10 OBJETIVO: LISBOA. LA UNIÓN DE PORTUGAL Y CASTILLA BAJO FELIPE II
Estamos ante un tema de la gran historia, una de esas materias que aparecen con detalle en todos los manuales escolares y sobre los que se ha volcado abundante material documental a cargo de destacados especialistas.
Es algo que he querido reflejar en el mismo título de este capítulo, pues no se trata de un error o de un descuido el que hable de Portugal y Castilla, en vez de Portugal y España, que para no pocos parecería lo más correcto.
Y es que entiendo que lo que se puso entonces en juego fue la conjugación de los destinos de los dos pueblos que tenían en el Quinientos tan marcada proyección ultramarina, dentro de aquella operación de unificación peninsular bajo una sola Monarquía.
Cierto: la unidad política de la Península tenía sus remotos antecedentes, desde los tiempos de Roma y más; sí se quiere, desde los de la Monarquía visigoda. Sin embargo, no es menos cierto que desde la Baja Edad Media lo que se plantea reiteradamente no es la unión de España y Portugal, sino de Portugal y Castilla. Por lo tanto, será preciso atenerse a esos precedentes para enfocar adecuadamente lo que ocurre bajo Felipe II y para entender lo que supone Portugal dentro del idearium político del Rey Prudente.
De entrada, un concepto equivocado, un error que se desliza con frecuencia y que conviene corregir, es el de presentar una España, la de Felipe II, como potencia política ampliamente desarrollada que se engulle con facilidad un nuevo reino precariamente vertebrado. Porque los hechos nos dicen algo muy distinto.
Y así la verdad es que Portugal se alza como uno de los primeros pueblos del occidente de Europa que saben configurar una potente estructura política, en la línea de los Estados nacionales, que tanto perfilan la Edad Moderna. Desde el siglo XIII vemos a Portugal con todas las características propias de un Estado moderno, con sus fronteras bien delimitadas: 1279, toma de Faro y eliminación de la frontera sur musulmana; 1297, tratado de Alcañices, que fija los límites fronterizos con Castilla. Para entonces ya contaba Portugal con su gran capital en Lisboa, con sus Cortes funcionando en dialéctica política con la Corona, con su centro cultural universitario, pronto pasado a Coimbra, y con su centro religioso de Alcobaça. De forma que el primer Estado nacional de los tiempos modernos no lo configura ni Francia ni Inglaterra ni, por supuesto, España, sino Portugal. Yo escribía en 1986:
Esa fuerte estructuración nacional permite comprender la fácil superación de la crisis sucesoria producida a la muerte del rey don Fernando en 1383, que encumbrará a la dinastía Avis, con Juan I; situación consolidada en el campo de batalla, con la aplastante derrota de los castellanos de Aljubarrota, la batalla por antonomasia del reino luso, recordada en el célebre monasterio de tal nombre (Batalha). Se ponen así las bases para el impresionante despliegue en Ultramar que los portugueses realizan en el siglo XV…
Por lo tanto, a partir de aquella contundente victoria sobre el otro rey Juan (Juan I de Castilla), se convertiría Portugal en una de las grandes protagonistas de la historia universal, y ello hasta tal punto que, cuando sea Castilla la que caiga en problemas sucesorios, con la dudosa actuación de Enrique IV, el rey luso Alfonso V crea que era el momento de emprender una expansión hacia el Éste, invadiendo Castilla, a favor de los que parecían legítimos derechos de la reina Juana, de sobrenombre La Beltraneja.
Alguna vez lo indiqué: lo que se planteó entonces no fue tanto el pleito entre Isabel y Juana como entre una Castilla que quería vincularse a Portugal y otra que quería hacerlo con Aragón. Era evidente que se estaba entrando en la era de las mayores formaciones políticas, pero estaba por ver cuál era la dirección correcta; y si triunfó a la postre la corriente filoaragonesa quizá fuera, entre otras cosas, porque en Castilla subsistía el mal sabor de la derrota de Aljubarrota y, aún más, porque con la unión con Portugal parecía que Castilla era la subordinada. Eso es lo que quiero subrayar: el primer intento serio de unión entre Portugal y Castilla, en la Edad Moderna, arranca de Portugal.
Y no sería el único, puesto que cuando los reiterados enlaces entre las dos casas reinantes cristalizan en el nacimiento de un príncipe que parece destinado a heredarlo todo, ese príncipe sería un portugués; su nombre, Miguel, el príncipe jurado heredero por las Cortes de Portugal, de Castilla y de Aragón, al que sólo su temprana muerte en 1500 dejaría fuera de juego. Era el hijo del rey Manuel, O Venturoso, y de la princesa Isabel de Castilla, de forma que podría creerse en la euforia portuguesa por aquella perspectiva. No es seguro, sin embargo, que ello fuera así. Justa de la Villa nos indica:
… los portugueses que aún conservaban los odios de sus antiguas rivalidades —con Castilla, se entiende—, no veían con tan buenos ojos como en Castilla la perspectiva de esta unión de las dos Coronas.
En cambio, otro era el sentimiento en España si tomamos el testimonio de Juan Ginés de Sepúlveda, donde encontramos este lamento por la muerte del príncipe niño:
… Miguel, nacido para esperanza de toda España y de tantos Reinos, murió prematuramente, cuando apenas había cumplido dos años[713]…
Pero, en todo caso, lo indudable es que por aquella vía se estaba superando el anterior forcejeo bélico: la unión de los dos pueblos, no por la imposición de las armas, sino como un resultado de felices alianzas matrimoniales. Porque si algo parece claro es que lo que las dos dinastías pretenden con tan reiterados enlaces es algo más que la amistad entre las dos naciones. Baste el recuento de aquellas uniones: en tiempos de los Reyes Católicos son dos las princesas españolas que toman el camino de Lisboa, Isabel y María. Isabel, en dos ocasiones, pues después de la muerte de su primer marido, el príncipe don Alfonso —el que muere a causa de una caída de caballo en Santarem, provocando una leyenda que perduraría hasta los tiempos de Felipe II—, lo haría con don Manuel el Afortunado; el cual, cuando enviuda de Isabel, renueva la alianza con Castilla desposando a la infanta María, de la que tendría tantos hijos (entre ellos a Isabel, la futura emperatriz, y a don Luis, el padre de don Antonio, prior de Crato y rival de Felipe II en la década de los ochenta). Y no pararía ahí la inclinación de don Manuel hacia Castilla, pues a la muerte de María renovaría otra vez aquella alianza, con su tercera boda, en este caso con la hermana mayor de Carlos V, doña Leonor. Por ello, hemos de considerar que tanta reincidencia no es obra del azar y que había algo más que una cierta habilidad de los diplomáticos españoles de aquella hora, tanto más que en la siguiente generación prosiguen aquellas alianzas. Sería el momento en el que las Cortes castellanas pedirían al César su boda con una princesa portuguesa, la nieta y homónima de la Reina Católica, en la que era fama que apuntaban todas las virtudes de su ilustre antepasada. Y ese enlace se doblaría con el del rey Juan III de Portugal con la infanta Catalina, la hermana menor de Carlos V. Por último, y para cerrar este recuento de los enlaces entre las dos casas reinantes, recordemos que la tercera generación seguiría iguales derroteros, con la doble boda de Felipe II con María Manuela y de Juana de Austria con el príncipe Juan Manuel de Portugal.
¿Qué podemos concluir a la vista de todo ello, sobre todo si tenemos en cuenta que ya en los primeros momentos se asiste al posible heredero de las tres Coronas, de Portugal, Castilla y Aragón? Como mínimo habría que entender que se tenía conciencia de que aquello podía repetirse y, por tanto, que era el camino para la unidad política de la Península. Es más, yo diría que era una posibilidad querida y buscada por ambas partes (en la cumbre, cierto, no en los pueblos). En 1499, ya lo hemos dicho, la solución estuvo a punto de inclinarse a favor del príncipe don Miguel de Portugal; en 1554, a la muerte de Juan Manuel, la situación parece favorecer al príncipe don Carlos, lo que ocasionará un intento diplomático de Carlos V, enviando a Lisboa al padre Francisco de Borja (aquel marqués de Lombay que había asistido a la muerte de la emperatriz Isabel). Y cuando sucumbe en Alcazarquivir el rey don Sebastián sin sucesión, las cartas estaban dadas y todos los triunfos se hallaban en manos de Felipe II, que no en vano era «el hijo de la portuguesa». Ahora bien, con el recelo y la oposición de un amplio sector de Portugal, manifestado desde el mismo momento de las bodas de Felipe y María Manuela, cuando el marqués de Villarreal se oponía diciendo «que no convenía que se hiciese, porque era dar Portugal a Castilla»[714]. Obsérvese ese juicio: a Castilla, no a España.
Hemos procurado resaltar lo que parecía estar en el ambiente de aquellas monarquías del Quinientos, lo que parecía corresponder a las corrientes de la época, lo que parecía ser el resultado de los deseos de los dos pueblos. La vecindad entre Castilla y Portugal se había traducido en dos conflictos bélicos de la mayor envergadura, en el siglo que va entre las dos batallas de Aljubarrota (1385) y Toro (1476), de signo distinto, si nos referimos al vencedor, pero similares en cuanto que ambos significaban la apelación a la violencia para lograr la unión; a partir de ese momento y, sobre todo, del tratado de Tordesillas de 1494[715] ambas Coronas entienden que la garantía de su grandeza histórica estriba en una buena vecindad y en acudir no a las armas, sino a la diplomacia, para resolver sus problemas fronterizos y el reparto de las respectivas zonas de influencia en el ámbito de los descubrimientos geográficos. Es ahí donde, al pactar la concordia, se establece la conveniencia de un entendimiento que permita el afianzamiento portugués en el lejano Este oceánico y la expansión de Castilla en las Indias Occidentales, y véase que otra vez, en ese campo de los entendimientos convenientes y necesarios, para el reparto de las expansiones oceánicas, hemos de hablar de Portugal y de Castilla, y no de Portugal y España.
Ahora bien, en la historia también cuentan los grandes personajes que, precisamente por ello, consiguen un cierto poder decisorio. De ahí que sea el momento de traer a la palestra a Felipe II, con su firme deseo de hacer buenos sus derechos a la Corona portuguesa, cuestión sobre la que el Rey Prudente tenía estímulos muy personales.
De entrada hemos de tener en cuenta que aquella Emperatriz que se despedía en sus cartas de Carlos V en su dulce idioma, con la fórmula «Beijo as maos de Vosa Magestade», hablaba sin duda en portugués con su hijo Felipe; como lo haría también su aya, doña Leonor de Mascarenhas; al igual que el paje portugués que con él jugaba de niño, Rui Gomes de Silva. También en portugués oiría a su primera mujer, la infanta María Manuela. De forma que los recuerdos de su infancia y de su adolescencia le hablaban constantemente de Portugal, de igual forma que sabía que aquellos faraónicos enlaces que habían acometido sus antepasados iban todos encaminados a unir más fuertemente ambas Coronas y, si el caso llegaba, a establecer una misma Monarquía.
Evidentemente, cuando la diplomacia imperial apuntó a una estrecha alianza con la Inglaterra de María Tudor, o cuando Felipe II apostó por la unión con la Francia de los Valois, todo aquello quedó, si no en el olvido, al menos en la simple buena vecindad entre los dos pueblos; aquello de que no hubiese una frontera conflictiva a occidente de Castilla, máxime cuando pareció que el rey don Sebastián se iba afianzando en su trono. Pero la aventura de Alcazarquivir abrió unas perspectivas a las que Felipe II no pudo mostrarse indiferente. Estaba claro que los viejos sueños de la unidad peninsular se ponían otra vez en funcionamiento.
Sería algo que Felipe II tomaría con la mayor seriedad. No era sólo que estuviera apoyado por los mejores derechos; es que, además, estaba ansioso por ejercitarlos. Aquí es el hijo de la portuguesa el que actuará con la mayor decisión.
De ahí que la operación de Lisboa, iniciada poco después de conocerse el desastre portugués de Alcazarquivir, fuera la más personal y la más ilusionada de las emprendidas por Felipe II. Y al punto se vio que caminaba con buena fortuna, porque todos los convocados por el Rey Prudente para aquella misión se prestaron incondicionalmente a cumplir lo que el Rey les iba marcando; tanto la nobleza como el pueblo, a un lado y otro de la frontera, se dieron cuenta de que Felipe II ponía todo su empeño en alzarse con la herencia que parecía poner en sus manos el destino.
Está en todos los relatos tradicionales: la aventura africana, que tan cara le costaría al rey don Sebastián de Portugal, estuvo precedida de una entrevista en la cumbre entre los dos soberanos. Fueron las Vistas de Guadalupe, celebradas en diciembre de 1576. Y también cuentan esos relatos que el apoyo prometido por Felipe II fue lo que acabó de decidir a don Sebastián a pasar el Estrecho, ofuscado por su ansia de adueñarse de Marruecos y de poderse titular como rey de reyes; un sueño que le acabaría costando la vida y que abriría la crisis sucesoria. Por lo tanto, y aplicando la vieja fórmula latina cui prodest(?), cabe concluir que aquellas entrevistas de Guadalupe estuvieron marcadas por el signo de lo maquiavélico. En suma, un hábil y experimentado monarca alentando a un príncipe alocado que caminaba a su ruina. Sin embargo, aun concediendo a las jornadas de Guadalupe toda su importancia, considero que en la visión tradicional cabe introducir algunas variantes. En primer lugar, porque la operación marroquí, mirada con ojos europeos desde la perspectiva de 1576, no hay que considerarla tan descabellada, como tantos historiadores consideran hoy en día, a toro pasado. No era el vano sueño de grandeza de un príncipe desequilibrado.
En la misma España, después de la toma de Granada, eran no pocos los que creían que era llegada la hora de la réplica, el momento de lanzarse sobre los territorios norteafricanos. Podría recordarse aquí la consigna de la reina Isabel la Católica a sus sucesores marcada en su Testamento: «… e que no cesen de la conquista de África…».
O bien, la campaña alentada por Cisneros, que había dado la toma de Orán, con la que se abriría una serie de rápidas conquistas de Fernando el Católico, llevando las armas hispanas hasta la lejana Trípoli. Es cierto que Carlos V se había fijado más en el reino tunecino, como salvaguarda de las costas italianas (provocando el malestar de los castellanos, bien reflejado en la correspondencia de la emperatriz Isabel), y que su fracaso ante Argel en 1541 frenó no poco las ansias expansivas de los españoles en el norte de África. Sin embargo, Felipe II planeó a principios de su reinado una nueva ofensiva sobre Argel, que inexplicablemente no fue bien acogida por las Cortes castellanas. En todo caso, como un eco de cierto sector, cabría citar los anhelos de Matías de Venegas, familiar sin duda del embajador Pedro de Venegas, enviado por Felipe II a Marruecos tras conocer el desastre de Alcazarquivir. Por entonces, el Rey estaba muy interesado en prestar ayuda a los nobles portugueses cautivos en aquella jornada, sintiéndose obligado en su condición de monarca más poderoso de la Cristiandad, y también el que debía estar atento a bienquistarse con la opinión pública portuguesa. En todo caso, Matías de Venegas, al percibir las posibilidades abiertas con la guerra civil desatada en Marruecos, comentaba eufórico:
El Reino está temblando, según dicen. La gente de guerra es bien pagada y mucha, pero hay tanto apasionados, de los que hay en la tierra por el hijo del Moluco que está en Argel, que plega a Dios hagan de manera que nos quedemos con todo[716].
Por lo tanto, el rey don Sebastián se hizo eco del sentir de no pocos de sus contemporáneos: la conquista de Marruecos era factible; otra cosa fue la manera en que se llevó a cabo aquella empresa, sobre cuyos riesgos Felipe II advirtió noblemente a su sobrino.
Sabemos los términos tratados, la presión de don Sebastián para conseguir el mayor apoyo posible, tanto económico como militar, y su deseo de afianzar la alianza entre los dos países proponiendo incluso su boda con la infanta Isabel Clara Eugenia, la hija bien amada de Felipe II. Aun así, queda algo por puntualizar.
En primer lugar, resulta evidente que el mayor interesado en aquella entrevista era el rey don Sebastián, no sólo porque le importaba mucho obtener el apoyo de España, sino también por asegurarse las espaldas, a la hora de abandonar Portugal, dejando el reino desguarnecido y a merced de un ataque por sorpresa de los tercios viejos castellanos. Pero también debemos tener en cuenta los dos protagonistas de aquellas jornadas de Guadalupe: por un lado, un rey joven, con poca experiencia política y, lo que era más grave, en la misma línea inestable que su primo don Carlos; por otro, un monarca maduro, con más de veinticinco años de práctica al frente del Estado, si contamos desde 1551, año en el que el Emperador le confía el gobierno de España. Y aún me parece más relevante otro matiz, menos destacado de lo que se debiera: el hecho mismo de que Felipe II accediera a entrevistarse con su sobrino, pues no olvidemos que la iniciativa partió de don Sebastián. Pues, en efecto, sería la única vista que Felipe II mantendría con otro soberano, en marcado contraste con la frecuencia con que el Emperador, su padre, había acudido a tales entrevistas en la cumbre. Mientras Carlos V se había visto tres veces con Enrique VIII de Inglaterra, cuatro con Francisco I de Francia, cinco con Clemente VII y dos con Paulo III, siendo huésped de las cortes de Londres y de París, Felipe II rehuyó esa práctica diplomática, prefiriendo enviar a sus representantes, como en las Vistas de Bayona de 1565 concertadas con la reina Catalina de Médicis, en las que delegó en su esposa Isabel de Valois y en el duque de Alba. En este caso, como en el de la guerra, Felipe II prefiere mandar a otros, antes que salir de su corte, bien sean embajadores, bien generales, todo antes que asumir la acción directa. Algo totalmente consciente, pues lo formula como una medida de gobierno a su hija Catalina Micaela, para que convenciera a su marido, el duque de Saboya. Y de hecho, como muestra de su buena fe, también se lo diría a su sobrino don Sebastián, para apartarle de su idea de acaudillar el ejército con que pensaba actuar en Marruecos; ésa sería la misión que encomendaría al humanista Arias Montano.
Ahora bien, y en relación con las Vistas de Guadalupe, adonde accede a ir atendiendo a la petición de don Sebastián, eso nos dice hasta qué punto Felipe II está valorando todo lo concerniente a Portugal. Y no existen indicios de que animara a su sobrino a la arriesgada aventura africana, antes al contrario. Pero cuando tuvo noticia del desastre de Alcazarquivir (4 de agosto de 1578, con la muerte de don Sebastián y de buen número de hidalgos portugueses, puso en marcha todo su dispositivo, tanto el diplomático como el bélico, para conseguir la herencia portuguesa como nieto del rey don Manuel el Afortunado.
Otros dos nietos restaban del rey don Manuel el Afortunado: doña Catalina de Braganza, duquesa de Braganza, hija del infante don Duarte, y el prior de Crato, don Antonio, hijo del infante don Luis.
Por lo tanto, tres aspirantes al trono, tres nietos del rey don Manuel, dado que la línea directa del rey Juan III había desaparecido con la muerte de su nieto don Sebastián sin hijos. ¿Por qué Felipe II se creía con mejores derechos?
Era claro. Don Antonio era hijo ilegítimo de don Duarte y de una hermosa conversa; trataría desesperadamente de que el cardenal-infante y ya rey don Enrique lo reconociera como hijo de legítimo matrimonio, pero sus pruebas no fueron reconocidas como válidas. En cuanto a doña Catalina, su condición femenina la ponía en desventaja por la general norma sucesoria entonces existente —y todavía en vigor—, que daba preferencia a los candidatos varones.
Aunque no todo estaba tan claro. Catalina aducía que sus derechos eran mejores porque procedía de línea masculina, y puesto que su padre don Duarte hubiera sido preferido a la madre de Felipe, la emperatriz Isabel, ella debía ser la aventajada; no valiendo el argumento de la edad (la emperatriz Isabel era mayor que su hermano don Duarte).
Felipe II era el legítimo nieto varón del rey don Manuel el Afortunado; pero Catalina tenía a su favor el ser portuguesa, que no era poco, pues el pueblo, el clero bajo y la Compañía de Jesús estaban a su favor.
Por ello, Felipe II podía aspirar al trono portugués, pero lo que estaba claro, la fuerza de sus argumentos estribaba sobre todo en la de su ejército.
Y eso ya lo vieron los contemporáneos, como el padre Mariana, quien, después de pasar revista a los diversos pretendientes y sus argumentos, comenta:
Todo esto hacía el derecho dudoso, por donde los juristas tuvieron ocasión de escribir largamente sobre el caso, sin que faltase a ninguno de los pretendientes razones ni abogados…
Pero añade, sentencioso:
Verdad es que las armas estaban en manos del rey Don Felipe que siempre, y principalmente cuando el derecho no está muy claro, tienen más fuerza que las informaciones de los legistas y letrados; y es así de ordinario que entre grandes Príncipes aquella parte parece más justificada que tiene más fuerzas[717].
Sin embargo, no todo iba a ser tan fácil para Felipe II. ¿Dónde estaba la dificultad? En el apoyo popular. Felipe II era el hijo de la portuguesa, Isabel la emperatriz, cierto, pero era el heredero nacido en Valladolid, el castellano. Resultaba evidente que Portugal prefería a un rey nacido en su tierra, a un rey que le pusiese además a resguardo de una temible absorción por aquella Castilla que ya dominaba medio mundo.
A partir de conocerse la muerte de don Sebastián, la diplomacia filipina empezó a moverse en todos los terrenos. Comenzando por obstaculizar los planes de quienes pretendían casar al viejo cardenal-rey don Enrique, que negociaban en Roma las pertinentes dispensas pontificias, y sobre ello Felipe II mandaría urgentes instrucciones a su embajador en Roma, don Juan de Zúñiga.
Había un objetivo que cumplir: que a la muerte de don Enrique se pudiera recoger aquella fabulosa herencia. No era sólo Portugal; también estaba su inmenso imperio colonial: la ruta de las Indias Orientales, con las plazas de aquella eficaz talasocracia montada en un proceso secular que arrancaba de principios del siglo XV, de Ceuta al castillo de San Jorge de la Mina, al cabo de Buena Esperanza, a Ormuz y a la misma India, a las islas de las Especias e incluso al Brasil. En 1580, ausentes Francia, Inglaterra y Holanda del proceso colonizador, era poner toda América en manos de un solo hombre: el Rey de las Españas, Felipe II. Un poder similar no tendría comparación en el mundo desde los tiempos de Roma hasta nuestros mismos días.
Por lo tanto, era mucho lo que estaba en juego. Y los pretendientes podían escuchar o plantear proposiciones increíbles, como la que oyó Catalina de Braganza de su homónima la reina madre de Francia, de que podía conseguir el apoyo francés si cedía Brasil a Francia.
En aquel torbellino de negociaciones diplomáticas, de preparativos bélicos y de presiones de todo tipo, Felipe II se presentaba como el candidato más firme. Como él diría, había consultado con hombres de ciencia y conciencia, que le habían asegurado que sus derechos eran los mejores e incuestionables. Cuando la muerte de don Sebastián sin sucesión y la avanzada edad del nuevo monarca, el cardenal don Enrique, dejaba abierta la sucesión al trono portugués, Felipe II proclamaría ya a todos los vientos que sus derechos eran los mejores:
Luego que se entendió la muerte del serenísimo rey de Portugal don Sebastián, mi sobrino, que Dios haya, di orden que, por personas de mucha ciencia y conciencia, así de estos Reinos como de fuera de ellos, se mirase y estudiase el derecho que yo tengo a la sucesión de los Reinos de aquella Corona…
Personas de ciencia y conciencia, letrados, sin duda, y, acaso, teólogos, fueron, pues, los llamados. Y para apartar la sospecha de que su voto estuviera mediatizado por su condición de castellanos, Felipe II acude también a otras personalidades. ¿Y cuál había sido el resultado?
… habiéndolo hecho con el cuidado y diligencias que la cualidad del negocio requería —añade el Rey—, fueron todos conformes en que, sin ningún género de duda, me pertenece justa y derechamente, por muchas y evidentes razones y, señaladamente, por ser yo varón y mayor de días y más idóneo que otros para el gobierno que ninguno de los otros que se llaman pretensores[718]…
En su argumentación, Felipe II hace caso omiso del prior de Crato, don Antonio; para él su ilegitimidad le ponía fuera de juego (aunque ya veremos que otros factores se lo volverían a dar, y muy activo). Aquí el Rey alude claramente a sus mejores derechos frente a Catalina de Braganza, por su condición de mujer y conforme a las leyes, que en situaciones similares marcan que el varón sea preferido a la mujer. Ambos eran nietos de Manuel el Afortunado, si bien Catalina tenía a su favor que procedía por línea directa, como hija del infante don Duarte, mientras que Felipe II lo era de la emperatriz Isabel.
Era evidente que Felipe II contaba con otro argumento: su inmenso poder; el temor que imponía a sus adversarios la posibilidad de poner en marcha su máquina de guerra sobre Portugal. Cierto que los rebeldes holandeses seguían haciéndole frente, en una sañuda guerra que duraba ya casi quince años y que no tenía indicios de terminar alguna vez; pero también lo era que ella había supuesto para los Países Bajos un asolamiento de sus campos y ciudades, con horribles saqueos de algunas de ellas, de lo que lo ocurrido en Amberes en 1575 era buena muestra.
Ahora bien, para Felipe II ése era un recurso postrero: el de la fuerza e incluso «el espantajo» del terror, como el que utilizará al nombrar al duque de Alba como capitán general de su ejército. Para él, lo ideal hubiera sido que el propio cardenal don Enrique le reconociese como sucesor y que como tal le permitiera entrar en Portugal sin derramar sangre; no, pues, con el posible estigma del invasor-opresor, sino como el buen rey señor natural de sus nuevos vasallos.
Porque lo que resulta curioso es que el temor que había manifestado Isabel la emperatriz en su lecho de muerte en 1539, que entonces se lanzase el Emperador a la conquista de Portugal, se iba a producir precisamente cuarenta años después y por la mano de su hijo. No el emperador-soldado, pues, sino el rey-burócrata y papelero; no el marido, sino el hijo, sería el que acabaría haciendo realidad los temores de la Emperatriz.
Pues, repito, Felipe II tenía un problema: entrar en Portugal sin violencia. Para ello era preciso que el viejo rey Enrique le reconociera su heredero y que las Cortes portuguesas lo confirmaran. El viejo Rey parecía propicio a ello y a tal efecto convocó las Cortes en Almeirín. Los brazos nobiliario y eclesiástico aceptaron, pero no así el popular, muy reacio a ver a un castellano como su nuevo soberano.
El cardenal Enrique nombró cinco gobernadores para que rigiesen el reino a su fallecimiento y llegasen a un acuerdo sobre la sucesión en caso de su muerte, lo cual era de esperar, dada su malísima salud. Pero Felipe II no quería entrar por esa vía negociadora de poner lo que él consideraba su evidente derecho a la Corona portuguesa en manos de ningún jurado.
Y, por una vez, los acontecimientos le cogerían preparado. Pocas veces en la historia de los tiempos modernos reunió rey alguno equipo similar: en el ejército, con figuras como Sancho Dávila y Francés de Álava, y mandado nada menos que por el duque de Alba —y sobre esto volveremos—; en la marina, Recalde y, sobre todo, el marqués de Santa Cruz; en la diplomacia, el portugués Cristóbal de Moura; en el centro del Estado, habiéndose librado ya del traidor Antonio Pérez, el cardenal Granvela; y como auxiliares, la alta nobleza gallega, leonesa, extremeña y andaluza, como los condes de Lemos y Monterrey y como los duques de Alburquerque y Medina-Sidonia presionando sobre sus vecinos y amigos, y, en algunos casos, parientes de la alta nobleza portuguesa del otro lado del Miño, del Duero, del Tajo y del Guadiana.
Aun así, la cuestión era de tal magnitud —no en vano se consideraba a la Corona portuguesa como la más rica de Europa, por sus tratos con las Indias Orientales— que esa Europa no permanecería indiferente. Ni en Londres ni en París se veía despreocupadamente aquel enorme incremento del poderío de la Monarquía católica. Enrique III estaba dispuesto a ayudar a los duques de Braganza si defendían sus derechos frente a Felipe II, y a la pregunta de los Duques de con cuántas fuerzas podían contar, el embajador francés Saint-Gonard le contestó sin vacilación: «Con todas las que sean necesarias»[719].
Más remisa se presentaba Isabel de Inglaterra, quizá temerosa de que Felipe II tomara represalias, apoyando al partido de María Estuardo. Pero el propio papa Gregorio XIII se creyó obligado a intervenir, mandando un legado, con la misión de recoger las aspiraciones de los diversos pretendientes y fallar en consecuencia.
Era una oportunidad no sólo de resguardar la paz de la Cristiandad, ante el temor de una general conflagración, sino también de probar a todos la importancia de la Iglesia como árbitro en los grandes conflictos de la Cristiandad.
Y nada pudo ofender más a Felipe II. La intervención de Roma le ponía en una muy difícil situación, puesto que le llevaba a enfrentarse con el Papa, negándole su poder de arbitraje que podía poner en duda sus mejores derechos.
De ahí la dolorida carta que Felipe II escribió al Papa, cuando la suerte de las armas estaba aún por señalarse y cuando su legado, el cardenal Riarsio, insistía en cumplir su misión de arbitraje; incluso amenazando con retirar a la Monarquía la ayuda económica del subsidio del clero castellano:
Muy Santo Padre:
El amor y respeto que a S.S. he tenido, nadie mejor que V.S. lo sabe. Los trabajos que en su Pontificado han pasado por mis Estados también son públicos, y que los más dellos han sido por haber yo tomado tan a pecho la defensa de la Iglesia y extirpar las herejías…
El Rey presentaba sus agravios. Pese a tantos sacrificios como buen rey católico, ¿qué había obtenido?:
… cuanto más éstos —los trabajos— han ido cresciendo, más olvido ha mostrado V.S[d]. dellos…
Y, finalmente, el intento de mediar en Portugal tan en su daño. Esto había colmado la medida. El Rey, tan respetuoso con Roma, se torna amenazador. ¡No sería la primera vez que los tercios viejos entraran en la Ciudad Eterna!
Y así añade al Papa:
No puedo dexar de maravillarme y he mandado al marqués de Alcañices que lo represente a V.S[d]. y me traiga entendido qué es la causa, para que yo me pueda resolver en cómo se habrá de proceder de aquí adelante por mi parte[720].
Eso ocurría en el mes de agosto de 1580, cuando ya la campaña de Portugal estaba en su momento cumbre.
La muerte de Enrique el 31 de enero de 1580, sin haber dejado asegurada la sucesión a favor de Felipe II, obligaba a preparar la campaña, que había de ser secundada por la marina —especialmente en la toma de Lisboa—, pero que sobre todo tenía que proyectarse como una operación militar a cargo de los tercios viejos. ¿A quién encomendar esa tarea? Hoy, con el recuerdo de tantas lecturas sobre el duque de Alba, la respuesta parece fácil, pero no lo era a la altura de 1580. En primer lugar, estaba la avanzada edad del gran soldado, que rondaba ya los setenta y dos años, y en segundo término, se daba la circunstancia de que Felipe II lo había castigado.
En efecto, el altivo comportamiento del Duque casaba mal con el estilo autoritario de Felipe II. Las relaciones entre el Rey y el soldado fueron haciéndose cada vez más difíciles. De entrada, el pobre resultado de su gobierno en los Países Bajos, aunque no fuera toda la culpa del Duque —su rigor había sido impuesto desde Madrid—, perjudicó su prestigio. De regreso a la corte, sus intervenciones en los Consejos de Estado y de Guerra eran mal recibidas, como cuando advirtió del peligro que suponía mandar a don Juan de Austria sin suficientes recursos en hombres y en dinero, y como acertó en su predicción, pareció quedar más patente la culpa del Rey.
Más escándalo produjo en la corte su negativa a seguir a don Sebastián en su aventura africana, si es que no se le confiaba el mando supremo del cuerpo expedicionario; razonando que todo su prestigio de soldado, probado en tantos años y en tantas campañas, no podía quedar a merced de un joven y atolondrado príncipe. Felipe II, presente en la escena, la cortó en seco, ordenando al Duque su confinamiento en su castillo de Alba de Tormes.
Así las cosas, todo se vino a complicar más con la boda de su hijo don Fadrique con doña María de Toledo sin el consentimiento del Rey. Tales desacatos no los consentía la Corona —baste recordar el castigo sufrido medio siglo antes por Garcilaso de la Vega—, máxime cuando don Fadrique ya esta ba comprometido con una dama de la Reina, doña María de Guzmán, cuyo honor —palabra grave en la sociedad de la época— quedaba en entredicho.
Y como el Duque parecía implicado, por consentirlo —la boda se había realizado en Alba de Tormes—, el Rey ordenó su confinamiento en el castillo de Uceda. Eso sucedía en 1579.
Ya para entonces, muerto don Sebastián y abierto el problema de la sucesión a Portugal, Felipe II se planteaba las medidas militares que asegurasen sus derechos a la Corona portuguesa. Un aguerrido ejército de 30 000 soldados se fue concentrando en la frontera lusa, en torno a la plaza de Badajoz.
Sólo hacía falta designar a su jefe. Varios nombres sonaban, pero casi todos coincidían: el viejo Duque era la figura adecuada. Felipe II lo consultó con su consejero mayor en los temas de Portugal —aunque no cabe duda de que también lo hizo con Granvela—, Cristóbal de Moura, entonces su embajador en Lisboa. Eso dio lugar a un entrecruce de despachos sumamente reveladores.
Para el Rey, el duque de Alba seguía jugando un papel importante al frente de un fuerte ejército: producía espanto. En su despacho a Moura, Felipe II dejó claro su pensamiento sobre el Duque:
Yo he pensado harto… lo que allí dice —se refiere a los elogios que el secretario Delgado hacía de Alba— y de una parte y de otra hay bien que mirar en ello…
Y añadía:
Si ahí le temen tanto, bueno sería para espantajo, que para esto bueno es[721]…
Razonamiento que convencería a Moura, pues era lo mejor que se podía hacer: meter el miedo en el cuerpo a los que en Portugal tuvieran ganas de enfrentarse con el Rey, que quizá ello evitaría la guerra:
… Será Dios servido que no sea menester más sino espantajos[722]…
Con lo cual, Felipe II se decidió por fin, que tanto fiaba ya del criterio de su embajador:
Visto lo que en esto me decís, me he resuelto que él —el Duque— vaya a Estremadura a juntar lo que allí se ha de juntar, que esto no se podía excusar.
E incluso en la idea básica: el duque de Alba poniendo espanto en los portugueses:
Y si ha d’espantar, desde allí lo hará[723]…
Tanteado el duque de Alba por el secretario del Rey, no fuera caso de que su ya precaria salud se lo impidiera, el Duque replicó altivo que jamás pensaría en sus dolencias cuando se trataba de servir al Rey. Pero no se crea que por eso Felipe II le admitió de nuevo en su gracia. Salió de Uceda para incorporarse como capitán general del ejército en Badajoz, sin que se le permitiera entrar en la corte.
Complementarias con las medidas militares fueron las diplomáticas, empezando por las realizadas en la corte del sultán de Marruecos, el vencedor de la batalla de Alcazarquivir, Ahmed El-Mansour (Ahmed el Vencedor)[724]. Felipe II envió a Pedro de Venegas con una brillante embajada, para impresionar al Sultán, y con la misión de rescatar el mayor número posible de los hidalgos portugueses que habían caído prisioneros; pero, evidentemente, con otra secreta: comprobar el estado del país y hasta qué punto era firme el poder de El-Mansour.
En esa línea, y como ocurre con tanta frecuencia, el ánimo de algunos españoles iba más allá de una mera acción diplomática. Matías de Venegas, un familiar del embajador español Pedro de Venegas, haría una relación de aquella embajada y expresaría sus sentimientos de conquista: ya lo hemos visto, aquella especie de baladronada: «El Reino está temblando…».
Que terminaba:
… plega a Dios hagan de manera que nos quedemos con todo.
Pero en esas fantasías, hacia 1579, no entraba Felipe II, que bastante tenía con centrarse en la empresa de Portugal. Lo que a Felipe II preocupaba, aparte de ganar crédito en Portugal presentándose como el protector del reino en aquella hora del desastre, era tener noticia cierta de algunos de los principales personajes portugueses que habían acompañado a don Sebastián en su aventura africana.
En efecto, entre ellos estaban dos de los pretendientes al trono luso: Antonio, prior de Crato, y el duque de Barcelos, primogénito de los duques de Braganza.
Antonio, prior de Crato, consiguió su rescate gracias al apoyo del duque de Medina-Sidonia, con lo que el magnate andaluz prestó un flaco servicio a su Rey, aunque tratara después de paliarlo prometiendo su intercesión para hacer que el portugués se aviniese a un partido pacífico con Felipe II, oferta que éste rechazaría, aunque no dejando de anotar la tan estrecha amistad que existía entre el pretendiente portugués y el magnate andaluz:
También os agradezco mucho —le contestaría Felipe II— lo que me advertís cerca del oficio que podríades hacer con don Antonio, mi primo, para le atraer a lo que me conviniese, que he holgado de entender que tengáis con él tanta amistad como decís[725]…
No era la primera vez que el Duque ofrecía sus buenos oficios con el prior de Crato, ni tampoco que Felipe II los desechaba, porque el Rey infravaloraba a su primo, dada su ilegitimidad. Así, desde El Escorial indicaba al Duque el 23 de septiembre de 1579:
El escribir vos a Don Antonio, mi primo, y al duque de Braganza, me parece que se podrá suspender por agora porque (como habéis sabido) don Antonio ha sido declarado por no legítimo, y así cesa enteramente en su pretensión…
En cambio, importaba al Rey jugar con la carta del duque de Barcelos, a quien El-Mansour había dado libertad, gracias a las buenas gestiones de su embajador Pedro de Venegas. Felipe II ordena a su embajador que llevara a Barcelos a Sanlúcar, lugar del señorío del duque de Medina-Sidonia, y a éste que
… le hospedéis, acariciéis y regaléis como a sobrino mío[726]…
No había sido sólo el duque de Barcelos, pues el Rey había conseguido su rescate y el de ochenta hidalgos por 400 000 ducados[727]. Estaba claro que Felipe II quería tener en sus manos un rehén con quien poder negociar, si los duques de Braganza, sus padres, se mantenían hostiles, persistiendo en sus pretensiones a la Corona portuguesa.
De eso no cabe duda alguna. Las pruebas que Felipe II dejó para la historia son tantas como inequívocas. El 11 de octubre daba estas instrucciones reservadas al duque de Medina-Sidonia: debía entretener en su casa al de Barcelos con buenas y amorosas razones:
… tales que imagine que no es por detenerle ni por otro fin que de lo que a él mismo le conviene.
Pero había más, claro está, y el Rey se lo aclara al punto al Duque:
Y para con vos solo, es esto muy necesario, pues se ha de proceder con el dicho Duque conforme al estado que, de aquí allá, tomaren las cosas de Portugal…
No se olvide que aquello ocurría entrado ya el mes de octubre de 1579, cuando todos los informes apuntaban a un agravamiento de la salud del rey Enrique, que de eso se hace eco Felipe II:
Y el Rey [Enrique] trae tan quebrada la salud, que podría faltar a deshora…
¿Qué pasaría entonces con los duques de Braganza? Felipe II quería estar prevenido:
Y si de aquí a que llegue el de Barcelos hubiese nueva que obligue a usar con él de otro término, os mandaré advertir de lo que hubiéredes de hacer, siendo cierto que lo cumpliréis como Yo de vos confío.
Medina-Sidonia, como toda la alta nobleza de la Corona de Castilla vecina, tenía otra misión que le encargaba el Rey: hacer presente a sus amigos y vecinos de la alta nobleza portuguesa cuán bien les iría si aceptaban de buen grado al rey castellano, y, a la inversa, cuán mal lo pasarían si afrontaban la cólera de Felipe II:
… Será bien —le escribía Felipe II el 2 de agosto de 1579— que, como de vuestro, y en la forma que os pareciere más a propósito, procuréis de dar a entender esta verdad a los portugueses que confinan con vuestro Estado: los grandes beneficios y comodidades que se les han de seguir de juntarse con esta Corona, y los inconvenientes y daños que de lo contrario resultarían, que por ser tan notorios los unos y los otros no se refieren aquí[728].
Los daños estaban claros: la enemiga del Rey contra los que se le opusiesen. ¿Y las ventajas? Acaso el ver más protegidos sus dominios de Ultramar.
Particularmente advierte a quien había de ser uno de sus mayores enemigos en Portugal: el conde de Vimioso, el principal noble portugués que siguió la causa del prior de Crato. También lo sabemos por la correspondencia entre Felipe II y el duque de Medina-Sidonia:
Pues el conde de Vimioso es vuestro primo —le escribe el Rey el 9 de enero de 1580— y tan amigo como decís, será muy a propósito que procuréis entender de él y de los que vienen en compañía del Duque, el ánimo que traen, y con color del deudo y amistad que tenéis con él y con su padre diréis, como en secreto y por vía de advertencia, a sus principales criados y amigos…
¿Qué era lo que tenía tan encarecidamente que decirle al Duque? No una pequeña advertencia, sino una clara amenaza: la más fuerte:
… que le va la vida en que el rey de Portugal [Enrique] se declare en su favor, porque tendrá la guerra en casa y será la causa de la ruina de aquel Reino.
También se podía ofrecer ventajas a los mercaderes portugueses, en una etapa de auge de los asentamientos en Brasil, por la protección de Felipe II frente a las incursiones de ingleses o franceses. Incluso se jugó con la posibilidad de que la Casa de Contratación pasara de Sevilla a Lisboa[729]. Por lo tanto, cabía la esperanza de una incorporación pacífica. Pero lo cierto fue que el 31 de enero de 1580 moría el rey Enrique de Portugal, sin que las Cortes de Almeirín, por la negativa del brazo popular, declarasen a Felipe II como el legítimo heredero del trono y como señor natural de Portugal. Los cinco gobernadores señalaron al Rey que no debía entrar armado en el reino y que debía esperar su fallo; pero Felipe II no lo aceptó. Por otra parte, aunque los demás candidatos, incluidos los duques de Braganza, se habían avenido a compromisos, no así el prior de Crato, don Antonio, que se veía respaldado por el pueblo portugués. Don Antonio se hizo proclamar rey en Santarem y entró como tal a mediados de junio en Lisboa.
Para entonces, las plazas de Elvas y Olivenza se habían entregado al duque de Alba, quien inició una rápida campaña. El 23 de julio se apoderaba de Setúbal. A poco, los tercios viejos tomaban al asalto el castillo de Cascaes, y su alcaide, Diego de Meneses, era degollado: era la política de sembrar el terror.
La victoria de Alcántara le dio al Duque la posesión de Lisboa, bien secundado por la flota de Santa Cruz, aunque le fuera imposible capturar al prior de Crato, que buscó refugio en el norte del país. Perseguido por Sancho Dávila, nada pudo hacer don Antonio ni en Santarem ni en Coímbra ni en Oporto, pero, tras unos meses de andar escondido, logró fugarse a Francia, recabando allí ayuda para su causa.
La victoria de Felipe II parecía completa. Sin embargo, el azar estuvo a punto de impedirla, cayendo enfermo en Badajoz —acaso por un proceso gripal—, lo que casi le cuesta la vida en octubre de 1580; enfermedad que superaría, pero no su mujer, Ana de Austria.
Repuesto el Rey, entraría en Portugal el 5 de diciembre de 1580, rindiéndole pleito-homenaje la alta nobleza portuguesa y en especial sus rivales los duques de Braganza. Convocadas las Cortes portuguesas en Tomar, le juraron Rey el 15 de abril de 1581. A poco, Felipe II proclamó un perdón general con contadas excepciones, como la del conde de Vimioso y la del prior de Crato, don Antonio.
La inesperada muerte de su hijo Diego y la necesidad de que las Cortes portuguesas juraran Príncipe heredero al postrero hijo de Felipe II, el príncipe Felipe, obliga al Rey a permanecer en Portugal hasta entrado el año 1583.
Para entonces, ya había fracasado también la intentona de don Antonio sobre las Azores, siendo derrotada la flota francesa de Strozzi por la española mandada por el marqués de Santa Cruz.
Será posiblemente la última gran victoria naval de España.
Felipe II regresaba a Castilla, habiendo terminado espectacularmente su operación sobre Lisboa.
El hijo de la portuguesa veía al fin cumplido su sueño.
Pero no todo era perfecto. En realidad, la toma de posesión de Portugal tras la amplia operación militar acaudillada por el duque de Alba —que, por cierto, moriría en Portugal, como Sancho Dávila— dejará ya una imagen viciada: España la invasora, España la opresora.
Algo que acabaría estallando como una bomba de relojería retardada, incrustada en el cuerpo de la Monarquía.
Y, sin embargo, Felipe II trató de asegurar su logro, dando a los reinos de Castilla y Portugal un destino común: la expansión en Ultramar. Y con una consigna la predicación del Evangelio.
Algo que dejaría señalado en su Testamento y en esta solemne forma:
… declaro expresamente que quiero y es mi voluntad que los dichos Reinos de la corona de Portugal hayan siempre de andar y anden juntos y unidos con los Reinos de la corona de Castilla sin que jamás se puedan dividir ni apartar los unos de los otros por ninguna cosa que sea o ser pueda…
Atención: Castilla y Portugal unidos, no España y Portugal unidos. ¿Por qué esa unión?
… por ser esto lo que más conviene para la seguridad, augmento y buen gobierno de los unos y de los otros y para poder mejor ensanchar nuestra Sancta fe Católica y acudir a la defensa de la Iglesia[730].
La incorporación de Portugal a la Monarquía católica es uno de los sucesos más destacados del reinado de Felipe II. Sin embargo, tendemos a minimizarlo, relacionándolo con la brevedad de aquella unión, que acaba deshaciéndose en 1640, con poco más de medio siglo de existencia. Acaso porque sólo había tenido fortuna acudiendo al recurso de la fuerza, con aquel «espantajo» que era el duque de Alba. Lo cual venía a relacionar la operación de Lisboa con la de los Países Bajos, con la estampa del degüello de los condes de Egmont y de Horn y el Tribunal de los Tumultos incluido.
En otras palabras: el uso de la violencia viciaba ya la incorporación de Portugal. Los portugueses, y más los lisboetas, viendo su patria convertida en provincia, no podían menos de sentirse oprimidos.
Es cierto que entre las dos monarquías existían intereses comunes: la defensa de sus rutas oceánicas frente a los ataques de los otros pueblos de la Europa occidental, ansiosos de incorporarse al banquete que ofrecía Ultramar; así, los embajadores españoles tenían orden de reclamar en Londres contra las incursiones inglesas en las rutas no sólo de las Indias Occidentales, sino también en las reservadas a Portugal[731]. En 1571, un año especialmente significativo, Felipe II (acaso agobiado por la pugna con el Turco) plantea a su sobrino don Sebastián una colaboración de las dos monarquías «en la carrera de las Indias», y viendo a Portugal como la nación hermana, no tiene reparos en señalarle:
… lo que me importa que las galeras que andan a cargo de Diego López Siqueyra se junten con las mías para asegurar la flota que viene de Nueva España[732].
Aquí, es el hijo de la portuguesa el que pide ese apoyo a Portugal, como Carlos V lo había pedido a Juan III en la campaña de Túnez. Y, seguramente, ese sentimiento de la identidad de los destinos de castellanos y portugueses, que señala en su Testamento, ambos con sus nautas y descubridores, conquistadores y misioneros, fue el que le hizo creer que había una razón superior, un designio de la Divina Providencia por el cual él se convertía en el Rey de los pueblos hispanos, y que ése era el mejor legado que dejaba a sus sucesores.
Sin embargo, no sólo en Portugal —lo cual era obvio—, sino también en Castilla se alzaron voces preocupadas ante lo que podía suponer aquella incorporación, especialmente si iba precedida de una intervención armada.
Porque era un tema que había saltado a la opinión pública. A raíz de la muerte de don Sebastián en Alcazarquivir, no se hablaba de otra cosa, sobre todo en Castilla: la sucesión de Portugal. Basta con confrontar algunos epistolarios. En este sentido, el de santa Teresa (una fuente histórica de primera magnitud) es verdaderamente significativo. Ya a mediados de agosto, quince días después del desastre de Alcazarquivir, la Santa lo refleja en sus cartas:
Mucho me ha lastimado —escribía al padre Gracián— la muerte de tan católico Rey como era el de Portugal y enojado de los que le dejaron ir a meter en tan gran peligro[733]…
Un año después la noticia más comentada era quién había de ser el sucesor, dada la precaria salud y avanzada edad del viejo rey Enrique, y, sobre todo, si la pugna por la sucesión acababa en guerra. La Santa escribe a un personaje de Évora, nada menos que a su arzobispo, don Teotonio de Braganza, que era su protector, con la excusa de haberle mandado un libro, pero al punto pide noticias sobre la paz, y —como si tuviera ese encargo— le insta a que medie para que no estalle la guerra:
… vuestra señoría me manda hacer saber si hay allá alguna nueva de paz, que me tiene harto afligida lo que por acá oyo…
Y añade, afligida:
… porque si por mis pecados este negocio se lleva por guerra, temo grandísimo mal en ese Reino y a éste no puede dejar de venir gran daño.
Por lo tanto, peligro de guerra, porque en Portugal alguien se atrevía a cuestionar los derechos del rey Felipe: la Casa de Braganza. Y es a uno de ellos, a don Teotonio de Braganza, a quien la Santa escribe, como quien podía influir en el ánimo del Duque:
Dícenme es el duque de Braganza el que la sustenta, y en ser cosa de vuestra señoría me duele en el alma…
La Santa pide directamente la mediación de don Teotonio:
Por amor de Nuestro Señor, pues de razón vuestra señoría será mucha parte para esto con su Señoría[734], procure concierto, pues según me dicen hace el nuestro Rey todo lo que puede, y esto justifica mucho su causa…
Todavía añade a favor de Felipe II
Por acá dicen todos que nuestro Rey es el que tiene la justicia y que ha hecho todas las diligencias que ha podido para averiguarlo[735]…
En aquel año, la Santa estaba en la cumbre de su fama y su mediación no era cualquier cosa. No se trata sólo que comente, afligida, los males que podría traer aquella guerra («El Señor dé luz para que se entienda la verdad si tantas muertes como ha de haber si se pone a riesgo; y en tiempo que hay tan pocos cristianos, que se acaben unos a otros es gran desventura»), sino que procura influir en sus amigos portugueses a favor de su Rey.
En abril de 1580, cuando ya la muerte del rey Enrique precipitaba los acontecimientos, la Santa tiene un recuerdo para las cosas de Portugal:
Haga que encomienden a Dios —escribe a la madre María de San José, de Sevilla— estos negocios de Portugal[736]…
Después, no encontré ninguna otra referencia de santa Teresa sobre el logro filipino y a su entrada victoriosa en Portugal. Pero está claro que la Santa trató de influir en la Casa de Braganza, a través de su amistad con el arzobispo de Évora, a favor, claro, de Felipe II.
Sorprende, por otra parte, que la resistencia portuguesa no fuera mayor. ¿Tanto efecto había provocado la noticia de que entraban los tercios viejos mandados por «el espantajo» del duque de Alba? Porque también podía pensarse en Portugal que estaba reciente el alzamiento de los moriscos alpujarreños y cómo aquellos montañeses, sin el aparato político de todo un Estado, habían sin embargo resistido al poderío de la Monarquía católica durante tres largas campañas. Los Países Bajos podían ser todo un ejemplo, en este caso de resistencia victoriosa. Y ése era el ánimo que trataba de infundir a Portugal la propaganda inspirada por los partidarios de don Antonio de Crato, de la que curiosamente conocemos una versión española: si a Felipe II tanto trabajo le había costado reprimir la rebelión granadina y si tan perdido tenía todo lo de Flandes, ¿acaso no podían hacer otro tanto y mejor los portugueses?:
… pues no somos nosotros para menos ni menos poderosos que los moros desarmados de Granada ni que los flamencos[737].
Por otra parte, Felipe II prometería mucho, pero ¿en qué medida lo cumpliría, después que se viese coronado rey de Portugal? ¿Qué habían hecho sus antepasados? ¿No era bueno recordar cuán falsas habían sido las promesas de aquel otro rey de Castilla, de nombre Fernando, tan admirado en España? Y no había hecho otra cosa Felipe II en Flandes:
¿Quién será el fiador que quede por los Reyes? ¿Qué prenda os ha de dar con que os aseguréis dellos[738]?
Curiosamente, no era sólo en Portugal donde se alzaban voces contra la anexión propugnada por Felipe II; también en Castilla. El padre Ribadeneyra —eso sí, un destacado miembro de la Compañía de Jesús, que en Portugal se mostraba tan anticastellana (como lo sería, ojo, en 1640)— razonaba de este modo contra la intervención en el reino luso, en carta dirigida nada menos que al cardenal Quiroga:
Porque demás de ser guerra contra cristianos, amigos y deudos, que son respectos que suelen entibiar y detener los ánimos y enflaquecer los brazos y embotar las lanzas de los que pelean, veo todo este reino de Castilla muy afligido y con muy poca gana de qualquiera acrecentamiento de S.M… y menos déste, por parecerles que a los particulares dél, o es dañoso o es muy poco provechoso[739]…
Con razón Bouza destaca la importancia de esta prueba. Estamos ante el indicio de una oposición creciente en el reino, que puede encontrarse en otros pensadores de la época, en particular en fray Luis de León. Ahora bien, también estaba presente la otra corriente de opinión, la de los halcones, la de los que, como Martín de Venegas, querían ocupar más y más reinos; en fin, la de don Juan de Silva cuando consideraba que, si la Monarquía no afrontaba aquella empresa, todo su prestigio desaparecería, además de que era la ocasión para que, una vez lograda, el potencial del Rey fuera tal que con más facilidad saliera airoso en todo lo que afrontara[740].
Esto es, Portugal no como un fin en sí, sino también como medio de afianzarse la Monarquía católica en la Europa de los años ochenta.
En ese sentido iba la propuesta oficial desarrollada muy pronto a través del discurso de la Corona ante las Cortes de Castilla en 1579: el reino obtendría grandes ventajas de aquella empresa. Y ésas eran evidentes, tanto por el fortalecimiento de la posición de la Monarquía en la política internacional como por las mismas ventajas económicas. De entrada, el control de las Azores permitiría una mayor seguridad en las flotas que regresaban de las Indias; sin olvidar que el reino también se beneficiaría del rico comercio portugués con las Indias Orientales. Esto, claro es, no se precisaba en la propaganda oficial, pero se dejaba entrever como resultado de los beneficios a que se aludía.
Y en cuanto a las ventajas en la política internacional estaba el hacer más asequible la reducción de los Países Bajos rebeldes, cortándoles el tráfico de Ultramar; practicando, pues, con ellos una política de bloqueo económico que siglos más tarde se ejecutaría reiteradamente[741].
Pero también se encontraban opiniones harto discrepantes, y quizá más acertadas. Ya hemos visto el voto negativo del jesuita Pedro de Ribadeneyra. Además, el jesuita español señalaba algo que no dejaba de tener su peso: en aquella Monarquía autoritaria, cuanto mayor poder tuviera el Príncipe, más opresión sentirían los súbditos:
… quanto mayor y más poderoso fuere S.M. ellos serán menores y valdrán menos[742].
Según Ribadeneyra, Castilla entera estaba cada vez más agraviada contra su Rey: la alta nobleza, el alto clero, el clero secular y regular y, por supuesto, los pueblos, abrumados con las alcabalas. Y era una situación generalmente admitida, la de los exorbitantes impuestos pagados por los pecheros castellanos, tal como lo refleja el temor de los portugueses a que les acaeciera algo semejante: «… decidme: ¿En qué año dejaréis de pagar pechos?»[743]
Era como si se adivinase que no tardaría en imponerse el impuesto de los millones, que tanto daño haría a la economía castellana.
Hoy, con el ejemplo del desmoronamiento de la URSS, lo tenemos muy claro: la España imperial estaba soportando cada vez más una carga económica insufrible que acabaría destruyéndola.
Pero Felipe II sería insensible a esas consideraciones. Probablemente ni se las planteaba. Para él estaba claro que la Divina Providencia le había hecho heredero de la Corona de Portugal y que su deber —aparte de que fuese su anhelado deseo— era hacerlo realidad.
Cierto que sabía que no le bastaría con la primera victoria en el campo de batalla, sino que tenía que atraerse la voluntad de sus nuevos súbditos. También a ellos se les prometerían ventajas sin cuento. Pero, además, Felipe II, atento a no herir la fibra nacional de aquel reino, prometió solemnemente en las Cortes de Tomar que ningún castellano sería nombrado para disfrutar cargo alguno, ni en el reino ni en Ultramar, lo cual lo cumpliría.
No cumpliría en cambio, como es notorio, aquella otra promesa suya de visitar con frecuencia Portugal, de forma —y eso sí fue grave— que a su partida en febrero de 1583 puede decirse que Lisboa perdió su capitalidad y Portugal se convirtió en provincia.
Una provincia que era preciso gobernar de forma satisfactoria, empezando por quién habría de representar al Rey. Estaba claro que para puesto de tamaña responsabilidad había que nombrar a un miembro de la familia real. Cristóbal de Moura aconsejó a Felipe II que designara para ello a la emperatriz María, la cual, viuda de Maximiliano II, llevaba ya algún tiempo refugiada en Madrid. Sin duda a eso respondió el viaje de la Emperatriz a Lisboa, aunque fuese otro el designado.
En su lugar quedaría su hijo, el archiduque Alberto, futuro esposo de Isabel Clara Eugenia.
Definitivamente, bajo el reinado de Felipe II, Portugal se convertía en provincia.
Pero, curiosamente, de momento eso no provoca una gran oposición. Con toda la popularidad de que gozaba don Antonio, el prior de Crato, lo cierto es que no consigue ni un apoyo mínimamente serio para poder enfrentarse al ejército del duque de Alba, ni con qué defender Lisboa, ni, después, un refugio firme en el norte del país contra las fuerzas de Sancho Dávila. Acaso sea excesivo decir, con Braudel, que Portugal fue abandonado y entregado al invasor, pero lo cierto es que los metropolitanos notaron pronto las ventajas de que desaparecían a sus espaldas las aduanas de los puertos secos, que tan acorralados los tenían contra el mar, y que las colonias, empezando por el Brasil, aceptaron los hechos sin llevar allí la resistencia que don Antonio había iniciado con tan poca fortuna en la Península.
Para la Monarquía de Felipe II se abría una nueva etapa, de cara al Océano. Y para cubrirla adecuadamente, la posesión de Lisboa era fundamental.
Que no se diera cuenta exacta de ello y que regresara a la meseta castellana y a su escondido refugio de El Escorial, fue una decisión asombrosa que le daría harto que sentir. Claro es que no podía abandonar su tierra de siempre, aquellas altiplanicies del interior que le habían visto nacer y de donde sacaba lo mejor de sus recursos en hombres y en dinero. Pero bien podía haber sido fiel a su promesa de volver a Lisboa, tomando, en aquella última etapa de su vida, ejemplo de su padre, siempre tan viajero.
No lo hizo, acaso porque ello forzaba a su carácter, a aquella tendencia tan suya de aislarse de los hombres.
En definitiva, Felipe II era y seguiría siendo el rey enigmático, el reservado, el que tendía al apartamiento del mundo, pero no del poder. Y en ese sentido Lisboa estaba demasiado abierta, no dejaba resquicios para la intimidad.
Precisamente hacia 1583 estaba a punto de ultimarse la obra escurialense, que se terminaría el 13 de septiembre de 1584.
El Escorial frente a Lisboa; el refugio frente a la expansión; el bullicio cortesano de una de las ciudades más animadas de Europa frente al silencio apenas turbado por los cantos de los religiosos; el mar, en fin, frente a las desnudas rocas de las montañas escurialenses. O, si se quiere, el regalo que le había deparado el desastre de Alcazarquivir frente a la obra faraónica en que el Rey había puesto tanto empeño.
En Lisboa, Felipe II podía sentir las añoranzas de su madre la Emperatriz, y aquella dulce habla de Isabel en sus años niños; pero en El Escorial consideraba cifrada su propia vida, el lugar que sería su tumba. El Escorial representaba el reposo de sus antepasados, amorosamente recogidos: su padre, Carlos V, el Emperador; su madre, la Emperatriz, y también ya sus tres mujeres (María Manuela, Isabel de Valois, Ana de Austria), algunos de sus hijos (entre ellos, don Carlos), y hasta aquel hermano tan admirado y tan envidiado, don Juan de Austria.
Lisboa podía ser el futuro, pero hacia 1583 Felipe II pensaba ya en clave del pasado.
De ese modo el Rey meseteño volvió a sus raíces.
El Escorial, antes que Madrid, le estaba esperando. Y tanto es así que el 13 de febrero de 1583 dejaba Felipe II Lisboa y el 24 de marzo de aquel mismo año, apenas cuarenta días después, hacía su reingreso en El Escorial para inspeccionar el avance de sus obras, ya en la última etapa.
A las once de la mañana de aquel 24 de marzo de 1583, Felipe II entraba en su amado refugio, siendo recibido por todo aquel ejército de trabajadores (oficiales de construcción, destajeros y peones), cada uno con sus instrumentos de trabajo, como si se tratara de un alarde de aquel otro ejército, que era el que verdaderamente amaba el Rey y el que sabía dirigir, y no a los tercios viejos tan queridos por su padre[744].
Definitivamente, ése sería su ambiente, su entorno, su condicionamiento.
El Rey meseteño y burócrata volvía a su centro, a su refugio, a su aislamiento.
Y acaso no podía ser de otro modo.