EL gato y el cuervo acababan de llegar de la aguja de la torre a la habitación del gato cuando comenzaron a oírse en el pasillo el tintineo y el estallido de los tarros de cristal. Como no podían sospechar cuál era la causa de aquel fragor infernal, habían salido a la oscuridad del jardín y se habían refugiado en la rama de un árbol seco. Allí estaban sentados ahora, muy apretados el uno al otro, y escuchaban asustados el supuesto terremoto que estremecía la villa entera, y contemplaban cómo se rompían los cristales de las ventanas.

—¿Crees que están riñendo? —murmuró Félix.

Jacobo, que seguía teniendo en el pico el trozo de hielo con la lucecita dentro, se limitó a hacer «hum, hum» y a encoger las alas.

Ahora, el viento estaba totalmente en calma. Habían desaparecido los nubarrones negros y el cielo estrellado brillaba como millones de diamantes. Pero hacía más frío.

Los dos animales temblaron y se acercaron más el uno al otro.

Sarcasmo y Tirania estaban sentados frente a frente, separados por la gigantesca ponchera. Se miraban con odio manifiesto.

—¡Maldita bruja! —rechinó él—. ¡Ha sido todo culpa tuya!

—¡El culpable has sido tú, pérfido impostor! —silbó ella—. ¡No vuelvas a hacerlo!

—Has empezado tú.

—No, has sido tú.

—Estás mintiendo.

—Querías deshacerte de mí para beberte el ponche tú solo.

—Eso es lo que querías hacer tú.

Obstinados, se callaron los dos.

—Jovencito —dijo finalmente la bruja—, seamos razonables. Sea lo que fuere lo que ha pasado, lo cierto es que hemos perdido mucho tiempo. Y si no queremos que la elaboración del ponche no nos sirva de nada, debemos apresurarnos.

—Tienes razón, tía Titi —respondió él con una sonrisa sospechosa—. Así que vamos a llamar inmediatamente a los dos espías para empezar, por fin, la velada.

—Será mejor que vaya contigo, muchacho —opinó Tirania—, para que no se te ocurra otra vez hacer alguna tontería.

Y treparon apresuradamente por los montones de escombros y salieron corriendo al pasillo.

—Han salido —susurró Félix, que tenía ojos de gato y podía ver mejor el interior de la casa—. ¡Ahora, rápido, Jacobo! Sal volando. Yo te sigo.

Jacobo voló de la rama a una de las ventanas rotas del laboratorio con aleteos inseguros. Félix tuvo que bajar del árbol gateando con las patas agarrotadas por el frío, afanarse para llegar a la casa cruzando la gruesa capa de nieve, saltar al alféizar y entrar con cuidado por el agujero de la ventana. Vio algunas plumas ensangrentadas en las astillas del cristal y se asustó.

—Jacobo —musitó—, ¿qué te ha pasado? ¿Estás herido?

Luego tuvo que estornudar un par de veces con tanta fuerza que estuvo a punto de caer. Era evidente que, para colmo de desgracias, había cogido un fuerte catarro.

Echó una ojeada al laboratorio y vio la devastación.

—¡Cielos —quiso decir—, qué panorama hay aquí!

Pero su voz no era ya más que un pitido ronco.

Jacobo estaba en el borde de la ponchera e intentaba una y otra vez echar dentro el trozo de hielo. Pero no lo lograba. Se le había helado el pico.

Miraba a Félix en busca de ayuda y hacía constantemente: «¡Hum, hum, hum!».

—¡Escúchame! —pitó el pequeño gato con gesto trágico—. ¿Oyes mi voz? Eso es todo lo que ha quedado de ella. ¡Se acabó para siempre!

El cuervo aleteó airado en el borde de la ponchera.

—¿A qué esperas? —pitó Félix—. Echa el toque al ponche.

—¡Hum, hum! —respondió Jacobo, e intentó desesperadamente abrir el pico.

—Espera, voy a ayudarte —musitó Félix, que al fin había comprendido.

Saltó al borde de la ponchera; pero le temblaban tanto todos los miembros que estuvo a punto de caer dentro. En el último instante, se agarró a Jacobo, que a duras penas logró mantener el equilibrio.

En aquel momento oyeron la voz de la bruja, que decía en el pasillo:

—¿No están ahí? ¿Qué significa eso de que no están ahí? Oye, Jacobito, cuervo mío, ¿dónde os habéis metido?

Y luego la voz ronca de Sarcasmo:

—Maurizio di Mauro, mi querido gatito, ven con tu buen maestro.

Las voces se acercaban.

—Gran Gato del cielo, ayúdanos —balbució Félix, e intentó abrir con las dos patas el pico de Jacobo.

De repente se oyó «plum» y la ponchera comenzó a vibrar; pero no se oía nada. Sólo la superficie del líquido se rizó como si se le hubiera puesto carne de gallina.

Luego se alisó nuevamente, y el trozo de hielo con la campanada dentro se disolvió en el ponche de los deseos sin dejar ninguna huella.

Los dos animales saltaron de la ponchera y se ocultaron detrás de una cómoda volcada.

En aquel instante entró Sarcasmo, seguido de Tirania.