron alguna vez en el ánimo del monarca; pues el hecho de que Carlos V trate de halagar tanto el amor patrio de los procuradores es indicio —a mi entender— de que valoraba el papel de las Cortes. Si Felipe II se muestra más parco en esas loas, así como en sus afirmaciones de amor a Castilla, quizá fuera debido a que era algo obvio que no había por qué tratar de probar, sin olvidar algo que parece evidente: que la propaganda imperial se muestra más eficaz que la filipina.

En el período de los Reyes Católicos no se aprecian discrepancias entre las Cortes y la Corona. Evidentemente, afianzar la paz con Portugal o acometer la empresa de Granada era algo que sintonizaba con el sentir nacional y, por ende, con el de las Cortes; de igual manera que ocurría con la expansión por Ultramar, hacia las islas Canarias o hacia el Nuevo Mundo. Más problemático podría parecer el competir con Francia por Nápoles, objetivo tradicional de la Corona de Aragón, no de Castilla, y que llevaba a una guerra azarosa con la potencia más poderosa de la Cristiandad; pero el éxito tan espectacular obtenido por el Gran Capitán dejó bien resuelta la posible cuestión. Y finalmente Fernando, al ordenar tan brillantemente una serie de campañas sobre el norte de África, siguiendo lo iniciado por Cisneros, y al terminar en los últimos años de su reinado con la incorporación de Navarra (que él cedería, con un gesto personal, a la Corona de Castilla) acabaría por culminar esa aureola de prestigio con la que desde entonces se tendría a los Reyes Católicos, y que alcanzaría tanto a sus sucesores como a la oposición; pues todos querrían, a lo menos a lo largo del Quinientos, vincularse a la memoria de aquellos soberanos, bien para justificar una determinada política, bien para exigir un determinado cambio. En ese sentido, la culminación de la Reconquista había hecho sacrosantos a Fernando e Isabel, cuatro años antes de que el papa Alejandro VI les concediera el título de Católicos.

Esa situación de armonía entre los Reyes y el reino va a cambiar sustancialmente bajo Carlos V, especialmente en los primeros años de su reinado. Las Cortes de 1518 se mostrarán arrogantes; las de 1520, amenazadoras, y las de 1523, recelosas. Sólo a partir de 1525 empieza a cambiar el panorama, sin duda bajo la influencia de la increíble victoria de Pavía y de la noticia de que estaba a punto de llegar a España, como prisionero, el rey Francisco I de Francia; hecho inaudito que no podía menos de tener su influencia sobre las Cortes. Convocadas para el 11 de junio de 1525 en la ciudad de Toledo, oyeron el discurso de la Corona en que se les daba cuenta de toda la problemática internacional que había desembocado en la batalla de Pavía, y en el plazo —muy breve— de quince días concedían el servicio que se les pedía, de forma que el 28 de junio se autorizaba la impresión del cuaderno de peticiones de las Cortes, con las respuestas imperiales, y el 7 de agosto se pregonaban ya por las calles de Toledo[155]. Sin duda, los procuradores quedaron seducidos por la noticia de la pronta llegada a Madrid del regio prisionero francés y satisfechos por la perspectiva que les ofreció Francisco de los Cobos, en el discurso de la Corona, de una «paz perpetua» con Francia, de forma que conceden el servicio que se les pedía, pese a que no se había cumplido el plazo tradicional de tres años desde las Cortes de 1523.

Otra cosa ocurrió en 1538. En aquella ocasión serían convocados, como es sabido, además de las ciudades, los otros dos brazos de la nobleza y el clero, si bien no autorizándoles a asambleas conjuntas. Carlos buscaba en aquella ocasión una fuerte ayuda castellana para el proyecto que más anhelaba: la cruzada contra el Turco. Después de firmada la Santa Liga con el Papa y Venecia, y contando también con el apoyo de su hermano Fernando, creía que las recientes treguas con Francia le abrían el camino para aquella ambiciosa empresa; de hecho, ya se había iniciado con la penetración en el cuerpo del Imperio otomano de un enclave español en Herzeg Novi (en la costa dálmata), bajo la custodia del tercio viejo que mandaba Francisco Sarmiento. Era una empresa muy deseada por el Emperador; así le oyó decir el embajador veneciano Tiépolo cuando todavía estaba en Italia: que pasaría aquel mismo año —1538— a España, para obtener el apoyo de Castilla y acometer al siguiente de 1539 la cruzada contra Constantinopla, empleando en ello su propia persona,

… en lo cual demuestra tanto deseo que más no se puede decir[156]

Conocemos bastante bien lo que pasó en aquella ocasión en Toledo, donde las Cortes se reunían en un ambiente de expectación inusitado ante la presencia de casi toda la nobleza, del alto clero y de los procuradores de las ciudades. En ella entraba el Emperador, el 23 de octubre de 1538. Pronto pudo comprobar su viva oposición. En vez de apoyo a la cruzada oiría de la alta nobleza que los males del país eran muchos, y debidos fundamentalmente

… a los dieciocho años que V.M. está en armas por mar y tierra…

Y oyó más, que el remedio lo tenía en la mano: buscar la paz, pues hasta con los infieles se podía guardar. También se le pediría que Carlos viviera de una vez por todas en sus reinos de Castilla, «acomodando sus gastos a lo que fuere moderación». Y caso de que la guerra fuera inevitable, que mandara a sus generales, con lo que podría residir en España (he ahí un consejo que suscribiría después su hijo Felipe II). Y que, en suma, imponer el servicio de la sisa que pretendía era provocar tal ruina y atentar de tal forma las costumbres y privilegios de Castilla, que de temer sería que se provocase otro alzamiento tan fuerte como el pasado de las Comunidades, a sentir del Condestable:

… que fue tan grande como liviana ocasión, que estuvo S.M. en punto de perder estos Reinos, y los que les servimos, las vidas y haciendas[157]

Tal fue el enfrentamiento que hubo entre la alta nobleza y el Emperador. ¿Es la actitud de las Cortes? Si consideramos las de 1538 como Cortes Generales, habría que entenderlo así, por lo que hace al brazo nobiliario; en todo caso, las ciudades también ofrecieron resistencia a Carlos V. Tres de las más destacadas de Castilla la Vieja y León, Burgos, Valladolid y Salamanca, votaron en contra. Otras se mostraron reacias: Segovia, Madrid y Granada. Por lo tanto, estamos ante unas Cortes especialmente movidas, como no se recordaban otras desde los tiempos de las Comunidades, y quedaría el recuerdo de ellas, como nos lo refleja el cronista posterior Prudencio de Sandoval:

Las Cortes del año 1538 fueron tan célebres por el llamamiento general que el Emperador hizo de todos los Grandes y señores de título[158]

¿Qué directrices encontramos en estas Cortes Carolinas respecto a la política exterior? En primer lugar, la oposición clara a las continuas guerras que se tenían con Francia y con el norte de Europa, a partir de 1542; segundo, el rechazo a la figura del rey-soldado, y en tercer lugar, a las ausencias del monarca. En ese sentido, el relevo de Carlos V por Felipe II sería mirado con satisfacción: Felipe regresa a España en 1559 portando la paz con Francia, huirá de estar en el campo de batalla y, finalmente, sólo se le verá contento en Castilla. De todas formas, hay que recordar lo que ya hemos indicado antes: que sorprendentemente las Cortes de 1555 se muestran rendidas a Carlos V, reconociendo y valorando «sus altos pensamientos», y que incluso justifican sus ausencias porque habían sido para intentar la pacificación de Europa; como si dijéramos, las Cortes han perdido su xenofobia y se han dejado ganar por el impulso imperial, europeizando su lenguaje.

Los comienzos con Felipe II serían muy distintos a los de su padre, y más a tono con esa reconciliación final a la que hemos asistido. No en vano, como hemos señalado, Felipe II suponía la vuelta de un rey castellano a Castilla, portador de la buena nueva de la paz de Cateau-Cambrésis con Francia, que durante muchos años marcaría unas relaciones amistosas con los franceses, bajo el símbolo de la nueva esposa del Rey: Isabel de Valois, por algo llamada también Isabel de la Paz.

Sin embargo, lo cual no deja de sorprender, cuando Felipe II propone a las Cortes de Madrid de 1563 nada menos que la conquista de Argel, aquello por lo que había suspirado la España de Carlos V, se encuentra con unas Cortes vacilantes, que alargan sus sesiones, sin ser capaces de llegar a un acuerdo, hasta el punto de que el Rey declare mostrarse «muy deservido», disolviéndolas finalmente en el mes de agosto[159]. ¿Cómo explicarse ésa atonía? ¿Estaba demasiado reciente el desastre sufrido en las Djelbes en 1560? En ese año, en efecto, una flota mandada por don Juan de Mendoza, que había salido de Sicilia para la conquista de la isla africana, había sido severamente derrotada por Dragut, muriendo la mayoría de los expedicionarios españoles. Dos años después, en 1562, un fuerte temporal había destruido 22 galeras españolas en la bahía de La Herreruela, en la costa granadina, dejando más indefensas las costas del Mediterráneo español. Por todo ello, se temían ataques de corsarios y no sólo sobre las costas de Levante, juzgando los enemigos que tenían «muy buena ocasión y disposición por las dichas pérdidas que han sucedido», como se indica en el seno de las Cortes[160]. Eso podría explicar que estuvieran los ánimos alicaídos y que las Cortes no acogieran con entusiasmo la propuesta del Rey. Quizá influyera también que se recordara que el más duro revés que había sufrido Carlos V había acaecido ante los muros argelinos. En suma, la empresa de Argel sería abandonada, sin que los lamentos de los cautivos, como los recogidos en el famoso poema de Cervantes, encontrasen eco.

Más fortuna tuvo Felipe II ante las Cortes castellanas de 1566, reunidas en diciembre de aquel año, cuando ya habían llegado las noticias de los graves desórdenes ocurridos en Flandes a cargo de los iconoclastas calvinistas; de forma que las Cortes se abren el 18 de diciembre de 1566 y el 9 de enero de 1567 los procuradores dan cuenta al Rey de haber concedido el servicio requerido de 304 millones de maravedíes[161]. En compensación, las Cortes ruegan al Rey que no se ausente del reino, petición en principio rechazada por Felipe II en estos firmes términos:

Como quiera que nuestro asiento y continua residencia ha de ser en ellos [los reinos de Castilla], por ser, como son, la silla y principal parte de nuestros Estados, y por el mor que Nos les tenemos; mas no podemos asimismo excusar de visitar algunos de los otros Reinos y Estados, principalmente los de Flandes, donde (como habéis entendido) es tan importante y tan necesaria de presente nuestra presencia para el asiento de las cosas dellos. Y ansí por importar, como esto tanto importa, a nuestro servicio, habemos determinado nuestra partida a los dichos Estados con toda brevedad[162]

Ahora bien, dado que en definitiva el Rey no saldría de España, hay para pensar si en su última decisión no influiría el ruego de las Cortes castellanas.

En 1570, la alarmante situación creada por la rebelión de los moriscos granadinos en Las Alpujarras lleva a Felipe II a convocar Cortes en Córdoba, siendo la única vez que lo hace fuera de Madrid desde que trasladara a la villa del Manzanares su corte. Diríase que también en esta ocasión sintoniza el Rey con las Cortes. El discurso de la Corona ante las Cortes, leído por el secretario Eraso en el palacio episcopal, donde se alojaba el Rey, detallaría los esfuerzos regios por la defensa del reino y por asumir dignamente su papel de primera potencia de la Cristiandad; particular efecto debieron tener, entre los asistentes, las referencias a las contundentes victorias del duque de Alba en Flandes, que parecían haber resuelto aquel difícil problema, por la vía de la fuerza; también, por supuesto, aquello que entonces tocaba más de cerca al reino: la rebelión de Las Alpujarras, «que de pequeños principios ha venido a ser tan grande y de tanta consideración», y de forma que había movido al Rey a convocar las Cortes en Córdoba «… para dar calor en este negocio…», pues había el temor de que el Turco acudiese en ayuda de los rebeldes. Se añadía además la información de que el Rey se casaba de nuevo, habiendo elegido como esposa a su sobrina Ana de Austria. En la respuesta de las Cortes hecha por Burgos se aprecia la profunda compenetración existente en esos momentos entre Rey y reino. Se aludirá «a la grandeza de ánimo» con que el soberano había acudido a todas las necesidades del reino y aun de la Cristiandad. Se tenía por muy públicos y notorios los muchos gastos que por ella había soportado; por todo lo cual se concluía:

Ansí es muy justo y muy debido que ellos —los reinos de Castilla— extiendan sus fuerzas para servir a V.M. en todo lo que pudieren[163]

En cuanto a la boda con la princesa Ana de Austria, sería acogida con gran contento «por la naturaleza que tiene en estos Reinos»[164]. No hay duda: los procuradores de las Cortes sabían muy bien que doña Ana de Austria, su nueva reina, había nacido en el pequeño lugar de Cigales, cercano a Valladolid. Por lo tanto, se cumplía el perfecto ideal: que tanto el Rey como la Reina fueran castellanos; sería la única vez en toda la Edad Moderna.

En 1579, las perspectivas de incorporación de Portugal no dejan indiferentes a las Cortes castellanas. La muerte del cardenal don Enrique les hace lamentar que se hubiera producido cuando se esperaba de un momento para otro que declarase a Felipe II como heredero. Se plantea que el reino debía asistir al Rey en su justa pretensión. El licenciado Pacheco, procurador por Ávila, recordará que Portugal había sido «miembro y cosa apartada deste reino de Castilla», y que así se juntaría con su cabeza[165]. En fin, en la sesión del 11 de agosto de 1581, cuando ya Felipe II estaba en Portugal, se declara solemnemente que el reino «estaba muy dispuesto a acudir a todo lo que en este caso debe y puede…»[166]. Y como el esfuerzo económico se suponía grande, se idean diversos arbitrios, entre otros un empréstito general, en proporción con las fortunas, que debía cobrarse mediante censo, en que entrasen todos, pecheros y privilegiados, salvo los pobres y los oficiales de los gremios artesanos[167].

Por lo tanto, lo mismo frente a las alteraciones de la periferia como en las internas, y de igual modo ante la lucha contra el Islam que ante la anexión del reino portugués, la unidad no se rompe entre Rey y reino. Tendrá que suceder el desastre de la Armada Invencible, acumulándose las guerras en el exterior y los males en el interior sobre una población agotada y hambrienta, para que se oigan voces de protesta en el seno de las Cortes, tal como habían sonado bajo Carlos V en las de Toledo de 1538. El Rey las había convocado para el mes de mayo de 1592. En el discurso de la Corona se aludirá, sin embargo, más que al desastre naval y a la necesidad de recuperar el prestigio en el mar, a Francia y a Flandes; a Francia, donde aún seguía encendida la guerra civil entre católicos y hugonotes, y a Flandes, donde la rebelión seguía siendo tan fuerte, pese al buen gobierno de Alejandro Farnesio (que moriría precisamente en diciembre de aquel año). Para hacer frente a toda esta situación se pedía la oportuna ayuda del reino; recuérdese que Felipe II aún no había desistido de su proyecto de ver a su hija Isabel Clara Eugenia reina de Francia. Pero en la respuesta de las Cortes al discurso de la Corona se echó de ver que la cosa no se presentaba fácil. Por supuesto, se proclamaría como siempre que se darían vidas y haciendas, pero se añadiría en seguida cuán alcanzado estaba el reino, de forma que las Cortes

… tratarán del remedio de tantas y tan notorias necesidades, con sumo dolor y sentimiento de que la calamidad de los tiempos tenga a estos reinos tan adelgazados y enflaquecidos, que sea necesario que V.M., como rey natural y verdadero señor, nos vaya a la mano y de tal manera mida nuestra posibilidad que, no agotándose, podamos ir cobrando fuerzas para servir en las ocasiones que se ofrecieren[168]

¿No sería el momento de abandonar las guerras divinales y de buscar con ahínco la paz? Éste sería el criterio del procurador por Madrid Francisco de Monzón: era ya hora de olvidarse de aventuras imposibles, viene a decir el procurador madrileño, para cuidar de la propia casa tan maltratada, de forma que si los pueblos de otras naciones se querían perder, que se perdieran[169].

Es cierto que ése no sería el unánime sentir, pues un procurador por Murcia, don Ginés de Rocamora, abogó en un brioso discurso por continuar defendiendo «la causa de Dios», como habían hecho en su tiempo los Reyes Católicos, con la ciega confianza de que Dios abriría su mano regalando a España con nuevas Indias y mejores tesoros, para que se pudiera reducir toda Europa bajo el signo de Roma (incluidas Alemania, Polonia y Moscovia). Y así «… volverán a florecer en cristiandad las naciones desta nuestra Europa…»[170].

En todo caso se trataría de unas largas Cortes de seis años —cosa que jamás había ocurrido en Castilla—, que se prolongarían hasta el final del reinado de Felipe II, y que se verían sometidas a fuertes presiones por el Rey, como pudo demostrar ampliamente Echevarría Bacigalupe[171].

Si recapitulamos un poco sobre todo lo que hemos ido señalando sobre la política internacional de las Cortes de Castilla, encontraremos que algunos de sus principios parecen asumidos por los reyes de la Casa de Austria, al menos en el Quinientos. Entre esos principios yo destacaría, en primer lugar, el de la castellanización de la dinastía, llevada a tales extremos que se pediría a Felipe II que el príncipe don Carlos se casara con su tía doña Juana, de forma que, si así se realizaba, sería «gran merced y contentamiento del Reino»[172]. Por eso se recibirá con tanta alegría la cuarta boda de Felipe II con doña Ana de Austria, destacándose en seguida de la nueva reina «su naturaleza» castellana. De ahí que, en general, las relaciones fueran mejores con Felipe II que con Carlos V, por el hecho mismo de que el Emperador aparecía en un principio como extranjero (Carlos de Gante), mientras que Felipe II no sólo había nacido en Castilla, sino que además se sabía que en cualquier otra parte se encontraba como desterrado. Sin embargo, curiosamente, Carlos V se verá apoyado por las últimas Cortes que convoca (las de 1555, y quizá porque ya se sabe que ha decidido retirarse a Yuste), mientras que Felipe II se verá con dificultades con las postreras suyas.

Las Cortes pedirían que la vasta Monarquía católica se gobernase desde Castilla y rechazan el modelo del rey-soldado; en ese sentido, ya hemos indicado hasta qué punto se sentían más cerca de Felipe II que de su padre, el Emperador. Ahora bien, en cambio reprocharán a Felipe su modo de dirigir la política exterior sin acudir a las consultas del Consejo de Estado, ni al de Guerra. Así, a poco de empezar su reinado, el Rey oirá a las Cortes de 1563:

Otrosí: suplicamos a V.M. mande que en su real presencia se hagan algunos Consejos de Estado y Guerra para que particularmente V.M. vea y entienda lo que se trata y resuelve, y las causas que para ello hay[173].

Petición que el Rey rechazaría, como una intromisión en su sistema de gobierno. Y así contestará:

A esto vos respondemos que en el tractar de los negocios se tiene la orden que más a nuestro servicio conviene[174]

También comulgan las Cortes con la idea de que la Monarquía era un Estado confesional, de forma que a las obligaciones de defensa del catolicismo en el exterior añadiesen la recomendación de que los alcaldes y corregidores de plazas fronterizas o marítimas —la otra frontera, la del mar— fueran cristianos viejos,

… porque es negocio que va en ello lo que V.M. entiende[175]

Digamos, en fin, que tanto las Cortes Carolinas como las filipinas mostraron su personalidad, sobre todo entre 1518 y 1523, las primeras, y después de 1588, las segundas. Otra cosa es que tuvieran poder decisorio para modificar la política regia en cualquier aspecto de la vida nacional y concretamente en la política exterior, posibilidad que perdieron, evidentemente, después de Villalar; aunque en ocasiones parece cierto que su resistencia pasiva obliga al Rey a renunciar a determinados proyectos. Ése sería un factor a tener en cuenta cuando se considera el abandono de empresas como la cruzada de 1538 o la conquista de Argel de 1563.

Aparte de eso, parece notorio que no daba más de sí el juego de aquellas Cortes, dentro de una monarquía de tipo autoritario, como la de los Austrias mayores[176].