DE repente, Sarcasmo dio media vuelta y dijo:
—Me temo, Titi, que no vamos a sacar nada en claro, aunque lo siento por ti. Te has olvidado de un detalle o, más exactamente, de dos: del gato y del cuervo. Ellos querrán estar presentes. Y como tienes que formular tus deseos en voz alta, se enterarán de todo. Y entonces se te echará encima el Consejo Supremo de los Animales. Si los encerramos a los dos o los expulsamos de casa, también seremos sospechosos. Sería un irresponsable si te diera mi parte de la receta. No puedo permitir que te expongas a semejante peligro, querida tía.
Tirania sonrió, y sus dientes de oro volvieron a brillar.
—Eres muy amable conmigo, muchachito. Me alegra que te preocupes tanto de mí. Pero estás muy equivocado. ¡El gato y el cuervo tienen que estar presentes! Y es muy importante tenerlos como testigos. En eso está precisamente la gracia del asunto.
El mago preguntó:
—¿Cómo es eso?
—A fin de cuentas —explicó la bruja— no se trata de una pócima cualquiera. El ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso tiene una propiedad que es ideal. Transforma en lo contrario lo que uno desea. Desea uno salud, y surge una epidemia; habla uno de bienestar general, y en realidad provoca la miseria; habla uno de paz, y el resultado es la guerra. ¿Has comprendido ya que se trata de una poción maravillosa?
Tirania sonrió de placer y prosiguió:
—Ya sabes cuánto me gustan los actos benéficos. Son mi pasión. Pues bien, hoy voy a organizar una fiesta, ¿qué digo?, ¡una orgía benéfica!
Los ojos de Sarcasmo comenzaron a brillar tras los gruesos cristales de sus gafas.
—¡Por el estroncio radiactivo! —exclamó—. Y los espías serán los testigos de que sólo hemos hecho obras buenas, actos de caridad en favor del pobre mundo doliente.
—Será una velada de San Silvestre —gorjeó Tirania— como la vengo imaginando desde que aprendí el abecé de las brujas multiplicadineros.
El sobrino la interrumpió con voz ronca:
—El mundo recordará durante siglos esta noche, la noche en que estalló la gran catástrofe.
—Y nadie sabrá —chilló ella— cuál fue el origen de la hecatombe.
—No, nadie —jaleó él—. Pues nosotros dos, tú, Titi, y yo, estamos aquí, limpios como corderos inocentes.
Se abrazaron y comenzaron a bailar. Todos los tarros y marmitas del recinto empezaron a tocar una chirriante y desentonada danza de la muerte con aire de vals, los muebles golpearon el suelo con las patas, el fuego verde de la chimenea llameó rítmicamente y el tiburón disecado de la pared siguió el ritmo abriendo y cerrando su impresionante dentadura.