1 EL PRÍNCIPE DE LAS ESPAÑAS
En el invierno de 1527, a mediados del mes de enero, una extraña comitiva atraviesa lentamente, de sur a norte, la zona meseteña de Castilla. Es un buen golpe de gente que ha salido de Granada. Se trata de un cortejo regio. Más que regio, imperial, pues en su centro y bien custodiada está la litera donde va nada menos que la emperatriz Isabel. La acompañan, naturalmente, las damas de la corte, los continos de palacio y la guardia real, que la protegen de cualquier evento.
Las jornadas son breves y los porteadores se relevan cada hora. En cuanto se llega a un lugar razonable, aunque sea una villa modesta, o incluso una aldea, el cortejo se detiene para pasar la noche al resguardo de las terribles heladas meseteñas. Pues toda precaución es poca para salvaguardar la salud de la Emperatriz, siempre tan frágil, y más cuando lleva en su seno el fruto de su primer hijo.
¿Qué es lo que ha impulsado al emperador Carlos V a dejar su refugio granadino, ese lugar paradisíaco donde había anunciado que pensaba pasar el invierno? Algo sin duda verdaderamente grave ha tenido que ser, para forzarle a exponer a su mujer, la Emperatriz, a tan fatigoso viaje en lo más crudo del invierno, poniendo a riesgo no sólo su salud, sino también la feliz gestación de ese heredero por el que todo el reino suspira.
Algunos lo saben de cierto, no pocos lo sospechan: ha llegado a Castilla una penosa nueva que hace cundir la alarma. Pues hacía sólo unos meses, en pleno verano del pasado año de 1526, el turco Solimán el Magnífico había infligido una terrible derrota al rey Luis II de Hungría en los campos de Mohacs, no lejos de Budapest. Y eso, pese a la distancia, afectaba muy de lleno al Emperador, por cuanto que su hermana María estaba casada con el rey húngaro, que en aquella batalla perdió trono y vida. Budapest había sido ocupada por los turcos, lo cual ponía a Viena en primera línea y a merced de la próxima ofensiva de Solimán. ¡Viena, la corte de los Austrias, en peligro! Viena, donde estaba el infante don Fernando, el hermano del Emperador, el infante nacido en Alcalá de Henares.
Al llegar aquella mala nueva a Granada, Carlos V reúne su recién creado Consejo de Estado para oír a sus consejeros, pues algo hay que hacer, y pronto. Y todos sus consejeros coinciden: el César debía partir de inmediato para el corazón de Castilla y tomar las medidas oportunas. Su luna de miel debía dar fin, pues a Carlos le tocaba comportarse como el Emperador de una Cristiandad amenazada. Era preciso convocar a las Cortes castellanas, a ser posible en Valladolid, y advertir a la alta nobleza y al alto clero para afrontar cualquier sacrificio.
Tal fue la consulta del Consejo de Estado tenida en noviembre de 1526. Es más: los consejeros instaban a Carlos V a que llegase a un acuerdo con el rey de Francia y que solicitase el apoyo de todos los príncipes de la Cristiandad, empezando por los reyes de Inglaterra y Portugal, pues eran sus parientes, por sus enlaces con las dos Catalinas: Enrique VIII con Catalina de Aragón, la tía del Emperador, y Juan III con aquella Catalina, la hija póstuma de Felipe el Hermoso y la más pequeña, por tanto, de las hermanas de Carlos V.
Es más, aquellos consejeros, para hacer frente a tamaño peligro, pedían al Emperador que mandase todo su ejército sito en Italia para que acudiese en defensa del infante don Fernando, aunque ello supusiese poner en peligro la causa del Emperador en aquellas tierras, porque no debía proseguir la guerra entre cristianos cuando tan grande era la amenaza de aquel enemigo de la Cristiandad:
Asimismo suplican a V.M. con instancia que tenga por bien de mandar que toda la gente e aparejo de guerra que está en Italia, vaya lo más brevemente que ser pudiere para el socorro del señor Infante y resistencia de los enemigos de la fee, porque es grandísimo el daño que se sigue de tener guerra, aunque sea justa e justísima, contra christianos, entrando los enemigos de la fee y estando tan adelante…
E incluso, poniéndose en lo peor, añadían:
… porque aunque V.M. reciba daño al presente, fará grandes efectos en servicio de Dios e defensión de la fee e del antiguo patrimonio de sus pasados…
Bien es cierto que, guardando algo la ropa, concluían:
… siendo esto sin notable perjuicio de los negocios de V.M[875].
En todo caso, había que ponerse en marcha. Y de ese modo, Carlos V e Isabel dejan Granada. Adiós a su luna de miel. El Emperador se adelanta, sin duda porque no soporta caminar tan lentamente y acaso también para no agravar los problemas de alojamiento de un cortejo tan numeroso; pero vuelve con frecuencia a desandar lo andado, para pasar el resto de la jornada, él personalmente, al lado de su esposa. Eso es lo que ocurre cuando está a la vista de Valladolid, que da marcha atrás, para reunirse con Isabel, que había llegado a Segovia, acompañándola ya hasta la villa del Pisuerga, aunque entrasen en ella por separado.
Era el 22 de febrero de 1527, como anotaría el embajador polaco Dantisco:
Llegó aquí la señora Emperatriz a 22 del pasado mes de febrero, conducida desde Granada hasta aquí en una litera, siempre a hombros de 24 hombres[876].
Una entrada que llamó la atención, volcándose el pueblo al paso de la litera de la Emperatriz hasta su llegada a la casa-palacio de Pimentel. Tanta era la gravedad de su paso, que más parecía un cortejo fúnebre que el de aquella joven señora, lo que hace comentar a Dantisco: «Nunca vi un espectáculo semejante…».
A partir de su acomodo en la casona-palacio de Pimentel, la Emperatriz ya no saldría a la calle hasta llegado su parto. Su embarazo era la gran noticia para Castilla, seguido con expectación por la corte y por el pueblo día a día. Al fin, el 21 de mayo el Emperador podía dar la tan esperada nueva a su pueblo, en carta a las ciudades de Castilla, a cargo del secretario Francisco de los Cobos, que rezumaba alegría. Iba dirigida a todos los vecinos, en sus diversos grados: al cabildo municipal, a la media y pequeña nobleza («caballeros y escuderos»), a los artesanos de los diversos oficios («los oficiales») y, por último, «… a los omes buenos…».
Y el texto, conforme a suceso tan venturoso, de esos tan escasos que cosecha el hombre a lo largo de su vida, y que en esta ocasión tocaba no sólo a Carlos V como nuevo padre de familia, sino, por su alcance, al país entero:
Porque sé el placer y alegría que dello habréis, os hago saber que ha placido a Nuestro Señor de alumbrar a la Emperatriz y Reina, mi muy cara e muy amada muger…
A continuación, la noticia tan esperada:
Parió hoy martes, veynte y uno del presente, un hijo…
Ya la Corona tiene un heredero, y un heredero nacido en el corazón de Castilla la Vieja. Y consciente del momento histórico que eso supone, el Emperador hace un ofrecimiento a los cielos, como solicitando su apoyo:
Espero en Dios que sea para su servicio y gran bien destos Reinos. A Él plega que sea para que yo le pueda mejor servir, pues para este fin lo he deseado[877].
Sin duda, palabras de un gran rey.
Tenemos, pues, el gran acontecimiento que toda España anhelaba: el nacimiento del Príncipe heredero, que hispaniza de una vez por todas a la dinastía. Y como la nueva es tan notoria, las campanas la llevan por todo Valladolid, primero, para saltar después por toda España, hasta llegar a los últimos rincones del país.
Así es como llegó hasta Villoruela, una pequeña villa cercana a Salamanca, donde su párroco lo anotaría emocionado en los libros sacramentales y de la siguiente forma:
In nomine Domini: Manifiesto sea a todos los que la presente vieren y oyeren cómo en el año de mil e quinientos e veinte e siete años, a veinte y dos días del mes de Mayo, nasció el hijo del emperador don Carlos, muy serenísimo rey y emperador, e de la serenísima Reina y Emperatriz, nuestros señores, e llamóse el príncipe de Castilla don Felipe. E por ser verdad, yo, el bachiller… [ileg.] lo firmé de mi nombre[878].
Incluso con su error en cuanto a la fecha exacta del nacimiento del Príncipe, comprensible en una noticia que llega posiblemente por boca de algún viajero que había estado presente a la jornada del bautizo, la anotación del párroco de Villoruela tiene el valor de mostrarnos con qué júbilo se recibió la nueva hasta en los rincones más recónditos del país, así como el título que el pueblo da al recién nacido: Príncipe de Castilla.
Pues no hacía tanto tiempo que Castilla, la Castilla comunera, había sido derrotada. Pero ahora, con el nacimiento del príncipe Felipe en Valladolid, otra vez se podía pensar que estaba en alza. Y lo cierto es que Carlos V notificó dos días después el suceso a Barcelona que a Úbeda, con un texto que difiere poco del castellano, pero que merece la pena de ser consignado:
El Rey.
Amados y fieles nuestros: A Nuestro Señor ha placido alumbrar a la serenísima Emperatriz, nuestra muy cara y muy amada muger, con un fijo, que parió a los XXI del presente. La qual, aunque ha pasado harto trabajo, queda ya, loores a Dios, muy buena. Plegará a la divina bondad que deste fructo que ha sido servido de damos, succederá mucho servicio suyo, establecimiento de beneficio público y reposo de nuestros Reinos y señoríos.
Avisámosvos dello por vuestro contentanmiento y para que deis gracias a Dios por tanto beneficio.
Data en Valladolid a XXIII de Mayo de MDXXVII.
Yo, el Rey[879].
Algunas diferencias deben anotarse: en primer lugar, ya puede darse a conocer cuán laborioso había sido el parto, porque se podía añadir que la Emperatriz estaba recuperada. Y lo que es más importante: la referencia a que con el nacimiento del heredero se aseguraba el reposo de la Monarquía. Era uno de los hechos que justificaban la existencia de las monarquías hereditarias, pero también parece sentirse el eco de las difíciles y turbulentas jornadas de las Comunidades de Castilla, ante un Rey mirado con sospecha. Ahora la dinastía se ha hispanizado y todo va a ser distinto. Por eso se puede hablar del reposo del reino.
Y también, lo hemos destacado, se hace público el penoso parto de la Emperatriz. En efecto, iniciándose el parto a medianoche, duraría dieciséis horas, naciendo el Príncipe a las cuatro de la tarde, sin un quejido de la madre, pese a que la comadrona le instaba a ello, incluso para facilitar el parto, a lo que contestó:
Non me faleis tal, porque eu morrerey, mais non gritarey.
Entereza increíble de la Emperatriz que trascendió de las paredes de la cámara imperial, que pronto se comentó en los pasillos del palacio, que saltó a la calle y que fue conocida por el pueblo. Y el pueblo la admiró por ello. Valladolid, el primero. Porque vivió aquellas jornadas con particular intensidad; como si dijéramos que estuviera ocurriendo en la casa de al lado. No olvidemos que la familia imperial no estaba alojada en ningún apartado alcázar. No existía alcázar regio en Valladolid; de ahí que los grandes acontecimientos de la familia real, cuando transcurren allí, tengan por escenario viviendas de los grandes señores de la villa. Enrique IV había nacido en la casa de las Aldabas y los Reyes Católicos se habían desposado en la de los Viveros. Ya hemos dicho que Carlos V e Isabel se habían instalado en la casa de Pimentel, una casona-palacio contigua a la iglesia de San Pablo, que todavía puede verse. Por lo tanto, viviendo más de lleno la vida de la villa y, a su vez, sus vecinos conociendo más de cerca los avatares de la familia imperial.
No podía ser de otro modo. Valladolid contaba entonces en torno a los 7000 vecinos[880], que, traducido en habitantes, serían alrededor de los 30 000.
Podría parecer poca cosa, pero no para la época. De hecho, Valladolid era la ciudad más poblada de toda la meseta superior. Ahora bien, la presencia de la corte se hacía notar de forma casi aplastante. Al aparato del Estado, con la serie de Consejos, había que añadir todo lo que suponía la corte, con sus continos del Rey y con las damas de la Emperatriz, la nube de cortesanos —con no pocos Grandes y sus respectivas clientelas— y la guardia real. Y entre los Grandes, en aquellas fechas, se hallaban el condestable de Castilla, don Iñigo de Velasco, los duques de Alba y de Béjar, los condes de Salinas y de Haro, los marqueses de los Vélez y de Villafranca. Añádanse no pocos representantes del alto clero, empezando por don Alonso de Fonseca, arzobispo de Toledo, y los embajadores de casi toda la Europa occidental.
Todos aposentados en una villa entonces de escasas dimensiones.
En efecto, el núcleo urbano de aquel Valladolid del Quinientos se extendía entre el colegio dominico de San Gregorio y la iglesia de San Pablo, al Norte, y la rúa de Cantarranas, al Sur (pronto desbordada por una creciente expansión de la villa hacia el Mediodía), con la iglesia señera de Santa María la Antigua, al Éste, dejando una franja de seguridad frente al río Pisuerga, al Oeste, marcando el río una frontera apenas tímidamente alcanzada; sería la zona de huertas que aprovisionaban a la urbe.
Estamos en un Valladolid de casas bajas, las más de ellas de adobe y ladrillo, entre las que se erguían, de cuando en cuando, las casonas palaciegas de la alta nobleza, de algunos altos cargos de la corte y de los más encumbrados de las finanzas y del comercio; abundando, por supuesto, las iglesias y los conventos, algunos verdaderamente notables, con sus hermosas fachadas, como la de San Pablo. La Universidad aún no había alzado su portada dieciochesca, pero sí el impresionante Colegio Mayor de Santa Cruz, la espléndida fundación del cardenal Mendoza. Pero, en su conjunto, ese Valladolid estaba lejos de ser el que admirarían los viajeros en los años setenta, tras la cuidadosa reconstrucción que siguió al terrible incendio de 1561, que transformaría la villa conforme a un notable plan urbanístico.
Pero eso sería medio siglo después. El Valladolid de 1527 lo conocemos por las descripciones de los viajeros que llegan a la villa a principios de siglo, como el flamenco Antonio de Lalaing, un cortesano que acompaña a Felipe el Hermoso en 1501, que la alaba como «la mejor villa de Castilla», comparándola con Arras:
Esta ciudad —nos dice— está bien pavimentada, muy poblada y con mucho comercio. Se asienta en un valle bastante fértil de trigo y viñedos. Cerca de ella corre el río llamado Pisuerga[881].
Para Lorenzo Vital, el cronista del primer viaje de Carlos V a España, Valladolid era tan grande como Bruselas, aunque con más bajo nivel de vida, pues la mayoría de sus casas eran de adobe y muy pocas de piedra. Admira, eso sí, las fachadas de San Gregorio y San Pablo («las más bellas y ricas que se podrían encontrar»)[882].
Sería en la zona palaciega de la villa, cercana a San Pablo, donde nacería el príncipe Felipe, en la casona-palacio de Pimentel. En los quince días que transcurrieron hasta su bautizo, fijado para el 5 de junio, los comentarios mayores del pueblo, y aun de la corte, giraron en torno al nombre que debía ponerse al Príncipe. La mayoría deseaba que fuese Fernando, para recordar no sólo al Rey Católico, sino también a aquel otro gran rey del medievo que tanto había destacado en la Reconquista, Fernando III el Santo. De forma que, si hemos de creer al cronista Sandoval, cuando el cortejo regio entró en la iglesia de San Pablo, e incluso mientras duró la ceremonia del bautizo, el propio duque de Alba no cesaba de decir en voz alta: «¡Hernando ha el nombre!».
No sería así, porque Carlos V tenía muy claro que debía honrar la memoria de su padre y, de ese modo, el Príncipe se llamaría Felipe, nombre muy poco frecuente hasta entonces en España y que después sería uno de los más populares.
El acto se desarrollaría con un impresionante despliegue cortesano. Estamos ante uno de los momentos en los que la Monarquía tiene la oportunidad de afianzar su poderío, de incrementar el fervor popular, situaciones que no se pueden dejar escapar. Se trataba del bautizo del Príncipe que había de heredar la Corona más poderosa de la Cristiandad, y eso tenía que quedar de manifiesto.
Sacando la criatura por uno de los balcones del palacio de Pimentel (cuya reja aún se guarda quebrada, como recuerdo del acontecimiento), el cortejo se pone en marcha. A su cabeza, el Condestable y el duque de Alba portando al recién nacido. Detrás, sus padrinos, el duque de Béjar y la reina Leonor, la hermana mayor del César. A continuación, los condes de Salinas y de Haro y los marqueses de Villafranca y de los Vélez, llevando los diversos utensilios que habían de manejarse en la ceremonia.
Ante la puerta de San Pablo aguarda el arzobispo de Toledo, don Alonso de Fonseca.
Y se inicia el solemne ritual. Ante un gesto del Arzobispo se detiene el cortejo, para oír la obligada pregunta: ¿qué buscaba aquella criatura en el sagrado templo? Contestando en su nombre los padrinos: la fe. Entonces se abren las puertas de la iglesia para dar paso al cortejo hasta la pila bautismal, donde se procede al bautizo.
Acabado el acto religioso, el rey de armas da el grito, una y otra vez repetido, que resuena en el ámbito de la iglesia y que trasciende al exterior, donde se agolpa la multitud:
¡Don Felipe, por la gracia de Dios, príncipe de España!
Era claro que Carlos V, como cualquier otro hombre, quería honrar la memoria de su padre, muerto en plena juventud.
También, aunque no como un plan premeditado, sino como algo que respondía a lo que la Corona debía hacer en casos semejantes, el Emperador desplegó el mayor boato, que las crónicas, como la de Sandoval, nos relatan con tanto detalle y tan prolijamente, que su lectura produce fastidio. Pero que prueban que la corte cumplía con su papel, para afianzar su poder sobre el pueblo, como había ocurrido con la boda del Emperador. Es a partir de entonces cuando Castilla acepta ya de buen grado el mandato imperial, notando a su vez la hispanización creciente del Emperador; algo a lo que, sin duda, contribuían también los increíbles éxitos guerreros en el exterior, como la victoria de Pavía o como la prisión del rey de Francia.
De esta manera, el príncipe Felipe, con su nacimiento, afianzaría la política imperial de su padre, Carlos V, algo que, en buena medida, puede interpretarse en las cartas en las que el Emperador anunciaba el hecho, como en la mandada a Úbeda:
Espero en Dios que sea para su servicio y gran bien destos Reinos.
O como aquello otro señalado en la de Barcelona:
Plegará a la divina bondad que deste fructo que ha sido servirnos de darnos, sucederá mucho servicio suyo, establecimiento de beneficio público y reposo de nuestros Reinos y señoríos.
Como el Emperador lo resumiría en su carta a Úbeda: «… pues para este fin lo he deseado…».
Para el bachiller de Villoruela, lleno de un fervor hacia su tierra meseteña, sería «el príncipe de Castilla». Pero, en verdad, era mucho más, el primer príncipe nacido desde hacía un milenio, desde los lejanos tiempos visigodos, que estaba llamado a heredar toda España. E incluso en plural, las Españas, como andando el tiempo él mismo lo marcaría en su sello: Philippus, Hispanianun Princeps.
Lo que venía a recordar el grito del rey de armas en el día del bautizo:
¡Felipe, príncipe de las Españas!