EN cuanto se extinguieron los pasos de ambos, el gato saltó del contenedor y rodó por el pavimento. Estaba mareado y se sentía mal. El cuervo, que no se encontraba mejor, lo siguió aleteando.
—Bien —graznó—. ¿Has oído todo?
—Sí —dijo Maurizio.
—¿Y has comprendido todo?
—No —respondió Maurizio.
—Pues yo sí —declaró el cuervo—. ¿Y quién ha ganado la apuesta?
—Tú —dijo Maurizio.
—¿Y qué hay del clavo oxidado, colega? ¿Quién tiene que tragárselo?
—Yo —dijo Maurizio. Y un poco atropelladamente añadió—. ¡Qué le vamos a hacer! De todas formas, ¡quiero morirme!
—¡Bobadas! —rezongó Jacobo—. Era una broma. ¡Olvídalo! Lo importante es que te hayas convencido de que yo tenía razón.
—Por eso quiero morir —respondió Maurizio con gesto trágico—. Ningún caballero minnesínger sobrevive a una vergüenza como ésta. Tú no comprendes eso.
—¡Bah! Deja de hablar en ese tono altisonante —dijo Jacobo, irritado—. Para morir no te faltará tiempo. Ahora tenemos algo más importante que hacer.
Y recorrió el laboratorio saltando sobre sus débiles patas.
—Tienes razón. Lo aplazaré un poco —afirmó Maurizio—, porque primero quiero decirle lo que pienso a ese infame sin escrúpulos al que antes llamaba maestro. Le escupiré mi desprecio a la cara. Tiene que enterarse de…
—No harás nada —cacareó Jacobo—. ¿O es que quieres echar todo a rodar otra vez?
Los ojos de Maurizio brillaban furiosamente resueltos.
—Yo no le temo. Tengo que mostrarle mi indignación. De lo contrario, ni yo mismo podría mirarme a la cara. Debe saber qué opina de él Maurizio di Mauro.
—Sí, claro —dijo secamente Jacobo—. Eso le importará mucho. ¡Ahora, haz el favor de escucharme de una vez, fatuo tenor dramático! Esos dos no deben advertir que sabemos qué se proponen.
—¿Por qué no? —preguntó el gato.
—Porque mientras no sepan que lo sabemos, tendremos alguna posibilidad de impedir todo. ¿Entiendes?
—¿Impedir? ¿Cómo?
—Por ejemplo, con… ¡Uf, no lo sé todavía! Tendríamos que planear algo para que no terminen a tiempo su ponche mágico. Podemos hacernos el loco y tirar el recipiente en que tienen el brebaje o…, bueno, ya se nos ocurrirá algo. Tenemos que estar en guardia.
—¿Estar en qué?
—No entiendes nada, muchacho. Tenemos que estar muy atentos, ¿comprendes? Hemos de observar cuidadosamente todo lo que hacen. Por eso es preciso que ellos no adviertan que nos hemos enterado de todo. Ésta es nuestra única ventaja, colega. ¿Tienes ya clara la dirección del vuelo?
Voló y se posó sobre la mesa.
—¡Ah! —dijo Maurízio—. Eso significa que el futuro del mundo está ahora en nuestras zarpas.
—Más o menos —respondió el cuervo mientras revolvía con las patas los papeles de la mesa—. Pero yo no diría zarpas.
Maurizio se engalló y murmuró como quien habla consigo mismo:
—¡Oh, una gran proeza!… El destino me llama… Un noble caballero como yo no se arredra ante el peligro…
Trataba de recordar cómo seguía la famosa Aria de los gatos, cuando Jacobo graznó súbitamente:
—¡Oye, ven aquí!
Había descubierto el pergamino de Tirania, que seguía encima de la mesa, y lo examinó primero con un ojo y luego con el otro.
El gato se colocó a su lado de un salto.
—¡Mira, mira! —susurró el cuervo—. Si lo arrojáramos al fuego, se acabaría toda esta historia del ponche mágico. Tu mismo maestro ha dicho que con la segunda parte sólo no puede conseguir nada.
—¡Lo sabía! —exclamó Maurizio—. Estaba seguro de que se nos ocurriría una idea fabulosa. ¡Rápido! ¡Al fuego con él! Y cuando los dos truhanes lo estén buscando, nos presentamos nosotros y les decimos…
—Que ha sido el viento —lo interrumpió Jacobo—. Les diremos eso si no nos queda otra salida. O, mejor, que no sabemos nada de nada. ¿Crees que estoy dispuesto a dejar que esos dos acaben conmigo retorciéndome el pescuezo?
—Eres un plebeyo —afirmó Maurizio, decepcionado—. No tienes ningún sentido de la grandeza.
—Es cierto —asintió Jacobo—. Por eso estoy aún vivo. Ven. Échame una mano.
Cuando los dos iban a ponerse manos a la obra, la serpiente de pergamino se desenrolló súbitamente por sí misma y su parte delantera se irguió como una cobra gigantesca danzando ante el encantador.
A los dos héroes se les heló inmediatamente la sangre, al uno debajo de las plumas, al otro debajo del pellejo. Se abrazaron y contemplaron el final del pergamino, que, balanceándose, parecía mirarlos amenazadoramente desde arriba.
—¿Morderá? —musitó Maurizio temblando.
—Ni idea —respondió Jacobo, y castañeteó levemente.
Antes de que comprendieran lo que ocurría, el rollo de pergamino se enroscó alrededor de ellos en un movimiento fulminante y los fue envolviendo cada vez más, hasta que se asemejaron a un paquete desde cuya parte superior miraban atónitas una cabeza de gato y una cabeza de cuervo. Los dos estaban inmovilizados y apenas podían respirar. La envoltura se iba apretando más y más. El gato y el cuervo luchaban con todas sus débiles fuerzas, pero el pergamino no se rasgaba.
—¡Ay! ¡Oh! ¡Uf! —era lo único que lograban proferir.
De pronto, resonó la voz ronca de Sarcasmo:
¡Espíritu maligno!
¡Fantasma enmascarado,
a la orden del maestro,
retrocede presto!
En ese mismo momento, la serpiente de pergamino se desenroscó, dio algunos respingos y quedó tendida, inerte como una larga tira escrita.