EL Parque Muerto, que rodeaba Villa Pesadilla, no era especialmente grande. Aunque se hallaba en el centro de la ciudad, casi ninguno de los vecinos de los alrededores lo había visto, porque estaba circundado por un muro de piedra de tres metros de altura.

Pero los magos pueden poner también obstáculos invisibles, hechos, por ejemplo, de olvido, aflicción o confusión. Así, Sarcasmo había levantado alrededor de su finca una barrera invisible de angustia y temor que discurría por fuera del muro de piedra y que impulsaba a los curiosos a alejarse rápidamente de allí y a no ocuparse de lo que había al otro lado del muro.

Sólo en un punto había una puerta alta de rejas oxidadas. Pero desde allí no se podía curiosear el interior del parque, porque impedía la visión un espeso y enmarañado seto de gigantescos espinos negros. Ésta era la puerta que usaba Sarcasmo cuando salía en su magomóvil, cosa que ocurría pocas veces.

El Parque Muerto había estado poblado en otro tiempo —cuando todavía no se llamaba así— por multitud de árboles maravillosamente bellos y arbustos pintorescos: pero ahora estaban todos sin hojas, y no sólo porque era invierno. Durante decenios, el mago había hecho con ellos experimentos científicos, había manipulado su crecimiento, había atrofiado su capacidad de reproducción, les había extraído las sustancias vitales y había terminado por someterlos uno tras otro al martirio definitivo. Ahora sólo se levantaban hacia el cielo algunas ramas secas y deformes que parecían pedir ayuda con gesto doloroso antes de su final, sin que nadie hubiera escuchado sus gritos silenciosos. En el parque no había pájaros desde hacía tiempo, ni siquiera en verano.

El gato avanzaba hundiéndose en la nieve, y el cuervo lo seguía a saltitos y con vuelos cortos, pero cuando volaba el viento lo derribaba de cuando en cuando. Los dos recorrían el camino en silencio porque necesitaban todas sus fuerzas para seguir adelante.

El alto muro de piedra no habría constituido un problema para Jacobo, pero sí para Maurizio. Pero el gato se acordó de la puerta de rejas, por la que había entrado en su momento. Los dos se deslizaron por entre los barrotes forjados en espiral.

La barrera invisible de angustia no les planteó especiales dificultades, pues estaba construida específicamente contra los hombres y formada por el miedo a los fantasmas. Es decir: cuando entraban en esa zona, hasta los escépticos más recalcitrantes creían súbitamente en los fantasmas y tomaban las de Villadiego.

También muchos animales creen en los fantasmas; pero los gatos y los cuervos son los que menos creen en ellos.

—Dime, Jacobo —preguntó Maurizio en voz baja—, ¿crees que hay espíritus?

—Claro —respondió Jacobo.

—¿Has visto alguno en alguna ocasión?

—Yo, personalmente, no —dijo Jacobo—. Pero, en tiempos antiguos, toda mi parentela se acurrucaba en los patíbulos en que se balanceaban los ahorcados. O anidaba en los castillos encantados. Y allí había cantidad de espíritus, muchos espíritus había allí. Y nadie tuvo nunca problemas con ellos. Al contrario, con algunos tuvieron mis gentes una buena amistad.

—Ya —dijo Maurizio armándose de valor—. Lo mismo les ocurrió a mis antepasados.

Así, cruzaron la barrera y llegaron a la carretera. Las ventanas de las casas estaban festivamente iluminadas, pues todas las familias celebraban la tarde de San Silvestre o se preparaban para la divertida fiesta.

Apenas pasaban coches, y aún eran menos los peatones que, con paso apresurado y el sombrero metido hasta las orejas, se dirigían a alguna parte.

En la ciudad nadie barruntaba la hecatombe que se estaba preparando en Villa Pesadilla. Y nadie observó al barrigudo gato y al maltrecho cuervo que se habían puesto en camino hacia un lugar impreciso para buscar la salvación.

Al principio meditaron si debían dirigirse simplemente a alguno de los transeúntes. Pero inmediatamente rechazaron semejante idea porque, en primer lugar, era poco probable que una persona normal entendiera sus maullidos y graznidos (quizá se limitaría a cogerlos y encerrarlos en una jaula) y, en segundo lugar, sabían que había pocas esperanzas de éxito si los animales pedían ayuda a los hombres. Eso estaba más que comprobado. Incluso en los casos en que escuchar los gritos de socorro de la naturaleza habría redundado en beneficio de los propios hombres, éstos se habían hecho los sordos. Habían contemplado las lágrimas de sangre de muchos animales, y se habían limitado a seguir comportándose como antes.

No, de los hombres no cabía esperar una salvación rápida y decidida. Pero, entonces, ¿de quién? Jacobo y Maurizio no lo sabían. Simplemente, seguían caminando. Por la carretera, sin tráfico ni capa de nieve, les resultaba un poco más fácil; sin embargo, avanzaban muy lentamente contra la tempestad de nieve y aire, que les soplaba de frente. Pero quien no sabe adonde va tampoco suele tener mucha prisa.

Tras caminar un buen rato en silencio, Maurizio dijo en voz baja:

—Jacobo, tal vez sean éstas las últimas horas de nuestras vidas. Por eso tengo que decirte algo. Jamás hubiera creído que un día llegaría a hacerme amigo de un pájaro, y mucho menos de un cuervo. Pero ahora estoy orgulloso de haber encontrado un amigo tan perspicaz y con tanta experiencia de la vida como tú. Sinceramente, te admiro.

El cuervo carraspeó, un poco violento, y luego respondió con voz ronca:

—Tampoco yo habría pensado nunca que un día tendría un auténtico compinche que es un artista famoso y, además, un pollo pera. No puedo expresarlo bien. Nadie me ha enseñado buenas maneras ni palabras elegantes. ¿Sabes? Yo sólo soy un vagabundo corriente, un día aquí y otro día allí, y así me he ido abriendo camino en la vida. Yo no tengo tantas letras como tú. El desvencijado nido en que salí del cascarón era un nido de cuervo muy corriente, y mis padres eran unos padres de cuervo muy corrientes, demasiado corrientes tal vez. A mí nadie me ha tenido un cariño especial, ni siquiera yo mismo. Y en música no soy nadie. Yo no he aprendido ninguna canción hermosa. Pero a mí me parece maravilloso que alguien sea capaz de eso.

—¡Oh, Jacobo, Jacobo! —exclamó el pequeño gato, y a duras penas pudo disimular que estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Yo no desciendo de una antigua estirpe de caballeros nobles, y mis antepasados tampoco eran de Napóles. A decir verdad, ni siquiera sé dónde está esa ciudad. Y tampoco me llamo Maurizio di Mauro. Eso me lo he inventado yo. En realidad me llamo simplemente Félix. Tú sabes al menos quiénes fueron tus padres. Yo ni siquiera sé eso porque crecí en un húmedo agujero de un sótano entre gatos callejeros asilvestrados. Allí hacía de madre a veces una y a veces otra, según venía o según quién quería en cada momento. Los otros gatitos eran siempre mucho más fuertes que yo cuando luchábamos por la comida. Por eso me he quedado tan pequeño y tengo un apetito tan grande. Y tampoco he sido nunca un minnesínger famoso. Jamás he tenido buena voz.

Hubo un largo silencio.

—Entonces, ¿por qué contabas todo eso? —preguntó Jacobo, pensativo.

El gato reflexionó.

—No lo sé muy bien —reconoció—. Era el sueño de mi vida. ¿Entiendes? ¡Me hubiera gustado tanto ser un artista famoso, esbelto, guapo y elegante, de piel blanca y sedosa, y con una maravillosa voz! Uno de esos a quienes todos aman y admiran.

—¡Hummm! —murmuró Jacobo.

—Era sólo un sueño —prosiguió el gato—, y en el fondo yo siempre sabía que nunca podría hacerse realidad. Por eso me he comportado como si fuera todo eso. ¿Crees que ha sido un pecado grave?

—Ni idea —graznó el cuervo—. De pecados y pamplinas pías no entiendo nada.

—Pero ¿estás enfadado ahora conmigo por eso?

—¿Enfadado? ¡Qué tontería! Un poco chiflado sí que me parece que estás. Pero no importa. A pesar de eso, eres un tipo excelente.

Durante un momento, el cuervo posó su maltrecha ala sobre los lomos del amigo.

—Y pensándolo bien —prosiguió luego—, tu nombre no me desagrada; al contrario.

—No, yo me refiero a que no soy un cantor famoso.

—¡Quién sabe! —dijo el cuervo, pensativo—. He conocido casos en que ciertas mentiras se hicieron verdaderas y, entonces, dejaron de ser mentiras.

Félix miró de soslayo a su compañero con gesto de inseguridad porque no había comprendido bien lo que el cuervo acababa de decir.

—¿Crees que aún puedo llegar a serlo? —preguntó con los ojos muy abiertos.

—Si vivimos el tiempo suficiente… —respondió Jacobo, más bien para sí mismo.

El gato prosiguió, excitado:

—Ya te he hablado de mi abuela Mía, la anciana gata sabia que tantas cosas misteriosas sabía. Vivía con nosotros en el agujero del sótano. Ahora está ya con el Gran Gato del cielo como todos los demás, excepto yo. Poco antes de morir me dijo algo: «Félix, si realmente quieres ser un día un gran artista, tienes que conocer todos los abismos y cumbres de la vida, pues sólo quien los conoce puede enternecer todos los corazones». Eso me dijo ella. Pero ¿puedes explicarme tú a qué se refería?

—Bueno —respondió secamente el cuervo—. Los abismos ya los has vivido bastante en tu propia carne.

—¿Tú crees? —preguntó aliviado Félix.

—Claro —graznó el cuervo—. No es fácil descender a abismos más profundos. Ahora sólo te faltan las cumbres.

Y siguieron avanzando en silencio entre la nieve y el viento.

Lejos, al final de la carretera, se recortaba sobre el cielo nocturno la torre de la gran catedral.